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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (22 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–¿Una aportación? –preguntó una de las mujeres con un amago de sarcasmo.

A Ayla le dio la impresión de que el comentario partía de Salova, la compañera de Rushemar, uno de los dos hombres a quienes consideraba lugartenientes de Joharran, como Grod lo era de Brun en el clan. Los jefes, por lo que Ayla había visto, necesitaban a alguien en quien apoyarse.

–Me he dicho que era lo mínimo que podía hacer –respondió Laramar–. No es frecuente que una caverna acoja a alguien llegado de tan lejos.

Mientras Laramar descargaba el pesado odre de su hombro y se volvía para colocarlo en una mesa cercana, Ayla oyó mascullar a la mujer:

–Y aún es menos frecuente que Laramar aporte algo. Me pregunto qué querrá.

Para Ayla, eso ponía de manifiesto que no era ella la única a quien aquel hombre inspiraba desconfianza. Había otra gente que tampoco se fiaba de él. Eso avivó su curiosidad. Algunos de los presentes, vaso en mano, comenzaron a congregarse alrededor de Laramar, pero él insistió en dar prioridad a Ayla y Jondalar.

–En mi opinión, las primeras bebidas deben ser para el viajero que acaba de regresar y la mujer que lo ha acompañado hasta aquí –anunció Laramar.

–Difícilmente podrían rechazar tan gran honor –musitó Salova.

Ayla oyó apenas el desdeñoso comentario y se preguntó si alguien más lo habría oído. Pero la mujer tenía razón. No podían negarse. Miró a Jondalar, que deliberadamente vació el agua de su vaso y señaló al hombre con la cabeza. Ella vació también su vaso mientras se acercaban a Laramar.

–Gracias –dijo Jondalar sonriendo, y a Ayla esa sonrisa le pareció tan poco sincera como la de Laramar–. Muy amable de tu parte. Todo el mundo sabe que no hay barma mejor que la tuya, Laramar. ¿Conoces ya a Ayla?

–La conozco como todos los presentes –respondió el hombre–, pero no nos han presentado personalmente.

–Ayla de los Mamutoi, éste es Laramar de la Novena Caverna de los zelandonii –dijo Jondalar–. Y es cierto: nadie prepara la barma como él.

A Ayla se le antojó una presentación formal un tanto limitada, pero el hombre respondió al elogio con una sonrisa. Ella entregó a Jondalar su vaso para tener las dos manos libres y ofrecérselas a Laramar.

–En nombre de la Gran Madre Tierra, yo te saludo, Laramar de la Novena Caverna de los zelandonii –dijo Ayla.

–Y yo te doy la bienvenida –respondió él, aceptando sus manos pero reteniéndolas sólo por un breve instante, como si la situación lo avergonzara–. Permíteme una bienvenida mejor que la meramente formal.

Laramar pasó a abrir el recipiente. Primero desenvolvió el retazo impermeable de intestino limpio que cubría el pitorro, hecho con una sola vértebra de la espina dorsal de un uro. Se había eliminado la materia superflua en torno al hueso tubular y se había practicado un surco en el exterior, casi en el borde. Luego se había insertado en una abertura natural del estómago, y la piel que rodeaba el hueso se había atado con un resistente cordel de manera que, una vez ceñida, se ajustaba al surco, manteniendo así unidos el hueso y el estómago y creando una conexión hermética. A continuación, Laramar quitó el tapón, una delgada correa de cuero a la que se habían hecho varios nudos en un extremo hasta que el grosor permitía obstruir el orificio del pitorro. Resultaba mucho más sencillo controlar el flujo de salida del odre flexible mediante el orificio natural existente en la sección sólida de la espina dorsal.

Ayla había recuperado su vaso de manos de Jondalar y lo tendió hacia Laramar, que le sirvió algo más de medio vaso y a continuación hizo lo mismo con Jondalar. Ayla tomó un sorbo.

–Muy bueno –elogió con una sonrisa–. Cuando vivía con los mamutoi, el jefe, Talut, elaboraba una bebida semejante a ésta con savia de abedul, grano y otros ingredientes, pero he de admitir que ésta es mejor.

Laramar miró a la gente congregada alrededor con un visaje de satisfacción.

–¿Con qué está hecha? –preguntó Ayla intentando identificar el sabor.

–No la preparo siempre de la misma manera. Aprovecho lo que tengo a mi disposición. A veces utilizo savia de abedul y grano –respondió Laramar con actitud evasiva–. ¿Eres capaz de adivinar el contenido?

Ayla volvió a paladear el líquido. Era más difícil determinar los ingredientes después de fermentados.

–Creo que lleva grano, savia de abedul o quizá de algún otro árbol y tal vez fruta, pero también algo más, algo dulce. Sin embargo, sería incapaz de decir cuáles son las proporciones, cuánto hay de cada cosa.

–Tienes un sentido del gusto muy desarrollado –comentó Laramar, obviamente impresionado–. Esta barma en particular sí incluye fruta, unas manzanas que estaban aún en el árbol cuando hubo una helada, lo cual les da un sabor algo más dulce. Pero la causa del dulzor que tú has notado es la miel.

–¡Claro! –exclamó Ayla–. Ahora que lo dices, sabe a miel.

–No siempre tengo miel a mano, pero cuando la consigo, la barma queda mejor… y más fuerte –explicó Laramar, esta vez con una sonrisa sincera. No conocía a muchas personas con quienes hablar sobre la elaboración de su brebaje.

La mayoría de la gente poseía un oficio, una actividad por la que se distinguía. Laramar era consciente de que sabía preparar barma como nadie, y lo consideraba su oficio, aquello que mejor hacía; pero tenía la sensación de que pocos reconocían sus méritos.

Muchos alimentos tenían un proceso de fermentación natural, algunos en la parra o el árbol en el que crecían, e incluso los animales que se nutrían de ellos se veían a veces afectados. Y mucha gente elaboraba bebidas fermentadas, al menos ocasionalmente, pero no seguían un método fijo y a menudo el producto se agriaba. Con frecuencia se hacía mención a Marthona por su excelente vino, pero para muchos era algo secundario, y desde luego en ningún caso su habilidad principal.

En cuanto a Laramar, siempre podía contarse con que preparase un brebaje fermentado que acabara siendo alcohólico, no avinagrado, y por lo general muy bueno. Él sabía que no era una actividad sin importancia –requería destreza y conocimientos–, pero a la mayoría de la gente le interesaba sólo el resultado final. No contribuía a mejorar su imagen el hecho de que él mismo, como era sabido, consumiera en exceso sus propios brebajes y a menudo, por las mañanas, se encontrara demasiado «enfermo» para salir de caza o participar en alguna tarea comunal, a veces desagradable, pero necesaria para la caverna.

Poco después de servir la barma para los invitados de honor, apareció junto a Laramar una mujer. Llevaba un niño de corta edad agarrado a la pierna, y ella no parecía prestarle mucha atención. Sostenía en la mano un vaso, que tendió hacia Laramar. En el semblante de éste se adivinó un asomo de aversión, pero lo reprimió y, con expresión neutra, sirvió barma a la mujer.

–¿No vas a presentar a tu compañera? –reprochó ella, dirigiendo la pregunta obviamente a Laramar pero mirando a Ayla.

–Ayla, ésta es mi compañera, Tremeda, y el que lleva pegado a las faldas es su hijo menor –presentó Laramar, accediendo en grado mínimo y de mala gana a la solicitud de la mujer–. Tremeda, ésta es Ayla de los… matumo…

–En nombre de la Madre, yo te saludo, Tremeda de… –empezó a decir Ayla dejando su vaso para emplear ambas manos en el saludo formal.

–Yo te doy la bienvenida, Ayla –dijo Tremeda, y de inmediato cogió su bebida, sin molestarse en dejar las manos libres para los saludos.

Otros dos niños se habían abalanzado sobre ella. Todos vestían ropas tan harapientas y sucias que apenas se distinguían las pequeñas diferencias que había observado Ayla entre la indumentaria de los niños y las niñas zelandonii. La propia Tremeda no ofrecía un aspecto mucho mejor. Iba despeinada y llevaba una ropa mugrienta. Ayla sospechó que abusaba de la bebida elaborada por su compañero. El mayor de los niños, un varón –o eso le pareció a Ayla–, la miraba con una expresión antipática.

–¿Por qué habla de esa manera tan rara? –preguntó el niño alzando la vista para mirar a su madre–. ¿Y por qué va vestida con ropa interior?

–No lo sé –contestó Tremeda mientras apuraba hasta la última gota de su vaso–. ¿Por qué no se lo preguntas a ella?

Ayla miró a Laramar y advirtió que estaba hecho una furia. Parecía a punto de dar un azote al chiquillo. Adelantándose, Ayla dijo al niño:

–Hablo de manera distinta porque vengo de muy lejos, y me crie con gente que no hablaba como los zelandonii. Jondalar me enseñó a hablar vuestra lengua cuando yo ya era mayor. En cuanto a esta ropa, me la han regalado hace un rato.

El niño pareció sorprendido de que Ayla le respondiera directamente a él, pero no dudó en hacer otra pregunta.

–¿Y cómo se le ha ocurrido a alguien regalarte ropa de chico?

–No lo sé –dijo Ayla–. Quizá para gastarme una broma; pero la verdad es que esta ropa no me desagrada. Es muy cómoda. ¿No te parece?

–Supongo. Nunca he tenido ropa tan buena como ésa –contestó el niño.

–Entonces quizá podamos hacerte algo parecido –ofreció Ayla–. Estoy dispuesta a hacértela si tú me ayudas.

Al pequeño se le iluminó la mirada.

–¿En serio?

–Sí, totalmente en serio. ¿Cómo te llamas?

–Bologan.

Ayla le tendió las manos. Bologan la miró con expresión de asombro. No esperaba un saludo formal y no sabía muy bien cómo reaccionar. No creía tener una designación formal. Nunca había oído a su madre ni al hombre de su hogar saludar a nadie usando sus títulos y lazos de parentesco. Ayla cogió las dos manos sucias entre las suyas.

–Soy Ayla de los mamutoi, miembro del Campamento del León –comenzó, y añadió su propia designación formal completa. Al ver que el niño no respondía con la suya, salió ella misma en su ayuda–. En nombre de Mut, la Gran Madre Tierra, también conocida como Doni, yo te saludo, Bologan de la Novena Caverna de los zelandonii; hijo de Tremeda, bendecida por Doni y emparejada con Laramar, elaborador de la más excelente barma.

Tal como Ayla lo dijo, daba la impresión de que él y su familia tuvieran realmente títulos y lazos de los que enorgullecerse, igual que los demás. Bologan alzó la vista para mirar a su madre y al compañero de ésta. Laramar ya no estaba furioso. Él y su madre sonreían, aparentemente complacidos por el modo en que Ayla se había referido a ellos.

Ayla advirtió que Marthona y Salova se habían acercado a ellos.

–Me gustaría tomar un poco de esa «excelente barma» –dijo Salova.

Laramar atendió con mucho gusto su petición.

–Y a mí –saltó Charezal, apresurándose a pedir al ver que otros comenzaban a apiñarse en torno a Laramar y a tenderle sus vasos.

Ayla notó que Tremeda apuraba un segundo vaso antes de marcharse seguida de los niños. Bologan dirigió una mirada a Ayla cuando se alejaban. Ella le sonrió y vio con satisfacción que el pequeño le devolvía la sonrisa.

–Me parece que has ganado a un amigo en ese jovencito –dijo Marthona.

–Un jovencito muy alborotador, por cierto –añadió Salova–. ¿De verdad piensas hacerle ropa interior de invierno?

–¿Por qué no? Me gustaría aprender a hacerla –contestó Ayla señalándose las prendas que llevaba puestas–. Puede que algún día tenga un hijo. Y tal vez decida hacerme otro conjunto para mí.

–¿Uno para ti? –exclamó Salova–. ¿En serio estás dispuesta a llevar eso?

–Con ciertos cambios, como por ejemplo algo más de holgura en la parte superior. ¿Te has probado ropa así alguna vez? Es muy cómoda. Además, me la han ofrecido como obsequio de bienvenida. Voy a demostrar mi gran agradecimiento –dijo Ayla con un asomo de ira y orgullo.

Salova observó sorprendida a la forastera que Jondalar había llevado a casa; su desacostumbrada pronunciación no dejaba de llamarle la atención. «Ésta no es una mujer a quien convenga provocar, pensó. Marona ha intentado abochornar a Ayla, pero ella se la ha devuelto. Será Marona quien acabe humillada. Se morirá de vergüenza cada vez que vea a Ayla vestida así. Creo que no me gustaría ser el blanco de la ira de esta mujer.»

–Estoy segura de que a Bologan le vendría bien tener ropa de abrigo que ponerse el próximo invierno –comentó Marthona, que no se había perdido detalle de la sutil comunicación entre las dos jóvenes. «Probablemente no esté de más que Ayla empiece a ponerse en su lugar de inmediato, pensó. La gente debe saber que no puede aprovecharse de ella fácilmente. Al fin y al cabo, se unirá a un hombre que ha nacido y crecido entre los jefes y responsables de los zelandonii.»

–Le vendría bien tener ropa para todas las épocas del año –precisó Salova–. ¿Alguna vez ha llevado algo presentable? Si esos niños tienen algo que ponerse es porque los demás se compadecen y les dan la ropa desechada. Por mucho que beba, habrás notado que Laramar siempre se las arregla para preparar barma suficiente que cambiar por lo que necesita, sobre todo ingredientes para elaborar más barma, pero no la suficiente para dar de comer a su compañera y a la prole de ésta. Nunca se lo encuentra cuando hay alguna tarea que hacer, como echar polvo de roca a las zanjas o salir de caza. Y Tremeda no es de gran ayuda. Son tal para cual. También ella está siempre demasiado «enferma» para ayudar a recolectar alimentos o participar en proyectos de la comunidad, aunque, por lo visto, no le importa reclamar una parte de los esfuerzos de los demás para dar de comer a sus «pobres y hambrientos niños». ¿Y quién va a negarse? Es verdad que visten pobremente, rara vez van limpios y a menudo pasan hambre.

Tras la comida, la reunión cobró un cariz más bullicioso, debido especialmente a la aparición de la barma de Laramar. Al anochecer, la fiesta se trasladó a una zona más cercana al centro del espacio cubierto por el enorme saliente de roca y se encendió una gran fogata casi al borde del refugio. Aun en los días más calurosos del verano, por la noche hacía un frío penetrante, recordatorio de las grandes masas de hielo glacial que se extendían al norte.

La fogata caldeaba el interior del refugio, y la roca, al calentarse, contribuía a crear un ambiente más acogedor. También favorecía a ese ambiente la cordial, aunque cambiante, muchedumbre que se amontonaba alrededor de la pareja recién llegada. Ayla conoció a tanta gente que, pese a su excepcional memoria, no estaba segura de acordarse de todos.

Lobo reapareció de repente, casi al mismo tiempo que Proleva, quien se unió al grupo con su hijo Jaradal adormilado en brazos. El niño se despejó y, para consternación de su madre, quiso bajar al suelo.

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