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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (127 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–Puedes llevar ese razonamiento aún más lejos. Sabes que parte de tu razón de ser es concebir a la siguiente generación, pero ¿cuál es la finalidad de traer otra generación al mundo? ¿Cuál es el sentido de la vida?

–No lo sé –admitió Ayla–. ¿Cuál es?

La Zelandoni se echó a reír.

–Si pudiera contestarte a eso, yo estaría al mismo nivel que la Gran Madre. Sólo Ella puede responder a esa pregunta. Muchos afirman que estamos en este mundo para honrarla. Quizá nuestra razón de ser sea simplemente vivir, y cuidar de nuestros hijos para que ellos puedan vivir. Puede que sea ésa la mejor manera de honrar a Doni. El Canto a la Madre dice que nos creó porque estaba sola, porque quería ser recordada y reconocida. Sin embargo, hay otros que sostienen que no hay una razón que justifique nuestra existencia en esta tierra. Dudo que podamos hallar la respuesta a esa pregunta en esta vida, y no estoy segura de que pueda encontrarse en el otro mundo.

–Pero al menos las mujeres saben que son necesarias para que exista una próxima generación –adujo Ayla–. ¿Cómo puedes sentirte si crees que tu vida no tiene sentido? ¿Cómo puede sentirse un hombre al pensar que con él o sin él la vida seguiría exactamente igual, que las personas de su mismo sexo no son necesarias?

–Ayla, yo no he tenido hijos –aseveró la Zelandoni–. ¿Debería pensar que mi vida no tiene sentido?

–No es lo mismo. Tú, siendo mujer, podrías haber tenido hijos, y de no haber podido, seguirías perteneciendo al sexo que trae la vida.

–Pero todos somos humanos, incluidos los hombres. Todos somos personas. Continúa habiendo hombres y mujeres en la siguiente generación. Las mujeres tienen hijos varones con la misma frecuencia que hijas.

–Precisamente. Las mujeres tienen hijos varones con la misma frecuencia que hijas, ¿y qué tienen los hombres que ver con eso? Si tuvieras la sensación de que tú y todos los de tu sexo no desempeñáis ningún papel en la creación de la próxima generación, ¿te sentirías humana? ¿No te sentirías menos importante, una especie de añadido de última hora, algo superfluo? –Ayla estaba inclinada y exponía apasionadamente sus opiniones.

La Zelandoni reflexionó un momento y luego miró muy seria a la joven que sostenía a su hija dormida en brazos.

–Tu lugar está en la zelandonia, Ayla. Expones tus razonamientos tan bien como cualquier Zelandoni.

Ayla se echó atrás.

–No quiero ser una Zelandoni –declaró.

La corpulenta mujer la observó con expresión interrogativa.

–¿Por qué no?

–Sólo quiero ser madre, y la compañera de Jondalar.

–¿Ya no quieres ser curandera? Tienes muchas aptitudes para ello; tantas como yo misma –afirmó la donier.

Ayla frunció el entrecejo.

–Bueno, sí quiero seguir siendo curandera.

–Me has contado que a veces ayudaste a Mamut en algunas de sus obligaciones, ¿no te pareció interesante? –preguntó la Primera.

–Fue interesante, sí –reconoció Ayla–, sobre todo porque aprendí cosas que no conocía. Pero también fue aterrador.

–¿No habría sido mucho más aterrador si hubieras estado sola y no hubieras tenido preparación? Ayla, eres hija del Hogar del Mamut. Él tenía razones para adoptarte. Yo me doy cuenta de ello y creo que tú también. Mira en tu interior. ¿Te ha asustado alguna vez algo extraño y desconocido cuando estabas sola?

Ayla eludió la mirada de la Zelandoni, mirando primero en otra dirección y luego al suelo, pero movió la cabeza en un tímido gesto de asentimiento.

–Sabes bien que hay en ti algo distinto, algo que poca gente tiene, ¿verdad? –continuó la Zelandoni–. Intentas olvidarlo, apartarlo de tu mente, pero a veces resulta difícil, ¿no?

Ayla alzó la vista. La donier la miraba fijamente, obligándola a sostener su mirada del mismo modo que había hecho cuando se vieron por primera vez. La joven intentó por todos los medios eludirla, pero no lo consiguió.

–Sí –susurró–. A veces resulta difícil.

Zelandoni se relajó, y Ayla volvió a bajar la vista.

–Nadie se convierte en Zelandoni a menos que sienta la llamada –dijo la mujer con delicadeza–. Pero ¿y si sintieras la llamada y no estuvieras preparada? ¿No crees que sería mejor recibir cierto adiestramiento por si acaso? La posibilidad está ahí, por más que trates de negarla.

–Pero ¿no lo haría aún más probable la propia preparación? –inquirió Ayla.

–Sí. Así es. Pero puede ser interesante. Te seré franca. Quiero un acólito. No me quedan muchos años. Quiero adiestrar yo misma a mi sucesor o sucesora. Ésta es mi caverna. Quiero lo mejor para todos los que viven aquí. Soy la Primera Entre Quienes Sirven a la Gran Madre Tierra. No lo digo a menudo, pero no soy la Primera por casualidad. Si una persona tiene las dotes necesarias, nadie mejor que yo para adiestrarla. Y tú tienes esas dotes, y quizá son superiores a las mías. Podrías ser la Primera.

–¿Y Jonokol? –preguntó Ayla.

–Tú deberías conocer la respuesta a eso. Jonokol es un artista excelente. Nunca tuvo inconveniente en seguir siendo un acólito, nunca quiso convertirse en Zelandoni hasta que le enseñaste aquella cueva. Bien sabes que se marchará el próximo verano. Se trasladará a la Decimonovena Caverna en cuanto consiga que lo acepte la Zelandoni de la Decimonovena, y buscará una excusa para dejarme. Le interesa esa cueva blanca, Ayla, y creo que debe tenerla. No sólo la embellecerá, sino que en sus paredes dará vida al mundo de los espíritus –declaró la Zelandoni.

–¡Fíjate, Ayla! –exclamó Jondalar sosteniendo en alto una punta de pedernal. Estaba eufórico–. He calentado el pedernal de la misma manera que Wymez, hasta tenerlo muy caliente. Sabía que lo tenía en el punto idóneo al enfriarse porque lo he notado liso y lustroso, casi como si lo hubiera impregnado de aceite. Luego lo he retocado por las dos caras, utilizando las técnicas de presión que él desarrolló. No he alcanzado aún su calidad, pero creo que con la práctica lo conseguiré. Se me ocurren las más diversas posibilidades. Ahora puedo eliminar esas escamas largas y delgadas. Eso significa que puedo fabricar puntas muy finas, y obtener un filo largo y recto para un cuchillo o una lanza, sin la curva que siempre aparece cuando se parte de una hoja separada del núcleo del mineral. He logrado enderezar más fácilmente esas hojas haciendo cuidadosos retoques en el lado interior de ambos extremos de una hoja curva. Puedo hacer cualquier clase de incisión que me proponga y confeccionar puntas con una espiga en la base para encajarlas en el mango. Es increíble lo mucho que se puede conseguir con esta técnica. Puedo hacer lo que quiera, ya que me permite manipular la piedra a voluntad. ¡Ese Wymez es un genio!

Ayla le sonrió.

–Puede que Wymez sea un genio Jondalar, pero tú eres igual que él.

–Ojalá tuvieras razón. No olvides que él desarrolló este procedimiento. Yo sólo intento copiarlo. Es una lástima que viva tan lejos, pero estoy contento de haber podido pasar un tiempo con él. Desearía que Dalanar estuviera aquí. Dijo que también él probaría esta técnica este invierno; todo sería más fácil si pudiéramos trabajar juntos. –Jondalar volvió a examinar la hoja con detenimiento. Luego alzó la vista y sonrió a Ayla–. Ah, casi me olvidaba de decírtelo. Decididamente voy a tomar a Matagan como aprendiz, y no sólo para este invierno. He tenido tiempo de observarlo, y creo que tiene talento y aptitudes para labrar la piedra. He mantenido una larga conversación con su madre y el compañero de ella, y también Joharran está de acuerdo.

–Matagan me cae bien –dijo Ayla–. Me alegra que le enseñes tu oficio. Tienes mucha paciencia y eres el mejor tallador de pedernal de la Novena Caverna, y probablemente de todos los zelandonii.

Jondalar sonrió. Era normal que la mujer de tu hogar te elogiara, se dijo; pero en el fondo pensó que quizá fuera cierto todo lo que decía.

–¿Tendrías inconveniente en que se quedara en casa con nosotros todo el tiempo?

–Creo que me gustaría. Tenemos tanto espacio en la habitación principal que podemos utilizar una parte para hacerle un dormitorio. Espero que la niña no lo moleste. Jonayla aún se despierta por las noches.

–Los jóvenes tienen el sueño profundo. No creo que ni siquiera la oiga.

–Hace tiempo que quiero hablarte de una cosa que dijo la Zelandoni –prosiguió Ayla.

Jondalar creyó advertir en ella cierta preocupación, pero pensó que quizá sólo eran imaginaciones suyas.

–Me propuso que fuera su acólita –le anunció Ayla–. Quiere adiestrarme.

Jondalar alzó la cabeza sobresaltado.

–No sabía que te interesara ser Zelandoni, Ayla.

–No estoy muy segura de si me interesa. Ella ya me había dicho muchas veces que, en su opinión, mi puesto estaba entre los zelandonia; pero la primera vez que me propuso abiertamente tomarme como acólita fue poco después de nacer Jonayla. Dice que necesita a alguien, y yo ya tengo ciertos conocimientos sobre el arte de curar. El hecho de que sea acólita no implica necesariamente que llegue a ser Zelandoni. Jonokol ha sido acólito durante mucho tiempo y no se ha convertido en Zelandoni –dijo Ayla fijando la mirada en las verduras que estaba cortando.

Jondalar se acercó a ella y le levantó el mentón para mirarla a la cara. En efecto, advirtió preocupación en sus ojos.

–Ayla, todo el mundo sabe que Jonokol es acólito de la Zelandoni únicamente por la calidad de su trabajo como artista. Captura el espíritu de los animales con gran habilidad, y ella le necesita para las ceremonias. Nunca será un donier.

–Podría llegar a serlo –repuso Ayla–. Según la Zelandoni, quiere trasladarse a la Decimonovena Caverna.

–Le interesa la nueva cueva que tú encontraste, ¿no? –dijo Jondalar–. Bueno, sería la persona indicada para el puesto. Pero si tú aceptaras el papel de acólita, acabarías siendo Zelandoni, ¿o me equivoco?

Ayla no había aprendido aún a negarse a contestar una pregunta directa, ni a decir mentiras.

–Tienes razón, Jondalar. Creo que algún día sería Zelandoni si me uno a la zelandonia, pero no por el momento.

–¿Es eso lo que quieres hacer? ¿O te ha convencido la Zelandoni porque eres curandera?

–Dice que en cierto modo ya soy Zelandoni. Quizá tenga razón, no lo sé. Dice que debe adiestrarme por mi propia seguridad, porque podría ser muy peligroso para mí si sintiera la llamada y no estuviera preparada.

Ayla nunca le había contado a Jondalar las cosas extrañas que pasaban en su interior, y no decírselo le parecía igual que mentir, pese a que en el clan uno podía abstenerse de mencionar algo. No obstante, a pesar del malestar que le causaba, optó por no decirle nada.

Ahora fue Jondalar quien pareció preocupado.

–En cualquier caso, sea cual sea mi opinión, la decisión es tuya. Probablemente es mejor que estés preparada. No sabes lo mucho que me asustaste cuando tú y Mamut hicisteis aquel extraño viaje. Creía que estabas muerta, y rogué a la Gran Madre que te devolviera a la vida. Creo que nunca he rogado algo con tanta vehemencia. Espero que nunca vuelvas a hacer una cosa así.

–Estaba segura de que eras tú. Mamut dijo que alguien nos llamaba de regreso, y nos llamaba con tal fuerza que no podíamos resistirnos –explicó Ayla–. Me pareció verte allí cuando recobré el conocimiento, pero luego ya no te vi.

–Estabas prometida a Ranec –dijo Jondalar recordando vívidamente aquella noche horrible–. No quería entrometerme.

–Pero me amabas. Si no me hubieras amado tanto, quizá mi espíritu seguiría perdido en el vacío. Mamut dijo que nunca volvería allí de ese modo, y me aconsejó que si yo volvía a emprender ese viaje debía asegurarme de contar con una mayor protección si quería regresar. –De pronto tendió los brazos hacia él y, sollozando, preguntó–: ¿Por qué yo, Jondalar? ¿Por qué he de ser Zelandoni?

Jondalar la abrazó. «Sí, ¿por qué ella?», pensó. Recordó haber oído hablar a la donier sobre las responsabilidades y los peligros de ese puesto. Ahora comprendía por qué había sido tan franca. Intentaba prepararlos. Debía haberlo sabido desde el principio, desde el día que llegaron, del mismo modo que también lo supo Mamut. Por eso la adoptó para su hogar. ¿Puedo ser compañero de una Zelandoni? Pensó en su madre y en Dalanar. Marthona había dicho que él no fue capaz de quedarse a su lado porque ella era jefa. «Las exigencias de una Zelandoni son aún mayores.»

Todo el mundo decía que él era igual que Dalanar, que no había duda de que era hijo de su espíritu. «Pero, según Ayla, no es sólo cuestión de espíritus. Ella dice que Jonayla es mi hija. Si tiene razón, yo debo de ser hijo de Dalanar.» La idea lo dejó estupefacto. ¿Podía ser él hijo de Dalanar en igual medida que de Marthona? Si así era, ¿sería tan parecido a Dalanar que no soportaría vivir con una mujer cuyas obligaciones fueran tan importantes? Era una idea inquietante.

Notó que Ayla temblaba entre sus brazos y la miró.

–¿Qué te pasa?

–Tengo miedo. Por eso me resisto a aceptar. Me asusta ser Zelandoni. –Ayla se serenó un poco y se apartó de él–. La razón de mi miedo, Jondalar, es que me han pasado cosas de las que nunca te he hablado.

–¿Qué clase de cosas? –preguntó él, preocupado.

–Nunca te lo he contado porque no sé cómo explicarlo. Aún no estoy segura de si seré capaz de describirlo, pero lo intentaré. Como sabes, cuando vivía con el Clan de Brun, fui con ellos a la Reunión del Clan. Iza estaba demasiado enferma para ir. Murió poco después de que regresáramos. –Los recuerdos se reflejaron en la mirada de Ayla–. Ella era la entendida en medicinas; en principio era ella quien debía preparar la bebida especial para los mog-ures. Nadie más sabía cómo elaborarla. Uba era demasiado joven (aún no era mujer), y la bebida tenía que ser preparada por una mujer. Iza me explicó cómo debía hacerlo antes de marcharnos. Pensé que los mog-ures no me permitirían prepararla, porque al fin y al cabo decían que yo no pertenecía al clan. Pero entonces vino Creb y me encargó elaborarla. Era la misma bebida que había hecho para Mamut y para mí cuando emprendimos nuestro extraño viaje.

»No sabía qué debía hacer exactamente, pero obedecí a Creb. Al final también yo bebí un poco. Ni siquiera sabía adónde iba cuando seguí a los mog-ures al interior de la caverna. Era una bebida tan potente que quizá estaba ya en el mundo de los espíritus. Cuando vi a los mog-ures, me oculté y observé; pero Creb, que, como ya te he dicho, era un poderoso mago, adivinó que yo estaba allí. Era como la Zelandoni, el Primero, el Mog-ur. Él lo dirigía todo, y de algún modo mi mente se unió a la de ellos. Regresé con ellos, regresé a los orígenes. No puedo explicarlo, pero estuve allí. Cuando volvimos al presente, vinimos a este lugar. Creb impidió el paso a los demás. No sabían que yo los acompañaba, pero entonces él los dejó allí y me siguió. Sé que era este lugar; reconocí la Piedra que Cae. El clan vivió aquí durante generaciones, no sabría decirte cuánto tiempo.

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