M
artin detestaba hacer la ronda por el vecindario. Le recordaba demasiado a cuando era pequeño y se veía obligado a vender lotería, calcetines y otras chorradas para conseguir dinero para los viajes escolares. Pero sabía que formaba parte del trabajo. No había otra: tenía que patear los portales, subir y bajar escaleras y llamar a todas las puertas sin dejar una. Por suerte, habían localizado a la mayoría el día anterior, y leyó la lista que llevaba en el bolsillo para ver quiénes faltaban. Empezó por el que le pareció más prometedor: el segundo de los tres apartamentos que había en la planta de Mats Sverin.
Leyó el apellido «Grip» en la puerta, y miró el reloj antes de llamar. No eran más que las ocho, pero esperaba pillar al inquilino antes de que se fuera al trabajo. Al ver que nadie acudía a abrir, dejó escapar un suspiro y volvió a llamar al timbre. El sonido chillón le hirió los oídos, pero seguía sin haber reacción. Acababa de darse media vuelta y poner un pie en el primer peldaño cuando oyó que giraban la cerradura.
—¿Sí? —resonó una voz airada.
Martin dio marcha atrás y volvió a la puerta.
—Soy policía, Martin Molin.
Habían dejado la cadena puesta y entrevió por la rendija una barba muy poblada. Y una nariz muy roja.
—¿Qué quiere?
El hecho de que fuera de la Policía no pareció atenuar la hostilidad del inquilino Grip.
—Se ha producido una muerte en el apartamento de aquí al lado. —Martin señaló la puerta de Mats Sverin, cuidadosamente sellada con cinta policial.
—Sí, ya me he enterado. —La barba le bailaba asomando por la rendija de la puerta—. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—¿Podría entrar un minuto? —Martin recurrió al tono de voz más agradable que pudo.
—¿Por qué?
—Para hacerle unas preguntas.
—Yo no sé nada.
El hombre fue a cerrar la puerta, pero Martin metió el pie a tiempo por instinto.
—O bien hablamos aquí un rato, o nos llevará toda la tarde, porque tendrá que venir conmigo a comisaría para que lo interrogue.
Martin sabía perfectamente que no tenía autoridad para llevarse a Grip, pero probó suerte por si el hombre no sabía tanto como él.
—Bueno, entre —dijo Grip.
Quitó la cadena de seguridad y abrió la puerta para que Martin pudiera entrar. Decisión que este lamentó tan pronto como percibió el hedor.
—No, no, no te escapes, bribonzuelo.
Martin atinó a ver con el rabillo del ojo a un ser peludo antes de que el hombre de la barba se abalanzara y agarrara al gato por la cola. El animal maulló protestando, pero luego se dejó atrapar y meter otra vez en la casa.
Grip cerró la puerta y Martin trató de respirar por la boca para no vomitar. Olía a basura y a cerrado, y por encima de todo flotaba un hedor intenso a pis de gato. La explicación no se hizo esperar. Martin se quedó plantado en el umbral de la habitación, atónito. Había gatos sentados, tumbados y en movimiento por todas partes. Hizo un cálculo rápido y constató que habría unos quince, por lo menos. En un apartamento que no podía tener más de cuarenta metros cuadrados.
—Siéntese —gruñó Grip. Espantó a unos gatos que estaban en el sofá.
Martin se sentó despacio, tan al filo como pudo.
—Pregunte. No tengo todo el día. Cuando uno tiene a tantos a su cargo, no le falta el trabajo.
Un gato rechoncho de pelaje rojizo se posó de un salto en las rodillas del hombre, se acomodó y empezó a ronronear. Tenía el pelo enmarañado y heridas en las dos patas traseras.
Martin soltó una tosecita.
—Su vecino, Mats Sverin. Lo encontraron muerto ayer en el apartamento. Y estamos preguntando a los vecinos si han visto u oído algo anormal los últimos días.
—No es asunto mío ver ni oír nada. Yo me cuido de mis cosas y espero que los demás hagan lo propio.
—¿No oyó nada en el apartamento del vecino? ¿Ni vio a ningún desconocido en el rellano? —insistió Martin.
—Lo dicho. Yo voy a lo mío —dijo el hombre rascando el lomo del gato por entre las marañas de pelo.
Martin cerró el bloc y decidió darse por vencido.
—Por cierto, ¿cuál es su nombre de pila?
—Gottfrid Grip, así me llamo. Y supongo que quiere saber el nombre de los demás, ¿no?
—¿De los demás? —preguntó Martin mirando a su alrededor. ¿Viviría más gente en aquel apartamento?
—Sí, esta es
Marilyn
—dijo Gottfrid señalando al gato que tenía en el regazo—. No le gustan las mujeres. Ruge nada más verlas.
Martin abrió el bloc otra vez, dispuesto a cumplir con su deber, y tomó buena nota de todo lo que decía el hombre. Al menos, podrían reírse a gusto en la comisaría.
—Ese gris de allí se llama
Errol
; el blanco de las patas marrones es
Humphrey
, luego están
Cary, Audrey, Bette, Ingrid, Lauren
y
James
.
Grip siguió recitando los nombres de los gatos y señalando, mientras Martin anotaba. Ya tenía algo que contar cuando volviera al trabajo.
Al salir, en la puerta, se detuvo.
—Seguro que ni usted ni los gatos han visto ni oído nada, ¿verdad?
—Yo no he dicho que los gatos no hayan visto nada. He dicho que yo no he visto nada. Pero
Marilyn
, por ejemplo, vio un coche muy temprano, la mañana del sábado, desde la ventana de la cocina, en cuyo alféizar estaba sentada. Me la encontré rugiendo como una loca.
—
¿Marilyn
vio un coche? ¿Qué coche? —dijo Martin, decidido a no pensar en lo raro que era aquello.
Grip lo miró compasivo.
—¿Usted cree que los gatos se saben las marcas de los coches? ¿Es que no está en sus cabales? —preguntó señalándose la sien y meneando la cabeza entre risas. Cuando Martin salió, cerró la puerta y echó la cadena.
-¿E
stá Erling?
Gösta dio unos golpecitos discretos en el marco de la puerta del primer despacho del pasillo. Paula y él acababan de llegar a las oficinas del Ayuntamiento de Tanumshede.
Gunilla dio un salto en la silla, que tenía de espaldas a la puerta.
—¡Ay, me habéis asustado! —exclamó agitando las manos con nerviosismo.
—No era mi intención —dijo Gösta—. Estamos buscando a Erling.
—¿Es por Mats? —preguntó con un sollozo—. Es terrible. —Alargó la mano para alcanzar un paquete de pañuelos y se secó las lágrimas.
—Sí, por Mats —dijo Gösta—. Queremos hablar con todos vosotros, pero quería empezar por Erling, si es que está en su despacho.
—Sí, claro. Os acompaño.
Se levantó y, después de sonarse ruidosamente, se adelantó y los condujo a un despacho que había algo más adelante, en el mismo pasillo.
—Erling, tienes visita —dijo haciéndose a un lado.
—Hombre, hola. ¿No me digas que has venido a verme?
Erling se levantó y le estrechó la mano a Gösta calurosamente.
Luego miró a Paula como rebuscando con urgencia en la memoria.
—Petra, ¿verdad? Este cerebro mío es como una maquinaria bien engrasada, nunca olvida un dato.
—Paula —lo corrigió Paula estrechándole la mano.
Erling se quedó desconcertado un instante, y se encogió de hombros.
—Queríamos hacerte unas preguntas sobre Mats Sverin — dijo Gösta rápidamente. Se sentó en una de las sillas que había delante del escritorio de Erling, obligando así a Paula y al propio Erling a imitarlo.
—Sí, ha sido espantoso. —Erling hizo una mueca extraña—. Aquí estamos terriblemente afectados y, naturalmente, nos preguntamos qué ha ocurrido. ¿Tenéis ya alguna información?
—No mucha, por ahora. —Gösta meneó la cabeza—. Solo puedo confirmarte lo que ya os dijimos cuando llamamos ayer. Que encontraron a Sverin muerto en su apartamento y que estamos investigando las circunstancias.
—¿Lo han asesinado?
—Eso es algo que no podemos ni desmentir ni confirmar.
Gösta se dio cuenta del tono demasiado formal de su respuesta, pero sabía que tendría que vérselas con Hedström si se iba de la lengua y perjudicaba la investigación.
—Pero necesitamos vuestra ayuda —continuó—. Tengo entendido que Sverin no vino al trabajo el lunes pasado, y tampoco el martes, cuando llamasteis a sus padres. ¿Era normal que se ausentara de su puesto?
—Al contrario. No creo que faltara al trabajo un solo día desde que empezó. Ni uno solo, que yo recuerde. Ni siquiera una visita al dentista. Era puntual, cumplidor y muy exhaustivo. Por eso nos preocupamos cuando ni se presentó ni llamó por teléfono para avisar.
—¿Cuánto tiempo llevaba trabajando aquí? —preguntó Paula.
—Dos meses. Tuvimos muchísima suerte al contratar a alguien como Mats. El anuncio llevaba puesto cinco semanas, y llamaron varios candidatos, pero ninguno tan cualificado como él, ni de lejos. Cuando se presentó, casi nos preocupaba que tuviera un perfil demasiado alto, pero nos tranquilizó asegurando que este era precisamente el trabajo que estaba buscando. Sobre todo, parecía muy interesado en volver a Fjällbacka. ¿Y quién se lo reprocha? ¡La perla de la costa! — Erling extendió los brazos.
—¿Y explicó por qué quería mudarse de nuevo a Fjällbacka? —Paula se inclinó hacia la mesa.
—No, solo dijo que quería huir del estrés de la ciudad y ganar en calidad de vida.
Erling hablaba enfatizando cada sílaba.
—O sea, que no mencionó circunstancias de carácter privado, ¿no? —Gösta empezaba a impacientarse.
—Bueno, era muy reservado para sus cosas. Yo sabía que él era de Fjällbacka y que sus padres viven allí, pero por lo demás, no recuerdo que contara nada de su vida fuera de la oficina.
—Sufrió un incidente muy desagradable poco antes de venirse de Gotemburgo. Le agredieron brutalmente y estuvo ingresado en el hospital. ¿No dijo nada al respecto? —preguntó Paula.
—No, en absoluto —respondió Erling atónito—. Tenía unas cicatrices en la cara, pero me dijo que se le había enganchado el pantalón en la rueda de la bicicleta y se había caído.
Gösta y Paula intercambiaron una mirada de perplejidad.
—¿Quién fue el agresor? ¿El mismo que…? —Erling casi susurró la pregunta.
—Según sus padres, fue un caso de violencia no provocada por parte de Sverin. No creemos que guarde relación con esto, pero desde luego, no podemos descartar ninguna hipótesis — dijo Gösta.
—¿Seguro que no contó nada sobre su época en Gotemburgo? —insistió Paula.
Erling meneó la cabeza.
—Os lo aseguro. Mats nunca hablaba de sí mismo. Era como si su vida hubiera empezado cuando empezó con nosotros.
—¿Y no os extrañó?
—Bueno, no creo que nadie pensara en eso. No es que fuera un hombre asocial, de ninguna manera. Reía y bromeaba y nos seguía cuando hablábamos de programas de televisión y de los temas que salen a relucir en las pausas del café. No se notaba mucho que nunca hablaba de sí mismo. No había caído hasta ahora.
—¿Hacía bien su trabajo? —dijo Gösta.
—Mats era un jefe financiero brillante. Era meticuloso, ordenado y concienzudo, cualidades muy deseables en quienes se encargan de las cuentas, sobre todo, en una actividad tan ligada a la política como la nuestra.
—¿No había ninguna queja contra él? —preguntó Paula.
—No, era extremadamente bueno en su trabajo. Y su intervención en el Proyecto Badis fue de un valor incalculable. Llegó cuando ya estaba en marcha, pero enseguida se puso al día y nos ayudó muchísimo hasta el final.
Gösta miró a Paula, que negó con un gesto. No tenían más preguntas por el momento, pero Gösta no podía por menos de pensar que la figura de Mats Sverin seguía siendo tan anónima e impersonal como antes de hablar con su jefe. Y no podía por menos de preguntarse qué pasaría cuando empezaran a rascar la superficie.
L
a casita de los Sverin tenía una ubicación ideal en Mörhult, a orillas del mar. Hacía mejor tiempo, era un día espléndido de principios de verano, y Patrik dejó la cazadora en el coche. Había llamado para avisar de su visita y, cuando Gunnar le abrió la puerta, vio desde la entrada que la mesa de la cocina estaba puesta con el café. Era lo normal en la costa. Café y pastas tanto para el luto como para las fiestas. En su trabajo como policía, se había tragado litros y litros de café en las visitas a los habitantes del municipio.
—Adelante. Iré a ver si consigo que Signe… —Gunnar no concluyó la frase y subió al piso de arriba.
Patrik se quedó esperando en el vestíbulo. Pero Gunnar tardaba y al final decidió entrar en la cocina. El silencio llenaba cada rincón de la casa, y se tomó la libertad de continuar hasta el salón. Estaba limpio y ordenado, con hermosos muebles antiguos y tapetes por todas partes, típico de las casas de las personas mayores. La habitación estaba llena de fotografías enmarcadas de Mats. Mirándolas, Patrik pudo seguir su vida desde que era un bebé hasta que llegó a la edad adulta. Parecía agradable y simpático. Alegre, feliz. A juzgar por las fotos, había tenido una buena vida.
—Signe no tardará en bajar.
Patrik estaba tan inmerso en sus pensamientos que la foto que tenía en la mano casi se le cae al oír su voz.
—Son unas fotos muy bonitas.
Dejó con cuidado el marco en la cómoda y siguió a Gunnar hasta la cocina.
—Siempre me gustó la fotografía, así que he acumulado algunas fotos a lo largo de los años. Y ahora me alegro. Me refiero a que me alegro de que haya quedado algo.
Gunnar empezó a trajinar apenado con las tazas y a servir el café.
—¿Quiere leche o azúcar? ¿Las dos cosas?
—Solo, gracias. —Patrik se sentó en una de las sillas blancas.
Gunnar le puso una taza y se sentó al otro lado de la mesa.
—Ya podemos empezar, Signe baja enseguida —dijo después de echar una ojeada nerviosa a la escalera. Arriba no se oía ningún ruido.
—¿Cómo se encuentra?
—No ha dicho una palabra desde ayer. El médico vendrá a verla luego, dentro de un rato. No quiere salir de la cama, pero no creo que haya pegado ojo en toda la noche.
—Les han mandado muchas flores —dijo Patrik señalando la encimera, donde había un montón de ramos en jarrones más o menos improvisados.
—La gente es muy amable. Incluso se han ofrecido a venir, pero no tengo fuerzas para atender a un montón de visitas.
Puso un azucarillo en el café y mojó una galleta antes de llevársela a la boca. Se diría que le costaba tragar, y tomó un sorbo de café.