Los señores de la instrumentalidad (115 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—Te doy la bienvenida, señor —dijo un policía. La garra mecánica del ornitóptero estrechó la mano de Rod mientras la otra cogía los dos envoltorios. La máquina se elevó en el aire batiendo las gigantescas alas. Bajaron en el patio con las alas erguidas. Rod y los bultos fueron depositados con destreza y la máquina se alejó en silencio.

No había nadie. Rod sabía que la tía Doris llegaría pronto. ¡Y Lavinia, Lavinia! Aquí, ahora, en esa tierra pobre y seca, supo cuánto congeniaba con Lavinia. ¡Ahora podía linguar, podía audir!

Resultaba extraño. El día anterior (o cuando fuera, pero parecía el día anterior) se había sentido muy joven. Ahora, desde la visita al Maestro Gatuno, se consideraba adulto, como si hubiera descubierto todos sus problemas personales y los hubiera dejado en la Vieja Tierra. Parecía saber en lo más profundo de sí que sólo nueve décimos de G'mell le habían pertenecido, y que el décimo restante —el más valioso, el más bello, el más secreto de su vida— lo había cedido para siempre a otro hombre o subhombre a quien Rod nunca conocería. Intuía que G'mell nunca entregaría de nuevo su corazón. Y, sin embargo, le reservaba una ternura especial e irrepetible. No había sido un matrimonio, sino una historia de amor.

Pero aquí lo esperaba su hogar, y el amor.

Lavinia estaba allí, la querida Lavinia con su padre loco y perdido, con su bondad para un Rod que no había dejado entrar mucha bondad en su vida.

De pronto las palabras de un viejo poema afloraron a su mente:

Siempre. Nunca. Eternamente.

Tres mundos. La palanca

de la vida sobre el tiempo.

¡Siempre, nunca, eternamente!

Linguó con fuerza:

—¡Lavinia!

Desde más allá de la colina, un grito le llegó a la mente:

—¡Rod, Rod! ¡Oh, Rod! ¿Rod?

—Sí —linguó Rod—. No corras. Estoy en casa.

Percibió que la mente de Lavinia se acercaba, aunque debía de estar más allá de una de las colinas cercanas. Cuando las mentes de ambos se tocaron, comprendió que esa tierra era de Lavinia, y también suya. ¡No estaban destinadas a ellos las húmedas maravillas de la Tierra, las doradas bellezas de G'mell y la gente de la Tierra! Comprendió sin reservas que Lavinia amaría y reconocería al nuevo Rod tal como había amado al viejo.

Espero serenamente y se echó a reír bajo el gris y amistoso cielo de Norstrilia. Por un instante tuvo el infantil impulso de atravesar las colinas a la carrera para besar a su ordenador.

En cambio esperó a Lavinia.

Consejos, consolas y cónsules diez anos después, un dialogo entre dos hombres de la tierra

—¿No creerás en esa jerigonza, verdad?

—¿Qué significa «jerigonza»?

—¿No te parece una palabra maravillosa? Es antigua. Un robot la desenterró. Significa jerga, galimatías, un lenguaje enredado que se usa para contar pamplinas, patrañas, embustes y mentiras. Es decir, justo lo que estabas diciendo.

—¿Acerca del muchacho que compró la Tierra?

—Claro. Es imposible que lo hiciera, ni siquiera con dinero norstriliano. Hay demasiadas regulaciones. Fue sólo un ajuste económico.

—¿Qué es un «ajuste económico»?

—Es otra expresión antigua que descubrí. Es casi tan buena como «jerigonza». Significa que los amos reacomodan las cosas alterando el volumen del flujo o el título de propiedad. La Instrumentalidad quería sacudir al gobierno de la Tierra y obtener más créditos libres, así que inventó un personaje imaginario llamado Rod McBan. Luego le hicieron comprar la Tierra. Después él se fue. Es imposible. Ningún chico normal habría hecho semejante cosa. Dicen que tuvo un millón de mujeres. ¿Qué supones que haría un chico normal si alguien le diera un millón de mujeres?

—Pero eso no demuestra nada. De todos modos, yo vi a Rod McBan en persona, hace dos años.

—Ése es otro, no es el que presuntamente compró la Tierra. Es sólo un inmigrante rico que vive cerca de Meeya Meefla. También te puedo contar algunas cosas sobre él.

—Pero ¿por qué alguien no iba a comprar la Tierra si acaparase el mercado norstriliano de
stroon?

—¿Y quién lo acaparó? Te digo que Rod McBan es imaginario. ¿Alguna vez has viso una caja con una imagen de él?

—No.

—¿Alguna vez has conocido a alguien que lo haya visto?

—He oído decir que el señor Jestocost estuvo involucrado en el asunto, y que esa costosa muchacha de placer... ¿Cómo se llama? La pelirroja. G'mell.

—Eso es lo que has oído. Jerigonza. Pura jerigonza. Jamás ha existido ese muchacho. Es pura propaganda.

—Siempre eres así. Gruñendo. Dudando. Me alegro de no ser como tú.

—Amigo, te aseguro que el sentimiento es recíproco. «Más vale muerto que incauto», ése es mi lema.

En una nave de planoforma que zarpó de la tierra, también diez años después

El capitán de puerto, hablándole a una pasajera:

—Me alegro de ver, señora, que no has comprado esos vestidos que están de moda en la Tierra. En tu mundo, el aire te los arrancaría en un santiamén.

—Soy anticuada —sonrió ella. Pensó en algo y preguntó—: Tú recorres el espacio, señor y capitán. ¿Alguna vez has oído la historia de Rod McBan? Creo que es conmovedora.

—¿Te refieres al muchacho que compró la Tierra?

—Sí —jadeó ella—. ¿Es verdad?

—Claro que sí, excepto en un detalle. Rod McBan no se llamaba así. No era norstriliano. Era un homínido de otro mundo, y quería comprar la Tierra con dinero ganado con malas artes. Quería deshacerse de sus créditos, pero quizá fuera un húmedo—hediondo de Amazonas Triste o uno de esos hombres diminutos, del tamaño de una castaña, del Planeta Sólido. Por eso compró la Tierra y se fue sin dejar rastro. Verás, señora y dama, un norstriliano piensa sólo en su dinero. En ese planeta aún tienen una de las antiguas formas de gobierno, y jamás permitirían que uno de sus habitantes comprara la Tierra. Se hubieran reunido para persuadirlo de que depositara el dinero en una caja de ahorros. Es gente de clan. Por eso no creo que fuera norstriliano.

La mujer abrió los ojos sorprendida.

—Estás arruinando una historia encantadora, señor y capitán.

Ambos miraron la cascada imaginaria de la pared.

Antes de que el capitán de viaje reanudara su trabajo, añadió:

—Apostaría todo mi dinero a que fue uno de esos hombrecitos del Planeta Sólido. Sólo un tonto semejante compraría los derechos de dote de un millón de mujeres. Ambos somos adultos, señora. Yo me preguntó: ¿qué haría un minúsculo hombrecito del Planeta Sólido con una mujer de la Tierra, por no decir con un millón de ellas?

Ella sonrió y se ruborizó mientras el capitán se alejaba con aire triunfal, tras decir la última y masculina palabra.

A'lamelanie, dos años después de la partida de Rod

—Padre, dame esperanzas. El A'telekeli fue amable.

—Puedo darte casi cualquier cosa de este mundo, pero estás hablando del mundo del signo del Pez, que ninguno de nosotros controla. Será mejor que vuelvas a la vida cotidiana de nuestra caverna y no dediques tanto tiempo a tus devociones, si te hacen desgraciada.

Ella lo miró desconcertada.

—No es eso. No es eso en absoluto. Pero sé que el robot, la rata y el copto coincidieron en que el Prometido vendría a la Tierra. —Y añadió, con una nota desesperada—:
Padre, ¿puede haber sido Rod McBan?

—¿Qué quieres decir?

—¿Pudo haber sido el Prometido, y 70 no darme cuenta? ¿Pudo haber venido y haberse ido para probar mi fe?

El pájaro gigante rara vez reía; nunca se había reído de la hija. Pero esta posibilidad era demasiado absurda: se echó a reír, aunque una parte sabia de su mente le indicó que esa carcajada, aunque cruel ahora, sería buena para su hija más adelante.

—¿Rod? ¿Un profetizado revelador de la verdad? Oh, no. Ja, ja, ja. Rod McBan es uno de los seres humanos más agradables que he conocido. Un joven bondadoso, casi como un pájaro. Pero no es un mensajero de la eternidad.

La hija hizo una reverencia y se alejó.

Ya había compuesto una tragedia sobre sí misma: la equivocada, la que había conocido al «príncipe de la palabra», a quien los mundos aguardaban. No lo había reconocido porque su fe era insuficiente. La tensión de esperar a que algo sucediera en el presente o al cabo de un millón de años era excesiva. Resultaba más fácil aceptar el fracaso y el reproche que soportar el incesante tormento de una esperanza sin fechas.

Tenía un pequeño recoveco en la pared donde pasaba muchas horas. Extrajo un instrumento de cuerdas que su padre le había fabricado. Emitía sonidos antiguos y plañideros, y con ese acompañamiento ella cantó su propia canción, la canción de A'lamelanie, que trataba de no esperar más a Rod McBan.

Miró hacia la sala.

Una niñita que sólo llevaba bragas la miró fijamente. A'lamelanie le devolvió la mirada. La niña le clavaba sus ojos inexpresivos. A'lamelanie se preguntó si sería una de las niñas-tortuga que su padre había rescatado años atrás.

Apartó la mirada de la niña y cantó su propia canción:

Una vez más, a través de los años, lloré por ti.

No pude contener las amargas lágrimas que guardé para ti.

El bogar de mi vida anterior estaba limpio para ti.

Un tiempo diferente me espera ahora.

Pero hay momentos en que el pasado pregunta cómo y por qué.

El futuro transcurre con excesiva prisa. Espera, espera...

Pero no. Eso es todo. A través de los años lloré por ti.

Cuando A'lamelanie terminó de cantar, la niña-tortuga aún la miraba. La irritada A'lamelanie guardó su pequeño violín.

Qué pensó la niña-tortuga en ese momento

Sé muchas cosas aunque no tenga ganas de hablar de ellas y sé que el hombre verdadero más maravilloso de todos los planetas vino a esta gran sala y habló a mis gentes porque es el hombre del que habla esa muchacha alta y boba porque ella no lo tiene pero por qué iba a tenerlo ella si soy yo la que va a tenerlo porque soy una niña-tortuga y estaré esperando cuando todas estas personas estén muertas y arrojadas a los tanques de disolución y algún día él regresará a la Tierra y yo seré grande y seré una mujer-tortuga, más bella que cualquier mujer humana, y él se casará conmigo y me llevará a su planeta y yo siempre seré feliz con él porque no discutiré continuamente como las personas-pájaro y las personas gatunas y las personas perrunas, así que cuando Rod McBan sea mi marido y yo le sirva la cena, si trata de discutir conmigo me mostraré tímida y dulce y no diré nada de nada durante cien o doscientos años, y nadie se puede enfadar con una hermosa mujer-tortuga que no replica...

El consejo de la liga de ladrones de Viola Sidérea

El heraldo anunció:

—Su Osadía, el jefe de ladrones, tiene el placer de comparecer ante el Consejo de Ladrones.

Un viejo se levantó ceremonialmente.

—Señor y jefe, confiamos en que nos traigas riqueza: riqueza de los incautos, de los débiles, de los pusilánimes de la humanidad.

El jefe de ladrones proclamó:

—Se trata del asunto de Rod McBan.

Un murmullo recorrió la sala. El jefe de ladrones continúo, con la misma formalidad:

—No lo interceptamos en el espacio, aunque controlamos cada vehículo que salía del pegajoso y chispeante espacio que rodea Norstrilia. Desde luego, no enviamos a nadie al encuentro de los mininos de Mamá Hitton, sean lo que sean esos «mininos». Había un ataúd con una mujer dentro y una caja con una cabeza. No importa. Se nos escapó. Pero cuando llegó a la Tierra, atrapamos a cuatro.

—¿Cuatro? —jadeó un consejero.

—Sí —manifestó el jefe de ladrones—. Cuatro Rod McBans. También había uno humano, pero comprendimos que era un señuelo. Originalmente había sido una mujer y se divertía en grande con su cuerpo de hombre. Así que capturamos a cuatro Rod McBans. Los cuatro eran robots de la Tierra, de maravillosa manufactura.

—¿Los robaste? —preguntó un consejero.

—Desde luego —replicó el jefe de ladrones con una sonrisa lobuna—. Y el gobierno de la Tierra no se opuso. Simplemente nos envió una factura por ellos cuando quisimos irnos: un cuarto de megacrédito «por uso de robots de diseño específico».

—¡Un truco honesto y mezquino! —exclamó el presidente de la Liga de Ladrones—. ¿Qué hiciste? —Abrió los ojos. La boca se le aflojó—. ¿No te habrás vuelto honesto y nos habrás pasado la cuenta, verdad? Ya estamos endeudados con esos canallas honestos.

El jefe de los ladrones se estremeció.

—No llegué a tal extremo, astutas señorías. Engañé un poco a la Tierra, aunque temo que lo hice de un modo que rayaba en la honradez.

—¿Qué hiciste? ¡Habla deprisa, hombre!

—Como no capturé al verdadero Rod McBan, hablé con los robots y les enseñé a ser ladrones. Robaron dinero suficiente para pagar todas las multas y costear el viaje.

—¿Tienes ganancias? —exclamó un consejero.

—Cuarenta minicréditos —dijo el jefe de ladrones—. Pero aún falta lo peor. Sabéis lo que hace la Tierra con los ladrones verdaderos.

Un estremecimiento recorrió la sala. Todos estaban enterados de los recondicionamientos que habían transformado a audaces ladrones en obtusos canallas honestos.

—Veréis, señores y honorables —continuó en tono de disculpa el jefe de ladrones—, las autoridades de la Tierra también nos sorprendieron en eso. Los ladrones robot les cayeron simpáticos. Eran magníficos carteristas y mantenían a la gente agitada. Los robots también lo devolvían todo. Así que nos propusieron un contrato —dijo el jefe de los ladrones, sonrojándose— para transformar dos mil robots humanoides en carteristas y rateros. Para que la vida en la Tierra fuera más divertida. Los robots están en órbita, en este momento.

—¿Quieres decir que firmaste un contrato
honesto?
—tronó el presidente—. ¿Tú, el jefe de ladrones?

El jefe se sonrojó y se sofocó.

—¿Qué podía hacer? Me tenían en sus manos. Pero obtuve términos favorables. Doscientos veinte créditos por la transformación de cada robot en un maestro ladrón. Con eso podremos vivir bien durante un tiempo.

Hubo un prolongado silencio.

Al fin uno de los ladrones más viejos del Consejo rompió a llorar:

—Soy viejo. No puedo soportarlo. ¡Es horroroso! ¡Nosotros... haciendo un trabajo honrado!

—Al menos enseñamos a los robots a ser ladrones —replicó el jefe de ladrones.

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