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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (124 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–Jondalar, es mejor que te vayas un rato a la morada de Joharran. De paso dile a Proleva que quizá necesite su ayuda. –Se volvió hacia Ayla y añadió–: No estoy muy ocupada. Me quedaré a hacerte compañía. ¿Tienes alguna infusión preparada? –preguntó la Zelandoni.

–Puedo prepararla en un momento –se ofreció la joven–. Creo que la Zelandoni tiene razón, Jondalar. ¿Por qué no vas a ver a Joharran?

–De camino puedes entrar a decírselo a Marthona, pero no hace falta que la traigas a rastras –sugirió la Primera, y Jondalar se marchó apresuradamente–. Cuando nació Folara estuvo presente durante todo el parto, sin alterarse en lo más mínimo. Pero siempre es distinto cuando se trata de la propia compañera.

Ayla volvió a quedarse inmóvil, aguardando a que pasara la contracción, y luego comenzó a preparar la infusión. La Zelandoni la observó y se dispuso a calcular el tiempo que pasaba hasta la siguiente contracción. Se acomodó en un gran banco que Ayla había hecho especialmente para sus visitas, ya que sabía que no le gustaba sentarse en el suelo ni en almohadones si podía evitarlo. En los últimos tiempos lo había usado mucho ella misma.

Mientras tomaron la infusión y charlaron de trivialidades, Ayla tuvo algunas contracciones más. Finalmente, la Zelandoni le pidió que se tendiera para poder examinarla. La joven obedeció. La Primera esperó hasta la siguiente contracción y le palpó el vientre.

–Puede que no tarde demasiado, después de todo –comentó la curandera.

Ayla se puso en pie, pensó en sentarse en el suelo sobre un almohadón, cambió de idea y fue a la cocina, donde tomó otro sorbo de infusión. Sintió una nueva contracción. Se preguntó si no convendría que volviera a tumbarse. Las cosas iban más deprisa de lo que había previsto.

La Zelandoni la examinó con mayor detenimiento y luego miró con atención a la joven.

–Éste no es tu primer hijo, ¿verdad?

Ayla aguardó a que pasara el espasmo antes de contestar.

–No, no lo es –respondió en un susurro–. Ya había tenido un niño.

La donier se preguntó por qué no tenía al niño con ella. ¿Habría muerto? Si el niño nació muerto o si murió poco después del parto, sería importante saberlo.

–¿Qué le pasó? –preguntó.

–Tuve que dejarlo. Se lo di a mi hermana Uba. Aún vive con el clan, o al menos eso espero.

–El parto fue muy difícil, ¿no?

–Sí, estuve a punto de morir al dar a luz –contestó ella con un tono uniforme y controlado, procurando no revelar emoción alguna, pero la donier percibió temor en su mirada.

–¿Qué edad tiene ahora, Ayla? O mejor dicho, ¿qué edad tenías tú cuando diste a luz? –quiso saber.

–No contaba aún doce años –dijo Ayla, notando otra punzada de dolor. Se sucedían cada vez con mayor frecuencia.

–¿Y ahora? –preguntó la Zelandoni tras la contracción.

–Ahora cuento diecinueve, veinte pasado el invierno. Soy ya vieja para tener hijos.

–No, no lo eres, pero eras muy joven cuando tuviste al primero. Demasiado. No es extraño que fuera un parto difícil. Has dicho que lo dejaste con el clan. –La Zelandoni hizo una pausa para pensar cómo formular la siguiente pregunta. Por fin dijo–: ¿Es tu hijo de espíritus mixtos?

Ayla tardó en contestar. Se volvió hacia la Primera y se encontró con su mirada. Luego casi se dobló con la siguiente contracción.

–Sí –dijo con expresión atemorizada cuando el dolor pasó.

–Posiblemente eso contribuyó a complicar el anterior parto. Por lo que sé, las mujeres tienen más dificultades para dar a luz a niños de espíritus mixtos. Tiene algo que ver con la cabeza, según me han dicho. La de ellos es de mayor tamaño y de forma distinta, y no se contrae tanto. Es probable que esta vez te resulte más fácil. Por ahora todo va bien, ya lo sabes.

La donier había notado el nerviosismo de Ayla en la última contracción. «Es mejor que se relaje; los nervios sólo sirven para empeorar las cosas, pensó la donier; pero me temo que recuerda un primer parto muy complicado. Ojalá me lo hubiera dicho antes. Podría haberla ayudado. Espero que Marthona no tarde mucho. Creo que Ayla necesita ahora alguien que le preste toda su atención; voy a intentar que se relaje. Quizá con un poco de conversación el miedo se aleje de su mente.»

–¿Por qué no me hablas de tu primer hijo?

–Al principio pensaron que era deforme, y que sería una carga para el clan –comenzó Ayla–. En un primer momento ni siquiera era capaz de mantener la cabeza erguida, pero luego se fortaleció. Todos le cogieron cariño. Grod incluso le hizo una lanza, de su tamaño. Y a pesar de lo pequeño que era, corría mucho.

Ayla sonreía con lágrimas en los ojos por el recuerdo. La Primera pudo formarse una idea de lo sucedido. Comprendió de pronto lo mucho que Ayla quería a ese niño, lo orgullosa que estaba de él, fuera o no de espíritus mixtos. Al decir que se lo había dado a su «hermana», la Zelandoni había pensado en un primer momento que podía haber sido un alivio para ella encontrar a alguien que se quedara con el niño.

Algunos zelandonia hablaban aún de la abuela de Brukeval. Aunque nunca se mencionaba en público, la mayoría de ellos tenía la seguridad de que la hija que dio a luz era de espíritus mixtos. Nadie deseaba acogerla cuando su madre murió, y Brukeval sufrió el mismo destino. Él tenía el mismo aspecto que su madre, quizá no tan marcado, pero sin duda era también de espíritus mixtos; la Zelandoni estaba convencida de ello, pero nunca lo admitiría ante nadie, y menos ante él.

¿Cabía la posibilidad de que Ayla fuera propensa a atraer los espíritus del clan por haber sido criada entre ellos? ¿Sería también mestizo el niño que estaba por nacer? Y si lo era, ¿qué ocurriría? Lo más sensato sería poner fin a su vida antes de que se iniciara. Sería muy fácil, y todos pensarían que sencillamente había nacido muerto. Probablemente ahorraría muchos sufrimientos a todos, incluido al niño. Sería lamentable tener en la caverna a otro niño no deseado ni amado, como había sido el caso de Brukeval y su madre.

«Pero si Ayla había amado a su primer hijo, pensó la donier, ¿no amaría también a éste? Resulta asombroso verla con Echozar. Da la impresión de que ella siente verdadera simpatía por él, y él se siente a gusto con ella. Quizá saldría bien si Jondalar…»

–Jondalar me ha dicho que te había empezado el parto, Ayla –dijo Marthona entrando en la morada–. Ha insistido en que era sólo el comienzo y no había ninguna prisa, pero estaba tan impaciente por hacerme venir que casi me ha sacado a empujones de casa.

–Me alegro de que hayas venido –dijo la Zelandoni–. Me gustaría prepararle algo.

–¿Para acelerar el parto? –preguntó Marthona. Sonrió a Ayla–. A veces los primeros partos se alargan tanto.

–No –respondió la donier, y guardó silencio en actitud pensativa antes de proseguir–. Sólo algo para que se relaje. Evoluciona bien, más deprisa de lo que preveía. Pero está muy nerviosa; está un poco asustada por el parto, creo.

Ayla advirtió que la curandera no corrigió a Marthona la suposición de que aquél era su primer parto. Desde el principio había presentido que la Zelandoni conocía muchas cosas, muchos secretos que no contaba a nadie. Quizá fuera mejor que ella misma siguiera ocultando la existencia de Durc, y hablara de ello sólo con la Zelandoni.

Se oyó que llamaban a la entrada. Era Proleva, que entró sin esperar respuesta.

–Jondalar me ha dicho que Ayla estaba de parto. ¿Puedo ayudar en algo? –dijo. Llevaba un niño cargado a la espalda, sujeto a ella mediante una manta.

–Sí –contestó la Zelandoni. Había asumido la responsabilidad de autorizar quién podía entrar en la morada y quién no, lo cual Ayla agradeció. Notando que se acercaba la siguiente contracción, lo último que quería era tener que decidir quién debía estar allí y quién debía marcharse. La curandera advirtió que la joven se ponía tensa, preparándose para luchar contra el dolor. Era evidente que prefería no gritar–. Puedes sentarte con Ayla mientras Marthona pone agua a hervir. Yo he de ir a buscar una medicina especial.

La Zelandoni salió apresuradamente. Pese a su volumen, podía moverse con rapidez cuando se lo proponía. Folara se aproximaba cuando la mujer dejó caer la cortina a sus espaldas.

–¿Puedo entrar, Zelandoni? –preguntó–. Me gustaría ayudar si es posible.

La donier se detuvo sólo un instante.

–Sí, adelante. Ayuda a Proleva a intentar calmar a Ayla –respondió, y se alejó a toda prisa.

Cuando regresó, Ayla se revolvía desesperadamente en medio de otra contracción, pero seguía sin gritar. Marthona y Proleva estaban una a cada lado de ella, sujetándole las manos, visiblemente preocupadas. Folara añadía otra piedra caliente al agua para que no se enfriara. Tenía la misma expresión de preocupación que su madre. La mirada de Ayla reflejaba miedo, pero pareció aliviada al ver a la curandera.

La Zelandoni corrió junto a ella.

–Todo irá bien. Lo estás haciendo perfectamente; sólo debes relajarte. Voy a prepararte algo para reconfortarte.

–¿Qué es? –preguntó Ayla cuando el dolor remitió.

La Zelandoni la miró y advirtió que no lo preguntaba por miedo, sino por interés. De hecho, dio la impresión de que esa información podía apartar la angustia de su mente por un instante.

–Corteza de sauce y hojas de frambuesa –explicó la donier. Fue a ver si el agua hervía–. También he añadido flores de tilo y una pizca de estramonio.

Ayla movía la cabeza en un gesto de asentimiento.

–La corteza de sauce es un calmante suave; las hojas de frambuesa resultan especialmente relajantes durante el parto; las flores de tilo son endulzantes; y el estramonio ataja el dolor y adormece, pero podría llegar a interrumpir las contracciones. No obstante, una pizca me puede ir bien.

–Eso mismo he pensado yo –dijo la donier.

Mientras se apresuraba a añadir las hierbas y trozos de corteza al agua que Folara mantenía caliente, la Zelandoni cayó en la cuenta de que dejar participar a Ayla en su propio tratamiento podía resultar tan útil para relajarla como las medicinas; pero sería absurdo tratar de ocultarle algo considerando sus amplios conocimientos en la materia. Requirió un buen rato preparar la infusión medicinal, y durante ese tiempo Ayla tuvo varias contracciones más. Cuando por fin la donier le llevó el vaso, la joven estaba muy dispuesta a aceptarlo; aun así se incorporó y saboreó antes la infusión, concentrándose con los ojos cerrados. Asintió y se la bebió.

–Más hojas de frambuesa que corteza de sauce, y sólo el tilo suficiente para anular el sabor amargo del estramonio –recitó Ayla. Luego se tendió de nuevo para aguardar el siguiente acceso de dolor.

Por un brevísimo instante la Zelandoni se sintió tentada de replicar sarcásticamente, «¿Qué? ¿Das tu aprobación?», pero se contuvo, y enseguida se reprendió por el solo hecho de haberlo pensado. La experta donier no estaba acostumbrada a que los demás probaran e hicieran comentarios acerca de sus medicinas, pero ¿no haría ella lo mismo? La joven no tenía ánimo de criticar, comprendió la Zelandoni; simplemente constataba sus propios conocimientos. La miró y sonrió, convencida de saber qué estaba pensando exactamente Ayla en ese momento, porque ella habría hecho lo mismo. La joven estaba evaluando los efectos que la medicina tenía en ella. Observaba en silencio sus propias reacciones, esperando para ver cuánto tardaba en actuar la infusión y con qué intensidad. Y como la curandera había supuesto, eso apartaba de su mente el miedo y la ayudaba a relajarse.

Todas aguardaron hablando en susurros. El parto parecía ir un poco mejor. La Zelandoni no sabía si se debía a la medicina o a la disminución del temor –probablemente a ambas cosas–, pero Ayla ya no se retorcía ni se agitaba. En lugar de eso se concentraba en sus sensaciones, comparando ese parto con el anterior y notando que esa vez parecía todo más fácil. Todo seguía el curso que ella había observado en otras mujeres que habían tenido partos normales. Había estado presente cuando Proleva dio a luz, y ahora sonreía mientras la mujer amamantaba a su hija.

–Marthona, ¿sabes dónde guarda la manta para el parto? –preguntó la Zelandoni–. Creo que se acerca el momento.

–¿Tan pronto? No esperaba que fuera tan rápido, y menos viendo las dificultades del principio –comentó Proleva dejando a la niña en la manta.

–Pero ahora parece tenerlo ya bajo control –dijo Marthona–. Iré a traer la manta para el parto. ¿Está donde me enseñaste, Ayla?

–Sí –contestó ella de inmediato, notando el inicio de otra convulsión que le agarrotaba los músculos y parecía recorrer todo su cuerpo.

Cuando pasó, la Zelandoni dio instrucciones a Folara y Proleva para que extendieran en el suelo la manta de piel para el parto, decorada con dibujos y símbolos, y luego hizo una seña a Marthona.

–Ya es hora de ayudarla a levantarse –dijo. Dirigiéndose a Ayla, añadió–: Tienes que levantarte y dejar que la atracción de la Gran Madre Tierra ayude a salir al niño. ¿Puedes?

–Sí, eso creo –respondió Ayla con la respiración entrecortada. Había estado empujando con fuerza en cada contracción, y sintió el impulso de volver a empujar, pero trataba de contenerse un momento.

Entre todas la ayudaron a ponerse en pie y la llevaron hasta la manta. Proleva le mostró la posición en cuclillas que debía adoptar y luego se colocó a su lado mientras Folara la sostenía desde el otro lado. Marthona, enfrente, sonreía y le daba apoyo moral. La Zelandoni se situó detrás de Ayla y la estrechó contra su enorme pecho, rodeándola con los brazos por encima del abultamiento del vientre.

Ayla se sintió envuelta por la blandura y el calor de la corpulenta mujer; resultaba reconfortante apoyarse contra ella. La donier parecía la Madre, todas las madres combinadas en una, el suave seno de la propia Tierra. Pero en contacto con ella se notaba algo más: una colosal fuerza permanecía oculta bajo la masa de carne. Ayla tuvo la clara impresión de que aquella mujer era capaz de mostrar todos los estados de ánimo de la mismísima Madre, desde la dulzura de un cálido día de verano hasta la fiereza de una intensa ventisca. Si se sentía impulsada a ello, podía desplegar el poder devastador de una turbulenta tempestad, o reconfortar y abrigar como una delicada neblina.

–Ahora, en la siguiente contracción, quiero que empujes –indicó la Zelandoni.

A ambos lados de Ayla, las dos mujeres le sujetaban las manos, ofreciéndole algo a qué agarrarse.

–Ya viene –anunció Ayla.

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