Los refugios de piedra (123 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los refugios de piedra
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–No te quedes ahí parada –protestó Jondalar–. Ven y ayúdame a levantar a Ayla.

Entre los dos, consiguieron ponerla de nuevo en pie.

De pronto, un proyectil redondo y blanco surcó el aire y fue a estrellarse ruidosamente contra el brazo de Jondalar. Al alzar la vista vio a Matagan, que estaba riéndose. De inmediato cogió un puñado de nieve con las dos manos, la moldeó hasta formar una bola y la lanzó contra el joven a quien estaba planteándose tomar como aprendiz. Pese a su cojera, Matagan echó a correr con relativa rapidez, y la bola de nieve no lo alcanzó.

–Creo que ya está bien por hoy –dijo Jondalar.

Ayla tenía una bola de nieve oculta, y cuando Jondalar se acercó, se la arrojó. Le dio en el pecho, y la nieve, al estallar la bola, le salpicó la cara.

–Así que quieres jugar –dijo él cogiendo otro puñado de nieve e intentando echársela en la espalda por debajo del abrigo.

Ayla forcejeó para zafarse, y al cabo de un momento los dos rodaban por la nieve, riendo y tratando de meterse nieve mutuamente por el cuello. Cuando por fin se detuvieron y se sentaron, estaban los dos rebozados de blanco de la cabeza a los pies.

Fueron a la orilla del río helado, lo cruzaron y volvieron al refugio. Camino de su morada, pasaron por delante de la de Marthona, que se asomó porque los había oído acercarse.

–¿De verdad te parece conveniente sacar a Ayla y traerla empapada de nieve en su estado, Jondalar? –le reprochó su madre–. ¿Y si se hubiera caído y el niño hubiera llegado antes de tiempo?

Jondalar pareció compungido. No había pensado siquiera en esa posibilidad.

–No te preocupes, Marthona –terció Ayla–. La nieve estaba blanda, y no me he lastimado ni he hecho ningún esfuerzo excesivo. No sabía que la nieve pudiera ser tan divertida –sus ojos chispeaban aún de entusiasmo–. Jondalar me ha ayudado a bajar y subir por el sendero. Estoy bien.

–Pero mi madre tiene razón –dijo Jondalar arrepentido–. Podrías haberte hecho daño, y yo ni lo he tenido en cuenta. Debería haber ido con más cuidado. Pronto serás madre.

Jondalar se mostró tan solícito a partir de entonces que Ayla se sintió casi confinada. No quería que bajara por el sendero, ni que saliese siquiera del refugio. De vez en cuando Ayla se quedaba un rato en lo alto de la cuesta mirando abajo con añoranza, pero cuando tuvo ya tanta barriga que no se veía los pies y se vio obligada a inclinarse hacia atrás para compensar la carga de delante, desaparecieron sus deseos de abandonar la seguridad del refugio de piedra de la Novena Caverna.

Le complacía permanecer cerca del fuego, a menudo en compañía de amigos, en su morada o en cualquier otra, o bien ir a la bulliciosa área de trabajo central bajo el techo protector del enorme saliente y entretenerse haciendo cosas para el bebé que pronto llegaría. Tenía clara conciencia de la vida que crecía dentro de ella, y esa circunstancia era en lo que principalmente centraba su interés por entonces.

Visitaba a los caballos diariamente, los cepillaba y mimaba, y se aseguraba de que tuvieran suficientes provisiones y agua. También ellos estaban menos activos, aunque bajaban al Río, totalmente helado, y lo cruzaban hasta la pradera que se extendía al otro lado. Aunque sin la eficacia de los renos, los caballos también eran capaces de escarbar en la nieve para encontrar pasto, y su aparato digestivo estaba habituado a los alimentos duros: los tallos de hierba congelados, la corteza de abedul y otros árboles de corteza igualmente fina, y pequeñas ramas de arbustos. Pero bajo la aislante capa de nieve, donde asomaba la hierba aparentemente muerta, encontraban a veces la base aún viva de los tallos y nuevos brotes esperando a crecer. Los caballos se las arreglaban para hallar comida suficiente con la que llenarse el estómago, pero el grano y la hierba que Ayla les proporcionaba contribuían a mantenerlos sanos.

Lobo salía más que los caballos. La temporada del año más dura para los herbívoros solía ser la mejor época para los comedores de carne. Se alejaba mucho y a veces estaba fuera todo el día, pero siempre regresaba por la noche para dormir en la pila de ropa vieja de Ayla. Ella le trasladó la cama junto a la plataforma de dormir, y cada anochecer lo esperaba preocupada hasta que volvía, a veces muy tarde. Algunos días, sin embargo, Lobo no se movía de la morada, y se quedaba junto a Ayla para descansar o jugar con los niños del refugio.

Durante la relativa inactividad de los meses invernales, cada cual se dedicaba a las labores propias de su oficio. Aunque en ocasiones salían de caza, sobre todo en busca de renos, que al ser animales muy adaptados al frío tenían mucha grasa almacenada, incluso en los huesos, había suficiente comida en el depósito del refugio para mantenerse y leña de sobra para el fuego que les servía para calentarse, guisar e iluminar sus moradas. A lo largo del año se recolectaban y guardaban los diversos materiales que necesitarían en invierno para llevar a cabo su trabajo. Era la época destinada a curar el cuero, suavizar las pieles, teñirlas y darles brillo o impermeabilizarlas; la época de confeccionar ropa y adornarla con cuentas y bordados. Se hacían botas y cinturones, y también hebillas, a menudo con tallas ornamentales, y muchos aprovechaban para aprender o perfeccionar un oficio.

Ayla había quedado fascinada por el proceso del tejido. Cuando Marthona hablaba de ello observaba y escuchaba atentamente. Las fibras de los animales que mudaban de pelo en primavera se habían recogido en arbustos espinosos o en la tierra desnuda, y se habían almacenado hasta el invierno, cuando se disponía de tiempo para hacer cosas artesanales. Tenían gran variedad de fibras, tales como lana de muflón, carnero e íbice. Una capa de vello corto y aterciopelado crecía en otoño bajo el enmarañado pelo de diversos animales, incluidos el mamut, el rinoceronte y el almizclero, siendo el de este último el más codiciado por su suavidad. El pelo largo y áspero de los animales era más permanente y se recogía sólo después de matarlos, por ejemplo el de los animales lanudos y las largas colas de los caballos. Se utilizaban asimismo fibras de muy distintas plantas, con las que se hacían cordones, cuerdas y finas hebras, que podían teñirse o dejarse con su color natural, y luego se prensaban para darles dureza o se tejían para hacer ropa o esterillas, alfombras y colgaduras para impedir las corrientes de aire y cubrir las frías paredes de roca.

Se fabricaban cuencos de madera, puliéndolos y decorándolos con figuras pintadas y talladas; se tejían cestas de todas formas y tamaños; se hacían alhajas con cuentas de marfil modeladas, dientes de animales, conchas y peculiares piedras; se labraban el marfil, el hueso y el asta para hacer platos y fuentes, mangos para cuchillos, puntas de lanza, agujas para coser, y otros muchos utensilios, herramientas y objetos decorativos. Asimismo se realizaban estatuillas de animales en las que se trabajaban mucho los detalles, que servían como piezas ornamentales o como complementos de los más diversos objetos, y para ello se utilizaba cualquier material susceptible de ser tallado, como la madera, el hueso, el marfil o la piedra. Los talladores también realizaban estatuillas de formas femeninas, las donii, y a la gente le gustaba decorar las paredes del refugio con pinturas y tallas en relieve.

El invierno era también la época en que se ejercitaban las distintas clases de talento. Se creaban instrumentos musicales, en particular melodiosas flautas e instrumentos de percusión de interesantes sonidos, y luego se tocaban. Se ejecutaban danzas, se cantaban canciones, se contaban historias. Algunos se divertían con la práctica de deportes como la lucha y el tiro al blanco, y muchos se entregaban al juego y a las apuestas.

Se adiestraba a los jóvenes en ciertas habilidades básicas necesarias, y aquellos que mostraban predisposición o aptitud para una determinada actividad especializada encontraban siempre a alguien dispuesto a enseñarles. Había un transitado sendero entre la Novena Caverna y Río Abajo, y muchos de los artesanos que viajaban hasta allí desde sus propias cavernas pasaban a menudo unas cuantas noches en la Novena.

La Zelandoni enseñó las palabras de contar a quienes quisieron conocerlas, así como las historias y leyendas, pero rara vez disponía de tiempo libre. La gente se resfriaba, tenía dolores de cabeza, de oídos, de vientre y de muelas; las molestias causadas por la artritis y el reumatismo se agravaban siempre con el frío, y aparecían también otras enfermedades más graves. Algunos morían, y sus cuerpos se dejaban en los fríos pasadizos de entrada de ciertas cuevas, donde permanecían hasta la primavera, ya que la nieve y el terreno helado impedían enterrarlos en los campos exteriores destinados a ello. En algunos casos, aunque no era frecuente, se los dejaba permanentemente allí.

También había nacimientos. El solsticio de invierno había pasado. La Zelandoni había explicado a Ayla que en esa fecha el punto del horizonte por el que el sol se ponía estaba más a la izquierda que en ningún otro momento del año, permanecía ahí durante unos días y luego empezaba otra vez a desplazarse imperceptiblemente hacia la derecha. Ese cambio de la trayectoria solar se celebraba con una ceremonia, una fiesta y un banquete, que aportaban cierta emoción a los plácidos días de esa estación.

A partir de ese momento el sol se pondría cada día más a la derecha hasta el solsticio de verano, fecha en que alcanzaba su punto máximo por ese lado y parecía quedarse allí por unos días. El paso por el punto medio entre ambos extremos coincidía con los equinoccios, es decir, el principio de la primavera y, en el recorrido opuesto, el principio del otoño. La Zelandoni señaló una depresión entre las montañas en el horizonte, el lugar exacto donde estaba ese punto medio. Para calcularlo, había usado las palabras de contar y hecho una marca en una sección plana de asta. Ayla encontró fascinante esa información. Le gustaba aprender esa clase de cosas.

En pleno invierno, la época más fría, cruda y desapacible del año, la nieve no invitaba ya a las excursiones por pura diversión. Incluso las salidas breves para ir a por leña o carne congelada podían ser un suplicio. Las piedras amontonadas sobre pozos de almacenamiento y depósitos fríos a menudo se helaban en bloque, y era necesario volver a separarlas. Las frutas y verduras de los depósitos menos profundos habían sido trasladadas hacía tiempo a hoyos revestidos de piedras excavados al fondo del refugio, pero se requerían muchos cepos y mucha vigilancia para impedir que los animales pequeños se apropiaran de una proporción demasiado grande. Los pequeños roedores, en particular, sobrevivían holgadamente gracias al duro trabajo de los humanos y siempre se las ingeniaban para compartir la caverna con ellos. Uno de los juegos de los niños en ese período del año consistía en lanzar piedras a las diminutas y rápidas alimañas, un juego alentado, desde luego, por los adultos. Una piedra arrojada con fuerza podía matar a un roedor, y el juego no sólo se convertía en un elemento más en la incesante lucha contra esa voraz plaga, sino que permitía a los niños desarrollar la puntería, cualidad indispensable para convertirse un día en cazadores consumados, y algunos de los pequeños ciertamente lo conseguían. Ayla comenzó a utilizar la honda con ese fin, y al cabo de un tiempo estaba ya enseñando a los niños a usar su arma preferida. Lobo se reveló asimismo como una valiosa ayuda en el esfuerzo por diezmar la población de roedores.

Al parecer, los pozos exteriores no padecían la acción de estas alimañas, y la comida se mantenía allí el mayor tiempo posible. Pero cuando las temperaturas más bajas del invierno ponían en peligro la calidad de los alimentos frescos, se veían obligados a meterlos en el refugio. Las verduras, una vez congeladas, solían emplearse sólo en guisos, como la mayoría de los alimentos secos.

Una erupción repentina de energía había invadido a Ayla en los últimos días. Había ido sintiéndose cada vez más incómoda a medida que aumentaba de peso y volumen, y de cuando en cuando tenía arrebatos de llanto y otros arranques emocionales que desconcertaban a Jondalar. El activo bebé la despertaba a menudo por las noches, y Ayla tenía serias dificultades para levantarse cuando estaba sentada en el suelo en su postura habitual, con las piernas cruzadas; ella que siempre había podido ponerse en pie con gráciles movimientos. Conforme se acercaba el momento, creció su temor al parto, aunque su deseo de tener el niño le hacía olvidar sus miedos.

La Zelandoni tenía la certeza de que Ayla pronto saldría de cuentas, y le había dicho:

–La Gran Madre Tierra, en su sabiduría, hizo incómodos los últimos días del embarazo intencionadamente, a fin de que las mujeres fueran capaces de afrontar el miedo al parto y superarlo.

Ayla había acabado de disponerlo y organizarlo todo para el niño, y luego había arreglado una vez más toda la casa. También había decidido preparar una comida especial para Jondalar. Le dijo todas las verduras que necesitaba de los hoyos de almacenamiento del fondo del refugio, y también qué carne quería. Cuando él regresó con todo, ella no se había movido, y tenía una extraña expresión en el semblante, mezcla de alegría y miedo.

–¿Qué pasa, Ayla? –preguntó él, dejando caer la cesta con la verdura.

–Me parece que el niño está preparándose para nacer –respondió ella.

–¿Ahora? –dijo Jondalar, asaltado por un súbito nerviosismo–. Vale más que te eches en la cama. Iré a buscar a la Zelandoni. Quizá sea mejor que traiga también a mi madre. No hagas nada hasta que vuelva.

–Aún no. Jondalar, cálmate. Todavía tardará un rato. No vayas aún a por la Zelandoni; asegurémonos antes –propuso ella. Cogió la cesta con la verdura. Fue al espacio destinado a cocinar y comenzó a vaciarla.

–Ya me encargo yo de eso. ¿No deberías descansar? ¿Estás segura de que no quieres que traiga a la Zelandoni?

–Jondalar, ya has visto nacer niños antes, ¿no? No tienes por qué preocuparte tanto.

–¿Quién dice que estoy preocupado? –replicó él tratando de aparentar serenidad. Ella se llevó la mano al vientre y se quedó inmóvil–. Ayla, ¿de verdad no crees que es mejor que avise a la Zelandoni? –insistió él con el entrecejo fruncido.

–Está bien; ve a avisarla, pero sólo si me prometes que le dirás que es sólo el comienzo. No hay prisa.

Jondalar salió como una exhalación y regresó con la Zelandoni casi a rastras.

–Te pedí que le dijeras que no había prisa –le reprochó Ayla a su compañero. Luego miró a la donier–. Perdona por haberte obligado a venir tan pronto. Las contracciones acaban de empezar.

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