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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (23 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–Lobo no le hará daño –aseguró Ayla.

–Se porta muy bien con los más pequeños –añadió Jondalar–. Se crio con los niños del Campamento del León, y actuaba de un modo particularmente protector con un chico débil y enfermizo.

La inquieta madre se agachó para dejar al niño en tierra, pero lo mantuvo rodeado con un brazo. Ayla se acercó a ellos sujetando a su vez al animal, principalmente para tranquilizar a la mujer.

–¿Te gustaría tocar a Lobo, Jaradal? –preguntó Ayla.

El niño asintió con gesto solemne. Ella le guio la mano hacia la cabeza de Lobo.

–¡Hace cosquillas! –exclamó Jaradal con una sonrisa.

–Sí, su piel hace cosquillas al tocarla. También a él le hace cosquillas. Está en época de muda; eso quiere decir que se le cae parte del pelo –explicó Ayla.

–¿Y le duele? –preguntó Jaradal.

–No. Sólo nota un cosquilleo. Por eso ahora le gusta tanto que le rasquen.

–¿Por qué se le cae el pelo?

–Porque empieza a hacer más calor –respondió Ayla–. En invierno, con el frío, le sale mucho pelo y así puede protegerse de él; pero tanto pelo le daría mucho calor en verano.

–¿Por qué no se pone un abrigo cuando hace frío? –insistió Jaradal.

La respuesta partió de otra persona.

–Para los lobos es difícil hacerse abrigos, y por eso la Madre les proporciona uno cada invierno –dijo la Zelandoni, que se había sumado al grupo poco después que Proleva–. En verano, cuando llega el calor, la Madre les quita ese abrigo. La muda del pelo es la manera que tiene Doni de quitarle el abrigo, Jaradal.

Ayla advirtió sorprendida la suavidad de su voz y la ternura de su mirada mientras hablaba al niño. Se preguntó si la Zelandoni había deseado alguna vez tener hijos. Con sus conocimientos en medicinas, supuso Ayla, sin duda; la donier sabía cómo interrumpir un embarazo, pero no era tan fácil saber cómo iniciarlo o cómo impedir un aborto. «Me pregunto cómo cree que comienza una nueva vida, pensó Ayla, y si sabe cómo evitarlo.»

Cuando Proleva cogió en brazos al niño para llevarlo a su morada, Lobo los siguió. Ayla lo llamó para que volviera.

–Me parece que deberías ir a la morada de Marthona, Lobo –dijo, acompañando sus palabras con la seña «ve a casa». Por «casa» el animal entendía cualquier sitio donde Ayla hubiera extendido sus pieles.

A medida que la gélida oscuridad se impuso en la región hasta el punto de que el fuego no servía ya para atenuarla, mucha gente abandonó la zona principal de celebración. Algunos, en especial las familias con niños pequeños, se retiraron a sus viviendas. Otros, en su mayor parte parejas jóvenes, pero también personas de mayor edad, en algunos casos reunidos en grupos de más de dos, permanecieron entre las sombras cercanas al círculo de claridad proyectado por la hoguera, entregados a relaciones más íntimas, algunos charlando, algunos abrazados. No era infrecuente que en tales ocasiones se intercambiaran las parejas; y siempre y cuando todas las partes implicadas estuvieran de acuerdo, ello no era causa de rencores.

En aquellos momentos, pensó Ayla, el festejo parecía una celebración en honor de la Madre, y si compartir el don del placer era una manera de honrarla, esa noche la Madre debía sentirse más que honrada. Los zelandonii no eran muy distintos de los Mamutoi, ni de los sharamudoi, ni de los losadunai, e incluso hablaban la misma lengua que los lanzadonii.

Varios hombres intentaron atraer a la hermosa forastera para que compartiera con ellos el placentero don de la Gran Madre. Ayla se sintió halagada por sus atenciones, pero dejó muy claro que no deseaba a nadie excepto a Jondalar.

El gran interés por Ayla despertaba sentimientos encontrados en Jondalar. Le complacía que su gente la acogiera tan bien y se enorgullecía de que tantos hombres admiraran a la mujer que él había llevado a casa, pero habría deseado que no mostraran tan abiertamente su afán por lograr que los acompañara hasta sus pieles extendidas –en particular aquel forastero llamado Charezal–, y le alegraba ver que ella no manifestara inclinación alguna por nadie más.

Los celos no eran bien aceptados entre los zelandonii. Podían provocar discordias y conflictos, incluso violentas peleas, y como comunidad, valoraban la armonía y la cooperación más que ninguna otra cosa. En un territorio que era poco más que un gran páramo helado durante gran parte del año, la predisposición a la ayuda mutua era fundamental para la supervivencia. La mayoría de sus costumbres y prácticas apuntaba a mantener el espíritu de buena voluntad y a atajar cualquier sentimiento que, como los celos, pusiera en peligro las cordiales relaciones existentes.

Jondalar era consciente de que no le sería fácil disimular sus celos si Ayla elegía a otro. No quería compartirla con nadie. Quizá eso cambiara cuando llevaran muchos años emparejados y la comodidad del hábito diera paso de vez en cuando a la emoción de conocer a alguien nuevo, pero ese momento aún no había llegado, y en el fondo de su alma Jondalar dudaba mucho que algún día estuviera dispuesto a compartirla.

Unas cuantas personas habían comenzado a cantar y bailar, y Ayla pretendía dirigirse hacia ese grupo, pero una muchedumbre se apiñaba a su alrededor para charlar con ella. Un hombre en concreto, que se había mantenido casi toda la noche a cierta distancia pero sin alejarse demasiado, parecía por fin resuelto a hablar con Ayla. Ella había creído percibir ya antes algo extraño en aquel hombre, pero cada vez que trataba de fijar la atención en él, la asaltaba alguien con una pregunta o un comentario que la distraía.

Ayla alzó la vista cuando un hombre le entregó otro vaso de barma. Si bien recordaba a la bouza de Talut, la barma era más fuerte. Un tanto mareada, decidió que era ya el momento de parar. Conocía los efectos que podían tener esas bebidas fermentadas, y no quería ponerse demasiado «simpática» en su primera reunión con la gente de Jondalar.

Sonrió al hombre que le había dado el vaso con la idea de rehusar luego el ofrecimiento cortésmente, pero al mirarlo la sonrisa se le heló en los labios por un instante a causa del asombro. Su estupefacción dio paso de inmediato a una expresión de genuino afecto y cordialidad.

–Soy Brukeval –se presentó él, tímido y vacilante–. Soy primo de Jondalar. –Tenía la voz grave, pero vibrante y sonora, muy agradable al oído.

–Yo te saludo. Me llamo Ayla de los Mamutoi –dijo ella, intrigada no sólo por su voz y comportamiento.

Físicamente era un tanto distinto a los otros zelandonii que había conocido. En lugar de azules o grises, sus ojos eran muy oscuros y grandes. Le parecieron castaños, pero a la luz del fuego era difícil precisarlo. Más desconcertante que los ojos, sin embargo, era su aspecto general. Algo en él le resultaba familiar. ¡Poseía las facciones propias del clan!

«Es una mezcla, con algo del clan y algo de los Otros, estoy segura», pensó. Lo examinó con disimulo lanzándole ojeadas fugaces. Al parecer, aquel hombre activaba en ella el adiestramiento de una mujer del clan, y sin proponérselo evitó mirarlo directamente. No creía que fuera una mezcla a partes iguales, mitad clan, mitad los Otros, como Echozar, con quien Joplaya estaba prometida… o su propio hijo.

En Brukeval predominaba el aspecto de los Otros. Tenía la frente ancha y casi recta, sólo con una ligerísima inclinación hacia atrás, y cuando se volvió, Ayla notó que si bien su cabeza era alargada, la parte posterior presentaba forma redonda, sin la característica protuberancia occipital. Su rasgo más marcado eran las cejas, que sobresalían sobre los ojos grandes y hundidos, sin duda prominentes aunque no tanto como en los hombres del clan. También la nariz era de tamaño considerable, y aunque la tenía más finamente modelada que los hombres del clan, era de la misma forma.

Aunque a causa de la oscura barba castaña Ayla no podía asegurarlo, le pareció adivinar un mentón huidizo; no obstante, la propia barba le confería un aire semejante al de los hombres que había conocido de niña. La primera vez que Jondalar se afeitó, cosa que solía hacer en verano, ella se llevó una sorpresa, ya que sin barba parecía muy joven, casi un adolescente; nunca antes había visto a un hombre adulto afeitado.

Brukeval tenía una estatura algo inferior a la media; era un poco más bajo que ella y de constitución robusta, con músculos muy desarrollados y pecho fornido. En suma, presentaba todas las características de los hombres entre quienes Ayla se había criado, y lo encontró bastante apuesto. Incluso experimentó cierta atracción. Se sentía, además, achispada; desde luego, había tomado barma más que suficiente. La cálida sonrisa de Ayla transmitió sus sentimientos, pero Brukeval creyó ver también en ella una encantadora timidez, por la manera en que bajaba la vista y miraba de soslayo. No estaba acostumbrado a que las mujeres reaccionaran con él de forma tan afectuosa, y menos tratándose de mujeres hermosas acompañadas por su alto y carismático primo.

–He pensado que quizá te apetecía un vaso de la barma de Laramar –dijo Brukeval–. Había mucha gente alrededor, todos interesados en hablar contigo, pero a nadie se le ha ocurrido, por lo visto, que quizá tuvieras sed.

–Gracias. La verdad es que sí tengo sed, pero no me atrevo a tomar un sorbo más de esto –respondió ella señalando el vaso–. He bebido tanto que me da vueltas la cabeza. –A continuación le dedicó una de sus sonrisas amplias, radiantes e irresistibles.

Brukeval quedó tan extasiado que por un momento se olvidó de respirar. Deseaba conocerla desde el principio de la velada, pero temía acercarse a ella. Ya antes lo había rechazado sin contemplaciones alguna que otra mujer hermosa. Con su cabello dorado brillando a la luz del fuego, su cuerpo firme y curvilíneo, tan favorecedoramente realzado por aquellas prendas de piel suaves y ceñidas, y el exótico atractivo de sus facciones un poco foráneas, Ayla se le antojaba la mujer más bella que había visto nunca.

–¿Te traigo alguna otra cosa para beber? –preguntó por fin, sonriendo con un juvenil deseo de complacer. No había previsto que ella se mostrara tan abierta y amable con él.

–Lárgate, Brukeval. Yo estaba aquí primero –prorrumpió Charezal, no del todo en broma. Había advertido el modo en que Ayla sonreía a Brukeval, y él llevaba toda la noche intentando seducirla para que lo acompañase, o al menos para arrancarle la promesa de que se darían cita en alguna otra ocasión.

Pocos hombres habrían insistido tanto en captar el interés de una mujer elegida por Jondalar, pero Charezal se había trasladado a la Novena Caverna procedente de una caverna lejana hacía sólo un año. Era varios años más joven que Jondalar, no había alcanzado siquiera la edad viril cuando los dos hermanos emprendieron su viaje, e ignoraba que Jondalar era famoso por poseer un encanto irresistible para las mujeres. De hecho se había enterado ese mismo día de que el jefe de la caverna tenía un hermano. Sin embargo, sí había oído rumores y habladurías acerca de Brukeval.

–No creerás que Ayla va a interesarse en alguien cuya madre era medio cabeza chata, ¿verdad? –dijo Charezal.

Alrededor surgieron exclamaciones ahogadas de entre la gente, y luego se produjo un silencio súbito. Nadie había dirigido abiertamente una alusión así a Brukeval desde hacía años. Éste clavó en el joven una mirada de cólera apenas controlada; su rostro se crispó en una virulenta expresión de puro odio. Ayla quedó atónita ante tal transformación. Sólo una vez había visto esa clase de rabia en un hombre del clan, y la había asustado.

Pero no era la primera vez que alguien lanzaba a Brukeval esa clase de pullas. Había comprendido mejor que nadie el malestar de Ayla cuando la gente se rio de ella al aparecer con la ropa que Marona y sus amigas le habían regalado. También él había sido blanco de burlas crueles. Al ver a Ayla en tal situación, había deseado correr hacia ella, protegerla, tal como Jondalar había hecho, y después se le habían saltado las lágrimas por el modo en que ella se había enfrentado a sus risas. Al contemplarla caminar con tanto orgullo y plantar cara a todos, se había enamorado de ella.

Más tarde, pese a que ansiaba hablar con ella, había dudado en presentarse, atormentado por su indecisión. Las mujeres no siempre reaccionaban de manera favorable ante él, y había preferido admirar a Ayla desde lejos a ver en sus ojos la mirada de desdén que le dirigían algunas mujeres hermosas. Pero tras observarla durante un rato, por fin decidió aventurarse. ¡Y ella lo había tratado con tanta amabilidad! Ayla parecía haber agradecido su presencia. Le había dedicado una sonrisa tan afectuosa y receptiva que se le había antojado aún más hermosa.

En el silencio posterior al comentario de Charezal, Brukeval vio a Jondalar aparecer detrás de Ayla en actitud protectora. Lo envidió. Siempre había envidiado a Jondalar, que incluso era más alto que la mayoría. Pese a que su primo nunca había participado en las burlas con que otros se divertían a su costa y de hecho lo había defendido en más de una ocasión, Brukeval tenía la sensación de que Jondalar lo compadecía, y eso era aún peor. Ahora había vuelto a casa con aquella hermosa mujer a quien todos admiraban. ¿Por qué había personas tan afortunadas?

Su iracunda mirada a Charezal había inquietado a Ayla más de lo que él imaginaba. Ella no había visto una expresión así desde que abandonó el Clan de Brun, y le recordó a Broud, el hijo de la compañera de Brun, que a menudo la había mirado a ella del mismo modo. Ayla se estremeció con aquel recuerdo y deseó alejarse, pese a no ser ella quien había enfurecido a Brukeval.

Se volvió hacia Jondalar.

–Vámonos. Estoy cansada –susurró en mamutoi, dándose cuenta de que realmente estaba exhausta.

Acababan de culminar un largo y difícil viaje, y habían ocurrido ya tantas cosas que costaba creer que habían llegado ese mismo día. Primero, el nerviosismo de conocer a la familia de Jondalar y la tristeza de anunciarles la muerte de Thonolan; luego, la broma pesada de Marona y la agitación de presentarse ante toda la gente de aquella populosa caverna; y, por último, Brukeval. Era excesivo.

Jondalar percibió que el incidente entre Brukeval y Charezal la había alterado, y sospechaba la razón.

–Ha sido un largo día –dijo–. Creo que es hora de retirarnos.

Para Brukeval, al parecer fue una decepción que se marcharan cuando por fin había reunido el valor necesario para hablar con ella. Esbozó una vacilante sonrisa.

–¿No puedes quedarte un rato más? –preguntó.

–Ya es tarde. Mucha gente se ha ido a acostar, y estoy cansada –respondió Ayla devolviéndole la sonrisa. Una vez desaparecida la malévola expresión del rostro de Brukeval, ella fue capaz de sonreírle, pero sin el afecto de antes.

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