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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (115 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–¿Hay que poner agua a hervir? –preguntó Willamar. Ayla asintió con la cabeza–. Encenderé el fuego. Es una suerte que acabemos de traer leña.

Cuando Joharran regresó del alojamiento de los zelandonia, lo acompañaban Folara y Proleva. La Zelandoni les había dicho que enseguida iría. Al cabo de un rato, en la Reunión de Verano todos sabían que el lobo de Ayla estaba herido, y en su mayoría recibieron la noticia con preocupación.

Jondalar se quedó al lado de Ayla mientras ella examinaba al animal, y por la expresión de su rostro, supo que las heridas eran graves. Ella estaba convencida de que lo había atacado una manada entera, y le sorprendía que Lobo siguiera con vida. Pidió a Proleva un trozo de carne de uro, lo raspó como hacía con la comida para niños pequeños y, tras mezclarlo con estramonio, se lo hizo tragar a Lobo para que se relajara y durmiera.

–Jondalar, ¿puedes traerme un poco de piel de la cría nonata del uro que maté? –pidió Ayla–. Necesito algo absorbente para limpiarle las heridas.

Marthona la observó verter raíces y polvos en varios cuencos de agua caliente y luego le entregó un retazo de cierto material.

–Esto es lo que prefiere usar la Zelandoni –dijo.

Ayla lo observó. El retazo de suave textura no era de piel. Parecía más bien de la misma clase de delicado tejido de que estaba hecha la túnica larga que Marthona le había regalado. Lo hundió en el agua de uno de los cuencos. La tela la absorbió enseguida.

–Esto servirá –declaró Ayla–. De hecho, es perfecto. Gracias, Marthona.

La Zelandoni llegó cuando Jondalar y Joharran ayudaban a dar la vuelta al lobo para que Ayla pudiera curarle el otro costado. La Primera participó con ella en la limpieza de una herida especialmente delicada. Luego Ayla sorprendió a los presentes enhebrando una fina fibra de tendón en el agujero de su pasahebras y usándola para coser los bordes de las peores heridas mediante unos cuantos puntos estratégicamente situados. Había enseñado aquel inocente artilugio a varias personas, pero nadie la había visto usarlo para coser piel viva. Incluso cosió la oreja desgarrada a Lobo, aunque le quedarían incisiones en el contorno.

–Así que eso me hiciste a mí –dedujo Jondalar con una lúgubre sonrisa.

–Según parece, ayuda a mantener unidos los labios de la herida para que cicatrice debidamente –comentó la Zelandoni–. ¿También eso lo aprendiste de la entendida en medicinas de tu clan? ¿Coser la piel?

–No. Iza nunca usó esta técnica. La gente del clan no cose las heridas; en realidad, las ata. Suelen usar ese hueso pequeño y afilado de la parte inferior de las patas delanteras de los ciervos a modo de punzón para perforar las pieles, y el tendón, ya parcialmente secado y endurecido en las puntas, para pasarlo por los agujeros y después anudarlo. Así hacen también recipientes con corteza de abedul. Fue al ver que las heridas de Jondalar se abrían una y otra vez mientras yo intentaba cerrarlas para mantener bien unidos los tejidos cuando me pregunté si quizá unos cuantos nudos me permitirían sujetar en su sitio la piel y los músculos. Así que lo probé. En apariencia, dio resultado, pero no sabía con seguridad cuándo quitárselos. No quería que las heridas se abrieran pero tampoco que la carne cicatrizara con los nudos dentro. Puede que tardara demasiado en cortarlos. Probablemente le dolió un poco más de lo que debería cuando se los saqué.

–¿Quieres decir, pues, que ésa fue la primera vez que cosías las heridas de alguien? –preguntó Jondalar–. ¿Lo probaste conmigo sin saber si daría resultado? –Se echó a reír–. Me alegro. Salvo por las cicatrices, nadie diría que me atacó un león.

–Así que esta técnica, coser las heridas, la inventaste tú –dijo la Zelandoni–. Sólo a una persona con mucha experiencia y una aptitud natural para las curaciones y medicinas se le ocurriría una solución así. Ayla, tu sitio está entre los zelandonia.

Una repentina tristeza se adueñó de la joven.

–Pero yo no quiero ser una Zelandoni –protestó–. Yo… yo te lo agradezco, claro…, no me interpretes mal, por favor. Es un honor para mí, pero mi único deseo es unirme a Jondalar y tener a su hijo y ser una buena mujer zelandonii. –Eludió la mirada de la donier.

–Por favor, tampoco tú me interpretes mal. No ha sido un ofrecimiento a la ligera, hecho sin pensar, como se hace una invitación informal a comer. He dicho que tu sitio está entre los zelandonia. Lo he reflexionado durante un tiempo. Una persona con tus aptitudes necesita relacionarse con otras que tengan un nivel de conocimientos equiparable al tuyo. Te gusta ser curandera, ¿no?

–Soy una entendida en medicinas, eso no puedo cambiarlo –afirmó Ayla.

–Claro que lo eres, Ayla, eso es incuestionable –dijo la Primera–; pero entre los zelandonii sólo se dedican a curar quienes pertenecen a la zelandonia. La gente no aceptaría a un curandero que no fuera Zelandoni. Si no formas parte de la zelandonia, nadie te llamará cuando sea necesaria la intervención de un curandero. No podrás ejercer de «entendida en medicinas», como tú dices. ¿Por qué te resistes a entrar en la zelandonia?

–Me has hablado de lo mucho que ha de aprenderse, y del tiempo que eso requiere. ¿Cómo puedo ser una buena compañera para Jondalar y ocuparme de mis hijos si dedico tanto tiempo al aprendizaje para ser Zelandoni?

–Entre Aquellos Que Sirven a la Madre hay mujeres emparejadas y con hijos –adujo la donier–. Tú misma me has hablado de una que vive más allá del glaciar, y que tiene compañero y varios hijos. Además, ya has conocido a la Zelandoni de la Segunda Caverna. Hay otras en su misma situación.

–Pero no muchas.

La Primera observó detenidamente a la joven y llegó a la conclusión de que había algo más que Ayla no revelaba. Sus motivos no residían en su carácter. Era una excelente curandera y tenía curiosidad, aprendía deprisa y además disfrutaba con ello. No descuidaría a su compañero ni tampoco a sus hijos, y si en determinados momentos debía ausentarse, siempre habría alguien dispuesto a ayudarla. De hecho, era casi demasiado atenta. Bastaba con ver el tiempo que dedicaba a los animales, y sin embargo normalmente estaba disponible y nunca se negaba a colaborar cuando había algo que hacer, y asumía más tareas de las que podía exigírsele.

La Primera había quedado impresionada por la manera en que involucró a todo el mundo en la necesidad de ayudar a Lanoga a cuidar de su hermana pequeña y de los otros niños, y también por cómo ayudó al muchacho del brazo deforme. Ésa era la clase de acciones propias de una buena Zelandoni. Ayla había asumido la función de forma natural. La donier decidió que debía descubrir el verdadero problema, porque tenía la firme determinación de que Ayla, de un modo u otro, fuera Una de Las Que Servían a la Gran Madre Tierra. Tenía que captarla. Podía representar una grave amenaza para la estabilidad de la zelandonia dejar escapar a su influencia a una persona con los conocimientos y aptitudes de Ayla.

La gente sonreía al ver a Lobo envuelto en vendas –hechas con pieles suaves y el tejido de fibras de Marthona– caminar al lado de Ayla por el campamento principal. Casi daba la impresión de que el animal fuera vestido con ropa humana, convirtiéndose en una caricatura de un feroz devorador de carne. Muchos se paraban a preguntar cómo estaba, o a dar la opinión de que tenía buen aspecto. Pero Lobo permanecía muy cerca de Ayla. Fue tal su desconsuelo la primera vez que ella lo dejó atrás, que aulló y corrió a alcanzarla. Algunos de los fabuladores empezaban ya a tejer historias sobre el lobo que amaba a la mujer.

Ayla tuvo que adiestrarlo otra vez para que se quedara donde se le ordenaba. Al final, Lobo comenzó a sentirse de nuevo a gusto con Jondalar, Marthona o Folara, pero también adoptaba una actitud defensiva respecto al territorio del campamento de la Novena Caverna, y Ayla se vio obligada a contenerlo para que no amenazara a los visitantes. La gente, en especial las personas más allegadas a ella, se asombraban de su paciencia ilimitada con el animal, pero también veían los resultados. Muchos de ellos habían pensado que podía ser interesante tener un lobo que obedeciera órdenes, pero no estaban muy seguros de que el tiempo y el esfuerzo necesarios merecieran la pena. En todo caso, aquello sirvió para que los demás comprendieran que el control de Ayla sobre los animales no era magia.

Ayla comenzaba a estar más tranquila porque Lobo por fin volvía a acostumbrarse a los visitantes ocasionales, hasta que un joven –oyó que lo presentaban como Lenadar de la Undécima Caverna– fue a visitar a Tivonan, el aprendiz de comercio de Willamar. Cuando Lobo se acercó a él, empezó a gruñir y a enseñar los colmillos en actitud francamente amenazadora. Ayla tuvo que sujetarlo, y aun así el animal siguió gruñendo. El joven retrocedió asustado, y Ayla se deshizo en disculpas. Willamar, Tivonan y otras personas que estaban allí contemplaron la escena sorprendidos.

–No sé qué le pasa –dijo Ayla–. Creía que ya no actuaba tan a la defensiva respecto a su territorio. Lobo no suele comportarse de esta manera, pero ha tenido algunos problemas y aún no se ha recuperado del todo.

–Me enteré de que estaba herido –comentó el joven.

Ayla notó entonces que Lenadar llevaba un collar de dientes de lobo y, prendida de la mochila, una piel de lobo a modo de adorno.

–¿Puedo preguntarte de dónde has sacado esa piel de lobo? –quiso saber ella.

–Bueno, la mayoría de la gente cree que cacé un lobo, pero te diré la verdad. Lo encontré. De hecho, encontré dos lobos. Debieron verse envueltos en una gran pelea, porque estaban destrozados. Uno era una hembra de pelaje negro; el otro, un lobo gris corriente, era macho. Primero le arranqué los dientes, y luego decidí guardarme también parte de la piel.

–Llevas en la mochila la piel del macho gris –dijo Ayla–. Creo que ya lo comprendo. Lobo debió de intervenir en esa pelea, y así es como resultó herido. Sabía que había encontrado a un amigo, probablemente la hembra de pelaje negro. Aún es joven, y no creo que pretendiera aparearse. Todavía no tiene dos años, pero él y la hembra empezaban a conocerse. Debía de ser la hembra de inferior rango en la manada de esta zona o una loba solitaria de otra manada.

–¿Cómo lo sabes? –preguntó Tivonan.

Varias personas más se habían congregado alrededor y los escuchaban.

–Los lobos quieren que todos los de su manada se parezcan. Sospecho que es porque pueden interpretar con más facilidad las expresiones de otros de su especie si el color de su pelaje es corriente. A los lobos que se salen de lo normal, ya sea por ser totalmente negros, totalmente blancos o moteados, no se los acepta tan bien…, aunque unos amigos mamutoi me contaron que en lugares donde hay mucha nieve todo el año los lobos blancos son más frecuentes. Pero en el último de su manada, así que probablemente abandonó a los otros y se convirtió en una loba solitaria. Por lo general, los lobos solitarios rondan los territorios de otros lobos buscando un sitio propio, y si encuentran a otro lobo solitario, existe la posibilidad de que intenten crear su propia manada. Supongo que los lobos de esta región defendieron su territorio contra los dos lobos desconocidos. Y Lobo, pese a su gran tamaño, estaba en desventaja. Sólo ha tratado con humanos. No se ha criado entre lobos. Así que aunque debe saber ciertas cosas por instinto, desconoce otras muchas al no haber tenido hermanos, ni tíos, ni otros lobos alrededor que le pudieran enseñar cómo sobrevivir en estado salvaje.

–¿Cómo sabes todo eso? –preguntó Lenadar.

–Pasé muchos años observando a los lobos. Cuando aprendí a cazar, sólo cazaba animales carnívoros, y no la clase de animales cuya carne suele utilizarse como alimento. Desearía pedirte un favor, Lenadar –dijo Ayla–. ¿Puedes cambiarme esa piel de lobo por algo que te interese? Creo que el motivo por el que Lobo gruñe y te amenaza es que huele al lobo con el que peleó, al menos uno de ellos, y al que probablemente mató. Pero los otros mataron a su amiga y casi acabaron con él. Sería peligroso para ti llevar encima esa piel. No debes venir nunca aquí con ella porque no sé cómo reaccionaría Lobo.

–Puedo dártela sin más –propuso el joven–. Es sólo un jirón de piel cosido de cualquier manera a la mochila. No quiero aparecer en las canciones y fábulas como el hombre que fue atacado por el lobo que amaba a la mujer. ¿Hay algún problema en que me quede con los dientes? Tienen cierto valor.

–No, ninguno; quédatelos. Pero te sugiero que los dejes a remojo durante unos días en una infusión fuerte de color claro. ¿Te importaría decirme dónde encontraste a esos dos lobos?

Cuando el joven entregó a Ayla el conflictivo retazo de piel, ella se lo tendió a Lobo. El animal lo atacó, lo agarró entre los dientes y lo sacudió intentando desgarrarlo. Habría resultado cómico si la gente que observaba no conociera la gravedad de las heridas que había sufrido, y el hecho de que su amiga o potencial compañera había resultado muerta. En realidad, sintieron compasión por el lobo, atribuyéndole los sentimientos que ellos mismos habrían experimentado en una situación similar.

–Me alegra haberme desprendido ya de esa piel –comentó Lenadar.

Ayla y él se pusieron de acuerdo para ir más tarde al lugar donde el joven había encontrado los lobos, ya que en ese momento los dos tenían otras ocupaciones pendientes. Ayla no sabía qué esperaba hallar exactamente; a esas alturas los carroñeros ya lo habrían devorado todo. Sin embargo, recordando las heridas del animal, se preguntaba qué distancia habría recorrido para llegar hasta ella. Cuando Lenadar se marchó, pensó en las canciones y fábulas que el joven había mencionado sobre el lobo que amaba a la mujer.

Ayla había visitado el campamento de los fabuladores y músicos. Era un lugar pintoresco y animado. Incluso la ropa de aquella gente parecía de colores más vivos. No todos procedían del mismo sitio; no tenían un refugio de piedra propio sino únicamente sus tiendas de viaje y alojamientos. Viajaban de un sitio a otro y permanecían una temporada en una caverna y luego en otra, pero era evidente que todos se conocían entre sí y había una especie de parentesco entre ellos. Daba la impresión de que siempre había niños con ellos. Tal como hacían durante el resto del año, visitaban las distintas cavernas, pero allí, en la Reunión de Verano, no acudían a los refugios de piedra sino a los campamentos. También ofrecían actuaciones para todos en el llano donde se había celebrado la ceremonia matrimonial mientras la gente los contemplaba desde la pendiente.

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