Los señores de la instrumentalidad (22 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—No seas cruel, querida —suspiró la madre.

—No seas una vieja sensiblera —dijo la hija.

—Tal vez lo seamos —dijo la madre, y rió. Discretamente, colocó al spieltier dormido en una silla acolchada, donde nadie podía pisarlo ni hacerle daño.

12

Los profanos Jamás conocieron el verdadero final de la historia.

Más de un siglo después de la boda con el señor Ya-no-cano, Helen agonizaba feliz, pues su amado navegante estaba con ella. Helen creía que si habían podido vencer el espacio también podrían vencer la muerte.

La mente de Helen, afectuosa, dichosa, agotada, moribunda, se nubló un segundo y volvió sobre el tema del que habían hablado durante décadas.

—Tú viniste a
El Alma
—insistió—. Me acompañaste cuando yo estaba confundida y no sabía manejar el arma.

—Si fui entonces, mi amor, iré de nuevo, dondequiera que estés. Tú eres todo lo que tengo, mi verdadero amor. Tú eres la Dama más valiente, el navegante más osado. Eres mía. Navegaste por mí. Eres mi dama, la Dama que llevó
El Alma
.

La voz se le quebró, pero el rostro del señor Ya-no-cano no perdió la calma. Nunca había visto a una persona que muriera tan confiada y feliz.

Piensa azul, cuenta hasta dos
I

Antes de que las grandes naves de planoforma susurraran entre las estrellas, la gente tenía que viajar de un astro a otro con inmensas velas: enormes membranas montadas en el espacio sobre jarcias largas, rígidas, resistentes al frío. Una pequeña nave espacial ofrecía lugar para que un tripulante manipulara las velas, verificara el rumbo y observara a los pasajeros, que iban herméticamente cerrados en sus cápsulas adiabáticas como nudos en hilos inmensos. Los pasajeros no sentían nada:

Se dormían en la Tierra y despertaban en un extraño y nuevo mundo cuarenta, cincuenta o doscientos años después.

Era un sistema primitivo, pero funcionaba.

En una de esas naves, Helen América había seguido al Señor Ya-no-cano. En esas naves los observadores ejercían su antigua autoridad en el espacio. Así se colonizaron más de doscientos planetas, entre ellos Vieja Australia del Norte, destinado a ser el más rico de todos ellos.

Puerto de Emigración estaba formado por una serie de edificios bajos y cuadrangulares. No se parecía a Terrapuerto, que se yergue sobre las nubes como una explosión nuclear congelada. Puerto1 de Emigración es tétrico, triste, sórdido y eficiente. Las paredes son de color rojo oscuro como la sangre porque así se ahorra en calefacción. Los cohetes son feos y sencillos; los silos se elevan mugrientos como talleres mecánicos. La Tierra tiene pocos lugares que mostrar a los visitantes. Puerto de Emigración no es uno de ellos. La gente que trabaja allí goza del privilegio del trabajo verdadero y de honores profesionales seguros. La gente que va allí pronto pierde la conciencia. De la Tierra sólo recuerdan un cuarto que parece una sala de hospital, una cama, un poco de música, algo de conversación, el sueño y, tal vez, el frío.

De Puerto de Emigración van a sus cápsulas, donde los encierran herméticamente. Las cápsulas se llevan a los cohetes y los cohetes se colocan en el velero lumínico. Éste es el método antiguo.

El nuevo es mejor. Una persona visita una grata sala de estar, juega una partida de cartas o come algo. Sólo se necesita la mitad de la fortuna de un planeta o doscientos años de antigüedad calificados de «excelente».

Las velas fotónicas eran diferentes. Todos corrían riesgos.

Un joven de tez y pelo brillantes y corazón alegre salía hacia un nuevo mundo. Un hombre mayor, de pelo entrecano, lo acompañaba. Así lo hacían treinta mil personas. Y así lo hizo la muchacha más bella de la Tierra.

La Tierra la pudo haber retenido, pero los nuevos mundos la necesitaban. Tenía que ir.

Viajó en un velero fotónico. Y tuvo que cruzar el espacio, donde siempre acecha el peligro.

El espacio exige a veces herramientas extrañas: los gritos de una niña, el cerebro laminado de un ratón muerto tiempo atrás, el llanto desconsolado de un ordenador. El espacio casi nunca ofrece tregua, socorro, rescate o reparación. Hay que prever todos los peligros; de lo contrario se vuelven mortales. Y el mayor peligro es el hombre mismo.

—Es hermosa —dijo el técnico.

—Es sólo una niña —apuntó el segundo.

—No parecerá una niña después de doscientos años de viaje —pronosticó el primero.

—Pero
es
una niña —insistió el segundo, sonriendo—, una bella muñeca de ojos azules, que entra de puntillas en la vida adulta. —Suspiró.

—La congelarán —auguró el primero.

—No de forma constante —precisó el segundo—, A veces despiertan. Tienen que despertar. Las máquinas los descongelan. Tú recuerdas los crímenes de la
Vieja Veintidós.
Buena gente, pero mal combinada. Y todo anduvo mal, sucia y brutalmente mal.

Ambos recordaban la
Vieja Veintidós
. La nave anduvo mucho tiempo a la deriva hasta que alguien captó la señal de auxilio. El rescate llegó demasiado tarde.

La nave estaba en perfectas condiciones. Todas las velas aparecieron en el ángulo correcto. Los miles de durmientes congelados, desperdigados detrás de la nave en sus cápsulas adiabáticas individuales, se habrían conservado en excelentes condiciones, pero los habían dejado demasiado tiempo en el espacio abierto y la mayoría se habían deteriorado. El problema estaba en el interior de la nave. El navegante había fallado o muerto.

Los tripulantes de reserva habían despertado. No se llevaron bien. O acaso se llevaron demasiado bien, en el peor sentido. En el espacio, en el marco de una angosta y frágil cabina, habían inventado nuevos crímenes y los habían cometido. Millones de años de maldad en la Tierra no habían permitido aflorar tantas atrocidades.

Los investigadores de la
Vieja Veintidós
habían sentido náuseas al reconstruir los acontecimientos que se produjeron cuando despertó la tripulación de reserva. Dos de ellos habían solicitado que les borraran la memoria y, obviamente, se habían retirado.

Los dos técnicos que lo sabían todo acerca de la
Vieja Veintidós
miraron a esa chica de quince años que dormía en la mesa.

¿Era una mujer? ¿Era una niña? ¿Qué le ocurriría si despertaba durante el vuelo?

La niña respiraba delicadamente.

Los dos técnicos se miraron.

—Será mejor que llamemos al guardia psicológico —sugirió el primero—. Es el hombre indicado para este trabajo.

—Al menos puede intentarlo —admitió el segundo.

El guardia psicológico, un hombre cuyo nombre numérico terminaba con los dígitos Tigabelas, entró alegremente en el cuarto media hora después. Era un hombre mayor, agudo y despierto, que rondaría el cuarto rejuvenecimiento. Miró a la bella muchacha y suspiró.

—¿Para qué es? ¿Para una nave?

—No, para un concurso de belleza —dijo irónicamente el primer técnico.

—No sea tonto —soltó el guardia psicológico—. ¿De veras enviarán a esta bella niña al arriba-afuera?

—Pertenece a la reserva —explicó el segundo técnico—. Los habitantes de Wereid Schemering se están volviendo muy feos, y comunicaron al Gran Parpadeo que necesitaban gente hermosa. La Instrumentalidad los ha escuchado. Todas las personas de esta nave son guapas o bien parecidas.

—Si ella es tan valiosa, ¿por qué no la congelan y la ponen en una cápsula? Una cara tan bonita —dijo Tigabelas— podría crear problemas en cualquier parte. Y sobre todo en una nave. ¿Cuál es su nombre numérico?

—Está allí, en la pizarra —dijo el primer técnico—. Todo está en la pizarra. Usted querrá también los nombres de los demás. Pronto pondremos la lista completa.

—Veesey-koosey —leyó el guardia psicológico en voz alta—. Cinco-seis. Un nombre tonto pero simpático.

Echando una última ojeada a la muchacha, se agachó para leer la historia clínica de la gente añadida a la dotación de reserva. A las diez líneas comprendió por qué reservaban a la muchacha para emergencias en vez de permitirle dormir todo el viaje. Tenía un potencial filial de 999,999, lo cual significaba que cualquier adulto normal la aceptaría como hija apenas iniciada la relación. No tenía ninguna aptitud, ninguna habilidad, ninguna preparación específica. Pero podía motivar a casi todas las personas mayores que ella, y quizá lograr que esas personas remotivadas lucharan tenazmente por sobrevivir. Por el bien de la muchacha. Y, en segundo lugar, por el bien del adoptante.

Eso era todo, pero bastaba para ponerla en la cabina. Era la encarnación de la verdad literal del antiguo fragmento poético: «la más bella de las hijas de la vieja, vieja Tierra».

Cuando Tigabelas terminó de tomar notas, el horario de trabajo llegaba a su fin. Los técnicos no lo habían interrumpido. Se volvió para mirar por última vez a la adorable muchacha. No estaba. El segundo técnico se había ido y el primero se estaba limpiando las manos.

—¡OH!, espero que no la hayan congelado —exclamó Tigabelas—. Tendré que fijarla para que funcione el sistema de seguridad.

—Desde luego —dijo el primer técnico—. Le hemos dejado dos minutos para eso.

—¡Dos minutos para proteger un viaje de cuatrocientos cincuenta años! —exclamó Tigabelas.

—Acaso necesita más —dijo el técnico. Ni siquiera era una pregunta, salvo en la forma.

—¿Acaso necesita más? —repitió Tigabelas, sonriendo—, No, no necesito más. Esa muchacha viajará segura mucho después de que yo haya muerto.

—¿Y cuándo morirá usted? —le preguntó el técnico.

—Dentro de setenta y tres años, dos meses y cuatro días —respondió afablemente Tigabelas—. Soy un cuarto y último.

—Eso suponía —dijo el técnico—. Es usted listo. Nadie empieza así, todos aprendemos. Sin duda sabrá usted proteger a esa muchacha.

Salieron juntos del laboratorio y subieron a la superficie, a la fresca y apacible noche de la Tierra.

II

Tigabelas volvió al día siguiente, de muy buen humor. Llevaba en la mano izquierda un carrete de tamaño estándar. En la mano derecha sostenía un cubo de plástico negro con relucientes puntos de contacto plateados en los lados. Los dos técnicos lo saludaron amablemente.

El guardia psicológico no pudo ocultar la excitación y satisfacción que lo dominaban.

—Me he encargado de esa bella niña. Mi tratamiento le permitirá mantener su potencial filial, pero se acercará más al mil coma doble cero que con todos esos nueves. He usado un cerebro de ratón.

—Si está congelado —advirtió el primer técnico—, no podremos ponerlo en el ordenador. Tendrá que ir a proa, en los depósitos de emergencia.

—Este cerebro no está congelado —replicó Tigabelas—. Ha sido laminado. Lo endurecimos con celuprime y luego lo cortamos en siete mil capas. Cada una está separada por un plástico de por lo menos dos espesores moleculares. El ratón no puede deteriorarse. En realidad, este ratón seguirá pensando para siempre. No pensará mucho, a menos que le apliquemos voltaje, pero pensará. Y no se puede deteriorar. Esto es plástico cerámico, y sólo un arma muy potente podría destruirlo.

—¿Los contactos...? —preguntó el segundo técnico.

—No son directos —explicó Tigabelas—. El ratón está sintonizado a la personalidad de la muchacha, hasta mil metros de distancia. Lo pueden colocar en cualquier parte de la nave. La caja ha sido endurecida. Los contactos están en el exterior. Alimentan los contactos de acero-níquel que hay dentro. Insisto: este ratón seguirá pensando cuando el último ser humano del último planeta conocido haya muerto. Y pensará en la muchacha. Eternamente.

—La eternidad es un período de tiempo espantosamente largo —dijo el primer técnico con un escalofrío—. Sólo necesitamos un lapso de seguridad de dos mil años. La muchacha misma se deterioraría en menos de mil años, si algo fallara.

—No se preocupe —explicó Tigabelas—, esa muchacha estará protegida, se deteriore o no. —Le habló al cubo—. Irás con Vessey, amigo, y si ella se pone como los de la
Vieja Veintidós
lo transformarás todo en una fiesta infantil, con helado e himnos al Viento Oeste. —Tigabelas miró a los otros hombres y aclaró innecesariamente—: Él no me oye.

—Claro que no —dijo secamente el primer técnico. Todos miraron el cubo. Era una bella obra de ingeniería. El guardia psicológico tenía razones para estar orgulloso.

—¿Aún necesita el ratón? —preguntó el primer técnico.

—Sí —respondió Tigabelas—. Un tercio de milisegundo a cuarenta megadinas. Quiero imprimir a este ratón la vida de Veesey en el hemisferio cortical izquierdo. Sobre todo los gritos de la muchacha. Gritó mucho a los diez meses. Algo que tenía en la boca. Gritó a los diez años cuando pensó que se había cortado el aire en el tubo ascensor. Si no hubiera gritado, no estaría aquí. Consta en su historial. Quiero que el ratón tenga esos gritos. Y cuando cumplió cuatro años le regalaron un par de zapatos rojos. Deme dos minutos con ella. Imprimí la clave en la serie completa de
Marcia y los hombres de la Luna
, el mejor drama para adolescentes que proyectaron el año pasado. Veesey lo vio. Esta vez lo verá de nuevo, pero el ratón estará conectado. Tendrá tantas probabilidades de olvidarla como una bola de nieve de sobrevivir en el infierno.

—¿Qué dice? —exclamó el primer técnico.

—¿Eh? —dijo Tigabelas.

—¿Qué ha dicho usted al final?

—¿Es usted sordo?

—No —replicó el técnico, enfadado—. No he entendido qué quiso decir.

—Dije que tendría tantas probabilidades de olvidar como una bola de nieve de sobrevivir en el infierno.

—Eso me pareció entender —respondió el técnico—, ¿Qué es una bola de nieve? ¿Qué es el infierno? ¿Qué probabilidades tiene?

El segundo técnico interrumpió ansiosamente.

—Yo lo sé —explicó—. Las bolas de nieve son formaciones de hielo de Neptuno. Infierno es un planeta que está cerca de Khufu VII. No entiendo cómo podrían juntarse.

Tigabelas los miró con el fatigado asombro de los que han vivido mucho. No tenía ganas de explicar, así que dijo suavemente:

—Dejemos la literatura para otra ocasión. Sólo quise decir que Veesey estará segura cuando la conectemos al ratón. El ratón durará más que ella y más que todos los demás, y ninguna chica adolescente olvida
Marcia y los hombres de la Luna
si ha visto cada episodio dos veces. Veesey los vio dos veces.

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