Cuando Annie le tomó la mano y lo condujo al piso de arriba, le pareció lo más natural del mundo. Luego, se durmió entre sus brazos, con el susurro de su respiración. Fuera resonaba el azote de las olas contra las rocas.
V
ivianne tapó a Erling con una manta. El somnífero lo había puesto fuera de combate, como de costumbre. Él había empezado a preguntarse por qué se quedaba dormido en el sofá todas las noches, y Vivianne sabía que debería tener cuidado. Pero ya no era capaz de acostarse a su lado y sentir su cuerpo. Imposible.
Fue a la cocina, tiró los restos de las gambas a la basura, enjuagó los platos y los metió en el lavavajillas. Había quedado un resto de vino blanco, se lo sirvió en una copa limpia y volvió al salón.
Ya faltaba tan poco…, y estaba empezando a ponerse nerviosa. Los últimos días había tenido la sensación de que lo que tan cuidadosamente habían construido estuviera a punto de derrumbarse. Bastaba con cambiar de sitio una pieza para que todo se fuese al garete. Y ella lo sabía. Cuando era joven, hallaba un placer perverso en el riesgo. Le encantaba la sensación de estar haciendo equilibrios al límite del peligro. Pero eso había cambiado. Era como si los años transcurridos llevaran aparejado un deseo mayor de seguridad, de poder relajarse y no tener que pensar. Y estaba segura de que Anders se sentía igual. Se parecían tanto, y sabían perfectamente cómo pensaba el otro sin necesidad de expresarlo en voz alta. Así había sido desde siempre.
Vivianne se llevó la copa a los labios, pero se detuvo al notar el olor del vino. Aquel aroma invocaba recuerdos de sucesos en los que había jurado no volver a pensar. Hacía demasiado tiempo que ocurrieron. Entonces ella era otra persona, alguien que no quería volver a ser, bajo ninguna circunstancia. Ahora era Vivianne.
Sabía que necesitaba a Anders para no sucumbir a eso una vez más, para no caer en el agujero negro de recuerdos que la mancillaban y la volvían de nuevo insignificante.
Tras una última ojeada a Erling, que seguía en el sofá, se puso el chaquetón y salió a la calle. Estaba profundamente dormido. No la echaría en falta.
Fjällbacka, 1870
A
Emelie le pareció estar en el séptimo cielo cuando Karl pidió su mano. Jamás pensó que pudiera ocurrir algo así. Y no es que no hubiera soñado con ello. En los cinco años que llevaba sirviendo en la finca de los padres, se había dormido más de una vez con la imagen de su rostro en la retina. Pero era inalcanzable y lo sabía. Y las duras advertencias de Edith ahuyentaron sus últimos sueños. Porque el hijo de los señores no se casaba con la criada ni aunque esta se quedara…
Karl no la había tocado nunca. Apenas le había dirigido la palabra cuando libraba del trabajo en el buque faro e iba a casa de visita. Le sonreía amablemente y se apartaba para que ella pudiera pasar. A lo sumo, le preguntaba cómo se encontraba y nunca dio a entender de ninguna manera que abrigara los mismos sentimientos que ella. Edith la llamó loca, le dijo que se quitara esas ideas de la cabeza y que dejara de ser tan soñadora.
Pero los sueños podían hacerse realidad y, las plegarias, ser atendidas. Un día, él llegó y le dijo que quería hablar con ella. Al principio Emelie se asustó, pensó que habría hecho algo mal y que iba a decirle que recogiera sus cosas y que se fuera de la finca. Pero él se quedó mirando al suelo. El flequillo oscuro le tapaba los ojos y ella tuvo que contenerse para no alargar la mano y retirárselo. Le preguntó entre balbuceos si no accedería a casarse con él. Ella no daba crédito a sus oídos, y lo miró de arriba abajo para ver si se estaba burlando de ella. Pero él siguió hablando, le dijo que quería tenerla por esposa, sí, al día siguiente, sin más tardanza. Tanto sus padres como el cura estaban avisados, de modo que si ella accedía, podrían arreglarlo todo enseguida.
Ella dudó un instante, pero al fin musitó un «sí». Karl se inclinó y le dio las gracias mientras se retiraba retrocediendo. Ella se quedó allí un buen rato, notó cómo se le extendía el calor por el pecho, y le dio las gracias al Señor, que había oído los ruegos que le susurraba por las noches. Luego, salió corriendo en busca de Edith.
Pero Edith no reaccionó como ella esperaba, con sorpresa y algo de envidia, quizá, sino que frunció el ceño de cejas oscuras, meneó la cabeza y le dijo a Emelie que debería tener cuidado. Edith había oído por las noches conversaciones extrañas, voces que subían y callaban detrás de las puertas cerradas, desde que Karl llegó con el buque faro. Había regresado inesperadamente. Ninguno de los que servían en la finca supo de antemano que el menor de los hijos estaba en camino. Y eso no era lo habitual, dijo Edith. Emelie no la escuchó, sino que interpretó las palabras de la amiga como una señal de que le envidiaba la dicha que le había deparado el azar. Muy resuelta, le dio la espalda a Edith y dejó de hablar con ella. No quería saber nada de esas bobadas y habladurías. Y pensaba casarse con Karl.
Había pasado ya de aquello una semana y llevaban un día entero en su nueva casa. Emelie se sorprendía canturreando. Era maravilloso disponer de una casa propia que organizar. Claro que era pequeña, pero muy bonita aunque sencilla, y ella llevaba limpiando y adecentándola desde que llegaron, así que estaba todo reluciente y con un agradable olor a jabón. Karl y ella aún no habían podido compartir momentos de tranquilidad, pero ya habría ocasiones para ello en el futuro. Él tuvo que trabajar duro para organizarlo todo. Julian, el ayudante del faro, había llegado también, y empezaron a turnarse para hacer las guardias nocturnas desde la primera noche.
Emelie no sabía qué pensar del hombre con el que iban a compartir la isla. Julian apenas le había dirigido la palabra desde que bajó a tierra en Gråskär. Y se dedicaba principalmente a mirarla de un modo que no terminaba de gustarle. Pero sería por timidez, seguro. No podía ser fácil tener que vivir con una desconocida en un lugar tan pequeño. A Karl lo conocía de cuando estuvo trabajando en el buque faro, según entendió Emelie, pero le llevaría algún tiempo acostumbrarse a ella. Y si algo tenían en la isla era tiempo. Emelie continuó trajinando en la cocina. Desde luego, Karl no tendría que arrepentirse de haberla elegido como esposa.
A
largó el brazo buscándolo. Igual que antes. Se le antojaba como si solo hiciera unos días desde la última vez que estuvieron juntos en aquella cama. Pero ahora eran adultos. Él era más anguloso, tenía más vello, y cicatrices que no le había visto antes, tanto por fuera como por dentro. Ella se había pasado un buen rato tumbada con la cabeza apoyada en su pecho, recorriéndole las marcas con el dedo. Sintió deseos de preguntarle, pero en el fondo sabía que todo era aún demasiado frágil como para resistir las indagaciones sobre los años transcurridos.
La cama ya estaba vacía. Tenía la boca seca y se sentía exhausta. Sola. La mano seguía buscando por las sábanas y la almohada, pero Matte no estaba. Como si hubiera descubierto que le habían arrebatado una parte del cuerpo durante la noche, así se sentía. Enseguida se le reavivó la esperanza. ¿Estaría abajo? Contuvo la respiración y aguzó el oído, pero no percibió el menor ruido. Annie se enrolló bien el edredón alrededor del cuerpo y puso los pies en los listones desgastados del suelo. Con mucho cuidado, de puntillas, se acercó a la ventana que daba al muelle y echó una ojeada. El barco había desaparecido. La había dejado allí sin decirle adiós. Se fue deslizando por la pared hasta quedar sentada en el suelo y notó que empezaba el dolor de cabeza. Tenía que beber algo.
Se vistió a duras penas. Se sentía como si no hubiera pegado ojo en toda la noche, pero no era así. Se había dormido en sus brazos, y hacía años que no descansaba tan bien. A pesar de todo, le retumbaba la cabeza.
En el piso de abajo reinaba el silencio y se asomó a ver a Sam. Estaba despierto, pero seguía tumbado, en silencio. Sin decir nada, Annie lo llevó en brazos a la cocina. Le acarició el pelo y fue a poner café y a buscar algo de beber. Tenía tanta sed… Apuró dos grandes vasos de agua antes de que desapareciera la sensación de sequedad en la boca. Se la limpió con el dorso de la mano. El cansancio se hizo más patente, más acuciante, ahora que había apagado la sed. Pero Sam tenía que comer algo, y ella también. Coció unos huevos, preparó pan con mantequilla y unos cereales para Sam. Todo con movimientos mecánicos. Miró de reojo el cajón de la entrada. Ya no le quedaba mucho. Era importante racionarlo bien. Pero el cansancio y la visión del bote solitario en el muelle la impulsaron a dar unos pasos raudos hacia la entrada y abrir el último cajón de la cómoda. Tanteó ansiosa con la mano debajo de la ropa interior, pero los dedos no encontraban nada. Buscó una vez más por el cajón y al final sacó toda la ropa. No había nada. Quizá no recordaba bien en qué cajón lo había puesto. Abrió los otros dos cajones y los vació en el suelo, pero nada. Sintió una oleada de pánico y de repente comprendió por qué la mano no halló nada al recorrer las sábanas cuando se despertó. De repente, comprendió por qué se había ido Matte, y por qué no se había despedido.
Se derrumbó en el suelo y se encogió abrazada a las rodillas. Oyó que el agua hirviendo se salía de la olla en la cocina.
-D
eja en paz al chico. —Gunnar ni siquiera levantó la vista del
Bohusläningen
al decir la misma frase que llevaba repitiendo todo el día.
—Ya, pero puede que quiera venir a cenar esta noche, ¿no? —La voz de Signe sonaba ansiosa.
Gunnar dejó escapar un suspiro desde detrás del periódico.
—Seguro que tiene otras cosas que hacer el fin de semana. Es un hombre adulto. Si quiere venir, llamará o se pasará por aquí. No puedes dedicarte a perseguirlo. Estuvo cenando con nosotros la otra noche.
—Bueno, yo creo que voy a llamarlo de todos modos. Solo por saber cómo está. —Signe estiró el brazo para alcanzar el teléfono, pero Gunnar se lo impidió.
—Déjalo —dijo con énfasis.
Signe retiró la mano, aunque le dolía todo el cuerpo de tantas ganas como tenía de llamar al móvil de Matte, oír su voz y cerciorarse de que todo estaba en orden. Después de la agresión, se preocupaba mucho más que antes. Aquel suceso le había confirmado lo que siempre supo, que el mundo era un lugar peligroso para su hijo.
Desde un punto de vista lógico, sabía que debía ceder, pero ¿de qué valía, si todo su interior le pedía a gritos que lo protegiera? Era adulto. Y ella lo sabía. Aun así, no podía dejar de preocuparse.
Signe se dirigió silenciosamente al pasillo y descolgó el teléfono que tenían allí. Pero al oír la voz de Matte en el contestador, colgó enseguida. ¿Por qué no contestaba?
-N
o sé qué voy a hacer.
Erica estaba cabizbaja. De repente, reinaba una paz insólita en medio del caos. Los tres niños se habían dormido, y ellos se sentaron a la mesa de la cocina a comerse un bocadillo y a hablar sin que los interrumpieran constantemente. Pero a Erica le costaba apreciar el momento. El recuerdo de Anna no le permitía ni un segundo de paz.
—No hay mucho más que puedas hacer, solo estar ahí por si te necesita. Y tiene a Dan… —Patrik se inclinó sobre la mesa y le acarició la mano.
—¿Tú crees que me odia? —preguntó con un hilo de voz y con el llanto a flor de piel.
—¿Por qué iba a odiarte?
—Porque yo tengo dos y ella ninguno.
—Pero tú no puedes hacer nada para remediar eso. Es…, no sé cómo llamarlo. El destino, quizá. —Patrik le acariciaba el dorso de la mano.
—¿El destino? —Erica lo miraba dudosa—. Anna ya ha tenido bastante destino en su vida. Por fin comenzaba a ser feliz, y habíamos empezado a llevarnos bien. Pero ahora…, terminará odiándome, lo sé.
—¿Cómo la viste ayer?
Habían tenido tanto jaleo que no les había dado tiempo a hablar hasta aquel momento. Patrik había encendido una vela y el aleteo de la llama iluminaba a ratos la cara de Erica, que a veces quedaba en sombras.
—Estaba dormida. Me quedé con ella un rato. Se la veía tan indefensa…
—¿Qué decía Dan?
—Parecía desesperado. En estos momentos lleva sobre sus hombros una carga muy pesada, de eso me di cuenta, aunque trataba de fingir que todo iba bien. Emma y Adrian no paran de preguntar. Quieren saber adónde se ha ido el bebé que su madre tenía en la barriga, y por qué ella se pasa la vida durmiendo. Y Dan dice que no sabe qué responder.
—Saldrá de esta también, ya verás. Ha demostrado su fortaleza en otras ocasiones. —Patrik dejó la mano de Erica y volvió a los cubiertos.
—No lo sé. ¿Cuánto puede aguantar una persona antes de romperse del todo? Me temo que eso es lo que le ha pasado a Anna. —Se le quebró la voz.
—Lo único que podemos hacer es esperar. Y estar ahí para lo que haga falta. —Patrik oyó que sus palabras resonaban vacías en el aire de la cocina. Pero no tenía nada mejor que decir. Él tampoco sabía qué hacer. ¿Cómo se protege uno del destino? ¿Cómo se sobrevive a la pérdida de un hijo?
Un dúo de gritos procedente del piso de arriba los sobresaltó. Subieron juntos para atender cada uno a un gemelo. Ese era su destino. Y sentía culpa, pero también gratitud.
-E
ra del trabajo de Matte. Ayer no se presentó, y hoy todavía no ha aparecido. Y no han recibido noticias de que esté enfermo. —Gunnar estaba atónito, con el teléfono en la mano.
—Tampoco a mí me ha contestado al teléfono en todo el día —dijo Signe.
—Voy a su casa a ver qué ha pasado.
Gunnar ya iba hacia la puerta y se puso la cazadora por el camino. De modo que así era como se sentía Signe. Ese era el terror que le galopaba en el pecho como un animal. Así se había sentido durante todos aquellos años.
—Voy contigo. —La voz resonó decidida, y Gunnar sabía que no debía oponerse. Asintió y aguardó pacientemente mientras se ponía el abrigo.
No dijeron una palabra en el coche mientras se dirigían al barrio de bloques de alquiler. Gunnar dio un rodeo; en lugar de cruzar por el pueblo, fue por la ladera que llamaban Siete Baches, que los niños bajaban en trineo en invierno. Igual que Matte cuando era niño. Gunnar tragó saliva. Seguro que existía una explicación lógica. Pudiera ser que estuviera con fiebre y no se hubiera acordado de llamar para avisar y darse de baja. O quizá… No se le ocurrían más razones. Matte era muy responsable con esas cosas. Si no hubiera podido ir al trabajo, habría llamado.
Signe tenía la cara pálida. Miraba por la ventanilla. Se agarraba convulsivamente al bolso que tenía en las rodillas. Gunnar se preguntaba para qué se habría llevado el bolso, y tuvo la sensación de que era un salvavidas, algo a lo que aferrarse.