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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (13 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–Me parece un buen plan, al menos si todos lo respaldan, incluida la caverna del instigador –observó Joharran–, y si esos jóvenes acceden a volver pacíficamente cuando los encuentren.

–Tengo mis dudas en cuanto al cabecilla, pero creo que los Otros quieren volver a casa, y aceptarán cualquier condición con tal de que les permitan regresar. No se los veía muy contentos, y daba la impresión de que el frío, el hambre y la suciedad hacían mella en ellos –comentó Jondalar.

–¿Los habéis visto? –preguntó Marthona.

–Así fue como conocimos a la pareja del clan. La banda se echó sobre la mujer, sin advertir la presencia del hombre. Pero él había trepado a una roca alta para vigilar la caza, y saltó cuando atacaron a su mujer. Pese a romperse una pierna, intentó repelerlos. Nosotros pasábamos casualmente por allí; no era muy lejos del glaciar que nos disponíamos a cruzar –Jondalar sonrió–. Entre Ayla, Lobo y yo, además de la pareja del clan, los hicimos huir a la desbandada. A ésos no les quedan ya muchas ganas de pelea. Y con Lobo y los caballos allí, más el hecho de que sabíamos quiénes eran, aunque nunca nos habían visto… En fin, creo que les metimos el miedo en el cuerpo.

–Sí –dijo la Zelandoni pensativamente–. Me hago idea.

–A mí me habríais asustado –admitió Joharran con una sonrisa irónica.

–Luego Ayla convenció al hombre del clan para que la dejara reducirle la fractura de la pierna –prosiguió Jondalar–. Acampamos juntos durante un par de días. Le hice unos bastones para apoyarse al andar, y decidió marcharse a casa. Pude hablar un poco con él, aunque era Ayla quien llevaba el peso de las conversaciones. Creo que me convertí en una especie de hermano para él.

–Se me ocurre, Joharran –dijo Marthona–, que si hay riesgo de conflictos con esa gente… ¿cómo se llaman?… ¿el clan?… Y si poseen capacidad de comunicación suficiente para negociar sería muy útil contar con alguien como Ayla para hablar con ellos.

–Eso mismo estaba yo pensando –admitió la Zelandoni. Aunque no lo mencionó, había pensado asimismo en el terrorífico efecto que, según había comentado Jondalar, ejercían en la gente los animales de Ayla. También eso podía ser provechoso.

–Sin duda, tienes razón, madre –dijo Joharran–, pero será difícil acostumbrarse a la idea de hablar con los cabezas chatas o llamarlos por otro nombre, y no soy yo el único a quien eso va a suponerle un esfuerzo. –Guardó silencio por un instante. De pronto movió la cabeza en un gesto de negación, como si estuviera respondiéndose a sí mismo–. Si hablan con las manos, ¿cómo sabe uno que están hablando y no simplemente haciendo aspavientos?

Todos miraron a Ayla, y ella se volvió hacia Jondalar.

–Me parece que necesitan una demostración –sugirió Jondalar–, y quizá podrías hablar simultáneamente, como hacías cuando te comunicabas con Guban y traducías para mí.

–¿Y qué digo?

–¿Por qué no los saludas, sin más, como si hablaras en boca de Guban?

Ayla meditó por un instante. No podía saludarlos como habría hecho Guban. Él era hombre, y una mujer nunca se dirigiría a nadie igual que un hombre. Podía hacer una seña de salutación, gesto siempre idéntico, pero ningún intercambio se reducía sólo a una seña de salutación. Ésta se modificaba siempre en función de quién la realizaba y a quién iba dirigida. Y desde luego no existía seña alguna para que una persona del clan saludara a uno de los Otros. Era una situación que nunca se había dado, al menos de un modo formal y reconocido. Acaso pudiera imaginar cómo sería en caso de llegar a producirse alguna vez. Se puso en pie y retrocedió unos pasos en la zona despejada del centro de la estancia principal.

–Esta mujer desearía saludaros, Gente de los Otros –comenzó Ayla. Tras pensar en silencio cómo ejecutaría las señas alguien del clan, añadió–: O quizá debería decirse Gente de la Madre.

–Prueba con Hijos de la Madre o Hijos de la Gran Madre Tierra –propuso Jondalar.

Ayla asintió con la cabeza y volvió a empezar.

–Esta mujer…, llamada Ayla, desearía saludaros, Hijos de Doni, la Gran Madre Tierra. –Expresó su propio nombre y el de la Madre mediante sonidos verbales, pero con la inflexión y carácter tonal del clan. Comunicó el resto con las señas del lenguaje formal del clan al mismo tiempo que lo decía en zelandonii–. Esta mujer espera que en algún momento seáis saludados por alguien del Clan del Oso Cavernario, y que devolváis el saludo. El Mog-ur dijo a esta mujer que el clan es antiguo, los recuerdos vienen de muy lejos. El clan estaba ya aquí cuando llegaron los nuevos. Llamaron a esos nuevos «los Otros», los que no pertenecían al clan. El clan optó por seguir su propio camino, eludir a los Otros. Es la costumbre del clan, y las tradiciones del clan cambian despacio; aun así parte del clan empezaría a cambiar, establecería nuevas tradiciones. Si es así, esta mujer espera que los cambios no sean perjudiciales ni para el clan ni para los Otros.

En su traducción al zelandonii, hecha con voz baja y monótona, procuraba hablar con la mayor precisión y el menor acento posibles. Los demás comprendían sus palabras, pero a la vez se daban cuenta de que no agitaba las manos al azar. Los gestos bien definidos, los sutiles movimientos con que el cuerpo acompañaba a cada ademán –la cabeza alzada en actitud orgullosa, una inclinación en señal de conformidad o, incluso, una ceja enarcada–, se sucedían con total fluidez e intención digna. Aun sin saber interpretar el sentido exacto de cada gesto, era obvio que sus movimientos tenían un significado.

El efecto global era sorprendente, y hermoso. Marthona sintió que un escalofrío recorría su espalda. Cruzó una mirada fugaz con la Zelandoni, que asintió con la cabeza. También ella había experimentado una profunda emoción. Jondalar advirtió el discreto intercambio de miradas entre su madre y la Zelandoni. Estaba observando a quienes contemplaban a Ayla y valorando la impresión que les causaba. Joharran la miraba absorto con la frente arrugada; Willamar tenía una leve sonrisa en los labios y movía la cabeza en un gesto de aprobación; Folara sonreía sin reservas, tan complacida que contagió su sonrisa al propio Jondalar.

Al terminar, Ayla volvió a sentarse a la mesa, agachándose y cruzando las piernas con una elegante soltura aún más evidente tras su actuación. Se produjo un silencio embarazoso en torno a la mesa. Nadie sabía qué decir, y todos tenían la sensación de que necesitaban tiempo para pensar. Finalmente, Folara sucumbió al impulso de llenar el vacío.

–¡Ha sido fantástico, Ayla! –exclamó–. Precioso, casi como una danza.

–A mí me cuesta verlo así –respondió Ayla–. Es su manera de hablar. Aunque recuerdo que me encantaba observar a los fabuladores.

–Ha sido muy expresivo –opinó Marthona, y volviéndose hacia su hijo, preguntó–: ¿También tú puedes hacerlo, Jondalar?

–No como Ayla. Ella enseñó ese lenguaje a la gente del Campamento del León para que pudieran comunicarse con Rydag. En su Reunión de Verano, les sirvió de diversión, porque podían hablar entre sí sin que nadie se diera cuenta.

–¿Rydag? ¿No era ése el niño enfermo del corazón? –preguntó la Zelandoni–. ¿Por qué no podía hablar como los demás?

Jondalar y Ayla se miraron.

–Rydag llevaba en las venas sangre del clan, y encontraba las mismas dificultades que ellos para emitir ciertos sonidos –explicó Ayla–. Así que les enseñé el lenguaje del clan a él y al Campamento del León.

–¿Sangre del clan? –repitió Joharran–. ¿Sangre de cabeza chata, quieres decir? ¡Una abominación con sangre de cabeza chata!

–¡Era un niño! –replicó Ayla lanzándole una mirada iracunda–. Como cualquier otro niño. Ningún niño es una abominación.

La reacción de Ayla cogió por sorpresa a Joharran, que recordó de pronto que ella se había criado entre la gente del clan y comprendió por qué se sentía ofendida. Intentó balbucear una disculpa:

–Lo… lo… lo siento. Es la opinión generalizada.

La Zelandoni intervino para poner paz.

–Ayla, no olvides que aún no hemos tenido tiempo para reflexionar sobre todo lo que nos has dicho. Siempre hemos considerado animales a la gente de tu clan y, por tanto, una criatura mitad animal, mitad humana nos parece una abominación. Sin duda, estás en lo cierto, y ese… Rydag es un niño.

«Tiene razón, se dijo Ayla, y al fin y al cabo ya conocías la opinión de los zelandonii al respecto. Jondalar la dejó muy clara la primera vez que mencionaste a Durc.» Trató de serenarse.

–No obstante, me gustaría que me aclarases una cosa –continuó la Zelandoni, buscando el modo de plantear sus preguntas sin ofender a la forastera–. Esa mujer llamada Nezzie era la compañera del jefe del Campamento del León, ¿no es así?

–Sí –confirmó Ayla adivinando adónde quería llegar la mujer. Miró a Jondalar y advirtió que se esforzaba por reprimir una sonrisa. Se tranquilizó; por lo visto también él había adivinado lo que intentaba averiguar la Zelandoni y sentía un malsano placer por la turbación de la poderosa donier.

–Ese niño, ese Rydag... ¿era de ella?

Jondalar casi deseó que Ayla contestara afirmativamente, aunque sólo fuera para darles qué pensar. A él le había costado mucho desprenderse de los prejuicios de su gente, inculcados desde la infancia, transmitidos prácticamente a través de la leche materna. Si llegaban a creer que una mujer que había dado a luz a una «abominación» podía ser compañera de un jefe, quizá sus prejuicios se tambalearan un poco, y cuanto más lo pensaba Jondalar, más se convencía de que por el bien de los suyos, por su seguridad, tenían que cambiar, tenían que aceptar el hecho de que los miembros del clan también eran personas.

–Nezzie lo amamantó a la vez que a su propia hija –explicó Ayla–. Rydag era hijo de una mujer del clan que estaba sola y murió poco después del parto. Nezzie lo adoptó, del mismo modo que Iza me adoptó a mí cuando yo no tenía a nadie que me cuidara.

Aun así era una situación sorprendente, y en cierto sentido todavía más asombrosa porque la compañera del jefe había decidido voluntariamente cuidar de un recién nacido que podría haber dejado morir con su madre. El grupo se sumió en el silencio mientras cada uno de ellos meditaba acerca de lo que acababa de escuchar.

Lobo se había quedado en el valle donde pacían los caballos para explorar el nuevo territorio, pero pasado un rato decidió volver al lugar que Ayla le había hecho comprender que era su casa, el lugar adonde debía ir si quería encontrarla. Como todos los de su especie, Lobo se movía con rapidez y con tal gracia natural que parecía flotar mientras trotaba por el paisaje boscoso. Varias personas recogían moras en el Valle del Bosque. Un hombre alcanzó a ver al lobo moverse entre los árboles como un espectro silencioso.

–¡Viene el lobo! ¡Y va solo! –exclamó el hombre apartándose a toda prisa de su camino.

–¿Dónde está mi niña? –gritó una mujer, presa del pánico. Miró alrededor, vio a su pequeña y corrió a cogerla para alejarla de allí.

Cuando Lobo llegó al sendero que conducía al saliente de roca, ascendió con el mismo paso ágil y veloz.

–¡Ahí está ese lobo! –protestó otra mujer–. No me gusta la idea de que un lobo suba hasta aquí, hasta el mismo saliente.

–Según Joharran, debemos dejarlo ir y venir a su antojo, pero yo voy a coger mi lanza –dijo un hombre–. Quizá ese animal no haga daño a nadie, pero a mí no me inspira confianza.

La gente rehuyó a Lobo cuando llegó al saliente y se encaminó derecho a la morada de Marthona. En su prisa por poner la mayor distancia posible entre él y aquel poderoso cazador de cuatro patas, un hombre tropezó con unas astas de lanza y las derribó. El lobo percibió el miedo de la gente y no le gustó, pero siguió hacia el lugar que Ayla le había indicado.

En la morada de Marthona, el silencio se rompió cuando de pronto Willamar, viendo moverse la cortina de la entrada, se levantó de un brinco y gritó:

–¡Un lobo! Gran Madre, ¿cómo ha llegado ese lobo hasta aquí?

–No pasa nada, Willamar –dijo Marthona intentando calmarlo–. Tiene permitido entrar aquí.

Folara cruzó una mirada con Joharran y sonrió, y aunque su hermano mayor experimentaba aún cierto nerviosismo en presencia del animal, le devolvió una sonrisa de complicidad.

–Es el lobo de Ayla –explicó Jondalar poniéndose en pie para prevenir cualquier acción precipitada mientras Ayla corría a la entrada para tranquilizar al animal, que se había asustado aún más que Willamar al encontrarse con semejante alboroto en el sitio donde debía ir. Lobo tenía el rabo entre las patas, el pelo del lomo erizado y los dientes al descubierto.

Si la Zelandoni hubiera sido capaz, también ella se habría levantado de un salto con la misma celeridad que Willamar. Un sonoro y amenazador gruñido pareció dirigido expresamente a ella, y se echó a temblar de miedo. Pese a que ya conocía la existencia de los animales de Ayla y los había visto a lo lejos, la aterrorizó el enorme depredador que había entrado en la morada. Nunca había estado tan cerca de un lobo; en el bosque, los lobos solían huir de los grupos de gente.

Observó con asombro a Ayla cuando se abalanzó hacia Lobo sin temor alguno, se agachó, lo rodeó con los brazos y, sujetándolo, le dijo unas palabras para calmarlo, palabras de las que la Zelandoni sólo comprendió algunas. Primero el lobo se puso nervioso y lamió el cuello y el rostro de la mujer mientras ella lo acariciaba, pero luego, en efecto, se apaciguó. Era la exhibición más increíble de poderes sobrenaturales que la Zelandoni había presenciado en su vida. ¿Qué clase de misteriosa facultad poseía la forastera para ejercer ese control sobre semejante animal? Esa idea hizo que se le pusiera la carne de gallina.

Con la ayuda de Marthona y Jondalar, y tras ver a Ayla con el lobo, Willamar también se había tranquilizado.

–Quizá Willamar debería conocer a Lobo, ¿no crees, Ayla? –sugirió Marthona.

–Sobre todo considerando que van a compartir la morada –añadió Jondalar.

Willamar lo miró con expresión de incredulidad.

Ayla se irguió y se acercó a ellos, haciendo una seña a Lobo para que la siguiera a corta distancia.

–Para conocer a alguien, Lobo ha de familiarizarse con su olor. Si tiendes la mano y le dejas que la olfatee… –dijo Ayla alargando el brazo para coger la mano a Willamar.

Él la retiró.

–¿Estás segura? –preguntó, y miró a Marthona.

Su compañera sonrió y tendió la mano hacia el lobo. El animal le olfateó la mano y luego se la lamió.

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