Los reyes heréticos (37 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Los reyes heréticos
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El rey agitó una mano en dirección a los abogados, cortesanos y clérigos congregados, expulsándolos de la habitación hasta que sólo quedaron en ella el prelado Marat, el ministro del Gabinete, y un escribiente real cargado de tinteros y pergaminos, que parecía claramente incómodo al encontrarse a solas con aquella augusta compañía.

Las gaviotas seguían chillando fuera, y el zumbido viviente de la ciudad sonaba apagado y distante, como otro mundo escuchado a través de un espejo. Haukir les indicó que se acercaran.

—Mi fin ha llegado —graznó, en una pobre parodia de su voz atronadora—. Y no siento miedo. Me reuniré con mi creador, y con la compañía de los santos vivientes, presididos por el bendito Ramusio. Pero hay algo que debo hacer antes de abandonar este mundo. Debo pensar en el bienestar futuro de mi reino, y asegurarme de que sobrevive bajo la protección de la única fe verdadera cuando me haya ido. Almark debe permanecer firme en esta época de guerras y herejías. Deseo alterar mi testamento…

Cerró los ojos y tragó saliva con dificultad. El escribiente recibió un codazo del ministro del Gabinete, y se apresuró a mojar la pluma en el tintero que le colgaba de un ojal.

—Las disposiciones principales que dicté con anterioridad a esta fecha quedan anuladas. Sólo tendrán validez las disposiciones secundarias de mi testamento previo. Nombro a Marat, al ministro del Gabinete Erland y a… —Se detuvo y dirigió una mirada furiosa al escribiente—. ¿Cómo te llamas?

—F… Finnson de Glebir, si place a vuestra majestad.

—Y a Finnson de Glebir mis testigos en este décimo quinto día de Forgist, en el año del Santo de quinientos cincuenta y uno.

La dificultosa respiración empezó a acelerarse. El rey tosió y escupió una masa de flema que Marat le limpió con la ternura de una enfermera.

—Careciendo de herederos de mi sangre que considere dignos de llevar la carga de esta corona, y viendo a mi alrededor cómo el mundo se hunde cada vez más en la anarquía y la herejía, quiero dejar la corona de Almark al cuidado de la Santa Iglesia. Nombro a mi venerado confesor, el prelado Marat, regente del reino, hasta que el sumo pontífice, su santidad Himerius de Hebrion, considere apropiado tomar sus propias disposiciones para el gobierno de mi reino.

Igual que entrego mi alma a Dios, entrego mi país al seno de los representantes de Dios en la tierra, y confío en que velarán por Almark como el bendito Santo vela por mi espíritu de peregrino mientras avanza hacia las glorias del cielo…

La cabeza de Haukir pareció hundirse pesadamente en la almohada. El sudor relucía sobre su rostro y tenía los labios azules.

—Absuélveme de mis pecados, Marat. Ayúdame a partir —susurró, y el prelado le dio la bendición final.

Entre tanto, el ministro del Gabinete se volvió hacia el escribiente y le siseó en voz baja:

—¿Lo has escrito todo?

El empleado asintió, todavía escribiendo. Marat terminó su bendición e hizo una pausa.

—Buenas noches, hermano —dijo suavemente.

Cerró sus ojos inmóviles y cruzó las manos sobre el silencioso pecho.

—El rey ha muerto —dijo.

—¿Estáis seguro? —preguntó el ministro.

—¡Claro que estoy seguro! ¡He visto otros hombres muertos! Ahora, que ese idiota escriba otra copia del testamento revisado. Quiero que se hagan más copias y se publiquen en el mercado. Y sacad los estandartes negros. Ya sabéis lo que hay que hacer.

El ministro del Gabinete miró fijamente al clérigo durante un segundo, y cierta tensión indefinible se agitó en el aire entre ellos. Luego se arrodilló y besó la mano del prelado.

—Saludo al nuevo regente de Almark.

—Y enviadme un correo, y otro escribiente. Debo enviar un despacho a Charibon de inmediato.

—La nieve… —empezó el ministro.

—Al diablo las nieves, haced lo que os digo. Y sacad de aquí a ese idiota con los dedos manchados de tinta. Me reuniré con los nobles y el comandante de la guarnición en la sala de audiencias dentro de una hora.

—Como deseéis —dijo el ministro con tono inexpresivo.

Salieron, y el prelado quedó a solas con el rey muerto. Ya podía oír los murmullos en las habitaciones de abajo, producidos por la aparición de la pareja entre los notables allí reunidos.

Marat inclinó la cabeza y rezó en silencio durante un segundo. Las gaviotas seguían chillando con su desesperación salvaje al otro lado de las ventanas cerradas de la habitación.

Luego se irguió, se encaminó a una de las ventanas y las abrió, para que pudiera entrar el aire fresco del mar y purificar el olor a muerte de la habitación.

Alstadt: grande, tosca, próspera capital portuaria del norte. Se abría ante él emborronada por una suave llovizna, entre la neblina de los fuegos de leña, poblada por decenas de miles de personas. Y más allá, el ancho reino de Almark, con sus llanuras repletas de caballos, sus ejércitos de coraceros. Himerius estaría complacido: las cosas no podían haber salido mejor. E Himerius no sería el único en sentirse complacido.

Marat se apartó de la fría ventana para contemplar el cadáver del rey, y sus ojos resplandecieron con una luz azafrán que no tenía nada de humana.

20

Corfe tuvo que admitir para sí que formaban un grupo curioso. Sus hombres nunca habían aprendido a formar en hileras, presentar armas o ponerse firmes, y estaban congregados en una multitud amorfa, la formación menos militar que pudiera imaginarse.

Iban cubiertos con armaduras merduk abolladas, agujereadas y oxidadas de todas las formas y clases, pero sobre todo habían escogido el equipamiento de guerra de los
ferinai
, los coraceros pesados del este, porque era el de mejor calidad. Y tal vez resultaba atractivo para su sensibilidad de salvajes, pues era una armadura pensada para jinetes, y aquellos hombres habían luchado a caballo. Sus padres y abuelos habían asaltado los asentamientos costeros de Torunna desde tiempos inmemoriales, bajando de las estribaciones de las Címbricas montados en sus caballos negros y ágiles, descendientes de sementales ocultos en valles aislados.

Aquellos hombres hubieran debido pertenecer a la caballería. Pero para Corfe, proporcionarles caballos era tan imposible como proporcionarles alas, de modo que no tendrían más remedio que luchar a pie con aquella extraña armadura.

Una armadura que se había vuelto aún más extraña tras la generosa adición de pintura roja. Los salvajes parecían felices como niños pintando con los dedos mientras salpicaban de pintura su armadura y se la arrojaban unos contra otros en trocitos de color sangre. Una multitud se había concentrado a observar, soldados torunianos vestidos de negro haraganeando en el patio de intendencia y desternillándose de risa ante el equipamiento de los salvajes de las montañas, los antiguos esclavos de las galeras.

Sin embargo, en cuanto se oyeron las primeras carcajadas de los torunianos, los salvajes callaron como muertos. Un sable salió de su vaina raída, y Corfe tuvo que intervenir para evitar una pelea que se habría convertido rápidamente en una batalla a gran escala. Llamó a Marsch para que calmara a sus compañeros, y el enorme salvaje arengó a sus camaradas en su propio idioma. Era una figura impresionante: de algún modo, se había hecho con un casco de oficial merduk, decorado con un par de cuernos y un protector nasal en forma de pico. Cubierto de pintura roja, parecía la encarnación de un dios primitivo de la masacre en busca de acólitos.

—Hay alguien que quiere veros, señor —dijo el alférez Ebro a Corfe mientras éste se despojaba de su pesado casco merduk para secarse el sudor de la cara. Ebro también llevaba armadura extranjera, y parecía muy incómodo en ella.

—¿Quién es? —espetó Corfe, limpiándose el sudor acre de los ojos.

—Alguien que ha tragado humo de pólvora contigo, coronel —dijo otra voz familiar. Corfe se volvió para encontrarse con Andruw, que le tendía una mano sonriendo. Lanzó un grito y se la estrechó efusivamente.

—¡Andruw! ¿Qué diablos estás haciendo aquí?

—Yo me hago la misma pregunta: ¿qué habré hecho para merecer esto? Pero sea como sea, parece que voy a ser tu segundo. No sé por qué delito.

Los dos se echaron a reír, mientras Ebro permanecía rígido y olvidado. Corfe recordó sus modales.

—Alférez Ebro, permíteme presentarte a… ¿Qué rango te han dado, Andruw?

—Capitán, por mis pecados.

—Aquí lo tienes. El capitán Andruw Cear-Adurhal, antes de artillería, que estuvo al mando de las baterías de la barbacana en el dique de Ormann.

Ebro miró a Andruw con bastante más respeto, y se inclinó.

—Es un honor.

—Lo mismo digo.

—Pero, ¿qué estás haciendo tan lejos del dique? —preguntó Corfe a Andruw—. Pensé que necesitaban a todos los artilleros que pudieran conseguir.

—Me enviaron a Torunn con despachos. He oído que buscabas oficiales, y que estás volviendo locos a los encargados del reclutamiento con tus solicitudes. Al parecer, han decidido que si me destinan a tu sección conseguirán que te calles.

—¿Y cómo va todo en el dique? ¿Podrán pasarse sin ti?

El buen humor de Andruw decayó un poco.

—Les falta de todo, Corfe. Martellus está medio loco de preocupación, aunque siempre lo disimula bien. No hemos recibido refuerzos para compensar nuestras pérdidas, y hace semanas que no llegan provisiones. Somos un ejército olvidado.

Mientras hablaba, los ojos de Andruw estaban fijos en los salvajes de Corfe, tan extrañamente vestidos. Corfe observó la mirada y dijo con ironía:

—Y también les encantaría olvidarse de nosotros.

Hubo una pausa. Finalmente, Andruw preguntó:

—¿Te han dado ya las órdenes? ¿Adónde tendremos que ir con nuestros extraños guerreros?

—Al sur —le dijo Corfe, y su voz se tiñó de disgusto—. Es mejor que te lo advierta ahora, Andruw. El rey espera que nuestra batalla contra los rebeldes del sur acabe en una especie de debacle. Tenemos muy poca importancia en sus planes.

—De ahí las extrañas armaduras.

—Es todo lo que me han dado.

Andruw se obligó a sonreír.

—¿Cómo es el dicho? Cuanto más difícil la situación, mayor la gloria. Lo demostramos en el dique de Ormann, Corfe. Y volveremos a hacerlo, por las barbas de Ramusio.

Aquella tarde, Corfe se presentó en las oficinas del estado mayor para recibir las órdenes detalladas que debían enviar a sus hombres a la primera batalla. El lugar estaba lleno de oficiales y asistentes. Había correos entrando y saliendo, y el rey estaba reunido con sus consejeros principales. Nadie parecía saber nada de las órdenes para el coronel Cear-Inaf y sus soldados, y transcurrió media hora enervante hasta que un empleado las encontró al fin. Un rollo de pergamino sin sellar, con una firma ilegible al pie y una impresión apresurada del sello real en una mancha de cera escarlata. Estaba escrita con el estilo pomposo de las órdenes militares no impartidas en el campo de batalla.

Por la presente se os ordena y obliga a partir hacia el sur con las tropas a vuestro mando, en dirección a la ciudad de Hedeby junto al mar Kardio, y allí enfrentaros a los seguidores del traidor duque Ordinac en batalla abierta, destruyéndolos y devolviendo las propiedades de su señor a su legítima soberanía. Marcharéis con la debida premura y prudencia, y, tras cumplir vuestra misión, ocuparéis la ciudad de Hedeby y aguardaréis nuevas órdenes.

Por orden del estado mayor toruniano, en nombre de su majestad el rey Lofantyr.

No había más. No se mencionaban tropas de apoyo, horarios, provisiones… ninguna de las mil y una informaciones requeridas por cualquier empresa militar para funcionar correctamente. Ni siquiera una estimación del número y composición del enemigo. Corfe hizo una bola con la orden y la guardó en su coraza. Su expresión borró las risitas de los rostros de los funcionarios. Sin duda habían oído hablar de sus extraños soldados y sus aún más extrañas armaduras.

—Acuso recibo de mis órdenes —dijo, con la voz gélida como una cumbre invernal—.

Por favor, informad al estado mayor de que mi grupo marchará al amanecer.

Se volvió para irse, y uno de los funcionarios permitió que llegara a la puerta antes de decir:

—¿Señor? ¿Coronel? Aquí hay otro mensaje para vos. No forma parte de vuestras órdenes, ¿comprendéis? Lo ha traído una doncella esta tarde.

Corfe recogió el segundo mensaje sin decir palabra y salió apretándolo con el puño. Al cerrar la puerta, oyó el murmullo de las conversaciones y risas de los empleados, y su rostro se retorció en una mueca de furia.

La nota era de la reina madre, solicitando su presencia en sus aposentos aquella noche a las ocho. De modo que tendría que adular a una mujer intrigante mientras se preparaba para llevar a unos hombres sin entrenar y mal equipados al campo de batalla. Su primer mando independiente. ¡Dios!

«Sería mejor haber muerto en Aekir», pensó. «Con honor y rodeado por la amistad de mis compañeros. Mi Heria se hubiera reunido conmigo en la compañía del Santo, y hubiéramos compartido la eternidad. Oh, Dios mío.»

Siguiendo un impulso, no tomó el camino de los barracones donde estaban alojados sus hombres. Se sentía exhausto, como si cada paso fuera una lucha contra algo. Estaba demasiado cansado de enfrentamientos para continuar.

Paseó por la ciudad durante un rato sin ningún objetivo claro en mente, pero alguna parte de él debía saber adónde se dirigía, porque se encontró en lo que se había dado en llamar la Abadía de las Órdenes, aunque antaño había sido el cuartel general de la orden inceptina en exclusiva. Pero aquello ocurría antes de la llegada de Macrobius a la ciudad, y de que los Cuervos de negro hubieran preferido huir a Charibon a besar el anillo de un hombre a quien consideraban un impostor, un heresiarca. A la sazón, el edificio era el palacio del sumo pontífice, o de uno de ellos.

Corfe fue admitido por un novicio antilino con capucha blanca y hábito pardo. Cuando le preguntó su propósito, Corfe replicó que estaba allí para ver al pontífice. El antilino se alejó a toda prisa.

Poco después apareció en una puerta cercana un monje más anciano de la misma orden. Era un hombre alto y delgado, con una barba pequeña y puntiaguda, y los pies sucios y desnudos asomando bajo el hábito.

—Me han dicho que deseáis ver al pontífice —dijo, con bastante educación—. ¿Puedo preguntar qué queréis de él, soldado?

Por supuesto. Corfe no podía esperar ser recibido por la cabeza visible de la Iglesia con sólo pedirlo. Había llovido mucho desde que él y Macrobius hubieran compartido un nabo en la espantosa huida de Aekir. Macrobius se había convertido en uno de los símbolos del mundo desde entonces.

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