Los señores de la instrumentalidad (99 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
5.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
En la tierra, el día del vuelo de Rod, en terrapuerto

—Esta mañana me excluyeron de la reunión, a pesar de que yo estoy a cargo de los visitantes. Eso significa que algo importante está al caer —comentó el comisionado Bebedor de Té a su subhombre T'dank.

T'dank, esperando un día aburrido, rumiaba sentado en un taburete. Sabía mucho más que su amo sobre el caso; había obtenido la información adicional en las fuentes secretas del subpueblo, pero estaba resuelto a no delatarse, a no decir nada. Tragó deprisa la comida y dijo con su serena y tranquilizadora voz de toro:

—Podría haber otra razón, señor y amo. Si estuvieran pensando en ascenderte, te excluirían de la reunión. Y es evidente que mereces un ascenso, señor y amo.

—¿Están listas las arañas? —preguntó Bebedor de Té de mal humor.

—¿Quién entiende la mentalidad de una araña gigante? —suspiró T'dank con calma—. Ayer hablé tres horas con el capataz—araña en lenguaje de señas. Quiere doce cajas de cerveza. Le dije que le daría más, que le daría diez. El pobre diablo no sabe contar, aunque cree que sabe, y se quedó contento por haber sido más listo que yo. Llevarán a la persona que designes hasta la torre de Terrapuerto y ocultarán a esa persona para que nadie la encuentre en muchas horas. Cuando yo aparezca con las cajas de cerveza, me entregarán a la persona. Luego saltaré por una ventana, llevando a la persona en mis brazos. Como muy poca gente baja por el exterior de Terrapuerto, quizá nadie repare en mí. Llevaré a la persona al palacio en ruinas que hay debajo del Alpha Ralpha Boulevard, el que me indicaste, señor y amo, y mantendré a la persona sana y salva hasta que vengas para hacer lo que tienes que hacer.

Bebedor de Té miró al hombre-toro. La cara grande, expresiva y apuesta mantenía una calma exasperante que lo sacaba de quicio. Bebedor de Té había oído decir que los hombres-toro, a causa de su origen, a veces sufrían arrebatos de furia incontrolable, pero jamás había visto semejante reacción en T'dank.

—¿No estás preocupado? —rezongó.

—¿Por qué iba a estarlo, señor y amo? Tú te estás preocupando por los dos.

—¡Vete a freír espárragos!

—Esta no es una orden operativa —dijo T'dank—. Sugiero que el amo coma algo. Eso le calmará los nervios. Hoy no pasará nada en absoluto, y para los hombres verdaderos resulta muy difícil no esperar nada en absoluto. He advertido que muchos de ellos pierden los estribos.

Bebedor de Té apretó los dientes, irritado ante esa conducta tan racional. No obstante, sacó un plátano deshidratado del cajón de su escritorio y se puso a comer.

Miró con fastidio a T'dank.

—¿Quieres una de estas cosas?

T'dank se bajó del taburete con sorprendente agilidad. En un instante estuvo ante el escritorio, extendiendo la manaza.

—Sí, señor. Me encantan los plátanos.

Bebedor de Té le dio uno.

—¿Estás seguro de que no conoces al Señor Dama Roja? —preguntó con desconfianza.

—Tan seguro como puede estarlo un subhombre —respondió T'dank, saboreando el plátano—. Nunca sabemos bien qué nos pusieron en nuestro condicionamiento original, ni quién lo puso. Somos inferiores y se supone que no debemos saber. Está prohibido preguntar.

—¿Conque admites que podrías ser un espía o agente del Señor Dama Roja?

—Podría serlo, señor, pero no me gustaría.

—¿Sabes quién es Dama Roja?

—Tu me has dicho, señor, que es el ser humano más peligroso de toda la galaxia.

—Así es —dijo Bebedor de Té—, y si caigo en alguna trampa tendida por el Señor Dama Roja, más me valdrá cortarme las venas.

—Sería más sencillo no secuestrar al tal Rod McBan. Ese es el único elemento de peligro. Si no hicieras nada, las cosas continuarían como siempre, tranquilas y serenas.

—¡Ése es mi horror y mi angustia!
\Siempre
continúan! ¿No crees que quiero salir de aquí, para saborear de nuevo el poder y la libertad?

—Eso dices, señor —respondió T'dank, esperando que Bebedor de Té le ofreciera otro de esos deliciosos plátanos secos.

El absorto Bebedor de Té no le ofreció nada.

Echó a andar de un lado a otro, atormentado por la esperanza, el peligro y la impaciencia.

Antecámara de la campana y el banco

La Dama Johanna Gnade llegó allí primero. Estaba limpia, bien vestida, alerta. El Señor Jestocost, quien iba detrás, se preguntó si la Dama tenía una vida personal. Era de pésimo gusto, entre los jefes de la Instrumentalidad, preguntar por los asuntos personales, aunque la historia personal completa de cada uno de ellos, estrictamente actualizada, se registraba en el gabinete de computación del rincón. Jestocost lo sabía porque había espiado su propio historial, usando el nombre de otro jefe, para ver si habían registrado ciertas ilegalidades en que había incurrido; todas aparecían, excepto la única importante: su trato con la muchacha-gato G'mell, que él había logrado mantener a salvo de las pantallas de registro. (El registro sólo indicaba que en ese momento él dormía.) Si la Dama Johanna tenía algún secreto, lo guardaba muy bien.

—Señor y colega —dijo la Dama—, sospecho que eres demasiado curioso, un vicio normalmente atribuido a las mujeres.

—Cuando llegamos a ser tan viejos, mi señora, las diferencias de carácter entre hombres y mujeres se vuelven imperceptibles, si es que alguna vez existieron. Tú y yo somos personas brillantes y ambos tenemos buen olfato para el peligro y los problemas. ¿No es probable que ambos busquemos a alguien con el imposible nombre Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan de la generación número ciento cincuenta y uno? Como ves, lo he memorizado todo. ¿No crees que eso demuestra mi inteligencia?

—Ajá —dijo ella, con un tono que implicaba lo contrario.

—Lo espero esta mañana.

—¿En serio? —preguntó la Dama, con un tono chillón que implicaba que ese conocimiento tenía algo de ilegal—. No hay nada sobre ello en los mensajes.

—En efecto —sonrió el Señor Jestocost—. Dispuse que la radiación solar de Marte tuviera dos decimales adicionales hasta su partida. Esta mañana volvió a bajar a tres decimales. Eso significa que él viene. Inteligente, ¿verdad?

—Demasiado inteligente. ¿Por qué me preguntas a mí? Nunca me ha parecido que valorases mi opinión. De todos modos, ¿por qué te interesas tanto en este caso? ¿Por qué no lo envías tan lejos que necesite una larga vida, aun con
stroon
, para regresar aquí?

Él la miró con severidad hasta que la Dama se sonrojó. El Señor Jestocost no dijo nada.

—Supongo que ha sido... un comentario poco conveniente —tartamudeó ella—. Tú y tu sentido de la justicia. Siempre nos pones a los demás en aprietos.

—No era mi propósito, sólo me preocupa la Tierra. ¿Sabías que él es dueño de esta torre?

—¿Terrapuerto? —exclamó ella—. Imposible.

—En absoluto —explicó Jestocost—. Yo mismo se la vendí a su agente hace diez días. Por diez megacréditos de dinero TAL. Es más de lo que tenemos actualmente en la Tierra. Cuando lo depositó, empezamos a pagarle el tres por ciento de interés anual. Y eso no fue todo lo que compró. También le vendí ese océano, el que los antiguos llamaban Atlántico. Y trescientas mil atractivas submujeres adiestradas para diversas tareas, junto con los derechos de dote de setecientas mujeres humanas de edad apropiada.

—¿Quieres decir que hiciste todo esto para ahorrar al erario de la Tierra tres megacréditos anuales?

—¿Tú no lo harías? Recuerda que es dinero TAL.

Ella frunció los labios y sonrió.

—Nunca he conocido a nadie como tú, Señor Jestocost. Eres el hombre más justo que existe, y sin embargo nunca descuidas las ganancias.

—Eso no es todo —continuó él con una sonrisa artera y satisfecha—. ¿Leíste el Plan Enmendado (Reversionista) setecientos once—diecinueve—trece P, que tú misma votaste hace once días?

—Le eché un vistazo —respondió ella a la defensiva—. Todos lo hicimos. Tenía algo que ver con los fondos de la Tierra y los de la Instrumentalidad. El representante de la Tierra no se quejó. Todos lo aprobamos porque confiábamos en ti.

—¿Sabes qué significa?

—Con franqueza, no. ¿Tiene algo que ver con ese viejo rico, McBan?

—No estés tan segura de que es viejo. Podría ser joven. De cualquier modo, el plan impositivo eleva ligeramente los gravámenes sobre los kilocréditos. Los impuestos a los megacréditos se dividen a partes iguales entre la Tierra y la Instrumentalidad, siempre que el propietario no esté operando la propiedad personalmente. Llegan al uno por ciento mensual. Eso consta en la letra muy pequeña en la nota que hay al pie de la séptima página de tasas.

—¿Quieres decir...? —Ella jadeó de risa—. Al venderle al pobre hombre la Tierra no sólo lo privas del tres por ciento de interés anual, sino que le recargas un doce por ciento de impuestos. ¡Benditos cohetes, eres extraño! Me encantas. ¡Eres al jefe más listo y ridículo que ha tenido la Instrumentalidad! —Por tratarse de la Dama Johanna Gnade, se trataba de una observación realmente pintoresca. Jestocost no sabía si sentirse ofendido o halagado.

Como ella manifestaba un infrecuente buen humor, Jestocost se atrevió a mencionarle su proyecto semisecreto.

—¿Crees, señora, que con tanto crédito inesperado podríamos derrochar parte de nuestras importaciones de
stroon?

Ella dejó de reír.

—¿En qué? —preguntó con recelo.

—En el subpueblo. Para los mejores.

—¡Oh, no! No para los animales, cuando todavía hay
personas
que sufren. Estás loco de sólo pensarlo, mi señor.

—Estoy loco. Claro que estoy loco. Loco por la justicia. Y entiendo que esto es simple justicia. No estoy pidiendo derechos igualitarios. Sólo un poco más de justicia para ellos.

—Son
subpersonas.
Son
animales
—declaró ella, como si este comentario diera por concluida la discusión.

—¿Nunca has oído hablar, señora, de la perra llamada Juana?

Esa pregunta encerraba todo un mundo de alusiones, pero la Dama no captó esas honduras.

—No —dijo inexpresivamente, y siguió estudiando la orden del día.

Diez kilómetros bajo la superficie de la tierra

Las viejas máquinas giraban como mareas. Despedían olor a aceite caliente. Allí abajo no había lujos. La vida y la carne eran más baratas que los transistores; además, emitían menos radiación detectable. En las ruidosas profundidades, vivía el oculto y olvidado subpueblo. Creía que su líder, el A'telekeli, era un mago. A veces él mismo llegaba a creerlo.

Levantando el rostro apuesto y blanco como un busto de mármol de la inmortalidad, fatigosamente envuelto en sus alas arrugadas, A'telekeli llamó a su hija-de-primera-nidada, la niña A'lamelanie.

—El viene, querida.

—¿El prometido, padre?

—El rico.

Ella lo contempló sorprendida. Era su hija pero no siempre entendía sus poderes.

—¿Cómo lo sabes, padre?

—Si te digo la verdad, ¿aceptarás que la borre de tu mente en seguida, para que no haya peligro de traición?

—Desde luego, padre.

—No —insistió el hombre-pájaro con rostro de mármol—, debes pronunciar las palabras correctas...

—Prometo, padre, que si colmas mi corazón con la verdad, y si mi alegría ante la verdad es plena, te cederé mi mente, toda mi mente, sin temor, esperanza ni reservas, y pediré que elimines de mi recuerdo toda verdad que pudiera perjudicar a nuestro pueblo, en el nombre del Primer Olvidado, en el nombre del Segundo Olvidado, en el nombre del Tercer Olvidado y en nombre de P'juana, a quien todos amamos y recordamos.

Él se puso en pie. Era un hombre alto. Las piernas le terminaban en enormes pies de pájaro, con uñas blancas que centelleaban como madreperla. Manos humanoides sobresalían de la articulación de las alas; con ellas trazó el prehistórico gesto de la bendición sobre la cabeza de la hija, mientras transmitía la verdad con voz vibrante e hipnótica.

—Sea tuya la verdad, hija mía, para que te sientas plena y feliz con la verdad. ¡Conociendo la verdad, hija mía, conocerás la libertad y el derecho a olvidar!

»El niño, mi hijo, que fue tu hermano, el niñito a quien tanto quenas...

—¡A'ikasus! —exclamó ella en trance, con voz aflautada.

—A'ikasus, a quien recuerdas, fue modificado por mí, su padre, y recibió la forma de un pequeño simio, de modo que la gente verdadera lo confundiera con un animal, no con una subpersona. Lo educaron como cirujano y lo enviaron al Señor Dama Roja. Viajó a Marte con el joven McBan, donde él conoció a G'mell, a quien recomendé al Señor Jestocost para misiones confidenciales. Hoy regresarán con este hombre. McBan ya ha comprado la Tierra, o casi toda la Tierra. Quizá sea un benefactor para nosotros. ¿Sabes lo que deberías saber, hija mía?

—Dime, padre, dime. ¿Como lo sabes?

—¡Recibe la verdad, niña, y luego olvídala! Los mensajes vienen de Marte. No podemos tocar el Gran Parpadeo ni las máquinas de codificación, pero cada grabador tiene su estilo. Por una alteración en el ritmo de su trabajo, un amigo puede comunicar estados de ánimo, emociones, ideas, y a veces nombres. Me han enviado palabras como «riquezas, mono, pequeño, gata, muchacha, todo, bien» a través de la intensidad y la velocidad de sus grabaciones. Los mensajes humanos transmiten también los nuestros y ningún criptógrafo del mundo puede identificarlos.

»¡Ahora sabes, y ahora, ahora, ahora,
ahora
, olvidarás!

Levantó las manos.

A'lamelanie lo miró como siempre, con una sonrisa feliz.

—Es tan dulce y raro, papá, pero sé que acabo de olvidar un conocimiento bueno y maravilloso.

—No olvides a Juana —añadió él con tono ceremonial.

—Nunca olvidaré a Juana —respondió ella siguiendo el rito.

El vuelo del alto cielo

Rod caminó hasta el límite del parque. La nave no se parecía a ninguna que hubiera visto u oído comentar en Norstrilia. No había ruido, ni estrecheces, ni armas, sólo una pequeña y bonita cabina para los controles; el capitán de viaje, los lumínictores y el capitán de puerto, y luego una extensión de hierba increíblemente verde. Había entrado en el parque desde el polvoriento suelo de Marte. Se produjo un ronroneo y un susurro. Un falso cielo azul, muy bello, le cubría como un dosel.

Se encontraba raro. Bigotes de gato de cuarenta centímetros de largo le crecían desde el labio inferior, unos doce bigotes en cada lado. El doctor le había coloreado los ojos con iris verdes y brillantes. Las orejas eran puntiagudas. Parecía un hombre-gato y vestía el traje profesional de un acróbata, al igual que G'mell.

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
5.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Silence Of The Hams by Jill Churchill
XPD by Len Deighton
The Hidden Man by Anthony Flacco
Christmas Trees & Monkeys by Keohane, Dan, Jones, Kellianne
Kijana by Jesse Martin
We Are All Strangers by Sobon, Nicole