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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (16 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Ayla no se había sentido tan maravillosamente libre cabalgando desde que montó por primera vez sobre el lomo de la yegua. No llevaban estorbos de ningún tipo, ni angarilla, ni mochilas, ni manta, ni siquiera cabestro. Sólo sus piernas desnudas en contacto con el lomo del animal, tal como había aprendido a montar inicialmente, transmitiendo señales a través de la sensible piel de Whinney –al principio de manera inconsciente– para guiarla en la dirección que deseaba ir.

Corredor sí llevaba cabestro; de ese modo había adiestrado Jondalar a su corcel, teniendo que inventar tanto el dispositivo con el que sujetar la cabeza del animal como las señales para indicarle hacia dónde debía dirigirse. También Jondalar se sentía libre como no se había sentido en mucho tiempo. El viaje había sido largo, y la responsabilidad de llegar a casa sanos y salvos había recaído principalmente sobre él. Esa carga había desaparecido, junto con las mochilas y bultos del viaje, y montar a caballo era de pronto toda una diversión. Inexplicablemente satisfechos de sí mismos, los dos rebosaban júbilo y entusiasmo, estado que exteriorizaron con sonrisas de alegría mientras caminaban por la orilla del arroyo.

–Ha sido buena idea, Ayla, lo del paseo a caballo –declaró Jondalar risueño.

–Sí –convino ella con aquella sonrisa que él adoraba.

–¡Mujer, eres tan hermosa! –exclamó él rodeándole la cintura con los brazos y fijando en ella sus intensos ojos azules; su mirada reflejaba todo su amor y felicidad.

Ayla sólo había visto un color comparable al de sus ojos en los profundos pozos de agua de deshielo de lo alto de un glaciar.

–Tú sí que eres hermoso, Jondalar. Ya me has dicho que no se califica de «hermosos» a los hombres, pero, como sabes, para mí tú sí lo eres –dijo Ayla, y le echó los brazos en torno al cuello, percibiendo toda la fuerza de su carisma natural que pocas mujeres podían resistir.

–Tú puedes llamarme como quieras –respondió Jondalar mientras se inclinaba para besarla, y de pronto deseó que aquello no se interrumpiera ahí. Se habían habituado a su intimidad, a estar a solas en medio de parajes despoblados, lejos de miradas indiscretas. Jondalar tendría que acostumbrarse nuevamente a ver a mucha gente alrededor… pero todavía no.

Con delicadeza separó los labios de Ayla con su lengua y buscó la suavidad y el calor del interior de su boca. A su vez, ella exploró la de Jondalar, cerrando los ojos para abandonarse a las sensaciones que él empezaba a despertarle. Jondalar la estrechó entre sus brazos, disfrutando del contacto de su cuerpo. Y pronto, pensó, celebrarían la ceremonia de unión y formarían un hogar al que ella traería a sus hijos, los hijos del hogar de él, hijos quizá también de su espíritu, y si ella estaba en lo cierto, aún más que eso. Podían ser incluso los hijos de Jondalar, los hijos de su cuerpo, originados con su esencia. La misma esencia que en ese instante sentía crecer en su interior.

Retrocedió y la contempló. A continuación, con mayor apremio, la besó en el cuello, saboreó la sal de su piel y buscó a tientas su pecho. Lo tenía más hinchado, la diferencia era ya perceptible; pronto lo tendría lleno de leche. Desató el cinturón de Ayla e introdujo la mano bajo la ropa para rodear con ella la forma redondeada y firme y notar el pezón duro y erecto.

Le levantó la túnica, y Ayla lo ayudó a quitársela, despojándose después de los calzones cortos. Por un momento, Jondalar se limitó a mirarla allí de pie bajo el sol y a dejar que sus ojos embebieran su feminidad: la belleza de su rostro sonriente, la musculosa firmeza de su cuerpo, los pechos amplios y erguidos y los prominentes pezones, la ligera redondez de su vientre, el vello rubio oscuro de su pubis. La amaba tanto, la deseaba tanto, que se le saltaron las lágrimas.

Apresuradamente, se desprendió de su propia ropa y se agachó para dejarla en la hierba. Ayla avanzó hacia él, y cuando se irguió, lo envolvió con sus brazos. Cerró los ojos mientras Jondalar la besaba en la boca y el cuello, y cuando él abarcó sus pechos con las manos, ella rodeó con las suyas el miembro viril cada vez más erecto. Jondalar se arrodilló, recorriendo con la lengua su garganta y el canal formado entre sus pechos, que rodeaba aún con las manos, y cuando ella se inclinó un poco, cogió un pezón entre los labios.

Ayla contuvo la respiración al sentir una primera sacudida de excitación que se propagó por su cuerpo hasta alcanzar el lugar de los placeres dentro de ella, y otra a continuación cuando Jondalar pasó al otro pezón y succionó con fuerza al mismo tiempo que le masajeaba el primero con dedos expertos. Luego él le juntó los pechos para abarcarlos ambos con la boca. Ayla gimió y se abandonó a las sensaciones.

Jondalar acarició nuevamente cada uno de sus pezones duros y ávidos y descendió después hacia el ombligo y finalmente el pubis. Penetró en su hendidura con la tibia lengua y lamió con suavidad el pequeño botón oculto entre sus pliegues. Intensas sensaciones recorrieron el cuerpo de Ayla, que se arqueó hacia Jondalar dejando escapar un grito. Con los brazos en torno a sus nalgas redondeadas, sujetándola firmemente, Jondalar hundió la lengua una y otra vez en ella justo donde notaba el duro nódulo.

Allí de pie, con las manos apoyadas en los brazos de Jondalar y la respiración entrecortada, Ayla sintió crecer la oleada dentro de ella a cada caricia cálida, hasta que esa presión interior se liberó de pronto en un espasmo de placer, y otro y otro más. Jondalar percibió el calor y la humedad y paladeó aquel sabor característico de Ayla.

Ella abrió los ojos y vio la pícara sonrisa de Jondalar.

–Me has cogido por sorpresa –dijo.

–Lo sé –admitió él sonriendo.

–Ahora me toca a mí –anunció ella, y riendo le dio un ligero empujón que lo hizo caer de espaldas.

A continuación Ayla se echó sobre Jondalar y lo besó, notando su propio sabor en los labios de él. Mientras le mordisqueaba la oreja y le besaba el cuello y la garganta, él sonreía de satisfacción. A Jondalar le encantaba cuando Ayla se divertía con él y compartía su ánimo juguetón.

Ayla le besó el pecho y los pezones y, abriéndose paso entre el vello, descendió hacia el ombligo y más abajo aún, hasta encontrar su miembro, ya totalmente a punto. Jondalar cerró los ojos al notar que lo envolvía el calor de su boca y dejó que las sensaciones lo inundaran mientras ella deslizaba los labios arriba y abajo, acompañando el movimiento de una continua succión. Él mismo le había enseñado, tal como se las habían enseñado a él, las maneras de darse placer mutuamente. Por un instante pensó en la Zelandoni cuando era joven y se la conocía por el nombre de Zolena, recordando que él por entonces creía que nunca encontraría a otra mujer como ella. Pero sí la había encontrado, y de repente lo invadió tal felicidad que envió un pensamiento de gratitud a la Gran Madre Tierra. ¿Qué haría si alguna vez perdía a Ayla?

De pronto su ánimo cambió. Estaba disfrutando con el juego previo, pero ahora quería a la mujer. Se incorporó, la hizo ponerse de rodillas de cara a él y la sentó a horcajadas en su regazo. La abrazó y la besó con una vehemencia que sorprendió a Ayla y luego la estrechó con fuerza. Ella ignoraba a qué se debía ese cambio de ánimo, pero su amor por Jondalar era tan intenso como el de él y se lo demostró de la misma manera.

Poco después Jondalar empezó a besarle los hombros y el cuello y a acariciarle los pechos. Le rozó los pechos con los labios, buscando los pezones. Ayla subió un poco, arqueó la espalda y sintió cómo la recorrían las sensaciones mientras él succionaba y mordisqueaba. Notó bajo ella su verga dura y ardiente, se desplazó un poco más y, sin pensarlo, lo guio hacia su interior.

Jondalar apenas pudo contenerse cuando ella descendió sobre él, envolviéndolo en su abrazo cálido, húmedo y ansioso. Ayla volvió a levantarse y se inclinó hacia atrás mientras él la retenía con un brazo para mantener uno de sus pezones entre los labios y masajearle el otro con la mano, como si no pudiera saciarse de su feminidad.

Ayla se deslizaba sobre él, experimentando el creciente placer a cada movimiento, jadeando y gritando. Súbitamente la necesidad aumentó en Jondalar, cobrando intensidad con cada embestida. Le soltó los pechos, apoyó las manos en el suelo y comenzó a subir y bajar la pelvis. Los gritos de ambos se unieron a medida que las oleadas de intenso placer iban en ascenso con cada embate hasta que, presas de un maravilloso torbellino de trémula liberación, alcanzaron el punto culminante.

Tras unas cuantas acometidas más, Jondalar se dejó caer de espaldas en la hierba. Notó una pequeña piedra en el hombro, pero no se molestó en apartarla. Ayla se tendió sobre él, apoyando la cabeza en su pecho, y permaneció así un rato. Finalmente, volvió a incorporarse. Jondalar le sonrió mientras ella se erguía y se separaba de él. Habría deseado seguir en tan estrecho contacto con ella, pero debían regresar. Ayla se acercó al arroyo y se agachó para lavarse. Jondalar se lavó también.

–Nos bañaremos y nadaremos en cuanto lleguemos allí –comentó él.

–Ya lo sé. Por eso no voy con mucho cuidado.

Para Ayla la higiene íntima –si existía la posibilidad de realizarlaera un ritual aprendido de Iza, su madre en el clan, aunque la propia Iza se preguntaba si su extraña hija, tan alta y poco atractiva, tendría alguna vez motivos para ponerla en práctica. Dado que Ayla era en extremo meticulosa en cuestión de higiene, llegando incluso a usar el agua gélida de arroyos helados, lavarse se había convertido también en un hábito para Jondalar, aunque él no siempre había sido tan exigente en materia de limpieza.

Cuando Ayla fue en busca de su ropa, Lobo se aproximó a ella con la cabeza gacha y meneando la cola. Cuando el animal era más joven, había tenido que enseñarlo a quedarse lejos de ellos siempre que compartían los placeres a lo largo del viaje. Ni a Jondalar ni a ella les gustaba que Lobo los importunara en esos momentos. Al descubrir que no bastaba con decir a Lobo, muy imperiosamente, que se alejara cuando iba a husmear para ver qué hacían, Ayla había tenido que atarle en algún sitio con una cuerda al cuello para mantenerlo a distancia, a veces a considerable distancia. Al final había aprendido, pero después se acercaba siempre con cautela hasta que ella le indicaba que no había inconveniente.

Los caballos, pastando pacientemente en las inmediaciones, acudieron al oír sus silbidos. Jondalar y Ayla cabalgaron hasta el borde de la meseta y volvieron a detenerse para contemplar los valles del río mayor y su afluente, así como los precipicios de piedra caliza paralelos a los cauces. Desde aquella altura veían la confluencia entre el río más pequeño, cuyas aguas afluían desde el noroeste, y la corriente principal, procedente del este. El afluente desembocaba en ella poco antes de que el río doblara hacia el sur, en uno de los tramos de su curso que fluían aún en dirección oeste. Al sur, al final de una sucesión de precipicios, avistaron el bloque geológico de piedra caliza que contenía el enorme saliente de la Novena Caverna, con su alargada terraza frontal. Pero cuando Ayla miró hacia allí, no fue el considerable tamaño del prominente refugio de la Novena Caverna lo que llamó su atención, sino otra formación muy poco común.

Mucho tiempo antes, durante una etapa orogénica –un período de formación de montañas en el que surgían pliegues en el relieve y se alzaban imponentes cimas al ritmo parsimonioso del tiempo geológico–, un pilar de roca ígnea se desprendió de su lugar de origen volcánico y cayó en un río. La pared rocosa de la que provenía el pilar había adoptado la forma de su estructura cristalina al enfriarse el magma incandescente y convertirse en basalto, configurándose en grandes columnas de lados planos unidos en ángulo.

Pese a que el fragmento de basalto desprendido había sido arrastrado por torrenciales riadas y hielo glacial, con el consiguiente desgaste y deterioro, conservaba su forma básica. Dicho pilar de piedra acabó depositado en el lecho de un mar interior, junto con las profundas capas de sedimentos acumulados de vida marina que estaban creando la piedra caliza. Los posteriores movimientos tectónicos elevaron el lecho marino, que finalmente se transformó en un terreno de montes redondeados y cuencas fluviales con precipicios escarpados. A la vez que el agua, el viento y la climatología en general erosionaban las vastas paredes verticales de piedra caliza hasta crear los refugios y cavernas que habitarían los zelandonii, dejaron al descubierto asimismo el desigual y maltrecho fragmento de basalto en forma de columna, procedente de un lugar lejano.

Como si las dimensiones del lugar no hicieran ya de aquel refugio un paraje único, la extraña y alargada piedra que descollaba sobre el enorme saliente de piedra caliza le confería un aspecto aún más singular. Aunque enterrada a gran profundidad en la pared del precipicio por uno de sus extremos, asomaba con tal inclinación que parecía a punto de desplomarse, proporcionando un punto de referencia inconfundible que añadía un llamativo elemento al extraordinario refugio rocoso de la Novena Caverna. Ayla había visto la piedra al llegar y, con un escalofrío, había tenido la sensación de que no era la primera vez que la veía.

–¿Tiene algún nombre esa piedra? –preguntó señalándola.

–Se llama Piedra Que Cae –respondió Jondalar.

–Un nombre muy acertado –convino ella–. ¿Y no ha mencionado tu madre los nombres de esos ríos?

–El principal no tiene nombre en realidad –contestó Jondalar–. Todos lo llaman simplemente el río. La mayoría lo considera el río más importante de la región, pese a no ser el más grande. Vierte sus aguas en otro mucho mayor, al sur de aquí, y de hecho a ése lo llamamos el Gran Río; pero buena parte de las Cavernas Zelandonii viven cerca de éste, y todo el mundo sabe que es al que se refiere la gente cuando dice «el río». Y aquel pequeño afluente se llama Río del Bosque. En las orillas crecen muchos árboles, y esa zona es más boscosa que la mayoría de los valles. Los cazadores no la frecuentan demasiado.

Ayla asintió con la cabeza en un gesto de tácita comprensión. El valle del afluente, delimitado a la derecha por precipicios de piedra caliza y a la izquierda por empinadas laderas, no era un espacio despejado y herboso como la mayoría de los valles del río principal y sus otros afluentes cercanos. Se hallaba densamente poblado de árboles y vegetación, sobre todo corriente arriba. A diferencia de zonas más abiertas, los terrenos boscosos no atraían a los cazadores, porque allí la caza presentaba mayores dificultades. Por un lado, costaba más ver a los animales, ya que éstos usaban los árboles y matorrales para ocultarse y camuflarse; por otra parte, los que migraban en grandes manadas preferían generalmente los valles con extensos herbazales. Ahora bien, aquel valle suministraba madera, útil para construir viviendas, elaborar utensilios y encender fuego. También se recolectaban allí fruta y frutos secos, así como diversas plantas empleadas como alimento o con otros fines. Proporcionaba asimismo animales menores que podían atraparse mediante trampas y cepos. En una región con relativa escasez de árboles nadie desdeñaba las aportaciones del valle del Río del Bosque.

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