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Authors: Jack Kerouac

Tags: #Relato

Los subterráneos (9 page)

BOOK: Los subterráneos
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bop
que manaba de las máquinas de discos automáticas, como si fuera por primera vez advirtió la intención de los músicos, de las trompetas y demás instrumentos, e inesperadamente una mística unidad que se expresaba en ondas como si fueran siniestras, y otra vez la electricidad, pero clamando con palpable vivacidad la
palabra
directa de la vibración, los intercambios de afirmación, los planos de ondeante intimación, la sonrisa sonora, la misma viviente insinuación que advertía en la manera con que su hermana había dispuesto esos alambres enroscados, enredados y grávidos de intención, de aspecto inocente pero en realidad, detrás de la máscara de la vida casual, completamente por un acuerdo previo, la boca horrible casi emitiendo sardónicamente víboras de electricidad, colocadas adrede, las que ella había estado viendo todo el día y oyendo en la música y que ahora veía en los alambres). «¿Qué pretendéis hacer, tenéis realmente la intención de electrocutarme?» De modo que las hermanas comprendieron que algo andaba en realidad muy mal, peor que la menor de las hermanas Fox que era alcohólica y se hacía la loca por las calles y la patrulla del vicio debía arrestarla periódicamente, algo andaba horrible, inconfundible, innominablemente
mal
. «Fuma drogas, anda con todos esos tipos raros con barba de San Francisco». Llamaron a la policía y se llevaron a Mardou al hospital; pero ahora comprendía: «Santo Dios, vi que lo que me ocurría era realmente espantoso, lo que me ocurría y lo que iba a ocurrirme, y te aseguro, viejo, que me sobrepuse enseguida, hablé cuerdamente con todos los que se me ponían al alcance, no hice nada equivocado, y me dejaron salir cuarenta y ocho horas después; las otras mujeres estaban conmigo, mirábamos por la ventana, las cosas que me decían me hicieron comprender qué precioso era realmente quitarse esas malditas batas y salir de allí y encontrarse en la calle, al sol, desde allí se veían los barcos; estar fuera de allí y
libre
para ir donde quisiera, qué grande es realmente y cómo no lo apreciamos nunca, todos tristes, encerrados en nuestras preocupaciones y en nuestra piel, como estúpidos, en realidad, o criaturas ciegas, mimadas, detestables, que hacen la trompa porque… no consiguen… todos… los… caramelos… que quieren, de modo que hablé con los médicos y les dije…» «¿Y no tenías adonde ir?, ¿dónde tenías la ropa?» «Dispersa por todas partes, por toda la Playa, tenía que hacer algo; me dejaron estar en esa habitación, unos amigos míos, durante el verano; tendré que irme en octubre». «¿El cuarto de Heavenly Lane?» «Sí». «Tesoro; tú y yo, ¿no vendrías a México conmigo?» «¡Sí!» «Suponiendo que vaya a México, es decir, si consigo el dinero; aunque tengo ciento ochenta ya, y en realidad, mirándolo bien, podríamos irnos mañana y arreglarnos, como los indios, quiero decir, todo barato, viviendo en el campo o en los barrios pobres». «Sí, sería tan hermoso irse ahora mismo». «Pero si podríamos, o en el fondo preferirías esperar hasta que… se supone que recibiré pronto quinientos dólares, ¿comprendes? y…» (y ése fue el momento en que me la habría podido meter para siempre en el seno de mi propia vida) y ella decía: «Realmente no quiero tener nada más que ver con la Playa ni con ninguno del grupo, viejo, por eso… supongo que hablé y consentí demasiado pronto, ahora no pareces tan seguro» (riendo al verme reflexionar). «Pero estoy solamente pensando en los problemas prácticos». «Sin embargo estoy segura de que si hubieras dicho “tal vez…” ¡ooh!, no importa», besándome. El día gris, la lamparita roja, yo no le había oído contar una historia semejante a nadie, exceptuando a los grandes hombres que había conocido en mi juventud, esos grandes héroes estadounidenses que habían sido mis compañeros, con los cuales había vivido aventuras y había estado en la cárcel y conocido las auroras harapientas, los
beat
sentados en los bordillos de las aceras viendo símbolos en las alcantarillas saturadas, los Rimbaud y los Verlaine de los Estados Unidos en Times Square, siempre muchachos. Ninguna mujer me había conmovido jamás con un relato de sufrimiento espiritual, mostrando tan hermosamente su alma resplandeciente como la de un ángel que vagara por el infierno y el infierno eran las mismas calles por las cuales yo había vacado siempre observando, esperando que apareciera alguien exactamente como ella, y ni siquiera soñando la oscuridad y el misterio y la eventualidad de nuestro encuentro en la eternidad, la inmensidad de su rostro, que ahora era como la repentina y vasta cabeza del Tigre en un cartel detrás de la cerca de madera en los humosos corralones de residuos de las mañanas de sábados sin escuela, directa, hermosa, insana, en la lluvia. Nos acariciamos, nos abrazamos estrechamente, ahora era como el amor, yo estaba atónito; hicimos de todo en el
living-room
, alegremente, sobre los sillones, en la cama, dormimos enlazados, satisfechos; yo le enseñaría más sexo que…

Nos despertamos tarde, Mardou no había ido, como debía, a visitar a su psicoanalista, había «perdido» el día, y cuando Adam volvió a casa y nos vio en el sillón otra vez, todavía conversando y la casa toda en desorden (tazas de café, restos de bollos que yo había comprado en la trágica Broadway, en la trágica italianidad que era tan semejante a la perdida indigenidad de Mardou, el trágico San Francisco de los Estados Unidos con sus cercas grises, sus aceras lúgubres, sus zaguanes de humedad, que yo, que provenía de una pequeña ciudad y más recientemente de la soleada costa este de Florida, encontraba tan aterradora). «Mardou, te has perdido la visita al psicoanalista; realmente, Leo, tendrías que sentirte avergonzado y un poco más responsable, después de todo…» «Quieres decir que la incito a no cumplir con su deber; así he hecho siempre con todas mis mujeres… bah, le hará bien no ir por una vez» (porque no sabía la falta que le hacía). Adam hablaba casi en broma pero también muy en serio. «Mardou, tienes que escribirle una nota, o llamar, ¿por qué no lo llamas ahora?» «Es una mujer, vive lejos, en City & County». «Bueno, llámala ahora mismo, aquí tienes una moneda». «Pero si puedo llamarla mañana, ahora es demasiado tarde». «¿Cómo sabes que es demasiado tarde? No, realmente, hoy te has portado mal, y tú también, Leo, tú tienes toda la culpa, canalla». Y luego una alegre cena, dos chicas que venían de visita (del gris y loco exterior) para comer con nosotros, una de ellas recién llegada de un viaje a través del país en su automóvil, venía de Nueva York con Buddy Pond; la muchacha era de tipo latinoamericano, de grandes caderas y pelo corto, que inmediatamente se introdujo en la cocina roñosa y nos preparó a todos una cena deliciosa a base de sopa de judías negras (todo de latas) con algunas verduras, mientras la otra muchacha, la de Adam, tonteaba en el teléfono y Mardou y yo estábamos sentados en un rincón oscuro de la cocina, con aire culpable, bebiendo cerveza vieja y preguntándonos si después de todo Adam no tendría realmente razón sobre lo que convenía hacer, cómo podríamos ayudarnos a salir de la apatía, pero ya nos habíamos contado nuestras respectivas historias, nuestro amor se había solidificado, y ahora había algo triste en nuestra mirada, tanto en la suya como en la mía; la velada seguía su curso, con la alegre cena improvisada, éramos cinco, la muchacha del pelo corto dijo, después de un rato, que yo era tan hermoso que no podía mirarme (lo que después resultó ser una expresión suya y de Buddy Pond, traída de la costa del Este), «hermoso» era tan asombroso para mí, increíble, pero debe de haberle causado alguna impresión a Mardou, la cual de todos modos durante la cena se mostró celosa de las atenciones que la muchacha tenía conmigo y más tarde me lo dijo; mi posición era tan despreocupada, tan segura; y salimos todos a dar una vuelta en su coche convertible importado, a través de las calles de San Francisco que ya empezaban a clarear, no ya grises sino abriéndose unos rojos suaves y cálidos en el cielo entre las casas; Mardou y yo íbamos recostados en el asiento posterior descubierto, estudiándolos, comentando las sombras delicadas, tomados de la mano; y ellos delante, como esos grupos alegres internacionales y jóvenes que pasean por las calles de París, mientras la muchacha de pelo corto conducía solemnemente, y Adam señalaba; íbamos a visitar a un cierto individuo en Russian Hill que estaba preparando las maletas para el tren de Nueva York y el vapor que partía para París; en su casa bebimos unas cuantas cervezas, conversamos un poco, luego nos dirigimos a pie con Buddy Pond a casa de un cierto amigo literato de Adam, un tal Aylward Fulano famoso por sus diálogos en la
Current Review
, poseedor de una magnífica biblioteca, y luego, a la vuelta, a visitar (como le dije a Aylward) al más grande genio de los Estados Unidos, Charles Bernard; en su casa encontramos ginebra, y un viejo homosexual canoso, y otros, y diversas visitas por el estilo, terminando ya entrada la noche, cuando cometí el primer gran error de mi vida y de mi amor con Mardou, al negarme a volver a casa con todos los demás a las tres de la madrugada, insistiendo, aunque por invitación de Charles, en quedarnos hasta el amanecer estudiando sus fotografías pornográficas (homosexuales masculinos) y escuchando discos de Marlene Dietrich, con Aylward, mientras los demás se iban; Mardou estaba cansada y habíamos bebido demasiado, me miraba tímidamente, y no protestaba aunque veía cómo era yo en realidad, un borracho, que se acostaba siempre tarde, que bebía a costa de los demás, que gritaba: un necio; pero ahora me amaba, por eso no se quejaba y con sus piececitos oscuros desnudos en las sandalias se paseaba por la cocina detrás de mí, mientras mezclábamos las bebidas; de pronto a Bernard se le ocurre que Mardou le ha robado una fotografía pornográfica (mientras ella está en el cuarto de baño, me dice confidencialmente: «Querido, la vi cuando se la metía en el bolsillo, el de la cintura, quiero decir el del pecho») de modo que cuando ella sale del cuarto de baño advierte en el aire algo de lo ocurrido, los invertidos que la rodean, el extraño borracho que la acompaña, y no se queja; la primera de tantas indignidades que deberá soportar, no con capacidad de sufrimiento sino gratuitamente, por la fuerza de sus pequeñas dignidades femeninas. Ah, yo no hubiera debido hacerlo, estúpidamente; la larga lista de reuniones y borracheras y desastres, las veces que la dejé plantada; y la última vergüenza fue la vez que estábamos en un taxi juntos: ella insiste en que la lleve a su casa (a dormir), que puedo ir solo a encontrarme con Sam (en el bar), pero yo me bajo de un salto del taxi, locamente («nunca vi nada más maniático»), me subo a otro taxi y me escapo, dejándola sola en la noche, de modo que cuando Yuri llama a su puerta la noche siguiente, yo no estoy, el otro está borracho e insiste, y se lanza al ataque como había estado proyectando últimamente, ella cede, ella cede; sí cedió, y estoy adelantando mi relato, nombrando antes de tiempo a mi enemigo, el dolor, ¿por qué habría de ser «el dulce ariete de su acto de amor», que en realidad nada tiene que ver conmigo ni en el tiempo ni en el espacio, como un estilete en mi garganta?

Al despertar, por lo tanto, de la serie de festejos, en Heavenly Lane, nuevamente me acomete la pesadilla de la cerveza (esta vez con un poco de ginebra, además) y del remordimiento; y nuevamente, aunque ahora sin ningún motivo casi, la repugnancia al ver las pequeñas partículas blancas y lanudas del relleno de la almohada enredadas en su cabello negro casi de alambre, sus mejillas regordetas y sus labios breves y gruesos, la penumbra y la humedad de Heavenly Lane: una vez más «tengo que volver a casa, poner en orden mi vida», como si a su lado nada hubiera estado nunca en orden, sino desordenado; como si nunca hubiera podido alejarme de mi quimérico cuarto de trabajo, de mi hogar de comodidades, en el gris forastero de la ciudad del mundo, en el Estado del
bienestar
. «Pero ¿por qué siempre quieres irte enseguida?» «Supongo que será la sensación de bienestar en mi casa lo que me falta para poner mi vida en orden, como…» «Yo lo sé, hijito, pero me… te extraño, hasta cierto punto siento celos de que tú tengas un hogar y una madre que le plancha la ropa cuando yo no tengo nada de eso…» «¿Cuándo quieres que vuelva, el viernes por la noche?» «Pero hijito, eso depende de ti, puedes venir cuando quieras». «Pero debes decirme cuándo quieres tú». «Pero ni se discute que no soy yo la que debe decirlo» «¿Y qué significa no se discute?» «Es como cuando uno dice… sobre… ¡oh!, no sé» (suspirando, volviéndose para el otro lado de la cama, escondiéndose, hundiendo del otro lado su cuerpecito de uva; por lo tanto me acerco, la vuelvo de este lado, me dejo caer sobre la cama, le beso la línea recta que le nace en el esternón, con una depresión más abajo, una línea derecha, sin interrupciones hasta el ombligo, donde se vuelve infinitesimal y prosigue como trazada con un lápiz sobre la pelusa, para continuar luego, siempre recta, por debajo; y, ¿acaso el hombre necesita pedirle bienestar a la historia y al pensamiento cuando posee eso, la esencia?; y sin embargo…) El peso de mi necesidad de volver a casa, mis temores neuróticos, mis borracheras, mis horrores. «No hubiera debido, en realidad no hubiéramos debido ir a casa de Bernard anoche; por lo menos hubiéramos debido volvernos a casa a las tres, con los demás». «Es lo que digo yo, hijito, pero demonios» (con la sonrisita del resoplido, con una leve imitación humorística de una persona que padece de dificultades de pronunciación) «no haces nunca lo que digo». «Lo siento, lo siento tanto, te amo, ¿y tú me amas?» «Hombre», riendo, «¿qué quieres decir con eso?», y me mira con atención. «Quiero decir si sientes afecto hacia mí», mientras me envuelve el cuello, grueso y tenso, con su brazo moreno. «Naturalmente, querido». «Pero ¿qué…?» Quisiera preguntárselo todo, pero no puedo, no sé cómo hacerlo, ¿qué es ese misterio de lo que quiero de ti, qué es el hombre o la mujer, el amor, qué quiero decir con amor; por qué debo insistir y preguntar, y por qué me voy y te dejo porque en tu pobre mísero cuartito…? «Es este lugar lo que me deprime; en casa puedo sentarme en el patio, bajo los árboles, dar de comer a mi gato». «Oh, ya sé que aquí uno se ahoga, ¿quieres que abra la persiana?» «No, que te verán todos; tengo ganas de que se termine de una vez el verano, para que me den ese dinero que espero y nos vayamos a México». «Bueno, viejo, hagamos como dijiste, vayámonos ahora con el dinero que tienes; dijiste que podríamos arreglarnos». «¡Perfecto, perfecto!» La idea cobra cada vez más fuerza en mi imaginación, mientras bebo unos sorbos de cerveza vieja y pienso en un rancho de adobes, por ejemplo en las afueras de Texcoco, a cinco dólares por mes; vamos al mercado con el rocío del alba, ella con sus preciosos piececitos morenos en las sandalias, siguiéndome como una esposa, como Ruth; llegamos, compramos naranjas, y mucho pan, y también vino, vino de la región; volvemos a casa y preparamos la comida, pulcramente, en nuestra cocinita, y de sobremesa nos sentamos uno al lado del otro, anotando nuestros sueños, analizándolos; hacemos el amor en nuestra camita. Pero ahora Mardou y yo estamos sentados en la habitación, hablando de todo esto, soñando despiertos, una inmensa fantasía. «Bueno, viejo», sonriendo con sus dientecitos salientes, «¿
cuándo
nos decidimos? Toda nuestra relación ha sido una locura sin importancia, todas estas nubes indecisas, todos estos proyectos… ¡Dios!» «Quizá sea mejor esperar hasta que me manden el dinero del libro; sí, realmente será mejor, porque así podré comprarme una máquina de escribir y un cochecito de tres velocidades y discos de Gerry Mulligan y vestidos para ti y todo lo que nos haga falta; así como están las cosas no podemos hacer nada». «Sí, no sé» (reflexionando) «viejo, te diré que no me entusiasman esos pactos histéricos de pobreza» (afirmaciones de tan repentina profundidad, y tan propias de una
hipster
que me enojo y me voy a casa y medito sobre ellas durante días). «¿Cuándo volverás?» «Bueno, muy bien; entonces será para el jueves». «Pero si realmente prefieres el viernes, no quisiera ser un obstáculo en tu trabajo, querido, tal vez preferirías quedarte más tiempo». «Después de lo que me… ¡Oh, te adoro… te…!» Me desvisto y me quedo tres horas más; por fin me voy sintiéndome culpable, porque el bienestar, la sensación de hacer lo que debería hacer han sido sacrificados, pero aunque sacrificados por el sano amor, algo hay enfermo en mí, perdido; siento temores; y también me doy cuenta de no haber dado un céntimo a Mardou, ni un pedazo de pan, literalmente, solamente conversación, abrazos, besos; me voy y su subsidio de paro no ha llegado todavía, no tiene con qué comer. «¿Qué comerás?» «Oh, tengo algunas latas, o tal vez puedo ir a casa de Adam, pero no quisiera ir a su casa muy a menudo, tengo la impresión de que está resentido conmigo, debe de haber sido mi amistad contigo, me he puesto en medio de esa cierta cosa que existe entre vosotros dos, algo por el estilo…» «No, no es cierto». «Pero hay otros motivos; no quiero salir, quisiera quedarme aquí adentro, no ver a nadie». «¿Ni siquiera a mí?» «Ni siquiera a ti, es verdad, a veces, Dios santo, me siento así». «¡Ah, Mardou! No sé qué decirte, no sé qué decisión tomar, tendríamos que hacer algo juntos, ya sé lo que podemos hacer, conseguiré un trabajo en el ferrocarril y viviremos juntos», y ésta es la nueva gran idea.

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