Vivianne se acercó y le plantó en la cara un beso superficial, pero él no pudo resistir la tentación de rodearle la cintura y atraerla hacia sí.
—Tranquilo, tranquilo. Resérvate esas energías para luego. —Vivianne le puso la mano en el pecho para apartarlo.
—¿Estás segura? Últimamente estoy tan cansado por las noches… —Volvió a abrazarla. Para decepción suya, ella se escabulló de nuevo y se encaminó a su despacho.
—Debes tener paciencia. Tengo tanto que hacer, que no he podido relajarme todavía. Y ya sabes cómo me pongo cuando no estoy relajada.
—Sí, ya.
Erling se la quedó mirando un tanto desanimado. Claro que podía esperar un poco, pero llevaba más de una semana quedándose dormido en el sofá todas las noches. Por las mañanas se despertaba con uno de los cojines bajo la cabeza y una manta con la que Vivianne lo había tapado amorosamente. No lo comprendía. Seguramente sería por lo mucho que trabajaba. Desde luego, debería aprender a delegar.
—Bueno, he comprado algo rico de comer —le dijo en voz alta.
—Eres un encanto. ¿Qué es?
—Gambas de la tienda de los hermanos Olsson, y una buena botella de Chablis.
—Qué rico. Habré terminado sobre las ocho más o menos; si lo preparas para entonces, fantástico.
—Claro, cariño —murmuró Erling.
Llevó las bolsas a la cocina. En honor a la verdad, se sentía un tanto extraño. Cuando estaba casado con Viveca, era ella la que se encargaba de los asuntos terrenales, pero desde que Vivianne se mudó a vivir con él, aquella responsabilidad había ido recayendo sobre él. Por más que lo pensaba, no se explicaba cómo había ocurrido.
Lanzó un hondo suspiro y empezó a colocar la comida en el frigorífico. Luego pensó en los juegos que aguardaban aquella noche y se animó un poco. Ya se encargaría él de dejarla relajada. Y eso bien valía que se ocupara del servicio de cocina.
E
rica iba jadeando mientras paseaba por Fjällbacka. El embarazo de los gemelos y la cesárea no habían favorecido ni el peso ni la forma física. Pero todo eso le resultaba ahora tan trivial… Sus dos hijos estaban sanos. Habían sobrevivido, y la gratitud que sentía todas las mañanas cuando los oía llorar hacia las seis y media era tan inmensa que todavía se le llenaban los ojos de lágrimas.
Anna, en cambio, había sufrido un golpe durísimo y, por primera vez en su vida, Erica no tenía ni idea de cómo acercarse a ella. Su relación nunca estuvo libre de complicaciones, pero desde que eran niñas, Erica se había ocupado de su hermana, era ella quien le soplaba y quien le enjugaba las lágrimas cuando se hacía una herida. En esta ocasión era diferente. La herida no era un simple arañazo, sino un profundo agujero en el alma, y Erica tenía la sensación de que lo único que hacía era contemplar cómo Anna perdía las ganas de vivir. ¿Cómo iba a poder curarla? Su hijo había muerto, y por mucho que le doliera, Erica no podía ocultar la alegría de que los suyos hubiesen sobrevivido. Después del accidente, Anna ni siquiera era capaz de mirarla. Erica iba al hospital y se sentaba junto a la cama. Pero Anna no la miró ni una sola vez.
Desde que volvió a casa, no había tenido valor de ir a verla. Tan solo había llamado unas cuantas veces para hablar con Dan, que parecía abatido y resignado. Ya no podía retrasarlo por más tiempo, así que le había pedido a Kristina que se quedase un rato en casa con los gemelos y con Maja. Anna era su hermana. Y era responsabilidad suya.
Golpeó la puerta pesadamente con la mano. Oyó la algarabía de niños jugando dentro y, al cabo de un rato, Emma le abrió la puerta.
—¡Tía Erica! —gritó encantada—. ¿Dónde están los bebés?
—Están en casa, con Maja y con la abuela. —Erica le acarició la mejilla. Se parecía tanto a Anna de pequeña…
—Mamá está triste —dijo Emma—. Se pasa el día durmiendo y papá dice que es porque está triste. Y está triste porque el bebé que tenía en la barriga prefirió irse al cielo en lugar de quedarse a vivir con nosotros. Y lo comprendo, porque Adrian es supertravieso y Lisen no para de chincharme. Pero yo habría sido muy buena con el bebé. Buenísima.
—Lo sé, cariño. Pero piensa en lo bien que se lo está pasando allá arriba, saltando entre las nubes.
—¿Como en montones y montones de camas elásticas? — preguntó Emma con cara de entusiasmo.
—Sí señor, exactamente igual que en montones de camas elásticas.
—¡Ah, pues a mí también me gustaría tener un montón de camas elásticas! —dijo Emma—. Aquí solo tenemos una en el jardín, y es enana. Solo cabe uno, y Lisen siempre tiene que ser la primera en subirse a saltar, y a mí no me toca nunca. —La pequeña se dio media vuelta y entró disgustada en la sala de estar.
Hasta ese momento, Erica no había reparado en lo que Emma acababa de decir. Había llamado a Dan papá. Sonrió. En realidad, no le sorprendía lo más mínimo, porque Dan quería a los hijos de Anna, y ese amor fue correspondido desde el principio. Y el hijo de ambos habría unido a la familia más aún. Erica tragó saliva y siguió a Emma hasta la sala de estar. Se diría que allí hubiese caído una bomba.
—Perdona el desorden —dijo Dan avergonzado—. Es que no me da tiempo de nada. Tengo la sensación de que me faltan horas.
—Te comprendo perfectamente. Me gustaría que vieras cómo tenemos la casa nosotros. —Erica se quedó un momento en la entrada y miró de reojo al piso de arriba—. ¿Puedo subir?
—Claro. —Dan se pasó la mano por la cara, que reflejaba un cansancio y una tristeza infinitos.
—Yo también quiero ir —dijo Emma. Pero Dan se puso en cuclillas, habló con ella tranquilamente y la convenció de que dejara que Erica subiera sola a ver a mamá.
El dormitorio de Dan y Anna estaba a la derecha, en el rellano. Erica levantó la mano, pero se paró con los nudillos a unos centímetros de la puerta, y la empujó despacio. Anna estaba tumbada, con la cara vuelta hacia la ventana; el sol de la tarde le daba en la cabeza y le arrancaba destellos al cuero cabelludo que se atisbaba debajo de la delicada pelusilla. A Erica se le encogió el corazón. Más que la hermana mayor, siempre fue como una madre para Anna. Sin embargo, últimamente se había equilibrado la relación, que se parecía a la normal entre dos hermanas. De un plumazo, habían vuelto cada una a su antiguo papel. Anna era pequeña y vulnerable; Erica la que se preocupaba y la cuidaba.
Respiraba tranquila y pausadamente. Se oyó un leve quejido y Erica comprendió que estaba dormida. Se acercó a la cama con paso silencioso y se sentó en el borde con cuidado de no despertarla. Muy despacio, le puso la mano en la cadera. Lo quisiera o no, ella estaría a su lado. Eran hermanas. Eran amigas.
-¡Y
a estoy aquí! —anunció Patrik en voz alta, y esperó la respuesta habitual. Efectivamente. Un par de piececillos raudos resonaron en el suelo y, un segundo después, apareció Maja por la esquina, corriendo hacia él.
—¡Papáaaaa! —Le cubrió la cara de besos, como si volviera de una travesía alrededor del mundo, no de una jornada laboral.
—¡Hola, aquí está el tesoro de papá! —La abrazó fuerte, hundió la nariz en los pliegues del cuello blandito y aspiró aquel olor especial de Maja que siempre hacía que le saltara el corazón en el pecho.
—Creía que solo ibas a trabajar media jornada. —Su madre venía secándose las manos en un paño de cocina, y lo miraba con la misma expresión que cuando era adolescente y llegaba a casa después de la hora prometida.
—Sí, lo sé, pero la verdad es que ha sido estupendo volver, así que me he quedado un poco más. Aunque me lo tomo con tranquilidad. No tenemos nada grave.
—Bueno, tú sabrás lo que haces, pero al cuerpo hay que hacerle caso. Esas cosas hay que tomárselas en serio.
—Ya, ya lo sé. —Patrik esperaba que su madre dejara pronto de hablar del tema. No tenía que preocuparse. El pánico que había sentido en la ambulancia cuando iban camino del hospital de Uddevalla aún le palpitaba dentro. Creyó que iba a morir, o más bien, estaba totalmente convencido. Le pasaron por la cabeza a toda velocidad imágenes de Maja, de Erica y de los bebés, a quienes nunca llegaría a conocer, todo ello mezclado con el dolor en el pecho.
Hasta que no se despertó en cuidados intensivos, no comprendió que había sobrevivido, que solo fue una señal de alarma del cuerpo, que le indicaba que debía tomárselo con calma. Pero luego le contaron lo del accidente, y un dolor nuevo vino a sustituir al anterior. Cuando lo llevaron en silla de ruedas a ver a los gemelos, su primera reacción instintiva fue dar media vuelta y marcharse de allí: eran tan pequeños e indefensos… Vio aquel pecho tan diminuto subiendo y bajando con esfuerzo a cada suspiro, y cómo se estremecían a veces. No creyó que algo tan pequeño pudiera sobrevivir, y no quería acercarse, no quería tocarlos. Porque ignoraba si luego sería capaz de despedirse de ellos.
—¿Dónde están tus hermanos? —le preguntó a Maja. Aún la llevaba en brazos, y la pequeña seguía rodeándolo con fuerza entre los suyos.
—Están durmiendo. Pero han hecho caca. Un montón. La abuela se la limpió. Olía puaj, asqueroso. —Maja arrugó la cara entera.
—Se han portado como dos angelitos —añadió Kristina radiante—. Se han tomado casi dos biberones cada uno, y luego se han dormido sin mayor problema. Bueno, después de haber hecho caca, como ha dicho Maja.
—Voy a verlos —dijo Patrik. Desde que llegó a casa del hospital, se había acostumbrado a tenerlos cerca todo el tiempo, y los había echado de menos muchísimo en el trabajo.
Subió al piso de arriba y entró en el dormitorio. No habían querido separarlos, los acostaban en la misma cuna. Allí estaban, muy pegaditos, con las naricillas juntas. Noel tenía el brazo echado por encima de Anton, como si estuviera protegiéndolo. Patrik se preguntaba qué papel tendría cada uno. Veía a Noel más decidido, chillaba un poco más que Anton, que parecía sencillamente satisfecho. Si le daban de comer y podía dormir cuando estaba cansado, no daba la lata y se limitaba a dejar oír un alegre parloteo. En cambio Noel era capaz de protestar de lo lindo si no estaba a sus anchas. No le gustaba ni que lo vistieran ni que le cambiaran el pañal. Y lo peor de todo era el baño. A juzgar por sus gritos, parecía que el agua se le antojara un peligro mortal.
Patrik se quedó un buen rato asomado a la cuna. A los dos se les movían los párpados mientras dormían. Se preguntó si estarían soñando lo mismo.
A
nnie estaba sentada en la escalinata al sol de la tarde cuando vio un barco que se acercaba. Sam ya se había dormido. Se levantó despacio y bajó al muelle.
—¿Puedo atracar aquí?
La voz le resultaba muy familiar, pero algo cambiada. Se notaban los años que habían pasado desde la última vez que se vieron. En un primer momento sintió deseos de gritar «¡No, no bajes a tierra! Este ya no es tu sitio». Pero agarró el cabo que él le había lanzado e hizo un nudo doble con mano experta para amarrar el barco. Y unos minutos después, allí estaba él, en el muelle. Annie había olvidado lo alto que era. Ella, que solía ser igual de alta que la mayoría de los hombres, podía recostar la cabeza en su pecho. Era una de las cosas que irritaban a Fredrik, que ella le sacaba unos centímetros. Así que, cuando salían juntos, no podía llevar tacones.
Nada de pensar en Fredrik ahora. No pensar en…
De repente, estaba en sus brazos. Annie no sabía cómo había ocurrido, quién dio el paso que hasta hacía un instante los separaba. De pronto, se estaban abrazando y ella notaba el jersey de lana cosquilleándole la mejilla. Se sintió segura al verse entre sus brazos y aspiró aquel aroma tan familiar, aunque llevaba años sin percibirlo. El olor a Matte.
—Eh, hola… —La abrazó más fuerte aún, como tratando de impedir que se desplomara, y así era en cierto modo. Ella quería permanecer eternamente en su abrazo, sentir todo lo que fue tan suyo hacía tanto tiempo, aunque desapareció en un torbellino de tinieblas y desesperación. Pero él la soltó al fin y la apartó un poco para contemplarla atentamente, como si la viera por primera vez.
—Estás igual —dijo. Annie vio en sus ojos que no era verdad. No era la de antes, era otra. Se le veía en la cara, lo llevaba grabado en las líneas de expresión de los ojos y alrededor de la boca, y sabía que él se había dado cuenta. Siempre se le había dado bien fingir que lo malo desaparecía si cerrabas los ojos lo bastante fuerte.
—Ven —le dijo Annie ofreciéndole la mano. Y así subieron a la casa.
—Bueno, la isla sigue igual. —El viento se llevó la voz de Mats por encima de las rocas.
—Sí, aquí no ha cambiado nada. —Annie habría querido decir más, pero él entró en la casa. Tuvo que agacharse un poco para pasar por el umbral, y el momento inicial se esfumó enseguida. Siempre le ocurría lo mismo con Matte. Recordaba las palabras que había llevado dentro toda la vida, que querían llegar hasta él, pero que se habían quedado en su interior, dejándola muda. Y él se ponía triste, eso lo sabía. Triste al ver que ella no contaba con él cuando le sobrevenía la negrura.
Y tampoco ahora pudo dejarlo entrar, pero sí permitir que estuviera con ella allí, en la casa. Al menos, unos minutos. Lo necesitaba, necesitaba su calor. Llevaba tanto tiempo helada…
—¿Quieres un té? —Sacó un cazo sin esperar respuesta. Tenía que mantener las manos ocupadas con algo, para no desvelar que le temblaban.
—Sí, gracias. ¿Dónde tienes al muchachito? ¿Cuántos años tiene ya?
Annie lo miró extrañada.
—Mis padres me han puesto un poco al corriente —añadió Matte con una sonrisa.
—Tiene cinco años. Ya está dormido.
—Ah.
La reconfortó la decepción que advirtió en el tono de Matte. Significaba algo. Se había preguntado infinidad de veces cómo habrían sido las cosas si hubiera tenido a Sam con Matte y no con Fredrik. Claro que en ese caso, no habría sido Sam, habría sido un niño totalmente distinto. Y esa idea le resultaba impensable.
Se alegraba de que Sam estuviera durmiendo. No quería que Matte lo viera en aquel estado. Pero en cuanto mejorase, le presentaría a su hijo, cuyos ojos castaños brillaban vivaces y traviesos. En cuanto recuperase la chispa, podrían verse los tres. Annie lo deseaba de verdad.
Guardaron silencio un instante, mientras daban sorbitos de té. Era una sensación curiosa la de sentirse como extraños, la de saber que habían permitido que el tiempo les afectase de aquel modo. Luego, empezaron a hablar. Les resultaba raro, pues no eran las mismas personas de antaño. Poco a poco, volvieron a encontrar el ritmo, el tono que fue el suyo, y pudieron eliminar las capas de todo aquello que los años habían interpuesto entre los dos.