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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (90 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–Súbete a la roca, Folara, y después pasa una pierna por encima del lomo y ponte cómoda –indicó Ayla–. Puedes agarrarte a la crin. Yo sujetaré a Whinney para que no se mueva.

Folara se sintió un poco torpe, sobre todo recordando la agilidad con la que montaba Ayla, pero lo consiguió, y una vez sentada en lo alto del animal, dijo muy contenta:

–¡Estoy montada en un caballo!

Ayla vio que Lanidar la miraba con ojos de envidia. «Más tarde, pensó. No hace falta que pongamos aún más nerviosa a tu madre.»

–¿Estás preparada?

–Sí, me parece que sí –contestó Folara.

–Tómatelo con calma, y si hace falta, te agarras fuerte a la crin, pero ya verás como no es necesario –dijo Ayla.

Inició el paseo, tirando de la yegua mediante el cabestro, pese a que sabía que Whinney la seguiría de todos modos.

Al principio Folara se agarró con fuerza a la crin y se sentó muy rígida, saltando sobre el lomo cada vez que la yegua avanzaba, pero al cabo de un rato, se dejó llevar un poco más y comenzó a anticipar el paso del caballo y a acomodarse a él. Al final incluso soltó la crin.

–¿Quieres probar tú sola? Te doy el cabestro.

–¿Tú crees que puedo?

–Inténtalo, y si quieres bajar, me lo dices. Cuando quieras que Whinney corra, échate hacia delante –explicó Ayla–, y abrázate a su cuello si tienes miedo de caerte, y cuando quieras que vaya más despacio, incorpórate un poco.

–De acuerdo –dijo Folara–. Lo intentaré.

Mardena se quedó paralizada cuando Ayla puso el cabestro en manos de Folara.

–Adelante, Whinney –ordenó haciendo una seña al caballo para que fuera despacio.

Whinney empezó a caminar por el prado. Había llevado sobre su lomo a personas desconocidas y sabía que debía ir poco a poco, sobre todo la primera vez. Cuando Folara se inclinó un poco hacia delante, Whinney apretó el paso, pero no mucho. Ella se inclinó un poco más, y Whinney empezó a trotar. Era una yegua muy pacífica, pero el trote agitó a Folara más de lo que se esperaba. Enseguida se incorporó y Whinney redujo la marcha. Cuando ya estaban un poco lejos, Ayla silbó para hacer volver a la yegua. Folara hizo acopio de valor y volvió a inclinarse hacia delante, y esta vez aguantó el trote hasta que llegaron y la yegua se detuvo. Ayla guio a la yegua hacia la roca y la obligó a estarse quieta para que Folara pudiera bajar.

–¡Me ha encantado! –exclamó la muchacha llena de entusiasmo.

Lanidar sonreía viéndola tan ilusionada.

–¿Lo ves, madre? –dijo el niño–. Se puede montar sobre el lomo de estos caballos.

–Ayla, ¿por qué no haces una demostración a Mardena y Denoda de lo que puedes hacer? –sugirió Folara.

Ayla saltó con agilidad sobre el caballo y lo guio hacia el centro del prado a un trote rápido, seguida de cerca por Corredor y Lobo. Le hizo la seña de galope, y la yegua corrió a toda velocidad por el campo. Trazó un amplio círculo, regresó reduciendo el paso a medida que se acercaba, y se detuvo. Ayla pasó la pierna por encima del lomo y saltó a tierra. Las dos mujeres y el niño la contemplaban boquiabiertos.

–¡Vaya, ahora entiendo por qué algunos quieren montar sobre el lomo de un caballo! –comentó Denoda–. Si fuera más joven me gustaría probarlo.

–¿Cómo es que dominas de esa manera a los animales? –preguntó Mardena–. ¿Es magia?

–No, qué va. Puede hacerlo cualquiera con un poco de práctica.

–¿Cómo se te ocurrió subirte a un caballo? ¿Cómo empezaste? –preguntó Denoda.

–Maté a la madre de Whinney para alimentarme y hasta que no era ya muy tarde no me di cuenta de que estaba amamantando a una cría. Cuando vi las hienas que iban tras la potranca no pude permitirlo; no resisto a esas bestias repugnantes, y las ahuyenté. Después de eso comprendí que no tenía más remedio que cuidar de la potranca. –Les explicó cómo había salvado a la pequeña yegua de las hienas y la había criado, y que a partir de ese momento habían ido conociéndose–. Un día monté sobre su lomo, y cuando se puso a correr, me agarré con fuerza. Y eso es todo. Cuando finalmente se detuvo y bajé, no me lo podía creer. Había sido como volar con el viento de cara. Volví a probarlo enseguida, y pese a que al principio no tenía el menor dominio, al cabo de un tiempo aprendí a dirigirla. Va adonde yo le digo; me obedece. Es mi amiga y creo que le gusta llevarme.

–Sin embargo, algo así no es nada habitual –comentó Mardena–. ¿Nadie te puso ningún inconveniente?

–No había nadie que pudiera hacer tal cosa –respondió Ayla–. Estaba sola.

–Me habría dado miedo vivir sola, sin nadie –dijo Mardena. Se moría de curiosidad y quería hacer más preguntas, pero antes de que pudiera hablar, oyeron un grito y vieron que se acercaba Jondalar.

–¡Ya están aquí! –anunció–. ¡Dalanar y los lanzadonii han llegado!

–¡Qué bien! –exclamó Folara–. Tengo muchas ganas de verlos.

Ayla sonrió encantada.

–A mí también me hace mucha ilusión –se volvió hacia los visitantes–. Tendremos que volver al campamento. Ha llegado el hombre del hogar de Jondalar, a tiempo para nuestra ceremonia matrimonial.

–Naturalmente –dijo Mardena–. Nos vamos ahora mismo.

–Pues a mí me gustaría saludar a Dalanar antes de irme, hija –dijo Denoda–. Nos conocemos desde hace tiempo.

–Cómo no –dijo Jondalar–. Se alegrará de verte.

–Pero antes de que os vayáis quiero preguntarte si permitirás que Lanidar venga a vigilar a los caballos cuando yo esté fuera, Mardena –preguntó Ayla–. Lo único que ha de hacer es comprobar que todo va bien y venir a buscarme si surge algún problema. Se lo agradecería mucho. Me daría mucha tranquilidad no tener que preocuparme continuamente por ellos.

Se volvieron y vieron que el niño estaba acariciando el corcel y dándole trozos de zanahoria.

–Como puedes ver, no van a hacerle ningún daño –dijo Ayla.

–Bien, supongo que puede hacerlo –dijo Mardena.

–¡Oh, madre, gracias! –exclamó Lanidar sonriente.

Mardena no había visto nunca tan feliz a su hijo.

Capítulo 28

–¿Dónde está ese hijo tuyo, Marthona? Ese que dicen que se parece tanto a mí… Bueno, a mí cuando era un poco más joven –dijo el hombre alto de cabello largo y rubio recogido detrás en una coleta. Tendió las dos manos y sonrió afectuosamente. Se conocían demasiado para andarse con muchas formalidades.

–Cuando te ha visto venir, ha corrido a buscar a Ayla –contestó Marthona cogiéndole las manos e inclinándose para rozarle las mejillas con las suyas–. «Puede que esté envejeciendo, pero sigue tan apuesto y encantador como siempre», pensó. Enseguida lo tendrás aquí, Dalanar, de eso puedes estar seguro. Jondalar ha estado esperándote impaciente desde que llegamos.

–¿Y cómo está Willamar? He sentido mucho la muerte de Thonolan. Le tenía mucho cariño a ese muchacho. Deseo expresaros mi pesar a los dos.

–Gracias, Dalanar –respondió Marthona–. Willamar está en el campamento principal hablando con una gente sobre una misión comercial. A él le dolió especialmente la noticia de Thonolan. Siempre tuvo fe en que el hijo de su hogar regresaría. Sinceramente, yo ya los había dado a los dos por perdidos. Cuando vi aparecer a Jondalar, por un momento pensé que eras tú. Apenas podía creer que mi hijo había vuelto a casa. Y cuántas sorpresas me ha traído, la mayor de todas a Ayla con sus animales.

–Sí, son impresionantes. ¿Sabías que vinieron a visitarnos camino hacia aquí? –dijo la mujer que se hallaba junto a Dalanar.

Marthona la miró. La compañera de Dalanar era la persona más rara que Marthona, o cualquier otro zelandonii, habían visto jamás. Era menuda, sobre todo en comparación con su compañero; si él extendía su brazo, ella podía pasar por debajo sin tener que agacharse. Su cabello largo y lacio, recogido detrás en un moño, era tan negro y lustroso como el ala de un cuervo, aunque vetas grises aclaraban los lados; pero lo más deslumbrante era su rostro. Era redondo, de nariz pequeña y respingona, pómulos anchos y ojos oscuros que parecían rasgados debido al epicanto de sus párpados. Tenía la piel clara, quizá un poco más oscura que la de su compañero, si bien a medida que avanzara el verano las caras de ambos se oscurecerían a causa del sol.

–Sí, nos dijeron que teníais planeado venir a la Reunión de Verano –dijo Marthona después de saludar a la mujer–. Según tengo entendido, Joplaya se emparejará también. Habéis llegado justo a tiempo, Jerika. Todas las mujeres que van a emparejarse, junto con sus madres, han de reunirse esta tarde con la zelandonia. Como la madre de Ayla no está aquí, yo la acompañaré. Si no estáis demasiado cansadas, tú y Joplaya deberíais ir.

–Creo que podremos, Marthona –dijo Jerika–. ¿Tenemos tiempo para plantar antes nuestros alojamientos?

–No veo por qué no. Todos os ayudarán –respondió Joharran– si no tenéis inconveniente en acampar aquí, junto a nosotros.

–Y hoy no será necesario que cocinéis. Hemos tenido invitados esta mañana, y ha sobrado mucha comida –informó Proleva.

–Será un placer acampar al lado de la Novena Caverna –dijo Dalanar–, pero ¿por qué habéis elegido este sitio? Joharran, por lo general prefieres estar en el centro de la zona principal.

–Cuando llegamos, allí estaban ya ocupados los sitios mejores y era difícil encontrar sitio, sobre todo para una caverna tan grande como la nuestra. Además, no queríamos estar hacinados. Buscamos en los alrededores y encontramos este lugar que me gusta más –declaró Joharran–. ¿Veis esos árboles? Son sólo el comienzo de un bosque de tamaño considerable, con mucha leña. Este riachuelo también empieza allí, en un manantial de agua clara. Cuando el agua de los demás lleve ya tiempo turbia y revuelta, nosotros tendremos aún agua limpia. Además, también hay un agradable estanque. A Jondalar y Ayla también les gusta más este lugar, porque hay espacio para los caballos. Les hemos hecho un cercado río arriba. Ayla está allí con sus invitados.

–¿Quiénes son esos invitados? –preguntó Dalanar. No pudo reprimir su curiosidad por saber a quién habría invitado Ayla.

–¿Recuerdas a esa mujer de la Decimonovena Caverna que dio a luz a un niño con el brazo deforme? Se llama Mardena. Su madre es Denoda –dijo Marthona.

–Sí, la recuerdo –contestó Dalanar.

–El hijo, Lanidar, tiene ya casi doce años –prosiguió la mujer–. Aún no estoy muy segura de cómo ocurrió, pero creo que vino aquí para alejarse de tanta gente y quizá de las burlas de otros chicos. Supongo que alguien le contó que aquí había caballos. Lógicamente, al igual que todo el mundo, Lanidar quiso verlos. Al parecer, Ayla se encontró con él y decidió pedirle que le ayudara a vigilar a los caballos. Habiendo aquí tanta gente, le preocupa que alguien, sin darse cuenta de lo especiales que son esos animales, intente cazarlos. Sería fácil, porque no se asustan de las personas.

–Es verdad –dijo Dalanar–. Es una lástima que no podamos amansar de esa manera a todos los animales.

–Ayla no pensó que la madre del chico pudiera oponerse pero, por lo visto, es muy protectora –explicó Marthona–. Ni siquiera está dispuesta a dejarle aprender a cazar. Cree que su hijo no sería capaz de hacerlo. Así que Ayla invitó al chico, a su madre y a su abuela para enseñarles los caballos e intentar convencer a Mardena de que no le harán daño. Y aunque Lanidar sólo tenga un brazo sano, Ayla está decidida a enseñarle a usar el nuevo lanzavenablos de Jondalar.

–Es muy testaruda –comentó Jerika–. Me di cuenta de eso, pero no es mala persona.

–No, no lo es, y sabe defenderse, y tiene valor para salir en defensa de los demás –afirmó Proleva.

–Ahí vienen –anunció Joharran.

Vieron a un grupo de personas y un lobo que se acercaban. Jondalar iba a la cabeza y su hermana justo detrás. Todos habían caminado al paso de los más lentos, pero cuando Jondalar vio a Dalanar, echó a correr. El hombre de su hogar avanzó hacia él. Se estrecharon las manos y luego se abrazaron. Danalar rodeó los hombros de Jondalar con un brazo y, juntos, se encaminaron hacia el grupo.

El parecido entre ambos era asombroso. Podrían haber sido el mismo hombre en dos etapas distintas de la vida. El más viejo tenía la cintura un poco más ancha y el cabello algo más ralo en la coronilla, pero sus caras eran idénticas, si bien la frente del más joven no presentaba arrugas tan pronunciadas, y los carrillos del mayor empezaban a verse más blandos. Eran de igual estatura, tenían el mismo andar y se movían igual. Incluso sus ojos eran del mismo tono de intenso azul glaciar.

–No hay duda de qué espíritu eligió la Madre cuando lo creó –comentó Mardena en voz baja a su madre, señalando a Jondalar con un gesto de la cabeza mientras los invitados se acercaban al campamento.

Lanidar vio a Lanoga y fue a hablar con ella.

–En su juventud, Dalanar era igual que Jondalar, y no ha cambiado mucho –dijo Denoda–. Es aún un hombre muy apuesto.

Mardena observó con mucho interés mientras Ayla y Lobo recibían los saludos de los recién llegados. Saltaba a la vista que todos se conocían ya, pero no pudo evitar fijarse especialmente en algunas de aquellas personas. La mujer menuda de cabello negro y cara peculiar parecía estar con el hombre alto y rubio de cierta edad que se parecía a Jondalar, y quizá fuese su compañera.

–¿De qué lo conoces, madre? –preguntó Mardena.

–Fue el hombre de mis Primeros Ritos –respondió Denoda–. Después, rogué a la Madre que me bendijera con un hijo de su espíritu.

–¡Madre! Ya sabes que es demasiado pronto para que una mujer conciba un hijo –recordó Mardena.

–Eso me traía sin cuidado –repuso Denoda–. Sabía que a veces una joven quedaba encinta poco después de los Primeros Ritos, cuando era finalmente una mujer plena y capaz de acoger el espíritu de un hombre. Tenía la esperanza de que él me prestara más atención si pensaba que yo llevaba dentro un niño de su espíritu.

–Bien sabes que a un hombre no se le permite acercarse a una mujer a la que ha iniciado como mínimo hasta un año después de los Primeros Ritos, madre –dijo Mardena, sorprendida por la confesión de su madre. Nunca antes le había hablado de ese modo.

–Sí, lo sé, y él nunca lo intentó, aunque tampoco me eludió, y siempre fue amable conmigo cuando nos veíamos, pero yo no podía conformarme con eso. Durante mucho tiempo sólo pude pensar en él –prosiguió Denoda–. Más tarde conocí al hombre de tu hogar. El mayor dolor de mi vida es que muriera tan joven. Me habría gustado tener más hijos, pero la Madre decidió no darme más, y probablemente fue lo mejor. Ocuparme de ti yo sola fue muy duro. Ni siquiera tenía una madre que me ayudara, aunque algunas mujeres de la caverna me echaban a veces una mano cuando eras pequeña.

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