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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (12 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–Pero ¿no has dicho que te adoptó la compañera del jefe?

–Pensé que Nezzie iba a adoptarme, y de hecho también me adoptó, pero en la ceremonia Mamut dijo Hogar del Mamut, no Hogar del León. Así que me adoptó él.

–¿Ese Mamut es Uno Que Sirve a la Madre? –preguntó la Zelandoni pensando: «Así que estaba preparándose para ser Una Que Sirve».

–Sí, como tú. El Hogar del Mamut era suyo, y para Aquellos Que Sirven a la Madre. La mayoría de la gente elige el Hogar del Mamut, o cree haber sido elegida. Mamut dijo que yo había nacido en él –explicó Ayla ruborizándose un poco y desviando la mirada, avergonzada por hablar de algo que le había sido dado sin habérselo ganado. Le hacía pensar en Iza y con qué esmero había intentado prepararla para ser una buena mujer del clan.

–Me parece que ese Mamut era un hombre sensato –declaró la Zelandoni–. Pero decías que aprendiste el arte de curar de una mujer del pueblo que te crio, del clan. ¿No marcan ellos de algún modo a sus curanderos para otorgarles prestigio y reconocimiento?

–Cuando me aceptaron como entendida en medicinas del clan me entregaron una piedra negra, un símbolo especial para llevarlo en mi amuleto –explicó Ayla–. Pero no hacen tatuajes a las entendidas en medicinas; esa clase de marcas se reserva para el tótem, cuando un niño se convierte en hombre.

–¿Cómo reconoce la gente a un curandero cuando necesita llamarlo?

Ayla nunca se había parado a pensar en eso. Guardó silencio por un momento para reflexionar.

–Las entendidas en medicinas no requieren marcas. La gente ya las conoce. Una entendida en medicinas tiene prestigio por derecho propio. Su posición siempre es reconocida. Iza era la mujer de más alto rango en el clan, por encima incluso de la compañera de Brun.

La Zelandoni movió la cabeza en un gesto de perplejidad. Obviamente Ayla creía haber explicado algo, pero la mujer seguía sin comprender.

–No dudo que eso sea verdad, pero ¿cómo lo sabe la gente?

–Por su posición –repitió Ayla. A continuación trató de aclararlo–. Por la posición que ocupa cuando el clan se traslada a alguna parte, por el lugar donde se coloca cuando come, por los signos que usa cuando… habla, por las señales que los demás le hacen cuando se dirigen a ella.

–¿No resulta eso un tanto incómodo? ¿Esa engorrosa utilización de las posiciones y los signos? –preguntó la Zelandoni.

–Para ellos no. Así se comunica la gente del clan, mediante signos –respondió Ayla–. No hablan con palabras como nosotros.

–Pero ¿por qué no? –quiso saber Marthona.

–No pueden. Son incapaces de producir todos los sonidos que nosotros articulamos. Pueden producir algunos, pero no todos. Hablan con las manos y el cuerpo –intentó explicar Ayla.

Jondalar veía aumentar el desconcierto de su madre y parientes, así como la frustración creciente de Ayla. Decidió que había llegado el momento de poner fin a la confusión.

–Ayla se crio con los cabezas chatas, madre –dijo.

Todos quedaron mudos de estupefacción.

–¡Cabezas chatas! –exclamó por fin Joharran–. ¡Los cabezas chatas son animales!

–No, no lo son –corrigió Jondalar.

–Claro que lo son –afirmó Folara–. ¡No hablan!

–Hablan, pero no como hablamos nosotros –repuso Jondalar–. Yo incluso hablo un poco su idioma, aunque no tan bien como Ayla, naturalmente. Cuando ha dicho que la enseñé a hablar era en sentido literal. –Lanzó una mirada a la Zelandoni; había advertido su anterior expresión de extrañeza–. Había olvidado la lengua que hablaba de niña, fuera cual fuese, y sólo sabía comunicarse a la manera del clan. El clan son los cabezas chatas; los cabezas chatas se llaman a sí mismos el clan.

–¿Cómo pueden llamarse lo que sea si hablan con las manos? –preguntó Folara.

–Usan algunas palabras –repitió Ayla–; simplemente no son capaces de decirlo todo. Ni siquiera oyen todos los sonidos que nosotros producimos. Podrían llegar a comprenderlos si empezaran a escucharlos desde muy pequeños, pero no están acostumbrados a oírlos. –Pensó en Rydag, que entendía cuanto le decían pese a ser incapaz de pronunciarlo.

–En fin, no sabía que se llamaban a sí mismos por un nombre –declaró Marthona. De pronto, la asaltó otra duda–. ¿Cómo os comunicabais tú y Ayla, Jondalar?

–Al principio no nos comunicábamos –contestó él–. En los primeros momentos no era necesario, claro está. Ayla sabía lo que tenía que hacer. Estaba herido, y ella cuidó de mí.

–Jondalar, ¿estás diciendo que aprendió de los cabezas chatas cómo curarte las heridas que recibiste del león cavernario? –preguntó la Zelandoni.

Ayla respondió por él.

–Como te he dicho, Iza descendía del más respetado linaje de mujeres entendidas en medicinas del clan. Ella me enseñó.

–Me cuesta mucho creer todo eso sobre unos cabezas chatas inteligentes –dijo la Zelandoni.

–A mí no –terció Willamar.

Todos se volvieron a mirar al maestro de comercio.

–No creo en absoluto que sean animales. Abandoné esa idea hace tiempo. He visto a muchos en mis viajes.

–¿Por qué nunca habías dicho nada? –quiso saber Joharran.

–Nunca había salido en la conversación –contestó Willamar–. Nadie me había preguntado; ni yo me había detenido a pensar demasiado en el tema.

–¿Qué te llevó a cambiar de idea sobre ellos, Willamar? –inquirió Zelandoni. Eso planteaba otra nueva cuestión. Iba a tener que meditar acerca de esa sorprendente idea expuesta por Jondalar y la forastera.

–Déjame pensar –comenzó Willamar–. Han pasado muchos años desde la primera vez que empecé a dudar que fueran animales. Me hallaba al sur y al oeste de aquí, viajando solo. El tiempo había cambiado de pronto, una repentina ola de frío, y tenía prisa por volver a casa. Caminé sin parar casi hasta que oscureció y acampé junto a un arroyo. Me proponía cruzarlo por la mañana. Al despertar descubrí que me había detenido justo enfrente de un grupo de cabezas chatas. Para ser sincero, me asusté…, ya sabéis lo que cuentan. Así que permanecí atento para estar preparado en caso de que decidieran ir a por mí.

–¿Qué hicieron? –preguntó Joharran.

–Nada, aparte de levantar el campamento como haría cualquiera –respondió Willamar–. Sabían que yo estaba allí, por supuesto, pero iba solo, así que no podía crearles muchas complicaciones, y no parecían tener mucha prisa. Hirvieron agua y prepararon una bebida caliente, enrollaron las tiendas…, distintas de las nuestras, más bajas y difíciles de ver…, se las cargaron a la espalda y se marcharon al trote.

–¿Viste si había alguna mujer? –preguntó Ayla.

–Hacía un frío intenso, y todos iban muy cubiertos. Usan ropa. En verano no se nota porque van casi desnudos, y en invierno rara vez se los ve. En esa época nosotros no viajamos mucho, ni recorremos grandes distancias, y probablemente ellos tampoco.

–Así es –confirmó Ayla–. No les gusta alejarse de casa cuando hace frío o nieva.

–La mayoría llevaba barba, aunque no sé si todos –dijo Willamar.

–Los jóvenes no llevan barba. ¿Te fijaste en si había alguien con un canasto cargado a la espalda?

–Creo que no.

–Las mujeres del clan no cazan, pero si los hombres emprenden una expedición larga suelen acompañarlos para secar la carne y acarrearla en el camino de regreso, así que probablemente era una partida de caza por las inmediaciones del poblado, compuesta sólo por hombres –dijo Ayla.

–¿Tú hacías eso? –preguntó Folara–. ¿Ir a largas expediciones de caza?

–Sí, incluso fui una vez que cazaron un mamut –contestó Ayla–; pero yo no iba a cazar.

Jondalar advirtió en los Otros una actitud de curiosidad más que de rechazo. Si bien le constaba que mucha gente reaccionaría con intolerancia, sus parientes como mínimo parecían interesados en saber más acerca de los cabezas chatas… el clan.

–Joharran –dijo Jondalar–, me alegra que el tema haya salido ahora en la conversación, porque, en todo caso, tenía previsto comentártelo. Hay una cosa que debes saber. En el camino hacia aquí conocimos a una pareja del clan, justo antes de empezar a cruzar el glaciar de la meseta situado al este. Nos contaron que varios clanes planean reunirse para hablar de nosotros, y de los problemas que han surgido entre ellos y nosotros. Nos llaman «los Otros».

–Me resulta difícil creer que nos llamen por un nombre, sea el que sea –replicó su hermano–, y más aún que organicen reuniones para hablar de nosotros.

–Pues créelo, porque si no, podemos tener problemas.

Varias voces se alzaron simultáneamente.

–¿A qué te refieres?

–¿Qué clase de problemas?

–Estoy al corriente de ciertos sucesos en la región losadunai. Una banda de jóvenes rufianes de distintas cavernas empezó a provocar a los cabezas chatas…, los hombres del clan. Según tengo entendido, comenzaron hace unos años acosándolos sólo de uno en uno, como si dieran caza a un rinoceronte. Pero uno no puede andar jugando con los hombres del clan. Son fuertes e inteligentes. Un par de esos jóvenes tuvieron ocasión de comprobarlo, así que empezaron a acosar a las mujeres. Normalmente ellas no luchan y, por tanto, no proporcionaban tanta diversión, no había desafío. Para darle mayor interés, empezaron a forzar a las mujeres del clan a… en fin, yo no lo llamaría placeres.

–¿Cómo? –preguntó Joharran.

–Me has oído bien –aseveró Jondalar.

–¡Gran Madre! –prorrumpió la Zelandoni.

–¡Es espantoso! –dijo Marthona al mismo tiempo.

–¡Qué atrocidad! –exclamó Folara arrugando la nariz en un gesto de repugnancia.

–¡Es una canallada! –afirmó Willamar.

–La gente del clan piensa lo mismo –dijo Jondalar–, y no van a permitirlo por mucho más tiempo. En cuanto descubran que pueden hacer algo al respecto, no van a tolerarnos nada a ninguno de nosotros. Se dice que antes estas cavernas les pertenecían, ¿no es así? ¿Y si quieren recuperarlas?

–Son sólo rumores, Jondalar. Nada en las Historias ni las Leyendas de los Ancianos lo confirma –declaró la Zelandoni–. Sólo se menciona a los osos como antiguos moradores.

Ayla guardó silencio, pero pensaba que esos rumores podían ser fundados.

–En cualquier caso, no van a apropiarse de estas cavernas –dijo Joharran–. Aquí vivimos nosotros; es territorio zelandonii.

–Pero debéis saber una cosa más, algo que quizá nos favorezca. Según Guban, que era como se llamaba el hombre de esa pareja del clan…

–¿Tienen nombres? –preguntó Joharran.

–Claro que tienen nombres –contestó Ayla–, igual que la gente de mi clan. Él se llama Guban; ella, Yorga.

Dio a los nombres la auténtica pronunciación del clan, con sonidos graves, guturales y roncos. Jondalar sonrió, pensando: «Lo ha hecho adrede».

«Si es así como hablan, ahora sé de dónde viene su acento, pensó la Zelandoni. Debe de estar diciendo la verdad. Se crio con ellos. Pero ¿realmente aprendió de ellos sus conocimientos sobre las medicinas?»

–Lo que intentaba decir, Joharran, es que Guban me contó que cierta gente…, no sé qué cavernas…, se ha dirigido a ellos con la idea de establecer relaciones comerciales –prosiguió Jondalar. Pronunciado por él, el nombre de Guban era mucho más fácil de entender.

–¿Comerciar? ¿Con los cabezas chatas? –dijo Joharran.

–¿Por qué no? –terció Willamar–. Considero que podría ser interesante. Depende de lo que tengan para intercambiar, naturalmente.

–Parece que ha hablado el maestro de comercio –comentó Jondalar.

–A propósito de comerciar, ¿qué medidas han tomado los losadunai respecto a esos jóvenes? –preguntó Willamar–. Comerciamos con ellos. No me gustaría que una misión comercial bajara por el otro lado del glaciar y se tropezara con un grupo de cabezas chatas con afán de venganza.

–Cuando oímos… oí hablar de eso por primera vez, hace cinco años, no habían hecho nada al respecto –respondió Jondalar eludiendo cualquier referencia a Thonolan–. Estaban enterados de que ocurría, y algunos de los hombres lo llamaban aún «euforia», pero Laduni se alteró mucho sólo de hablar de ello. Más tarde las cosas fueron a peor. En el camino de regreso visitamos a los losadunai. Los hombres del clan salían a buscar comida con sus mujeres, para protegerlas, y como esos jóvenes «eufóricos» no iban a arriesgarse ya a provocarlos persiguiendo a sus mujeres, fueron tras una joven de la Caverna de Laduni, todos ellos, y la forzaron… antes de los Primeros Ritos.

–¡Oh, no! ¿Cómo pudieron hacer una cosa así, Jondé? –dijo Folara rompiendo a llorar.

–¡Submundo de la Gran Madre! –bramó Joharran.

–¡Ahí es adonde deberían mandarlos! –exclamó Willamar.

–¡Es abominable! ¡No se me ocurre un castigo de suficiente magnitud para un acto semejante! –rugió la Zelandoni.

Marthona, incapaz de hablar, se había llevado la mano al pecho con expresión de horror.

Ayla había sentido gran compasión por la joven agredida e intentado aliviar su angustia, pero no pudo menos que observar que los parientes de Jondalar reaccionaban con mucha mayor vehemencia ante la noticia de que una joven de los Otros había sufrido el ataque de la banda, que al enterarse de los ataques a las mujeres del clan. Cuando se trataba de las mujeres del clan, se sentían meramente ofendidos; cuando era una de sus mujeres, lo consideraban un ultraje.

Esa circunstancia, más que cualquiera de las cosas que se habían dicho o hecho, le permitió comprender el alcance del abismo que separaba a ambos pueblos. Se preguntó entonces cuál habría sido su reacción –por inconcebible que para ella fuese la idea– si se hubiera tratado de una banda de hombres del clan, si unos cabezas chatas hubieran cometido una acción tan abominable contra mujeres zelandonii.

–Puedes estar seguro de que ahora los losadunai sí tomarán medidas contra esos jóvenes –continuó Jondalar–. La madre de la joven exige una compensación de sangre contra la caverna del cabecilla de esa banda de degenerados.

–Ésa es mala noticia –comentó Marthona–. ¡Vaya una situación delicada para los jefes!

–¡Esa mujer está en su derecho! –declaró Folara.

–Sí, claro que está en su derecho –admitió Marthona–, pero algún pariente, o la caverna entera, se opondrá, y eso podría dar pie a enfrentamientos, quizá a alguna muerte, y luego otros clamarán vengaza también por eso. ¿Quién sabe en qué podría acabar? ¿Qué piensan hacer, Jondalar?

–Los jefes de varias cavernas han enviado mensajeros, y muchos de ellos se reunieron para hablar. Han acordado mandar rastreadores para localizar a esos jóvenes, separarlos para disolver la banda, y dejar luego que las distintas cavernas afectadas se ocupen individualmente de sus respectivos miembros. Recibirán un severo castigo, imagino, pero se les concederá la oportunidad de ofrecer una compensación –explicó Jondalar.

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