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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (118 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–No puedes reprochárselo –dijo Ayla.

–No se lo reprocho. Lo comprendo. Simplemente tengo ganas de volver al alojamiento de los hombres. Si no estuvieras emparejado, Jondalar, incluso te invitaría a la fiesta que organizaremos con el vino.

–La verdad es que tuve bastantes fiestas en los alojamientos de hombres cuando era joven; pero gracias de todos modos –contestó Jondalar–. Algún día, cuando seas mayor, te darás cuenta de que estar emparejado no es tan malo como ahora piensas.

–Pero tú te has quedado ya con la mujer que yo quería –bromeó el joven, lanzando una burlona mirada a Ayla–. Si la tuviera a ella, también yo me iría de buena gana de la tienda de los hombres. Cuando la vi en vuestra ceremonia matrimonial, pensé que era la mujer más hermosa de esta tierra. Apenas podía dar crédito a mis ojos. Creo que todos los hombres presentes pensaron lo mismo que yo y desearon estar en tu lugar, Jondalar.

Si bien al principio Matagan se sentía cohibido ante Ayla, perdió la timidez a medida que fue conociéndola mejor durante los muchos días que ella acudió al alojamiento de los zelandonia para ayudar a atenderlo. Luego empezaron a manifestarse su sociable cordialidad y su desenfadada simpatía naturales.

–Sí, ya ves –comentó Ayla sonriendo y dándose palmadas en el prominente vientre–. ¡Vaya «hermosura»! Una mujer vieja con barriga.

–Eso te hace aún más hermosa. Además, me gustan las mujeres mayores que yo. Quizá algún día me empareje con alguna… si encuentro a una como tú –dijo Matagan.

Jondalar sonrió al joven, que le recordaba a Thonolan. Era evidente que estaba enamorado de Ayla, pero con el tiempo llegaría a ser un hombre con mucho encanto, y tal vez lo necesitara si se quedaba cojo para siempre. A Jondalar no le importó que practicara un poco con Ayla. En su día también él se había enamorado de una mujer mayor.

–Además, recuerda que eres mi curandera preferida. –Su mirada adquirió una expresión más seria–. Cuando me llevaban en la parihuela, me desperté varias veces, y al verte pensé que estaba soñando. Creía que era una bella donii que venía para guiarme hasta la Gran Madre. Estoy convencido de que me salvaste la vida, y dudo que ahora pudiera andar de no haber sido por ti.

–El azar quiso que estuviera allí en ese momento, e hice lo que pude –contestó ella.

–Es posible, pero quiero que sepas que si alguna vez necesitas algo… –Bajó la vista, avergonzado, y se sonrojó. Le costaba decir lo que tenía pensado. Volvió a mirar a Ayla–. Si alguna vez puedo hacer algo por ti, sólo tienes que pedírmelo.

–Recuerdo un tiempo en que también yo creía que Ayla era una donii –terció Jondalar para aliviar el malestar de Matagan–. ¿Sabías que me cosió las heridas? Y una vez, en nuestro viaje, todo un campamento s’armunai creyó que Ayla era la mismísima Madre, una donii viva venida para ayudar a sus hijos en la tierra. Y que yo sepa, quizá lo sea, a juzgar por cómo se enamoran de ella los hombres.

–¡Jondalar, no le metas esas estupideces en la cabeza! –protestó Ayla–. Y más vale que continuemos trabajando, o la Novena Caverna perderá. Además, quiero guardar un poco de este grano para un par de caballos, y quizá un potrillo. Hicimos bien en recoger centeno de sobra cuando maduró, pero los caballos prefieren la avena.

Echó un vistazo a la cesta que llevaba colgada del cuello para tener libres las dos manos y vio la cantidad de semillas que ya había dentro; luego sostuvo la piedra en posición y se puso a trabajar. Con una mano juntaba unos cuantos tallos de grano maduro y con la piedra redondeada en la otra mano iniciaba un suave y uniforme movimiento ascendente, haciendo desprenderse las semillas, que recogía en esa misma mano. Después las echaba en la cesta y agarraba unos cuantos tallos más.

Era una labor lenta y minuciosa, pero no era difícil una vez que se le cogía el tranquillo. El uso de una piedra permitía desgranar las espigas con mayor eficacia y, por tanto, con mayor rapidez. Cuando Ayla preguntó, nadie supo decirle de dónde había salido aquella idea; recogían así el grano desde tiempos inmemoriales.

Cuando Matagan se alejó renqueando, Ayla y Jondalar vertían ya en sus cestas las semillas desprendidas.

–Tienes un ferviente admirador en la Quinta Caverna, Ayla –bromeó Jondalar–. Otros muchos comparten esos sentimientos. Has hecho muchos amigos en esta Asamblea. La mayoría de la gente te ve como una Zelandoni. Por costumbre, identifican a las curanderas con las doniers.

–Matagan es un joven simpático –dijo Ayla–. Su madre también es muy agradable. El abrigo con capucha y forrado de piel que me ha regalado es precioso, y lo bastante holgado para poder usarlo este invierno. Me pidió que fuera a visitarlos en otoño cuando hayamos regresado. ¿Pasamos por el hogar de la Quinta Caverna cuando veníamos hacia aquí?

–Sí, está corriente arriba, a la orilla de un pequeño afluente del Río. Puede que paremos allí en el camino de vuelta. Por cierto, dentro de unos días saldré a cazar con Joharran y algunos hombres. Puede que estemos un tiempo fuera –explicó Jondalar, adoptando un tono despreocupado para que pareciera una actividad normal y corriente.

–Supongo que no podré ir –dijo Ayla con nostalgia.

–Me temo que tendrás que abandonar la caza por una temporada. Ya sabes, y el accidente de Matagan lo ha dejado muy claro, que la caza puede ser peligrosa, sobre todo si no estás ya tan ágil como antes.

–Volví a cazar en cuanto nació Durc. Siempre había alguna mujer que lo amamantaba si yo no regresaba a tiempo.

–Pero nunca te marchabas durante varios días seguidos.

–No, sólo cazaba animales pequeños con la honda –admitió Ayla.

–Bueno, quizá puedas volver a hacerlo, pero deberás evitar las salidas de varios días con partidas de caza. Además, ahora soy tu compañero. Es mi obligación cuidar de ti y de tus hijos. Eso te prometí cuando nos unimos. Si un hombre no es capaz de mantener a su familia, ¿qué utilidad tiene? ¿Para qué sirven los hombres si las mujeres dan a luz a los hijos y también los mantienen?

Ayla nunca había oído hablar así a Jondalar, y se preguntó si todos los hombres pensarían lo mismo que él. ¿Necesitaban los hombres buscar el sentido de su existencia porque no podían tener hijos? Intentó ponerse en su lugar: quiso saber cómo se sentiría en caso de cambiarse los papeles, en caso de no poder tener hijos y creer que su única aportación posible era ayudar a mantenerlos. Se volvió hacia Jondalar.

–Este niño no estaría dentro de mí si no fuera por ti –afirmó llevándose las manos a la prominencia formada bajo sus pechos–. Este niño es tan tuyo como mío. Simplemente crece dentro de mí desde hace un tiempo. Sin tu esencia, no se habría iniciado.

–Eso no lo sabes con seguridad –dijo Jondalar–. Es lo que tú piensas, pero nadie más coincide contigo, ni siquiera la Zelandoni.

Los dos se hallaban cara a cara en medio del campo abierto, no en actitud hostil, sino cada cual con su propia opinión. Jondalar vio que unos mechones rubios blanqueados por el sol habían escapado de la cinta de cuero con que Ayla se había recogido el cabello y le azotaban la cara agitados por el viento. Iba descalza, y sus bronceados brazos y pechos quedaban al descubierto por encima de la sencilla prenda de piel que rodeaba su creciente cintura y pendía suelta hasta las rodillas para proteger su piel de los arañazos de los secos y ásperos tallos de avena que desgranaban. Su mirada revelaba determinación, firmeza, casi airado desafío, pero a la vez ella parecía muy vulnerable. Jondalar adoptó una expresión más transigente.

–En todo caso, poco importa. Te quiero. Mi único deseo es cuidar de ti y tu hijo –declaró, y abrió los brazos para envolverla en ellos.

–Nuestro hijo, Jondalar; nuestro hijo –insistió ella abrazándolo y estrechándose contra su pecho.

Él notó, con igual satisfacción, sus senos desnudos y su vientre abultado.

–De acuerdo, Ayla: nuestro hijo –aceptó Jondalar. Deseaba creerlo.

Corría un aire fresco cuando salieron del alojamiento. En los pequeños bosques, las hojas de los árboles presentaban tonos amarillentos y, a veces, rojizos, y la hierba y las plantas que no se hallaban pisoteadas entre el polvo alrededor del campamento ofrecían un aspecto marchito y parduzco. Todas las ramas caídas y matorrales secos de las inmediaciones se habían usado ya como leña, y los bosques habían perdido espesura.

Jondalar cogió las mochilas que estaban en tierra cerca de la entrada del alojamiento.

–Los caballos con las angarillas van a ser muy útiles para transportar las reservas de comida para el invierno. Ha sido una temporada provechosa.

Lobo corrió hasta ellos con la lengua colgando a un lado de la boca. Tenía una oreja algo caída, con el borde mellado, que le daba cierta apariencia de golfo.

–Creo que sabe que nos marchamos –comentó Ayla–. Me alegro tanto de que regresara y se quedara con nosotros, aunque estuviera herido. Lo habría echado de menos. Tengo muchas ganas de regresar a la Novena Caverna, pero siempre recordaré esta Reunión de Verano, en la que nos hemos emparejado.

–También yo he disfrutado mucho. Hacía mucho tiempo que no asistía a una reunión. Pero ahora que nos vamos, estoy impaciente por volver a casa –dijo Jondalar, y sonrió.

Pensaba en la sorpresa que, como él sabía, aguardaba a Ayla. Ella percibió un cambio en su expresión. Su sonrisa era más bien una mueca de placer, y transmitía una sensación de expectación. Intuyó que le ocultaba algo, pero no tenía la menor idea de qué podía ser.

–Me alegro de que hayan venido los lanzadonii. Han de recorrer un largo camino, pero Dalanar ha conseguido la donier que buscaba –prosiguió Jondalar–, y Echozar y Joplaya se han emparejado como es debido. Los lanzadonii son aún un pueblo poco numeroso, pero no tardarán en formar una segunda caverna. Han tenido muchos hijos, y afortunadamente han sobrevivido la mayoría.

–¡Qué bien que Joplaya esté encinta! –dijo Ayla–. Fue bendecida antes de su unión, pero no creo que se enterara de eso mucha gente durante la ceremonia matrimonial.

–Algunos tenían otros asuntos en la cabeza –comentó Jondalar–, pero me alegro por ellos dos. He encontrado a Joplaya un tanto distinta, más triste en cierto modo. Quizá sólo necesita un niño.

–Vale más que nos demos prisa –apremió Ayla–. Dijo Joharran que quería salir temprano.

No deseaba hablar de la tristeza de Joplaya porque conocía la causa, y tampoco quería mencionar la larga conversación que había mantenido con Jerika. La madre de Joplaya le había pedido cierta información muy concreta. Contó a Ayla sus propias complicaciones en el momento de dar a luz y mostró su interés en saber todo aquello que Ayla pudiera explicarle para facilitar un parto potencialmente difícil. También quería informarse acerca de la medicina de Ayla destinada a prevenir la concepción, y de los posibles métodos para provocar un aborto si lo primero no daba resultado. Temía por la vida de su única hija, y prefería no tener nietos a perderla. Pero como Joplaya estaba ya encinta y decidida a tener al niño, si sobrevivía al parto, Jerika tenía la firme determinación de evitar futuros embarazos.

La Undécima Caverna había remontado el río con todas sus balsas, y Joharran había acordado con ellos el traslado de una parte de la carga a la vuelta, pero el Sitio del Río tenía sólo un número de balsas limitado, y todas las cavernas querían utilizarlas. La Novena llenó las angarillas y cargó los lomos de Whinney y Corredor de paquetes de cecina envueltos con cuero crudo y canastos de alimentos recolectados. Los alojamientos que les habían servido de hogares durante el verano fueron desmontados, y las partes reutilizables se añadieron asimismo a la carga de los caballos. Además, cada persona acarreaba una mochila llena de cosas, y algunos, inspirándose en las angarillas de los caballos, se construyeron artefactos similares que arrastraban ellos mismos. Ayla pensó en hacer una angarilla para Lobo, pero aún no lo había adiestrado como animal de tiro. Quizá al año siguiente también él podría colaborar en el transporte de la carga.

Joharran iba de un lado a otro del campamento, dando prisa a la gente, haciendo sugerencias y cerciorándose de que todo estaba a punto. Cuando se hubo asegurado de que la Novena Caverna lo tenía todo listo para partir, se colocó al frente para encabezar la marcha, empuñando su lanza. Al viajar de día y siendo un grupo grande, si permanecían juntos no se acercaría a ellos ningún cazador cuadrúpedo. No obstante, a la primera señal de peligro, al tener la lanza en la mano, Joharran podría encajarla rápidamente en el lanzavenablos y prepararse para arrojarla. Se había ejercitado con el arma a lo largo del verano, y la manejaba ya con cierta destreza. Había media docena de hombres asignados a proteger los flancos, y Solaban y Rushemar cubrían la retaguardia. Las tareas de vigilancia se realizarían por turnos, pasando a ocupar esos puestos otros que de momento ayudaban a transportar los pródigos frutos de ese verano en su viaje de regreso a la Novena Caverna.

Antes de marcharse, Ayla contempló una vez más el lugar donde se había celebrado la Reunión de Verano. Montones de huesos y desperdicios salpicaban el pequeño valle. Varias cavernas habían partido ya, dejando amplios espacios vacíos entre los campamentos de quienes continuaban allí, con postes y armazones de troncos todavía en pie y rectángulos y círculos negros donde habían estado las fogatas. Se había abandonado una tienda ya demasiado maltrecha para usarla, y un jirón de cuero desprendido de una estaca ondeaba al viento, que arrastraba un cesto viejo. Ayla observó que los alojamientos de otras cavernas estaban a medio desmontar. El campamento de la Reunión de Verano ofrecía un aspecto desolador.

Pero los desechos pertenecían a la tierra y pronto se descompondrían. En la primavera siguiente apenas quedarían indicios de las cavernas que habían pasado allí el verano. La tierra se recuperaría pronto de la invasión.

El viaje de regreso fue duro. La gente avanzaba penosamente con la pesada carga y, llegada la noche, se desplomaba exhausta en sus camas. Al principio, Joharran impuso una marcha rápida, pero la aminoró gradualmente para que los más débiles pudieran mantener el paso. No obstante, todos veían con ilusión la vuelta a casa y estaban muy animados. Aquella carga representaba su supervivencia durante los crudos meses del invierno.

Cuando se acercaban al hogar de la Novena Caverna, el paisaje familiar los incitó a apretar el paso. Impacientes por llegar al refugio bajo el saliente de roca, se esforzaron para no tener que pasar fuera una noche más. Las primeras estrellas del anochecer parpadeaban en el cielo cuando avistaron la Piedra que Cae y la familiar pared rocosa. Con ciertas dificultades a causa de la menguante luz y la pesada carga, atravesaron el Río del Bosque por las piedras dispuestas en el cauce y luego ascendieron por el sendero hacia la terraza del refugio. Cuando por fin llegaron al porche de piedra que se extendía ante la abertura en la roca bajo el saliente protector, casi había oscurecido.

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