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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (17 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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En el borde nororiental de la terraza de la Novena Caverna, que también ofrecía una buena vista de los valles de ambos ríos, Ayla vio los restos de lo que obviamente había sido una fogata de considerable tamaño. Al detenerse antes allí no se había fijado en ese detalle, más interesada en trazar con la mirada el recorrido de la senda hasta el prado donde habían pastado los caballos en el valle del Río del Bosque.

–¿Por qué hay un hogar tan grande al borde de la terraza, Jondalar? Para dar calor no puede ser. ¿Es acaso para guisar?

–Es una hoguera de señales –contestó él. Al advertir la expresión de perplejidad de Ayla, prosiguió–: En ese punto una gran almenara se ve desde muy lejos. Mandamos mensajes a las otras cavernas con las hogueras, y ellos a su vez transmiten esos mensajes más allá con sus propias señales de fuego.

–¿Qué clase de mensajes?

–Ah, muy diversos. Se utilizan mucho cuando se desplazan las manadas, para mantener informados a los cazadores. A veces sirven para anunciar acontecimientos, Asambleas o algún otro tipo de reunión.

–Pero ¿cómo sabe la gente cuál es el significado de la hoguera?

–Por lo general se ha acordado previamente, sobre todo cuando es época de migración para ciertas manadas y hay prevista una cacería. También hay unas señales de fuego que significan que alguien necesita ayuda. Siempre que la gente ve una hoguera encendida ahí, sabe que algo importante ocurre. Si no son capaces de interpretar el sentido, envían mensajeros para enterarse.

–¡Qué idea tan ingeniosa! –declaró Ayla. Tras una breve reflexión, añadió–: En cierto modo se parece a los signos y señales del clan, ¿no crees? Es una manera de comunicarse sin palabras.

–Nunca se me había ocurrido verlo así, pero posiblemente tienes razón.

Para volver, Jondalar eligió un camino distinto. Se dirigió hacia el valle del río por un sendero tortuoso y desigual que serpenteaba por la pendiente más escarpada cercana a la cumbre y doblaba finalmente a la derecha para descender por el declive más gradual a través de la hierba y la maleza. Iba a dar a las tierras llanas de la margen derecha del río y atajaba por el valle del Río del Bosque directamente hasta el prado de los caballos.

En el camino de regreso, Ayla se sintió relajada, pero no experimentaba la estimulante sensación de libertad que la había invadido al principio de la cabalgada. Pese a haber congeniado con todas las personas que había conocido hasta el momento, tenía aún por delante el gran festejo, y no le entusiasmaba la idea de conocer al resto de los habitantes de la Novena Caverna de los zelandonii esa noche. No estaba acostumbrada a hallarse entre tanta gente al mismo tiempo.

Dejaron a Whinney y Corredor en el prado y localizaron el lugar donde crecía la hierba jabonera, pero Jondalar tuvo que indicársela, porque era de una variedad que Ayla no había visto antes. La examinó atentamente, se fijó en las similitudes y diferencias para reconocerla en el futuro y cogió su saquito de flores de ceanoto secas. Después de nadar durante un largo rato para desprenderse del polvo y la suciedad del camino, trituraron la raíz de la planta, mezclada con agua, en la concavidad de una roca plana mediante una piedra redondeada para extraer la densa espuma de la saponina. Se frotaron con ella y luego, riendo, se masajearon mutuamente. A continuación se zambulleron para enjuagarse. Ayla dio a Jondalar flores de ceanoto y ella utilizó algunas también para aplicárselas en el pelo mojado. Esta otra planta no era tan jabonosa y producía poca espuma, pero emanaba un aroma fresco y agradable. Tras aclararse de nuevo, Ayla dio por concluido el baño y salió del agua.

Después de secarse con las suaves pieles, las extendieron en el suelo y se sentaron en ellas a tomar el sol. Ayla cogió el peine de cuatro largas púas hecho de marfil de mamut, regalo de Deegie, su amiga mamutoi, pero cuando se disponía a peinarse, Jondalar la interrumpió.

–Déjame que lo haga yo –dijo tomando el peine.

Se había aficionado a peinarla cuando ella se lavaba el pelo, complaciéndose en el contacto de su espesa melena húmeda mientras se secaba formando suaves y elásticos mechones. Y ella se sentía mimada como pocas veces.

–Me caen bien tu madre y tu hermana –dijo Ayla, sentada de espaldas a él mientras la peinaba–, y también Willamar.

–Y tú les caes bien a ellos.

–Joharran parece un buen jefe. ¿Sabías que los dos arrugáis la frente de la misma manera? Su aspecto me resulta tan familiar que, como no podía ser de otra manera, me inspira simpatía.

–Se ha quedado prendado de esa preciosa sonrisa tuya –afirmó Jondalar–. Como lo estoy yo.

Ayla permaneció en silencio por un momento y, finalmente, habló revelando el rumbo que habían tomado sus pensamientos.

–No me dijiste que vivía tanta gente en tu caverna. Es como si estuviera aquí la Reunión del Clan al completo. Y tú los conoces a todos, según parece. No estoy muy segura de si yo lo conseguiré algún día.

–Descuida, llegarás a conocerlos, y no tardarás mucho tiempo –aseguró Jondalar mientras intentaba desenmarañar un enredo de pelo especialmente molesto–. Perdona, ¿he tirado demasiado fuerte?

–No, no ha sido nada. Me alegro de haber conocido por fin a tu Zelandoni. Sabe de medicinas, y para mí será maravilloso tener a alguien con quien hablar del tema.

–Es una mujer poderosa, Ayla.

–Eso es evidente. ¿Cuánto hace que es la Zelandoni?

–Déjame pensar –dijo Jondalar–. Desde poco después de irme a vivir con Dalanar, creo. Por entonces, para mí era aún Zolena. Era hermosa. Voluptuosa. Me parece que nunca ha sido delgada, pero cada vez se asemeja más a la Gran Madre. Me da la impresión de que le has caído bien –cesó de peinar por un momento, calló y de pronto prorrumpió en carcajadas.

–¿Qué te hace tanta gracia? –preguntó Ayla.

–Recordaba cuando le has contado cómo me encontraste y le has hablado de Bebé. Te hará más preguntas, no te quepa duda. He observado su expresión. Cada vez que respondías a una de sus preguntas, probablemente deseaba hacerte otras tres. Sólo conseguías avivar aún más su curiosidad, como haces siempre. Eres un misterio, incluso para mí. Mujer, ¿te das cuenta de lo excepcional que eres?

Ayla se había vuelto y lo mirada con expresión de profundo afecto.

–Dame un poco de tiempo y te demostraré lo excepcional que tú puedes llegar a ser –contestó ella mientras una relajada y sensual sonrisa se dibujaba en su rostro.

Jondalar se inclinó para besarla.

Oyeron risas y se volvieron sobresaltados.

–¡Vaya! ¿He interrumpido algo?

Era la mujer atractiva de cabello claro y ojos oscuros que había escuchado la conversación entre Folara y sus amigas acerca de los viajeros recién llegados. La acompañaban otras dos mujeres.

–¡Marona! –exclamó Jondalar frunciendo un poco el entrecejo–. No, no has interrumpido nada. Sencillamente me sorprende verte.

–¿Por qué ha de sorprenderte verme? –repuso la mujer–. ¿Pensabas que me había ido en un viaje imprevisto?

Aparentemente abochornado, Jondalar lanzó un vistazo a Ayla, que observaba a las tres mujeres.

–No, claro que no. Es sólo que me ha sorprendido, supongo.

–Habíamos salido a pasear cuando casualmente os hemos visto, y debo admitir, Jondalar, que no he podido resistir el deseo de hacerte sentir un poco violento. Al fin y al cabo estuvimos prometidos.

Nunca habían estado prometidos formalmente, pero Jondalar no discutió con ella. Era consciente de que la había inducido a creer que sí lo estaban.

–No sabía si aún vivías aquí –comentó–. Pensaba que te habías emparejado con alguien de otra caverna.

–Y así fue –confirmó ella–. Pero no duró mucho y volví. –Marona contemplaba el cuerpo desnudo, musculoso y curtido de Jondalar de un modo que a él le resultaba familiar–. No has cambiado mucho en cinco años, Jondalar, excepto por alguna que otra fea cicatriz –dirigió su mirada a Ayla–. Pero, en realidad, no nos hemos acercado para hablar contigo. Hemos venido a conocer a tu amiga.

–Esta noche se hará la presentación formal ante todos –le recordó Jondalar adoptando una actitud protectora para con Ayla.

–Eso hemos oído decir, pero nosotras no necesitamos una presentación formal. Sólo queríamos saludarla y darle la bienvenida.

Jondalar no podía negarse a presentarlas.

–Ayla, del Campamento del León de los Mamutoi, éstas son Marona, de la Novena Caverna de los zelandonii, y sus amigas… –Las miró con mayor atención–. ¿Portula? ¿De la Quinta Caverna? ¿Eres tú?

La mujer sonrió y se ruborizó de placer al ver que la recordaba. Marona la observó con expresión ceñuda.

–Sí, soy Portula, pero ahora estoy en la Tercera Caverna –precisó. Era obvio que ella sí lo tenía a él grabado en la memoria. Él había sido su elegido para los Primeros Ritos.

Jondalar recordaba que ella había sido una de las jóvenes que después había andado tras él para intentar encontrarlo a solas, pese a que tenían prohibido relacionarse durante un año como mínimo tras los Primeros Ritos. La porfía de Portula había empañado en cierta medida su recuerdo de una ceremonia que normalmente dejaba a Jondalar una tierna sensación de cariño por la joven en cuestión.

–Creo que no conozco a tu otra amiga, Marona –dijo Jondalar.

La tercera mujer parecía más joven que las otras dos.

–Soy Lorava, la hermana de Portula –se presentó la joven.

–Nos conocimos las tres cuando me emparejé con un hombre de la Quinta Caverna –explicó Marona–. Han venido a visitarme. –Se volvió hacia Ayla–. Saludos, Ayla de los mamutoi.

Ayla se levantó para devolver el saludo. Aunque normalmente no le habría importado, en esa ocasión se sintió un tanto desconcertada por saludar desnuda a una desconocida, así que se envolvió con la piel de secarse, ciñéndosela a la cintura, y se colocó de nuevo el amuleto en torno al cuello.

–Saludos, Marona de la Novena Caverna de los zelandonii –dijo, y tanto sus vibrantes erres como su gutural acento delataron de inmediato su procedencia lejana–. Saludos, Portula de la Quinta Caverna, y saludos a su hermana, Lorava.

Ésta dejó escapar una risita por la peculiar pronunciación de Ayla, pero enseguida trató de contenerse. Jondalar creyó advertir el asomo de una mueca de superioridad en el rostro de Marona y se sintió contrariado.

–Quería hacer algo más que saludarte, Ayla –dijo Marona–. Ignoro si Jondalar te lo había mencionado alguna vez pero, como ahora ya sabes, él y yo estuvimos prometidos antes de que decidiera de repente emprender su gran viaje. Como, sin duda, supondrás, aquello no me gustó demasiado.

Jondalar buscó algún comentario con el que evitar lo que temía que se avecinaba, es decir, una sarta de reproches de Marona para que Ayla supiera cuán desdichada había sido por culpa de Jondalar. Sin embargo, la mujer lo sorprendió.

–Pero eso es agua pasada –declaró Marona–. Para ser sincera hacía años que no pensaba en Jondalar. No obstante, puede que otros no se hayan olvidado, y cierta gente es aficionada a las habladurías. Deseaba proporcionar a esa gente algo más de qué hablar demostrándoles que soy capaz de recibirte como te mereces. –Señaló a sus amigas para incluirlas en su siguiente comentario–. Nos dirigíamos a mi habitación con el propósito de prepararnos para vuestro festejo de bienvenida de esta noche, y hemos pensado que tal vez te gustaría acompañarnos, Ayla. Mi prima, Wylopa, ya está allí. Te acuerdas de Wylopa, ¿verdad, Jondalar? Se me ha ocurrido que para ti sería una buena ocasión para conocer a algunas mujeres antes de las presentaciones formales de esta noche.

Ayla percibió cierta tensión, sobre todo entre Jondalar y Marona, pero no era raro, dadas las circunstancias. Él sí le había hablado de Marona, y también le había contado que habían estado prácticamente prometidos antes de su viaje. Ayla imaginó cómo se habría sentido ella en el lugar de Marona. Le había gustado que Marona hubiera abordado la cuestión con franqueza, y ella, en efecto, deseaba conocer mejor a algunas de las mujeres.

Echaba de menos la amistad con mujeres. Antes de hacerse mayor había conocido a muy pocas chicas de su edad. Uba, la verdadera hija de Iza, había sido como una hermana para ella; pero era mucho más joven, y si bien Ayla había llegado a sentir aprecio por todas las mujeres del Clan de Brun, habían existido diferencias insalvables. Por más que ella se había esforzado en convertirse en una buena mujer del clan, ciertas cosas no podía cambiarlas. Sólo cuando fue a vivir con los mamutoi y conoció a Deegie, comprendió y empezó a valorar lo divertido que podía ser tener a alguien de su edad con quien charlar. Añoraba a Deegie, y también a Tholie de los sharamudoi, con quien tan rápidamente había entablado una amistad que siempre recordaría.

–Gracias, Marona. Me encantaría acompañaros. Esto es lo único que tengo para ponerme –admitió mientras se apresuraba a ponerse sus ropas sencillas y estropeadas–, pero Marthona y Folara van a ayudarme a confeccionar un poco de ropa. Me gustaría ver qué clase de prendas usáis.

–Quizá podamos proporcionarte algunas cosas, como regalo de bienvenida –ofreció Marona.

–¿Podrías llevarte tú esta piel de secarse, Jondalar? –preguntó Ayla.

–Claro –respondió él. La abrazó por un instante, le rozó la mejilla con la suya y la dejó ir con las tres mujeres.

Mientras Jondalar las observaba alejarse, no pudo evitar sentirse aún más preocupado. Si bien nunca había llegado a proponer formalmente a Marona que fuese su compañera, antes de marcharse la había inducido a creer que se unirían en la ceremonia matrimonial de la Reunión de Verano siguiente, y ella había hecho sus planes. En cambio, él había emprendido el viaje con su hermano, y sencillamente había dejado plantada a Marona. Debía de haber sido una situación penosa para ella.

Pero no podía decirse que él la hubiera amado. Sin duda, era hermosa. La mayoría de los hombres la consideraban la mujer más hermosa y deseable de las Reuniones de Verano. Y a pesar de que Jondalar no compartía plenamente esa opinión, debía admitir que tenía su encanto cuando se trataba de compartir el don del placer de Doni. Simplemente no era la mujer que Jondalar más deseaba por entonces. Pero la gente se empeñó en decir que estaban hechos el uno para el otro, que formaban buena pareja, y todos esperaban que atasen el nudo. También él lo esperaba, en cierta manera. Quería compartir algún día un hogar con una mujer y sus hijos, y dado que no podía tener a Zolena, la única mujer a quien realmente deseaba en aquellos tiempos, pensó en aceptar a Marona.

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