Los señores de la instrumentalidad (76 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
11.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

La dama Johanna Gnade levantó la mano derecha en un gesto de silencio y compasión. Miró alrededor. Observó de nuevo a la dama Da. Tal vez intuía qué gran esfuerzo había realizado la dama Da para permanecer erguida mientras las dos drogas, la supercondamina y la droga de la nave de rescate, luchaban en sus venas.

—Podéis descansar. Os prometo que se hará todo lo posible por vosotros. El Imperio está acabado. El Acuerdo Fundamental, por el cual la Instrumentalidad entregó el Imperio hace mil años, se ha anulado. No sabíamos que vosotros existíais. Lo habríamos descubierto con el tiempo, pero lamento que no lo averiguáramos antes. ¿Hay algo que podamos hacer ahora mismo?

—Tiempo es lo único de que disponemos —dijo la dama Da—. Quizá nunca podamos irnos de Shayol, a causa de los dromozoos y la
medicina.
Los primeros pueden ser peligrosos. Y no se debe permitir que se conozca lo segundo.

La dama Johanna Gnade miró alrededor. T'dikkat cayó de rodillas y levantó las manazas en un ademán de súplica.

—¿Qué quieres? —preguntó la dama.

T'dikkat señaló los niños mutilados.

—Ordena que no hagan esto a los niños. ¡Ordénalo ahora! —La segunda exclamación era una orden, y ella la aceptó—. señora... —Tdikkat se interrumpió tímidamente.

—¿Sí? Continúa.

—señora, soy incapaz de matar. No está en mi naturaleza, Trabajar y ayudar sí, pero no matar. ¿Qué haré con ellos?

Señaló a los cuatro niños inmóviles.

—Consérvalos —suspiró ella—. Sólo consérvalos.

—No puedo. No hay modo de salir con vida de este planeta. No tengo alimentos para ellos en la cabina. Morirán dentro de unas horas. Y los gobiernos se toman las cosas con demasiada tranquilidad —añadió sabiamente.

—¿Puedes administrarles la
medicina.

—No, morirían si les diera esa sustancia sin que los dromozoos les hayan fortalecido los procesos corporales.

La dama Johanna Gnade soltó una risa tintineante que estaba al borde del llanto.

—¡Tontos, pobres tontos, y yo más estúpida que nadie! Si la supercondamina funciona sólo
después
de la actividad dromozoica, ¿de qué sirve guardar el secreto?

T'dikkat se puso en pie, ofendido. Frunció el ceño, pero no encontró las palabras para defenderse.

La dama Da, ex emperatriz de un Imperio caído, interpeló a la otra dama con energía y solemnidad:

—Que los lleven al exterior, para que los ataquen. Les dolerá. Que T'dikkat les administre la droga en cuanto lo considere seguro. Pido tu venia, señora...

Mercer tuvo que sostenerla para que no cayera.

—Todos habéis sufrido demasiado —dijo la dama Johanna—. Una nave de asalto con tropas bien armadas se dirige a vuestro satélite-hospital. Capturarán al personal médico y averiguarán quién ha cometido este crimen contra los niños.

Mercer se atrevió a hablar.

—¿Castigaréis al médico culpable?


Tu
te atreves a hablar de castigo —exclamó la dama—. ¡Tú!

—Es justo. Si yo recibí mi castigo por actuar mal, ¿por qué no él?

—¡Castigar... castigar...! —se lamentó la dama—. Curaremos a ese médico. Y también te curaremos a ti, si podemos.

Mercer rompió a llorar. Evocó los océanos de felicidad que le había proporcionado la condamina, sin tener en cuenta el insidioso dolor y las deformidades de Shayol. ¿No le pondrían más inyecciones? No podía concebir una vida fuera de Shayol. El tierno y paternal T'dikkat no vendría de nuevo con sus cuchillos?

Irguió la cara surcada de lágrimas ame la dama Johanna Gnade y masculló:

—señora, aquí estamos todos locos. Creo que no queremos irnos.

Ella apartó el rostro, impulsada por una gran compasión. Luego le habló a T'dikkat:

—Eres sabio y bondadoso, aunque no seas humano. Dales toda la droga que puedan resistir. La Instrumentalidad decidirá qué hacer con vosotros. Enviaré a soldados-robot para que registren el planeta. ¿Los robots estarán seguros, hombre-vaca?

A T'dikkat no le gustó esa desconsiderada denominación, pero no se ofendió.

—Los robots estarán bien, señora, pero los dromozoos se excitarán si no pueden alimentarlos y curarlos. Envía la menor cantidad posible. No sabemos cómo viven y mueren los dromozoos.

—La menor cantidad posible —murmuró ella. Levantó la mano para impartir una orden a un técnico que estaba a una distancia inimaginable. El humo inodoro la envolvió y la imagen se esfumó.

—He arreglado tu ventana —anunció una voz estridente y jovial. Era el robot aduanero. T'dikkat le dio las gracias distraídamente. Acompañó a Mercer y la dama Da hasta la puerta. En cuanto salieron recibieron el aguijonazo de los dromozoos. No importaba.

T'dikkat salió también, con los cuatro niños en sus tiernas manazas. Depositó los cuerpos inertes en el suelo, cerca de la cabina. Pronto sufrieron espasmos cuando les atacaron los dromozoos. Mercer y la dama Da vieron que los pardos ojos vacunos estaban inflamados
y
que las enormes mejillas mostraban rastros de lágrimas.

Horas o siglos.

¿Cómo podían saberlo?

El rebaño reanudó su vida normal, excepto por el hecho de que los intervalos entre inyecciones se volvieron más breves, Suzdal, el ex comandante, rechazó las dosis cuando se enteró de las novedades. Cada vez que podía caminar, seguía a los robots aduaneros mientras fotografiaban el paisaje, tomaban muestras del suelo y contaban los cuerpos. Sentían especial interés por el montañoso capitán Álvarez, y no estaban seguros de que aún albergara vida orgánica. La montaña parecía reaccionar a la supercondamina, pero no encontraban sangre ni pulso cardíaco. La humedad, impulsada por los dromozoos, parecía haber reemplazado los procesos corporales humanos.

5

Una mañana, el cielo se abrió.

Aterrizaron naves, una tras otra. Salió gente vestida.

Los dromozoos ignoraron a los recién llegados. Mercer, que estaba en claro estado de júbilo, trató confusamente de entender la situación, hasta que advirtió que las naves estaban cargadas de máquinas de comunicaciones; las «personas» eran en realidad robots o imágenes de personas que estaban en otra parte.

Los robots reunieron deprisa a los integrantes del rebaño. Usando carretillas, transportaron a los cientos de personas sin cerebro hacia la zona de aterrizaje.

Mercer oyó una voz conocida. Era de la dama Johanna Gnade.

—Elévame —ordenó la dama.

Su imagen se elevó hasta alcanzar un cuarto del tamaño de Álvarez. La voz cobró más volumen.

—Despiértalos a todos —ordenó la dama.

Los robots caminaron entre ellos, rodeándolos con un gas que era nauseabundo y dulce a la vez. Mercer sintió que recobraba la lucidez. La supercondamina aún actuaba en nervios y venas, pero la corteza cerebral quedó libre de ella.

—Os traigo la decisión de la Instrumentalidad acerca del planeta Shayol —exclamó la compasiva y femenina voz de la gigantesca dama Johanna.

«Primero: continuarán los suministros quirúrgicos y no se molestará a los dromozoos. Dejaremos aquí fragmentos de cuerpos humanos para que crezcan, y los injertos serán recogidos por robots. Ningún hombre ni homúnculo volverá a vivir aquí.

»Segundo: el subhombre T'dikkat, de origen vacuno, será recompensado con un retorno inmediato a la Tierra. Recibirá el doble del salario correspondiente a mil años de servicio.

La voz de T'dikkat, sin amplificación, sonó casi tan estentórea como la de la dama a través del amplificador.

—¡señora, señora! —protestó.

Ella miró hacia abajo. El enorme cuerpo de T'dikkat llegaba apenas al borde de la ondeante falda.

—¿Qué quieres? —le preguntó la dama con tono muy informal.

—Antes déjame terminar mi trabajo —exclamó T'dikkat para que todos oyeran—. Déjame seguir cuidando de esta gente.

Los especímenes que tenían mente escucharon con atención. Los especímenes sin cerebro intentaban ocultarse de nuevo en la blanda tierra de Shayol usando sus potentes zarpas. Cuando uno empezaba a desaparecer, un robot lo sacaba aferrándole un brazo.

—Tercero: se practicará cefalectomía en todas las personas de mente irrecuperable. Los cuerpos quedarán aquí. Las cabezas se transportarán a otra parte y recibirán la muerte más llevadera que encontremos, quizá mediante una sobredosis de supercondamina.

—La última gran sacudida —murmuró el comandante Suzdal, que estaba cerca de Mercer—. Me parece justo.

—Cuarto: hemos descubierto que los niños son los últimos herederos del Imperio. Un funcionario excesivamente cauto los envió aquí para impedir que cometieran traición cuando crecieran. El médico obedeció las órdenes sin cuestionarlas. Tanto el funcionario como el médico han sido curados y les hemos borrado sus recuerdos sobre este incidente, así que no tienen por qué avergonzarse ni lamentar lo que han hecho.

—Es injusto —gritó el medio-hombre—. ¡Hay que castigarlos como a nosotros!

La dama Johanna Gnade lo miró.

—No habrá más castigos. Os daremos lo que pidáis, pero no el dolor de otros seres humanos. Continúo:

«Quinto: como ninguno de vosotros desea reanudar su vida anterior, os trasladaremos a un planeta cercano. Es similar a Shayol, pero mucho más hermoso. No hay dromozoos.

Se produjo un revuelo. El rebaño gritó, lloró, maldijo, suplicó. Todos querían la inyección, aunque para ello tuvieran que quedarse en Shayol.

—Sexto —gritó la gigantesca imagen de la dama, silenciando las protestas con su voz imponente pero femenina—: no tendréis supercondamina en el nuevo planeta, pues sin dromozoos os mataría. Pero habrá gorras.
Recordad las gorras.
Intentaremos curaros y transformaros de nuevo en personas. Pero si renunciáis, no os obligaremos. Las gorras son muy potentes; con ayuda médica podéis usarlas muchos años.

Los integrantes del rebaño callaron mientras intentaban comparar las gorras eléctricas que estimulaban los centros del placer con la droga que los había anegado de felicidad mil veces. Murmuraron aprobatoriamente.

—¿Alguna pregunta? —dijo la dama Johanna.

—¿Cuándo recibiremos las gorras? —quisieron saber varios. Eran tan humanos como para reírse de su propia impaciencia.

—Pronto, muy pronto.

—Muy pronto —repitió T'dikkat, reanudando su tarea, aunque ya no estaba a cargo.

—Una pregunta —exclamó la dama Da.

—señora —dijo la dama Johanna, con el respeto debido a una ex emperatriz.

—¿Se nos permitirá el matrimonio?

La dama Johanna se quedó atónita.

—No sé —respondió al fin. Sonrió—. No veo por qué no...

—Reclamo a este hombre, Mercer —declaró la dama Da—. Cuando las drogas eran más profundas, y el dolor más intenso, él era el único que siempre intentaba pensar. ¿Puedo quedarme con él?

Mercer consideró que el procedimiento era arbitrario, pero se sentía tan feliz que no dijo nada. La dama Johanna Gnade lo estudió un instante y asintió. Levantó los brazos en un gesto de bendición y despedida.

Los robots dividieron el rosado rebaño en dos grupos. Uno viajaría en una nave hacia un nuevo mundo, nuevos problemas y nuevas vidas. Los demás, que intentaban ocultarse en la tierra, fueron reunidos para recibir el último homenaje que el hombre podía tributar a la humanidad de las víctimas.

T'dikkat, alejándose de los demás, trotó con su botella por la llanura para ofrecer al hombre-montana Álvarez un gran obsequio de deleite.

Hacia un mar sin sol

¡Vibran en el cielo, arriba, oh, muy arriba! Brillante, cuan brillante es la luz de esas lunas gemelas de Xanadú. Xanadú la perdida, Xanadú, la adorable, Xanadú la sede del placer. Placer de los sentidos, del cuerpo, de la mente, del alma. ¿Alma?¿Quién habló del alma?

1

Donde se encontraban, el viento susurraba con suavidad. De vez en cuando Madu, en un ancestral gesto femenino, se estiraba la diminuta falda plateada o se ceñía la chaqueta abierta y sin mangas, igualmente diminuta. No porque tuviera frío. Su exigua vestimenta era apropiada para el templado clima de Xanadú.

Se preguntaba cómo sería ese señor de la Instrumentalidad: ¿viejo o joven, rubio o moreno, sabio o tonto? No pensó: «apuesto o feo». Xanadú era célebre por la perfección física de sus habitantes, y Madu era demasiado joven para concebir algo menos perfecto.

Lari, que aguardaba junto a ella, no pensaba en ese señor del Espacio. Volvía a ver mentalmente las cintas de vídeo de la danza, los pasos intrincados y el bello frenesí de movimientos de ese grupo de los antiguos días, en la Cuna del Hombre, el grupo llamado Boolshoi. «Algunas vez —pensaba—, oh, quizás alguna vez pueda bailar así...

Kuat pensaba: «¿A quién quieren engañar? Hace años que soy gobernador de Xanadú y es la primera vez que nos visita un señor. ¡Conque héroe de guerra de la batalla de Styron IV! Vaya, eso ha sido hace muchos meses sustantivos... Ha tenido mucho tiempo para recobrarse, si es verdad que lo hirieron. No, aquí hay algo más... Saben o sospechan algo... Bien, lo mantendremos ocupado. No será difícil con todos los placeres que ofrece Xanadú... y está Madu. No, ese hombre no podrá quejarse, pues de lo contrarío revelará sus verdaderas intenciones.»

Mientras el ornitóptero descendía, se acercaba el destino de todos ellos. El señor no sabía que él sería el destino de esa gente; no se proponía serlo, y aquellos destinos no estaban predeterminados.

El pasajero del ornitóptero abrió su mente para percibir el lugar, para aprehenderlo. Era difícil, terriblemente difícil. Una gruesa capa nubosa, una bruma, parecía separar su mente de las mentes que trataba de indagar. ¿Era él mismo, su lesión mental de la guerra? ¿O era algo más, la atmósfera del planeta, algo para obstaculizar o impedir la telepatía?

El señor bin Permaiswari meneó la cabeza. Estaba tan lleno de dudas, tan confuso... Desde la batalla. ¿Cuánto daño mental permanente habían provocado las desgarrantes sondas de las máquinas del miedo? Tal vez en Xanadú pudiera descansar y olvidar.

El señor bin Permaiswari sintió un desconcierto aún mayor al bajar del ornitóptero. Sabía que Xanadú no tenía sol, pero no estaba preparado para la luz tenue y sin sombras que lo saludó. Las lunas gemelas parecían suspendidas una junto a la otra y millones de espejos reflejaban su luz. En las inmediaciones se extendían muchos
U
de playas de arena blanca, y más lejos se erguían acantilados de greda lamidos por un mar negro como alquitrán. Negro, blanco, plata: los colores de Xanadú.

Other books

Partner In Crime by J. A. Jance
The Last Starship by Marcus Riddle
You and I Alone by Melissa Toppen
Daisy's Defining Day by Sandra V. Feder, Susan Mitchell
The Great Altruist by Z. D. Robinson