Los señores de la instrumentalidad (23 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—¿No restará efectividad a los demás pasajeros? Eso no sería de ayuda —dijo el primer técnico.

—En absoluto —aseguró Tigabelas.

—Repítame los datos —pidió el primer técnico.

—Ratón, un tercio de milisegundo a cuarenta megadinas.

—Lo oirán más allá de la Luna —dijo el técnico—. No puede meter ese material en la cabeza de una persona sin autorización. ¿Quiere que consigamos una autorización especial de la Instrumentalidad?

—¿Para un tercio de milisegundo?

Los dos hombres se miraron un instante; luego el primer técnico arrugó la frente y sonrió. Ambos rieron. El segundo técnico no entendía y Tigabelas le explicó:

—Pondré la vida de esta muchacha en un tercio de milisegundo a máxima potencia. La vida se volcará en el cerebro de ratón que hay dentro del cubo. ¿Cuál es la reacción humana normal en un tercio de milisegundo?

—Quince milisegundos... —empezó el segundo técnico, y se interrumpió.

—Exacto —afirmó Tigabelas—. La gente no recibe nada en menos de quince milisegundos. Este ratón no sólo está endurecido y laminado, sino que es sumamente
rápido.
La laminación trabaja más deprisa de lo que jamás lo hicieron sus propias sinapsis. Traigan a la muchacha. El primer técnico ya había ido a buscarla. El segundo técnico hizo una pregunta más.

—¿El ratón está muerto?

—No. Sí. Claro que no. ¿Qué quiere usted decir? Quién sabe —soltó Tigabelas de una tirada.

El joven lo miró asombrado, pero el diván con la bella muchacha ya estaba en la habitación. La joven congelada ya no tenía la tez rosada sino marfileña, y la respiración ya no se le notaba a simple vista, pero aún era bella. Todavía no había comenzado el congelamiento profundo. El primer técnico se puso a silbar.

—Ratón, cuarenta megadinas, un tercio de milisegundo. Muchacha, potencia de salida máxima, igual tiempo. Potencia de entrada, dos minutos... ¿Qué volumen?

—Cualquiera —dijo Tigabelas—. Cualquiera. El que usen para grabado profundo de personalidad.

—Listo —anunció el técnico.

—Coja el cubo —ordenó Tigabelas. El técnico cogió el cubo y lo puso muy cerca de la cabeza de la muchacha, en una caja que parecía un ataúd.

—Adiós, ratón inmortal —dijo Tigabelas—. Piensa en la bella muchacha cuando yo esté muerto y no te canses de
Marcia y los hombres de la Luna
cuando la hayas visto durante un millón de años.

—Grabación —pidió el segundo técnico.

Tigabelas le dio la grabación y el técnico la puso en un proyector común, aunque con cables más gruesos que cualquier aparato particular.

—¿Tiene usted alguna palabra clave? —preguntó el primer técnico.

—Es un poemita —dijo Tigabelas. Hurgó en su bolsillo—. No lo lea en voz alta. Si alguno de nosotros dijera mal una palabra, la muchacha lo podría oír y eso alteraría la relación entre ella y el ratón laminado.

Los dos miraron el papel. En letras claras y arcaicas aparecían los versos:

Niña, si un hombre te molesta,

piensa azul,

cuenta hasta dos y busca un zapato rojo.

Los técnicos rieron cálidamente.

—Listo —anunció el primer técnico.

Tigabelas les agradeció su labor con una sonrisa tímida.

—Conéctelos —les pidió—. Adiós, muchacha —murmuró—, Adiós, ratón. Quizás os vea dentro de setenta y tres años.

Una luz invisible les relampagueó en la cabeza.

En la órbita lunar, un navegante recordó los zapatos rojos de su madre.

Dos millones de personas de la Tierra contaron «uno, dos» y se preguntaron por qué lo habían hecho.

Un joven y brillante periquito que navegaba en una nave orbital se puso a recitar el poemita y desconcertó a toda la tripulación.

Aparte de esto, no se produjeron efectos laterales.

La muchacha del ataúd arqueó el cuerpo con terrible tensión. Los electrodos le habían quemado la piel en las sienes. Las cicatrices rojas brillaban contra la carne congelada y lozana de la muchacha.

El cubo no mostró indicios del ratón muerto-vivo y vivo-muerto.

Mientras el segundo técnico aplicaba ungüento en las cicatrices de Veesey, Tigabelas se puso un auricular y tocó las terminales del cubo muy suavemente, sin moverlo de la posición que ocupaba en la caja con forma de ataúd.

Cabeceó satisfecho. Retrocedió.

—¿Están seguros de que la muchacha lo ha recibido?

—Lo revisaremos antes del congelamiento profundo.

—¿Y
Marcia y los hombres de la Luna?

—No ha podido fallar —aseguró el primer técnico—. Lo llamaré si se plantea algún problema, aunque no creo que vaya a ser necesario.

Tigabelas echó una última ojeada a la adorable muchacha. Setenta y tres años, dos meses y cuatro días, pensó. Y a ella, más allá de las leyes terráqueas, quizá la premien con mil años. Y el cerebro de ratón durará un millón de años.

Veesey nunca los conoció: ni al primer técnico, ni al segundo, ni a Tigabelas, el guardia psicológico.

Hasta el día de su muerte supo que
Marcia y los hombres de la Luna
había incluido las más maravillosas luces azules, la hipnótica cuenta «uno, dos, uno, dos» y los más bonitos zapatos rojos jamás vistos en la Tierra o en otros mundos.

III

Trescientos veintiséis años después tuvo que despertar.

La caja se había abierto.

Le dolía cada músculo y cada hueso.

La nave anunciaba emergencia y la muchacha tuvo que despertar.

Quería dormir, dormir, o morir.

La nave siguió emitiendo su grito.

Tuvo que levantarse.

Levantó un brazo hasta el borde de su cama-ataúd. Había practicado cómo entrar y salir de la cama en el largo período de entrenamiento, antes de que la enviaran al sótano para hipnotizarla y congelarla. Sabía qué buscar, qué esperar. Se volvió sobre un costado. Abrió los ojos.

Las luces brillaban amarillas y potentes. Cerró los ojos de nuevo.

Oyó una voz.

—Ponte el tubo en la boca —parecía decir.

Veesey gruñó.

La voz siguió hablando.

Sintió algo áspero contra la boca.

Abrió los ojos.

Entre ella y la luz se interponía el perfil de una cabeza humana.

Veesey entornó los ojos para ver si era uno de los médicos. No, estaba en la nave.

La cara cobró relieve.

Era el rostro de un hombre muy apuesto y muy joven. El hombre la miraba a los ojos. Veesey nunca había visto a alguien que fuera guapo y simpático a la vez, como ese hombre. Trató de verlo con claridad, y sonrió.

El tubo de alimentación le entró entre los labios y los dientes. Automáticamente, ella succionó. El fluido parecía sopa, pero sabía a medicina.

La cara tenía voz.

—Despierta —insistió—, despierta. No es bueno que ahora te quedes quieta. Necesitas hacer ejercicio cuanto antes.

Ella expulsó el tubo de la boca.

—¿Quién eres? —jadeó.

—Trece —se presentó el hombre—, y aquél es Talatashar. Hace dos meses que estamos despiertos reprogramando los robots. Necesitamos tu ayuda.

—Ayuda —murmuró ella—, ¿Mi ayuda? La cara de Trece se arrugó y se frunció en una deliciosa sonrisa.

—Bien, en cierto modo. Lo que en verdad necesitamos es una tercera mente que vigile a los robots cuando nos parece que ya están reparados. Además, nos sentimos solos. Talatashar y yo no somos demasiada compañía. Revisamos la lista de tripulantes de reserva y decidimos despertarte a ti.

Le tendió una mano amistosa.

Al incorporarse, Veesey vio al otro hombre, Talatashar. Dio un respingo: nunca había visto a nadie tan feo. Tenía el cabello gris y corto. Ojillos de cerdo asomaban en una cara sebosa. Las mejillas colgaban a ambos lados en monstruosas papadas. Por si eso fuera poco, la cara era deforme. Un lado parecía despierto, pero el otro estaba torcido en un permanente espasmo de dolor. Sin poder evitarlo, Veesey se llevó la mano a la boca. Luego habló con la mano apoyada en los labios.

—Creí... creí que todos eran bellos en esta nave. Un lado de la cara de Talatashar sonrió mientras el otro conservaba su inmóvil expresión de dolor.

—Lo éramos —rezongó la voz, que no era desagradable—, todos lo éramos. Siempre nos deterioramos algunos en la congelación. Tardarás un poco en acostumbrarte a mí. —Rió torvamente—.
Yo
tardé bastante. Dos meses. Me alegro de conocerte. Quizá tú también te alegres de conocerme, dentro de un tiempo. ¿Qué piensas de esto, Trece?

—¿Qué? —dijo Trece, quien los miraba con afable preocupación.

—La muchacha. Tan discreta. La diplomacia directa de los muy jóvenes. Pregunta si soy apuesto. Yo digo que no. Y ella, ¿qué es?

Trece se volvió hacia Veesey. —
Deja que te ayude a sentarte
—se ofreció.

Ella se sentó en el borde de la caja.

En silencio, el joven le pasó el recipiente de líquido con el tubo de alimentación, y ella siguió sorbiendo la sopa. Miraba de reojo a los dos hombres, con ojos de niña. Eran tan inocentes y turbados como los ojos de un gatito que se enfrenta con problemas por primera vez.

—¿Qué eres? —preguntó Trece. Ella se apartó el tubo de los labios.

—Una muchacha —respondió.

La mitad de la cara de Talatashar sonrió. La otra mitad contrajo los músculos, pero no expresó nada.

—Eso ya lo vemos —dijo socarronamente.

—Queremos saber qué te enseñaron —añadió Trece en tono conciliador.

Ella volvió a dejar el tubo.

—Nada —contestó.

Los dos hombres rieron. Primero, Trece rió con una voz que encerraba toda la maldad del mundo. Luego rió Talatashar, aunque era demasiado joven para reír a su manera. Su risa también era cruel. Había algo masculino, misterioso, amenazador y secreto en ella, como si Talatashar supiera cosas que las jóvenes sólo podían averiguar al precio del dolor y la humillación.

Era un extraño, como siempre lo han sido los hombres para las mujeres: lleno de motivaciones secretas y deseos ocultos, impulsado por pensamientos brillantes y agudos que las mujeres no conocían ni deseaban conocer. Quizás el cuerpo no era lo único que se les había deteriorado.

Ninguna experiencia personal de Veesey le hacía temer esa risa, pero un millón de años de instinto femenino le aconsejaron no ignorar el mal, permanecer alerta por si se presentaban nuevos problemas y esperar lo mejor por el momento. Los libros y las cintas le habían enseñado todo lo necesario sobre la sexualidad. Esa risa no tenía nada que ver con los bebés ni con el amor. Era despectiva, poderosa y cruel, con la crueldad de hombres que son crueles sólo porque son hombres. Por un instante los odió a ambos, pero no se asustó tanto como para activar los dispositivos de protección que el guardia psicológico le había incorporado en la mente. En cambio, contempló la cabina de diez metros de longitud por cuatro metros de anchura.

Éste sería su hogar ahora, quizá para siempre. Había durmientes en alguna parte, pero Veesey no veía las cajas. Sólo disponía de un pequeño espacio y dos hombres: Trece, con su sonrisa cálida, su bonita voz, sus interesantes ojos color gris azulado; Talatashar, con el rostro deforme. Y la risa de ambos. Esa risa misteriosamente masculina, hostil y burlona.
La vida es la vida
, pensó,
y debo vivirla. Aquí.
Talatashar, que había dejado de reír, habló con voz muy diferente.

—Ya tendremos tiempo de jugar y divertirnos cuanto queramos. Primero debemos terminar el trabajo. Las velas fotónicas no reciben luz estelar suficiente para llevarnos a ninguna parte. Un meteoro ha desgarrado la vela mayor. No podemos repararla, pues tiene treinta kilómetros de extensión. Así que debemos poner la nave a punto: ésa es la vieja y correcta expresión.

—¿Cómo funciona? —preguntó Veesey con tristeza, sin poner mucho interés en su propia pregunta. El malestar y el dolor del largo congelamiento empezaban a atormentarla.

—Es simple —explicó Talatashar—. Las velas están recubiertas. Las pusieron en órbita con cohetes. La presión de la luz es mayor de un lado que del otro. Con determinada presión por un lado y escasa presión por el otro, la nave tiene que ir a alguna parte. La materia interestelar es muy fina y no basta para frenarnos. Las velas se alejan constantemente de la fuente de luz más brillante. Durante los primeros ocho años fue el Sol. Luego dejamos atrás el Sol y otras fuentes luminosas. Ahora recibimos más luz de la necesaria, y nos desviaremos de nuestra ruta si no apuntamos el lado ciego de las velas hacia nuestro destino y los lados impelentes hacia la fuente de luz más poderosa. El navegante murió, aunque no sabemos por qué. El mecanismo automático de la nave nos despertó, y el tablero de navegación nos puso al corriente de la situación. Aquí estamos. Tenemos que reparar los robots.

—Pero ¿qué les ocurre? ¿Por qué no lo hacen ellos? ¿Por qué tuvieron que despertar a la gente? Se supone que son muy listos.

Se preguntó por qué la habían despertado a
ella
. Pero sospechaba la respuesta: la habían despertado los hombres, no los robots, y no quería que lo dijeran. Aún tenía presente aquella desagradable risa masculina.

—Los robots no estaban programados para rasgar velas, sólo para repararlas. Tenemos que adaptarlos para que acepten el daño que no queremos remediar, y para que continúen con el nuevo trabajo que necesitamos.

—¿Puedo comer algo? —preguntó Veesey.

—¡Yo lo traeré! —se ofreció Trece.

—¿Por qué no? —dijo Talatashar.

Mientras Veesey comía, examinaron en detalle la tarea que se proponían realizar, hablando con calma. Veesey se sentía más tranquila. Tenía la sensación de que la aceptaban como compañera.

Cuando terminaron de preparar el plan de trabajo, tenían la certeza de que tardarían entre treinta y cinco y cuarenta y dos días normales en tensar las velas y colgarlas de nuevo. Los robots hacían el trabajo exterior, pero las velas tenían cien mil kilómetros de longitud por treinta mil kilómetros de anchura.

¡Cuarenta y dos días!

No tardaron cuarenta y dos días.

Tardaron un año y tres días.

Las relaciones no habían cambiado mucho dentro de la cabina.

Talatashar la dejaba en paz, excepto para hacer comentarios desagradables. Los medicamentos que había encontrado en el botiquín no le habían mejorado el aspecto, pero algunas sustancias lo drogaban tanto que dormía mucho y profundamente.

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