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Authors: Jack Kerouac

Tags: #Relato

Los subterráneos (8 page)

BOOK: Los subterráneos
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La noche antes la habrían visto entrar en el bar de Foster en la calle Market con la última moneda (otra vez), pedir un vaso de leche, echarse a llorar sobre la leche; y los hombres que siempre la miraban y trataban de acercársele, pero no ahora, no había caso, tenían miedo, porque era una criatura, y porque… «¿Por qué no se les ocurrió a Julien o a Jack Steen o a Walt Fitzpatrick ofrecerte algún rincón donde pudieras refugiarte, o por lo menos prestarte un par de dólares?» «Pero si no les importaba nada, yo les daba miedo, realmente no me querían tener con ellos, hacían gala de una especie de distante objetividad, me vigilaban, me hacían preguntas feas; un par de veces Julien quiso representar la escena del interés, ya sabes, preguntándome: “¿Qué te pasa, Mardou?” y demás rutinas, con su falsa simpatía, pero en realidad lo único que le impulsaba era la curiosidad de saber por qué estaba así; ninguno de ellos me hubiera dado nunca un céntimo, viejo». «Esos tipos te trataron realmente mal, ¿no te parece?» «Sí, bueno, ellos nunca tratan a nadie, en el fondo no hacen nunca nada, tú te ocupas de tus asuntos, yo me ocupo de los míos». «Existencialismo». «Pero el existencialismo de los americanos es peor, es el existencialismo de los maniáticos del jazz y de la morfina; yo estuve bastante con ellos, hacía ya casi un año, y cada vez que nos reuníamos me daban un contacto realmente fuerte, ésa es la verdad». Se sentaba entre ellos, hasta que empezaban a cabecear; y en el silencio mortal esperaba, percibiendo las lentas, las serpentinas ondas de vibración que se abrían paso a través de la habitación, los párpados se cerraban, las cabezas caían hacia adelante y volvían a levantarse de pronto, alguien murmuraba algún desagradable lamento: «Demonios, ya me ha drogado ese hijo de perra de MacDoud con todas sus rutinas siempre quejándose porque no tiene suficiente dinero para una dosis, si pudiera conseguir una media porción o pagar una media… demonios, no he visto nunca nada más fastidioso, mierda, por qué no se irá a alguna parte a hacerse humo, um» (ese «um» de los morfinómanos con que termina toda afirmación disparatada, y todo lo que uno dice es disparatado,
um, jum
, el sollozo caprichoso infantil que se esfuerza por no explotar en un alarido
¡uaaa!
inmenso y pueril con toda la cara arrugada que les viene del regreso a la infancia provocado por la droga). Mardou estaba sentada entre ellos, y finalmente saturada de marihuana o de benzedrina empezaba a sentirse como si le hubieran puesto una inyección, se echaba a caminar por la calle sin saber dónde estaba y hasta llegaba a sentir el contacto eléctrico con los demás seres humanos (reconociendo un hecho en medio de su sensibilidad), pero a veces sentía fuertes sospechas, porque alguien le ponía secretamente las inyecciones y la seguía por la calle, él era realmente el responsable de la sensación eléctrica, tan independiente de toda ley natural del universo. «Pero realmente no habrás creído una cosa semejante; o tal vez sí, la has creído, cuando me fui del otro lado en 1945 con la benzedrina yo creía realmente que la muchacha quería mi cuerpo para quemarlo y meterme en los bolsillos los documentos de su amigo, para que la policía pensara que se había muerto, y se lo dije, además». «Oh, ¿y qué hizo?» «Dijo: “Uuh, papito”, y me abrazó y me cuidó, era una vagabunda loca, una tal Honey, me maquillaba con
pancake
para que no se viera lo pálido que estaba, yo había perdido quince kilos, o diez, o cinco, pero ¿qué pasó después?» «Seguí paseando con mi clip nuevo». Entró en una especie de tienda de recuerdos y se encontró con un hombre sentado en una silla de ruedas. (Encontró una puerta con jaulas y canarios verdes detrás del cristal y entró, quería tocar las cuentas, contemplar los peces de oro, acariciar el viejo gato gordo que tomaba el sol tendido en el suelo, detenerse en la fresca jungla verde de papagayos de la tienda, en lo alto de los ojos verdes que no son de este mundo, de los loros que retuercen sus cuellos estúpidos para empastarse y hundirse en pluma loca, y sentir gracias a ellos esa clara comunicación de terror ornitológico, los espasmos eléctricos de su percepción, scuok, lik, lik, y el hombre era extremadamente raro). «¿Por qué?» «No sé, era sencillamente raro, quería, hablaba conmigo muy claramente e insistiendo… como mirándome intensamente en los ojos, prolongadamente, pero sonriendo ante los temas más sencillos y triviales, aunque ambos sabíamos que queríamos decir algo distinto de lo que decíamos —sabes cómo es la vida—, para decir verdad hablábamos de túneles, del túnel de la calle Stockton y del que acaban de construir en Broadway; en realidad se habló mucho más sobre ése, pero mientras hablábamos del túnel una gran corriente eléctrica de verdadera comprensión pasaba entre nosotros y yo podía sentir los otros planos, la cantidad infinita de otros planos, de distintas entonaciones en su voz y en la mía, y el mundo de significados de cada
palabra
; no me había dado cuenta nunca de cuántas cosas
suceden
todo el tiempo, y la gente lo
sabe
, lo demuestra en sus ojos, aunque se
niega
a demostrarlo delante de los demás. Me quedé muchísimo tiempo». «Debe de haber sido un individuo rarísimo». «Bueno, era un poco calvo, de aspecto afeminado, edad madura, con ese aire de degollado, o de tener la cabeza en las nubes» (alelado, escuálido) «pensándolo bien, supongo que su madre era esa anciana con el chal; pero, Dios mío, contártelo me llevaría todo un día». «¡Oh!» «En la calle, esa hermosa anciana de cabello blanco se me había acercado y me había visto, pero preguntaba direcciones, porque le gustaba charlar…» (En esa acera recién llovida, soleada y ahora lírica como de mañana de domingo, Pascua en San Francisco y todos los sombreros rojos a la vista, los abrigos lavanda desfilando bajo las ráfagas frías, las niñitas tan pequeñitas con sus zapatos recién blanqueados y sus abrigos esperanzados pasando lentamente por las empinadas calles blancas, iglesias de viejas campanas activas y al pie de la bajada cerca de Market donde nuestra andrajosa santa Juana de Arco negra vagaba entre hosannas en su piel y en su corazón marrones prestados por la noche, temblores de formularios de apuestas en los puestos de venta de periódicos, admiradores de revistas con fotografías de mujeres desnudas, las flores de la esquina en canastas y el viejo italiano de delantal con los diarios, y el padre chino en su traje ajustado extático empujando al niñito en su coche de mimbre por la calle Powell con su mujer de mejillas como círculos rosados y ojos negros relucientes y sombrero nuevo con cola al sol, y allí en medio está Mardou sonriendo intensa y extrañamente, y la anciana señora excéntrica tan poco consciente de su raza negra como el inválido amable de la pajarería y tal vez a causa de su cara franca y abierta ahora, las claras indicaciones de un espíritu puro, inocente y turbado que acaba de emerger de un pozo en la tierra picada de viruela, y por un esfuerzo de sus propias manos rotas se ha levantado a sí misma hasta la salvación y la seguridad, las dos mujeres, Mardou y la vieja señora, en esas calles increíblemente vacías y tristes del domingo, después de los entusiasmos de la noche del sábado, el gran reflejo de un lado y de otro de Market, como un baño de polvo de oro, el temblor del neón en los bares de O’Farrell y Masón, con los vasos de cóctel y los palitos para la cereza guiñando su invitación a los corazones abiertos y famélicos del sábado, y en realidad sólo para terminar en el vacío azul de la mañana del domingo, apenas el aletear de unos cuantos papeles junto a las aceras y el largo panorama blanco del lado de Oakland obsesionado por el domingo, todavía; las aceras de Pascua en San Francisco mientras los barcos blancos se abren paso por la bahía con líneas puras y azules desde Sasebo bajo el arco del Golden Gate, el viento que hace brillar todas las hojas de Marin bañando el reflejo mojado de la blanca ciudad gentil, entre las nubes de pureza perdida, altas sobre el camino de ladrillos y el murallón del Embarcadero, la alusión obsesionada y quebrada de canto de los viejos Pomos que antaño fueron los únicos visitantes de estas últimas once colinas norteamericanas ahora cubiertas de casas blancas, la cara del mismo padre de Mardou, ahora, cuando ella alza la cara para aspirar el aire y hablar en las calles de la vida que se materializa enorme sobre América, desvaneciéndose…) «Y como le dije, pero también conversé, y cuando se fue me dio su flor, me la prendió con un alfiler y me llamó tesoro». «¿Era blanca?» «Sí, parecía, era muy afectuosa, muy agradable, parecía quererme, como si quisiera salvarme, ayudarme a emerger; subí la colina, por California, hasta más allá del barrio chino, en un lugar pasé delante de un garaje casi blanco, con una gran pared de garaje, y el hombre en un sillón giratorio quería saber qué quería, yo entendía que cada uno de mis movimientos era una obligación tras otra de comunicarme con cualquiera que no accidentalmente sino
calculadamente
se me apareciera por delante, comunicar y recibir esa noticia, la vibración y el nuevo sentido que había adquirido, hablar de todo lo que le ocurría a todo el mundo todo el tiempo en todas partes, decirles que no debían preocuparse, que nadie era tan mezquino como uno se imagina ni… era un hombre de color, en el sillón giratorio, y tuvimos una conversación larga y confusa; él no se mostraba muy dispuesto, lo recuerdo, a mirarme a los ojos ni realmente a escuchar lo que yo le decía». «Pero ¿qué le decías?» «Sí, ya lo he olvidado todo, algo tan sencillo que no te hubieras imaginado nunca, como esos túneles o como la señora de edad, y yo vagando por calles y direcciones, pero el hombre quería hacer algo conmigo, vi que se abría la cremallera pero de pronto se avergonzó, yo estaba de espaldas y podía verlo reflejado en el cristal». (En los blancos planos de la blanca mañana de la pared del garaje, el hombre fantasmal y la muchacha de espaldas, encogida, contemplando en la ventana que no solamente refleja al hombre extraño tímido que secretamente la observa sino todo el interior de la oficina, el sillón, la caja de hierro, las profundidades de cemento húmedo del garaje, y los automóviles de brillo opaco, mostrando también las partículas de polvo no lavadas por la lluvia de la noche anterior, y a través del cristal el balcón inmortal de la acera de enfrente, con la ventana de madera del apartamento de inquilinato, donde pronto se verían tres chicos negros extrañamente vestidos que saludaban con la mano, pero sin gritar, a un negro cuatro pisos más abajo con mono de mecánico, y por lo tanto, al parecer, trabajando el Domingo de Pascua, que respondía al saludo mientras seguía avanzando en su propia y extraña dirección, la que de pronto cortaba la lenta dirección que habían tomado dos hombres, dos hombres comunes con abrigo y sombrero, pero uno de ellos con una botella y el otro con una criatura de tres años, que de vez en cuando se detenían para llevarse a los labios la botella de jerez californiano
Four Stars
y beber mientras el sol absoluto de la mañana de San Francisco hacía ondear sus trágicos abrigos empujándolos de costado, el niño que vociferaba, sus sombras en la calle como sombras de gaviotas, del color de los cigarros italianos liados a mano en los profundos estancos pardos de Columbus y Pacific, y ahora el paso de un Cadillac con cola de pez, en segunda, que se dirigía hacia las casas de lo alto de la colina, con la vista de la bahía, para alguna perfumada visita de parientes que llegan con las historietas, noticias de las viejas tías, caramelos para algún niñito desdichado que anhela que el domingo termine de una vez, que el sol cese de penetrar a través de las persianas y circundar las plantas en maceta, prefiriendo la lluvia y nuevamente el lunes y la alegría del callejón con cerca de madera donde apenas la noche anterior la pobre Mardou casi se había perdido). «¿Y qué hizo el negro?» «Se cerró otra vez la cremallera. No quería mirarme, volvía la cabeza, era extraño, se avergonzó y se sentó; me recordaba también cuando era niña en Oakland, y el hombre aquel nos mandaba a comprar caramelos y nos daba monedas, y luego se abría la bata y se exhibía». «¿Un negro?» «Sí, del barrio donde yo vivía, recuerdo que yo no me quedaba nunca en su casa pero mi amiga sí se quedaba y creo que hasta hizo algo con él una vez». «¿Y qué hiciste con el individuo del sillón giratorio?» «Bueno, creo que salí como había entrado, y era un día hermoso, el día de Pascua, viejo». «Diablos, para Pascua, ¿dónde estaba yo?» «El sol suave, las flores y yo que me alejaba por la calle y pensaba: “¿Por qué me habré permitido alguna vez aburrirme en el pasado?”, y como compensación me emborrachaba o tomaba esas cosas o me daban ataques o todas esas artimañas que usan las personas porque desean algo, cualquier cosa, salvo la serena comprensión de lo que realmente existe, que después de todo es tanto, y las cavilaciones provocadas por las odiosas convenciones sociales, las rabias, el hacerse mala sangre por los problemas sociales y por mi problema racial, todo eso importaba tan poco; aunque ahora podía sentir esa gran seguridad y el oro de la mañana terminaría alguna vez por desvanecerse, y ya había empezado a hacerlo; hubiera podido construir toda mi vida como esa mañana solamente sobre la base de la pura comprensión y el deseo de vivir y seguir adelante, Dios, todo era la cosa más hermosa que jamás me había sucedido, a su manera; pero todo era también siniestro». La aventura terminó cuando llegó a casa de sus hermanas, en Oakland, y las hermanas se pusieron furiosas con ella en realidad, pero les dio una explicación cualquiera, e hizo cosas raras; advirtió por ejemplo la complicada instalación de hilos eléctricos que su hermana mayor había inventado para conectar la televisión y la radio con el enchufe de la cocina en el destartalado piso superior de madera de su casita cerca de la Séptima y Pine, los porches con gárgolas de madera ennegrecida por el hollín del ferrocarril, como un puñado de tablas viejas en las casuchas construidas con cualquier cosa, donde el patio no es más que un montón de piedras rotas y madera negra mostrando el lugar donde los vagos se han bebido sus botellas la noche anterior, antes de alejarse cruzando la calle de empaquetado de la carne, del lado de la Línea Principal, en dirección a Tracy, a través del vasto imposible Brooklyn-Oakland, lleno de postes de teléfono y de residuos, y los sábados por la noche los bares desenfrenados de los negros, llenos de prostitutas, los mexicanos con su Ya-Ya en sus propios locales, el coche de la policía que se pasea por la larga triste avenida constelada de borrachos, el brillo de las botellas rotas (ahora en la casa de madera donde se crió en el terror, Mardou se ha acurrucado contra la pared en cuclillas mirando los alambres en la semipenumbra, se oye hablar y no comprende por qué está diciendo esas cosas, excepto que deben ser dichas, emerger, porque ese mismo día, por la tarde, cuando finalmente en su vagabundeo llegó a la alocada calle Tercera, entre las hileras de italianos lentos y los indios con vendajes que rodaban por los callejones bárbaramente ebrios y los cines de diez centavos con tres sesiones y los niñitos de los hoteles de mala muerte que corrían por las aceras y las casas de empeño y los saloncitos de diversiones para negros, al detenerse bajo el sol soñoliento a escuchar de pronto el

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