En el bar Egipto de la plaza de la Gardunya solían tener ya tres o cuatro excelentes cazuelas de buena mañana y tortillas frescas y españolas, sin nada que ver con las momificaciones tortilleras que suelen servirse en los bares de España antes del mediodía. Carvalho huía de las albóndigas de bar y restaurante porque las amaba y era conocedor de las peores carnes que suelen utilizarse en este plato ibérico, sin las redecillas de grasa de cerdo que utilizan los franceses, harina y huevo, una película de sinceridad para que la bolita sea lo que tiene que ser, bolita, y no sea, como no lo es la Tierra, redonda. Casi todas las buenas albóndigas están achatadas por los polos. Las albóndigas del Egipto eran exactas en la textura, porque exacta era la proporción de carne y miga de pan. Si la albóndiga tiene demasiada carne semeja un oscuro tumor de bestia, y si es el pan el excesivo, uno tiene la sensación de que mastica algo previamente masticado. Requisito indispensable para la albóndiga es el buen uso que se haga del tomate en su salsa. Aunque Carvalho era partidario del tomate porque era partidario de los mestizajes culturales, no podía tolerar la solución tomate aplicada como recurso de color y sabor para que en él naufragaran los restantes sabores del cuerpo y el alma de los seres vivos. Y cuando un guiso tiene el tomate justo entonces, y sobre todo de mañana, el consumidor puede pedir esa leche fresca que es el pan con tomate, acompañante exacto de una buena tortilla de patatas y cebolla e incluso de un guiso de albóndigas como las del Egipto, levísimamente atomatadas. Notables también las cazuelas de sardinas en escabeche, las de pies de cerdo o las de tripa, problemática entonces la selección, que Carvalho solía resolver por la albóndiga y la tortilla, porque para escabeches ya tenía los suyos y en cambio difícil era encontrar la materia exacta del microcosmos de la albóndiga. Bar de mercado, para desayunadores copiosos y felices, restaurante económico para artistas, gente de teatro y jóvenes de precaria emancipación, el Egipto estaba situado junto al bar Jerusalem en un barrio que se iba convirtiendo en el Harlem barcelonés a la espalda del mercado de la Boquería. Los negros salían al anochecer y se reunían en bares monocolor de las callejas que unían el laberinto de la Boquería con las calles del Carmen y del Hospital, nacidos los negros para caminar bien y predicar la exactitud del cuerpo. Pero a estas horas de la mañana, la plaza de la Gardunya era el culo de la Boquería. Muelle de camionetas, escaparate de contenedores de basura que iniciaban la putrefacción nada más salir del templo, gatos ariscos consentidos por su lucha a muerte con los ratones que esperaban el menor descuido para apoderarse del mercado, del viejo barrio, de la ciudad entera. Aquellos gatos municipales rendían una primera batalla decisiva contra los subterráneos enemigos del hombre y en sus pieles quedaban los costurones, cicatrices de sórdidos encuentros con la horda roedora, misteriosos encuentros a espaldas de los hombres, como si guardaespaldas y asesinos fueran dueños de un espacio, un tiempo, una convención vida muerte que sólo a ellos les pertenecía. Sinfonía de bocinas en la cola de coches que esperaban entrar en el parking de la Gardunya y el optimismo inocente del estómago bien lleno de buena mañana convencen a Carvalho del uso de las piernas, cruza el pasillo central del mercado lleno de pesados cuerpos compradores agredidos por el tráfico de los carretones manuales que van reponiendo las mercancías. Por el pasillo de frutas con toda la geografía del mundo, pero sin la historia tradicional de las frutas, sin conciencia de verano ni invierno, el melocotón chileno o la cereza de invernadero, desemboca Carvalho en el esplendor de las Ramblas de las Flores y retiene el descenso hacia su despacho. Repasa las notas que ha tomado sobre el caso de la botella de champán. Detiene su andar. Arranca la hoja. Hace una bola con ella y busca una papelera entre quiosco y quiosco floral, pero finalmente se la guarda en un bolsillo del pantalón y alarga las zancadas para llegar cuanto antes. Sorprende a Biscuter "haciendo cristales", "porque están hechos una roña, jefe", te buscaré una señora que te los limpie, "lo que pueda limpiar una señora, lo limpio yo, jefe", "¿qué le parece?", "¿a que se ve mejor la calle?" Se ve mejor la calle. "No me cuesta nada." "Un día los cristales, otro el polvo. ¿Se queda a comer? He preparado una carne guisada con berenjenas y "rovellons". Carvalho se desentiende de las explicaciones de Biscuter sobre lo cabrones que son los vendedores de setas. En medio kilo hay más gusanos que en los quesos esos que le gustan a usted, jefe. Carvalho busca en la guía telefónica a partir de los nombres que descifra de la bola de papel, rescatada del bolsillo del pantalón, aplanada con la palma de la mano, las letras escondidas en el fondo de sus arrugas. "El Periódico" no cita el segundo apellido de Dalmases y tampoco el de Rosa Donato o Marta Miguel, ni siquiera el del marido separado de Celia Mataix. Por lo tanto opta por llamar al apellido Mataix registrado en la casa del crimen, Taquígrafo Serra, 66, y al teléfono se pone una voz de mujer lenta e insegura. Yo sólo soy la señora de la limpieza, se identifica. Si es un asunto de seguros… Finalmente sale el teléfono del marido, pero recela, no comprende la razón por la que necesite el de Dalmases o el de la Donato o el de Marta Miguel.
—Fueron testigos presenciales, comprenda.
—La policía lo tiene todo. Aquí no hay libreta, no está la libreta que había con los teléfonos.
Algo es algo, se dijo Carvalho al colgar el teléfono y quedarse solo ante el nombre de Alfonso Alfarrás y su teléfono. Bien poco era porque nadie le contestó a su llamada y Carvalho llegó a la conclusión de que un marido separado de aquella hermosura no puede haber cometido el error de volverse a unir a alguien que pueda contestar la llamada del teléfono a cualquier hora del día. De nuevo al habla con la señora de la limpieza. No me contestan y he de hacerle llegar un sobre urgentemente, ¿sabe usted la dirección?, y la respuesta tiene la virtud de abrir una puerta a una habitación hasta entonces cerrada en la conciencia de Carvalho. Vive en la casa que compartía con la señora. Por Mayor de Sarriá. Y entonces ve a Celia Mataix, la ve en una cola, en un supermercado, delante de él, el último supermercado de Barcelona antes de iniciar el ascenso hacia Vallvidrera, y Celia Mataix avanza al compás de la cola, alta, elástica, con la melena de miel y un ojo rasgado que se vuelve y examina a Carvalho, y al hombre le llega un olor profundo a mujer y a penumbra en una habitación para dos. ¿Qué lleva en la cesta de plástico del supermercado Celia Mataix? Pasta, un pequeño paquete de la charcutería, detergente de lavaplatos, una caja de langostinos congelados, fruta elegida sin amor, hasta la rebeca que lleva Celia Mataix parece ser su piel. Como aquellas mujeres que en la adolescencia coleccionaba en su memoria de fugacidades, mujeres sombra en autobuses que se iban o devoradas para siempre por los portales cuando Carvalho empezaba a inventarles una historia pasada y futura.
—Guarda la comida, Biscuter. La tomaré para cenar.
—Jefe, la berenjena se ablanda de recalentarla.
Pero Carvalho no atendió a un reclamo que en otra circunstancia le hubiera hecho entrar en razón.
—Ni sé nada ni me interesa.
Alfarrás había conseguido una lacia melena que le colgaba de la calva coronilla pepinoide y una barba negra que le prolongaba el rostro de penitente hasta el esternón. "La arruga es hermosa", proclamaba la publicidad comercial de la nueva moda masculina, pero el arrugado atuendo de Alfarrás tenía otra historia, era una secuela del pasado ascético de la raza marxista catalana, de cuando los chicos de casa bien mortificaban a su clase social disfrazándose de temporeros de la recolección del algodón en el profundo sur de los Estados Unidos, sin que ningún sociólogo se haya preocupado jamás del porqué de tan lejano modelo estético. A sus cuarenta años y algo más, el ya no tan joven arquitecto Alfonso Alfarrás estaba a la espera de que se fallara a su favor o no un proyecto de remodelación de una bóvila con voluntad de convertirse en parque lúdico para un barrio de inmigrantes, en la duda la joven democracia municipal de que el poco espíritu lúdico de la inmigración fuera consecuencia de todo un programa de vida o de que en su programa de vida faltara un parque lúdico donde redescubrir el árbol y el juego del escondite. Carvalho escuchaba las explicaciones de Alfarrás a otra gente casi tan disfrazada como él, en el marco de un pequeño despacho de arquitectura. Faltaba terminar la memoria explicativa y Alfarrás reclamaba a uno de sus ayudantes más lirismo.
—Menos cotas e infraestructura y más filosofía.
Desdeñaba la presencia de Carvalho, como si aquel escueto ni sé nada ni me interesa hubiera sido todo. Pero Carvalho le había regalado tiempo con un ademán para que atendiera la consulta y desde su sillón, premio de diseño mil novecientos sesenta y nueve, del que sólo quedaba intacta la estructura de hierro, Carvalho parecía disfrutar ante el espectáculo de cómo se plantea la estrategia para ganar un concurso de proyectos. Alfarrás llevaba la voz cantante.
—Ya no se trata de venderle el proyecto a un constructor choricero, al abuelito de un amigo o a una cooperativa de jóvenes matrimonios ilustrados, coño. Ahora hay que vendérselo a un colectivo municipal gobernado por socialistas y comunistas pero con la vigilancia de los otros.
—Por eso decía de poner el móvil aquel de los caracoles. A los de Convergencia les gustará.
—¿Por qué han de gustarles los caracoles a los de Convergencia?
—Es muy del país. Buscar caracoles y "rovellons".
—Ni que los caracoles llevaran barretina.
—Se la ponemos.
—Que no, coño, que no. ¿Qué pinta un móvil de caracoles en un parque junto a San Magín?
La consulta terminó y Alfarrás se sacó una colilla de faria gallego del bolsillo de su cazadora texana.
—No le ofrezco porque sólo me queda esta colilla. Pero de hecho no hemos de hablar nada más. Igual le he dicho a la policía. Celia y yo ni nos veíamos. A veces coincidíamos en el momento de intercambiar a la niña. Y eso es todo. Llevábamos más de cuatro años separados. ¿Qué más puedo decirle? ¿Que he sentido su muerte? Claro. Sobre todo por la niña. Yo no puedo tenerla. Pero ella casi tampoco podía tenerla. Una catástrofe. También Celia era una niña y a los cuarenta años había descubierto que el mundo no era como lo esperaba. No tengo por qué compadecerla. Vivió como supo. Igual que yo. O que usted.
—¿Van bien los negocios?
Alfarrás se quedó desconcertado un instante, luego siguió la dirección del gesto indicativo de Carvalho y fue a parar a la carpeta del proyecto de parque lúdico.
—¿Se refiere a esto? No. Hace siete meses que no tenemos una obra y lo último que hicimos fue un remiendo de un chalet. O sale este concurso municipal o vamos a cerrar el taller. Todos están igual. La ciudad está llena de pisos vacíos. No hay un duro para comprarlos y menos para seguir construyendo. Mejor. Así no corro el riesgo de hacerme rico.
—¿Ayudaba económicamente a su mujer?
Una risa resbaladiza y juguetona se le escapó a Alfonso Alfarrás a través de los labios que intentaba cerrar.
—¿Ayudar yo? Está usted de broma. ¿Por qué? ¿En virtud del concepto pequeñoburgués de reparación por la pérdida del virgo o del no menos pequeñoburgués concepto de su fragilidad femenina? Ridículo. A la niña la han mantenido siempre sus padres, los de Celia, claro. Los míos de vez en cuando le enviaban un melón.
La cara comodín de Carvalho la interpreta Alfarrás como cara de sorpresa.
—Mis padres son payeses, de Lérida, ricos, supongo. Pero para lo que les sirve. ¿Y a usted qué se le ha perdido en este asunto?
—He leído el caso en el periódico. Soy detective privado. Me gustaría hacerme cargo del asunto.
—O sea que usted es un… un parado, como yo, y quiere investigar la muerte de Celia y viene a mi taller, al taller de un parado, como usted, a pedir trabajo. Compréndalo. La situación es grotesca. A mí no me interesa saber quién ha sido el asesino. No devolvería la vida a Celia e igual es un amigo. Luego está el motivo. Siempre es un motivo sórdido. O grotesco. Yo no conozco la fauna con la que se relacionaba Celia últimamente. Era una mujer pasiva. Cuando vivió conmigo mis amigos fueron sus amigos, y cuando nos separamos cambió de órbita.
—Sabe usted si le iba bien la tienda de antigüedades.
—Fatal. Supongo. Se la pusieron sus padres para que se entretuviera y no tuviera ataques depresivos. Siento decirlo porque está muerta, pero era un saldo, una niña bien que no estaba preparada ni para ser como su madre ni para ser una mujer emancipada.
—Ni para convivir con usted.
—Era como una subnormal.
—Licenciada en Historia del Arte.
—¿Ha sido usted universitario?
—Hace demasiado tiempo. A veces creo que lo he soñado. Pero sí. Lo fui.
—¿A cuántos subnormales conoció usted en la universidad?
—No fue un cupo alarmante.
—Pero sorprendente, sí, sea sincero.
—Sorprendente, sí.
—La burguesía tiene un gran talento camuflando a sus subnormales. Antes le bastaba con que tuvieran memoria y hasta podían llegar a médicos o abogados porque se sabían todos los huesos y todas las leyes. Ahora se estudia de otra manera y el alumno ha de demostrar mínimamente que entiende las cosas, pero le basta entenderlas como el profesor para prosperar sin dejar de ser un subnormal. Es decir, y para no perder el tiempo, ni usted ni yo, era milagroso que Celia hubiera acabado el bachillerato y que estuviera en condiciones de distinguir la Venus de Willendorf del "Déjeuner sur l.herbe" de Wateau. Tampoco tenía intuición artística. Es decir. No tenía sensibilidad. Tenía sensiblería. Lloraba si fumigabas las moscas con DDT, quizá exagero. Pero bueno, era así. Incapaz de incorporar experiencias. Durante el primer mes de casados estropeó cuatro veces la lavadora.
—¿Ha comprobado si es un récord?
Alfarrás cerró los ojos con la sonrisa parapetada tras el bigote y la barba.
—Usted ha tomado partido. Celia le cae simpática. Lo presiento. Yo no. ¿Es usted necrofílico? ¿Ama a los muertos? ¿Ama la muerte?
—No me interprete mal. Soy una víctima de los manuales de urbanidad. Le llevo unos cuantos años, los suficientes como para haber sido educado según principios convencionales absurdos.
—¿Por ejemplo?
—El respeto a los muertos.