Los señores de la instrumentalidad (74 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Mercer se volvió hacia la muchacha de muchos cuerpos, que se había acercado.

—Es lo que sospecho, ¿verdad?

—Sí. El doctor Vomact le abrasó el cerebro. También le inutilizó los ojos.

Mercer se sentó y contempló a la muchacha.

—Tú me dijiste que lo hiciera. Dime por qué.

—Para que vieras. Para que sepas. Para que pienses.

—¿Eso es todo? —dijo Mercer.

La muchacha tiritó. Sus pechos suspiraron a lo largo de la serie de cuerpos. Mercer se preguntó cómo les llegaba el aire a todos. No sentía pena por ella; no sentía pena por nadie salvo por sí mismo. Cuando cesó el espasmo, la muchacha se disculpó con una sonrisa.

—Me acaban de hacer un nuevo injerto.

Mercer asintió con el ceño fruncido.

—¿Qué? ¿Una nueva mano? Ya tienes bastantes.

—¡Oh!, uno de ésos —respondió ella, mirándose los torsos—. Prometí a T'dikkat que los dejaría crecer. Él es bueno. Pero mira a ese hombre, forastero. El hombre que has desenterrado. ¿Quién está mejor? ¿El o nosotros?

Mercer la observó sorprendido.

—¿Por eso me pediste que lo desenterrara?

—Sí.

—¿Y esperas que te responda?

—No —dijo la muchacha—, ahora no.

—¿Quién eres? —preguntó Mercer.

—Aquí nunca hacemos esa pregunta. No tiene importancia pero como eres nuevo, te lo diré. Yo era la dama Da, la madrastra del emperador.

—¡Tú! —exclamó Mercer.

Ella le dirigió una sonrisa amarga.

—¡Eres tan novato que piensas que tiene importancia! Pero debo decirte una cosa más importante.

Calló y se mordió el labio.

—¿Qué? —urgió Mercer—. Será mejor que me lo digas antes de que me ataquen de nuevo. Después no podré pensar ni hablar durante un largo tiempo. Dímelo ahora.

Ella le acercó la cara. Todavía era un rostro adorable, aun bajo la moribunda luz anaranjada de ese poniente violáceo.

—Nadie vive para siempre.

—Sí —dijo Mercer—. Lo sabía.

—Créelo
—ordenó la dama Da.

De pronto, centellearon unos relámpagos a lo lejos en la llanura oscura.

—Entiérrate —le aconsejó ella—. Pasa la noche enterrado. Quizá te salves.

Mercer empezó a cavar. Miró al hombre que había desenterrado. El cuerpo sin cerebro, con movimientos suaves semejantes a los de una estrella de mar en el agua, volvía a cubrirse de tierra.

Varios días después, alguien gritó en el rebaño.

Mercer había conocido a un medio hombre. La parte inferior del cuerpo había desaparecido y las vísceras se mantenían en un sitio con algo que parecía un vendaje de plástico transparente. El medio hombre le había enseñado a permanecer quieto cuando los dromozoos se acercaban con sus buenas intenciones.

—No puedes luchar contra ellos —le dijo el medio-hombre—. Hicieron crecer a Álvarez hasta que tuvo el tamaño de una montaña, así que él nunca se mueve. Y ahora tratan de hacernos felices. Nos alimentan, nos limpian, nos acicalan. Quédate quieto. No tengas vergüenza de gritar. Todos gritamos.

—¿Cuándo recibiremos la droga? —preguntó Mercer.

—Cuando venga T'dikkat.

T'dikkat llegó aquel mismo día empujando una especie de trineo con ruedas. Los patines le permitían desplazarse en las elevaciones, las ruedas en el terreno llano.

El rebaño desarrolló furiosa actividad antes de que llegara T'dikkat. Por todas partes desenterraban a los dormidos. Cuando llegó el hombre-toro, el rebaño había desenterrado tantos hombres y mujeres, jóvenes y viejos, que los cuerpos rosados sumaban más del doble que antes. Los durmientes no tenían mejor ni peor aspecto que los despiertos.

—¡Deprisa! —les urgió la dama Da—. Nunca nos inyecta si no estamos preparados.

T'dikkat llevaba su pesado traje de plomo.

Levantó un brazo en un cordial saludo, como un padre que regresa al hogar con regalos para los hijos. El rebaño se apiñó alrededor de él.

Él metió la mano en el trineo. Se echó sobre los hombros un arnés con una botella. Cerró las hebillas de las correas. De la botella colgaba un tubo. En la mitad del tubo había una pequeña bomba de presión, y al final se veía una reluciente aguja hipodérmica.

Cuando estuvo preparado, T'dikkat les indicó que se acercaran. Fueron hacia él, radiantes de felicidad. El se abrió paso entre el rebaño y se acercó a la mujer a quien le crecía un cuerpo de niño en el cuello. La voz mecánica de T'dikkat resonó por el altavoz del traje.

—Buena muchacha. Buena, buena. Tendrás un gran regalo.

Le clavó la hipodérmica tanto tiempo que Mercer vio la burbuja de aire desplazándose de la bomba hasta la botella.

Luego T'dikkat se acercó a los demás, diciendo una palabra de vez en cuando, moviéndose con inusitada gracia y agilidad. La aguja brillaba mientras les aplicaba las inyecciones bajo presión. Todos se sentaron o se recostaron en el suelo como adormilados.

T'dikkat reconoció a Mercer.

—Hola, amigo. Ahora viene la diversión. En la cabina esto te habría matado. ¿Tienes algo para mí?

Mercer tartamudeó, sin saber a qué se refería T'dikkat. El hombre de dos narices respondió por él.

—Creo que tiene una bonita cabeza de bebé, pero aún no ha crecido lo suficiente para que te la lleves.

Mercer ni siquiera advirtió que la aguja le penetraba en el brazo.

T'dikkat enfiló hacia otro grupo cuando la supercondamina inició su efecto en Mercer.

Mercer quería correr detrás de T'dikkat, abrazar el traje de plomo, decirle a T'dikkat que lo amaba. Tropezó y cayó, pero no sintió dolor. La muchacha de muchos cuerpos estaba cerca de él. Mercer le habló.

—¿No te parece maravilloso? Eres bella, bella, bella. Me siento muy feliz de estar aquí.

La mujer cubierta de manos se les acercó. Irradiaba calidez y amistad. Mercer la encontró muy distinguida y encantadora. Se arrancó la ropa. Resultaba estúpido y presuntuoso andar vestido cuando aquella simpática gente iba desnuda.

Las dos mujeres le murmuraban cosas.

En un rincón de la mente supo que no le decían nada, que sólo expresaban la euforia de una droga tan potente que el universo conocido la había prohibido. La mayor parte de su mente era feliz. Se preguntó cómo era posible que alguien tuviera la buena suerte de visitar un planeta tan bonito. Intentó decírselo a la dama Da, pero no podía hablar con claridad.

Una puñalada de dolor le atravesó el abdomen. La droga siguió al dolor y lo engulló. Era como la gorra del hospital, aunque mil veces mejor. El dolor desapareció, a pesar de que la primera vez había sido devastador.

Se obligó a pensar con lucidez. Se concentró y dijo a las dos mujeres sonrosadas y desnudas que estaban acostadas junto a él en el desierto:

—Ha sido un buen bocado. Ojalá me crezca otra cabeza. ¡Eso haría que T'dikkat se pusiera contento!

La dama Da irguió su primer cuerpo.

—Yo también soy fuerte. Puedo hablar. Recuerda, hombre, recuerda. Nadie vive para siempre. Nosotros también podemos morir como las personas verdaderas. ¡Creo tanto en la muerte!

Mercer le sonrió en medio de su felicidad.

—Claro que puedes morir. ¿Pero no es esto...?

Sintió que los labios se le abultaban y la mente se le obnubilaba. Estaba despierto, pero no tenía ganas de hacer nada. En aquel bello lugar, entre tantas personas agradables y atractivas, sonrió.

T'dikkat estaba esterilizando sus cuchillos.

Mercer se preguntó cuánto le había durado la supercondamina. Soportó la actividad de los dromozoos sin gritos ni contorsiones. El padecimiento de los nervios y el escozor de la piel eran fenómenos que sucedían en alguna parte, cerca de él, pero no significaban nada. Observó su cuerpo con un interés distante. La dama Da y la mujer cubierta de manos permanecieron junto a él. Al cabo de un largo rato el medio-hombre se arrastró hacia el grupo con sus fuertes brazos. Al llegar parpadeó con aire somnoliento y amable y recayó en el sereno sopor del que había despertado. En ocasiones Mercer veía despuntar el sol, cerraba los ojos un instante y al abrirlos descubría el resplandor de las estrellas. El tiempo no significaba nada. Los dromozoos lo alimentaban a su manera misteriosa; la droga anulaba la necesidad de ciclos físicos.

Al fin notó que de nuevo sentía el dolor por dentro.

Los sufrimientos no habían cambiado, él sí.

Conoció todos los sucesos que podían ocurrir en Shayol. Los recordaba bien de su período de felicidad. Antes los había visto, ahora los sentía.

Quiso preguntar a la dama Da cuánto tiempo habían disfrutado de la droga, y cuánto tendrían que esperar antes de una nueva dosis. Ella le sonrió con benigna y remota felicidad; por lo visto, sus muchos torsos, tendidos en el suelo, tenían mayor capacidad de retención de la droga que el cuerpo de Mercer. Ella albergaba buenos propósitos, pero no podía hablar con claridad.

El medio-hombre estaba echado en el suelo, y las arterias palpitaban agradablemente detrás de la cobertura transparente que le protegía la cavidad abdominal.

Mercer estrujó el hombro del medio-hombre.

El medio-hombre despertó, reconoció a Mercer y lo saludó con una sonrisa somnolienta.

—«Que el día te sonría, mi muchacho.» Eso pertenece a una obra. ¿Has visto alguna vez una obra?

—¿Qué es eso?

—Una máquina óptica con personas verdaderas que interpretan papeles.

—Nunca he visto nada de eso. Pero...

—Pero quieres preguntarme cuándo regresará T'dikkat con la aguja.

—Sí —admitió Mercer, un poco avergonzado de ser tan transparente.

—Pronto —le tranquilizó el medio-hombre—. Por eso pienso en obras. Todos sabernos qué va a pasar. Todos sabemos cuándo va a pasar. Todos sabemos qué harán los maniquíes —señaló los montículos donde se refugiaban los hombres sin cerebro—, y todos sabemos qué preguntarán los nuevos. Pero nunca sabemos cuánto durará una escena determinada.

—¿Qué es una «escena»? —preguntó Mercer—. ¿Es el nombre de la aguja?

El medio-hombre lanzó una risa que se parecía al verdadero humor.

—No, no, no. Estás obsesionado. Una escena forma parte de una obra. Quiero decir que conocemos el orden en que suceden las cosas, pero no tenemos relojes y a nadie le interesa contar los días ni confeccionar calendarios. El clima no cambia mucho, así que a nadie le importa cuánto tarda cada cosa. El dolor parece breve y el placer prolongado. Sospecho que cada ciclo dura dos semanas terrestres.

Mercer ignoraba lo que era una «semana terrestre», pues no había sido un hombre culto antes de su condena, y el medio-hombre no le explicó nada más. Entonces el medio-hombre recibió un injerto dromozoico, se puso rojo y le gritó a Mercer:

—¡Sácalo, idiota! ¡Arráncalo!

Mientras Mercer lo miraba con impotencia, el medio-hombre se contorsionó, dando a Mercer la espalda rosada y polvorienta mientras lanzaba un sollozo ahogado.

Mercer no pudo deducir cuánto tardó T'dikkat en regresar. Tal vez unos días, tal vez meses.

De nuevo T'dikkat anduvo entre ellos como un padre afable; una vez más todos se apiñaron como hijos ansiosos. En esta ocasión T'dikkat sonrió complacido al ver la pequeña cabeza que había crecido en el muslo de Mercer; la cabeza de un niño dormido, cubierta de vello en la coronilla y con delicadas cejas sobre los ojos cerrados. Mercer recibió una inyección de júbilo.

Cuando T'dikkat cortó la cabeza del muslo, Mercer sintió el cuchillo cortando el cartílago que le adhería la cabeza al cuerpo. Vio que la cara de niño hacía una mueca cuando separaban la cabeza; sintió un lejano relampagueo de dolor mientras T'dikkat frotaba la herida con un antiséptico corrosivo que detenía al instante las hemorragias.

Después le crecieron dos piernas en el pecho.

Luego tuvo otra cabeza junto a la suya.

¿O eso fue después del torso y las piernas, o de la niñita que le creció en el costado?

Olvidó el orden.

No medía el tiempo.

La dama Da le sonreía a menudo, pero no había amor en aquel lugar. Ella había perdido los torsos adicionales. Entre un proceso teratológico y otro era una mujer bonita y atractiva; pero lo más agradable de la relación era el susurro que ella repetía miles de veces, sonriendo esperanzada:

—Nadie vive eternamente.

Estas palabras eran un consuelo para la dama Da, pero Mercer no las entendía muy bien.

Así iban las cosas; las víctimas cambiaban de aspecto, y llegaban los nuevos. A veces T'dikkat traía a algunos nuevos en un camión: dormían el sueño eterno de sus cerebros abrasados. En el camión los cuerpos se zarandeaban y gemían sin habla cuando los dromozoos los acosaban.

Al fin Mercer se las ingenió para seguir a T'dikkat hasta la puerta de la cabina. Para lograrlo tuvo que luchar contra el placer de la supercondamina. Sólo el recuerdo de un dolor, un desconcierto y una perplejidad previas le aseguraban que sí no formulaba la pregunta cuando se sentía feliz, la respuesta ya no estaría a su alcance cuando la necesitara. Luchando contra el placer, rogó a T'dikkat que buscara en los registros para decirle cuánto tiempo había permanecido allí.

T'dikkat accedió a regañadientes, pero no salió de la cabina. Habló a través de un altavoz, y su respuesta estentórea retumbó en la llanura desierta. El rosado rebaño despertó apenas de su feliz sopor para preguntarse qué quería comunicarles su amigo T'dikkat. Cuando lo dijo, les pareció excesivamente profundo, aunque ninguno de ellos comprendió, pues se trataba simplemente del tiempo que Mercer había permanecido en Shayol;

—Tiempo estándar: ochenta y cuatro años, siete meses, tres días, dos horas, once minutos y medio. Buena suerte, amigo.

Mercer se alejó.

El rincón secreto de su mente que permanecía cuerdo a pesar de la felicidad y el dolor se hacía preguntas sobre T'dikkat. ¿Qué persuadía al hombre-toro de quedarse en Shayol? ¿Cómo lograba la felicidad sin supercondamina? ¿Era T'dikkat un loco esclavo de su deber, o un hombre que aspiraba a regresar un día a su propio planeta, a una familia de gente vacuna como él? Mercer, a pesar de la felicidad, sollozó por el extraño destino de T'dikkat. En cuanto a su propio destino, lo aceptaba.

Recordó la última vez que había comido: huevos verdaderos en una sartén verdadera. Los dromozoos lo mantenían con vida, pero ignoraba cómo lo hacían.

Regresó tambaleante hacia el grupo. La dama Da, desnuda sobre la llanura polvorienta, agitó una mano hospitalaria y lo invitó a sentarse junto a ella. Disponía de kilómetros cuadrados de extensión para sentarse, pero aun así él agradeció ese gesto amable.

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