Pasó un coche a gran velocidad y tuvo que apartarse de un salto hacia el arcén. Badis se alzaba a su espalda. Su gran proyecto, la salida definitiva. Erling era el que lo hacía posible. Pobre insensato, que acababa de pedirle la mano a Vivianne.
Erling lo había llamado para invitarlo a cenar esa noche y celebrar el compromiso. Pero Anders dudaba de que Vivianne estuviera al corriente de los planes. Sobre todo de que el gordinflón del comisario y su pareja también estaban invitados. Él rechazó la invitación con una excusa barata. La combinación de Erling y Bertil Mellberg no era la receta ideal para una velada agradable. Y dadas las circunstancias, cualquier celebración le parecía fuera de lugar.
Ya empezaba a ir cuesta abajo. En realidad, no sabía adónde se dirigía, a cualquier sitio, no importaba. Anders le dio una patada a una piedra, que rodó por la pendiente antes de desaparecer en la cuneta. Así se sentía él en aquellos momentos. Rodaba cada vez más rápido cuesta abajo, y la cuestión era a qué cuneta iría a parar. Aquello solo podía acabar mal, porque no existían buenas alternativas. Se había pasado la noche despierto pensando en una solución, un arreglo; pero no había ninguno. Como tampoco había camino intermedio cuando se tumbaban debajo de la cama y notaban los listones del somier en la coronilla.
Se quedó de pie en el muelle, antes de entrar en el puentecillo de piedra. No había ni rastro de los cisnes. Solían construir su nido a la derecha del puente, según le habían dicho, y todos los años nacían polluelos que debían vivir peligrosamente cerca de la carretera. Decían que el macho y la hembra permanecían juntos toda la vida. Eso era lo que quería él, aunque hasta ahora solo lo había conseguido con su hermana. No como pareja de amantes, claro, pero ella había sido su compañera en la vida, la persona con la que compartiría su existencia.
Ahora, todo había cambiado. Tenía que tomar una decisión, pero no sabía cómo hacerlo. Sobre todo cuando aún sentía los listones del somier en la cabeza y el brazo protector de Vivianne alrededor del cuerpo. Y cuando sabía que ella siempre fue su protectora y su mejor amiga.
Faltó tan poco para que no sobrevivieran… El alcohol y el hedor estuvieron presentes siempre mientras su madre vivió. Pero entonces también contaban con pequeños oasis de amor, momentos a los que poder aferrarse. Cuando ella decidió escapar, cuando Olof la encontró en el dormitorio con un bote de somníferos vacío en el suelo, desaparecieron los últimos restos de su infancia. Él los culpó a ellos, y los castigó duramente. Cada vez que las señoras de Asuntos Sociales iban a verlos, él se esforzaba en parecer bueno y conquistarlas con sus ojos azules, les enseñaba su hogar y a Vivianne y Anders, que callaban con la vista en el suelo mientras que las señoras se pavoneaban ante él. De alguna manera, siempre intuía que estaban en camino, así que el apartamento estaba siempre limpio y ordenado cuando se presentaban de improviso. Si tanto los odiaba, ¿por qué no los entregó? Vivianne y él se dedicaban a soñar horas y horas con cómo habrían sido sus nuevos padres. Si Olof los hubiera dejado ir…
Seguramente quería tenerlos cerca, quería verlos sufrir. Pero al final, ellos vencerían. Pese a que llevaba muerto muchos años, él era su fuerza motriz, aquel a quien querían mostrar su éxito. Un éxito que ahora tenían a su alcance. No podían darse por vencidos y que Olof se saliera con la suya y se cumpliera todo lo que decía: que eran unos inútiles y que jamás conseguirían nada en la vida.
A lo lejos divisó a la familia de cisnes que se acercaba. Las crías cabeceando inestables detrás de la pareja majestuosa que formaban sus padres. Los pequeños le inspiraban ternura con sus finísimas plumas grises, lejos aún de ser las aves elegantes en que llegarían a convertirse. ¿Y él y Vivianne? ¿Habían crecido para transformarse en hermosos cisnes imponentes o seguirían siendo crías de color gris que esperaban llegar a ser otra cosa?
Dio media vuelta y volvió a subir la cuesta despacio. Fuera cual fuera la decisión, debía tomarla pronto.
-S
abemos de la existencia de Madeleine. —Patrik se sentó delante de Leila, sin esperar a que ella lo invitara.
—¿Perdón?
—Sabemos de la existencia de Madeleine —repitió despacio. Gösta se había sentado junto a él, pero con la vista clavada en el suelo.
—Ajá, y… —dijo Leila con una levísima mueca extraña.
—Has insistido en que habéis colaborado con nosotros y nos habéis contado cuanto sabéis. Pero ahora sabemos que no es del todo cierto y queremos una explicación. —Habló con toda la autoridad de la que era capaz, y al parecer, surtió efecto.
—Yo no creía que… —Leila tragó saliva—. No pensé que fuera relevante.
—Por un lado, no creo que eso sea verdad, y por otro, no eres tú quien lo decide. —Patrik hizo una pausa—. ¿Qué tienes que contarnos de Madeleine?
Leila guardó silencio un instante. Luego se levantó bruscamente y se acercó a una de las estanterías. Metió la mano detrás de una hilera de libros y sacó una llave. Después se agachó junto al escritorio y abrió el último cajón.
—Aquí tenéis —dijo muy seria al tiempo que dejaba una carpeta en la mesa.
—¿Qué es esto? —dijo Patrik. Gösta también se inclinó lleno de curiosidad.
—Es de Madeleine. Es una de las mujeres que ha necesitado una ayuda que está fuera de lo que la sociedad puede ofrecer.
—Lo cual implica… —Patrik empezó a hojear los documentos que contenía la carpeta.
—Implica que le ofrecimos ese tipo de ayuda que se encuentra fuera de lo legal. —Leila se los quedó mirando muy seria. Nada quedaba del nerviosismo de antes, ahora parecía más bien desafiante—. Algunas de las mujeres que acuden a nosotros lo han probado todo. Y nosotros lo intentamos todo. Pero ellas y sus hijos se ven amenazados por hombres que ni siquiera fingen prestar atención a las leyes de la sociedad, y en esos casos no tenemos con qué responder. No disponemos de medios para defender a esas mujeres, así que les ayudamos a escapar. Fuera del país.
—¿Y cuál era la relación existente entre Madeleine y Mats?
—Yo entonces no lo sabía, pero luego supe que existía entre ellos una relación amorosa. Trabajamos durante años con la situación de Madeleine y de sus hijos. Y debieron de enamorarse entonces, aunque, como es lógico, está totalmente prohibido. Pero como os decía, yo lo ignoraba por completo… —Hizo un gesto de resignación—. Cuando me enteré, me llevé una gran decepción. Matte sabía lo importante que era para mí demostrar que es necesario que haya hombres en este tipo de asociaciones. Y sabía que todas las miradas estaban puestas en nosotros y que todos esperaban que fracasara. No me explico cómo pudo traicionar a Fristad de aquel modo.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Gösta cogiendo la carpeta de manos de Patrik.
Se diría que Leila se hubiese desinflado.
—La cosa iba cada vez peor. El marido de Madeleine siempre acababa encontrándolos, a ella y a sus hijos. Habíamos implicado también a la Policía, pero eso no servía de nada. Al final, Madeleine no podía más, y también nosotros veíamos que la situación era insostenible. Si ella y los niños querían seguir con vida, tenían que abandonar Suecia. Dejar su hogar, su familia, sus amigos, todo.
—¿Cuándo se tomó esa decisión? —preguntó Patrik.
—Madeleine vino a verme poco después de que atacaran a Matte, y me pidió que le ayudáramos. Para entonces, nosotros habíamos llegado más o menos a la misma conclusión.
—¿Qué decía Mats?
Leila bajó la vista.
—No le preguntamos. Todo ocurrió mientras él estaba en el hospital. Cuando volvió, ella había desaparecido.
—¿Fue entonces cuando descubriste que estaban juntos? — preguntó Gösta, y dejó la carpeta en el escritorio.
—Sí. Matte estaba inconsolable. Me rogó y me suplicó que le dijera dónde estaban, pero ni podía ni quería hacerlo. Si alguien averiguaba dónde se encontraban Madeleine y los niños, habríamos puesto en peligro sus vidas.
—¿Y no sospechasteis que podía existir un vínculo entre la agresión a Mats y todo este asunto? —Patrik abrió la carpeta y señaló un nombre que había anotado en uno de los documentos.
—Claro que se nos pasó por la cabeza, es natural. Pero Matte aseguró siempre que no fue así. Y no había mucho que pudiéramos hacer.
—Tendríamos que hablar con ella.
—Eso es imposible —dijo Leila negando vehemente con la cabeza—. Sería demasiado peligroso.
—Adoptaremos todas las medidas preventivas necesarias. Pero tenemos que hablar con ella.
—Ya digo que es imposible.
—Comprendo que quieres proteger a Madeleine, y te prometo que no haré nada que pueda ponerla en peligro. Esperaba que pudiéramos resolver esto de un modo discreto y que esto —dijo señalando la carpeta— quedara entre nosotros. Si no, tendremos que incluirlo en el informe y hacerlo público.
Leila se puso tensa, pero sabía que no le quedaba otra opción. Patrik y Gösta podían hacer que toda la asociación se fuera al garete con una simple llamada.
—Veré lo que puedo hacer. Me llevará unas horas. Puede que hasta mañana.
—No importa. Avisa en cuanto sepas algo.
—De acuerdo. Pero a condición de que se hagan las cosas a mi manera. Está en juego el destino de muchas personas, no solo el de Madeleine y sus hijos.
—Lo comprendemos —dijo Patrik. Se levantaron y salieron para, una vez más, recorrer el trayecto hasta Fjällbacka.
-¡B
ienvenidos, bienvenidos! —Erling les abrió la puerta con una amplia sonrisa. Se alegraba de que Bertil Mellberg y Rita, su pareja, hubieran podido ir a celebrarlo con ellos, porque Mellberg le gustaba de verdad. Tenía una visión pragmática de la vida que se parecía bastante a la suya y, sencillamente, era una persona sensata.
Le estrechó la mano con entusiasmo y le dio un beso a Rita en las dos mejillas, por si acaso. No estaba muy seguro de cuál era la costumbre en los países del sur, pero con el doble no podía equivocarse. Entonces salió Vivianne, los saludó y les ayudó a quitarse la chaqueta. Le entregaron un ramo de flores y una botella de vino, y ella les dio las gracias profusamente, tal y como mandaba el protocolo, antes de llevarlo todo a la cocina.
—Entrad, entrad —dijo Erling alentándolos con la mano. Como siempre, le encantaba enseñar su casa. Había luchado duramente por conservarla después del divorcio, pero había valido la pena.
—Qué casa más bonita —dijo Rita mirando a su alrededor.
—Sí, desde luego, te lo has montado muy bien. —Mellberg le dio una palmadita en la espalda.
—No puedo quejarme, no —dijo Erling, y les ofreció una copa de vino.
—¿Qué nos has preparado para cenar? —dijo Mellberg. Aún tenía muy vivo el recuerdo del almuerzo en Badis, y si les ponían semillas y frutos secos, tendrían que hacer una parada en el quiosco de perritos de camino a casa.
—No te preocupes, Bertil. —Vivianne le guiñó un ojo a Rita—. Esta noche he hecho una excepción y he preparado una comida vigorizante solo por ti. Aunque puede que se me haya colado alguna que otra verdura.
—Bueno, tendré que sobrevivir a ellas —dijo Bertil, y exageró un poco al soltar una risotada.
—¿Nos sentamos? —Erling rodeó a Rita con el brazo y la condujo al comedor, amplio y luminoso. Su anterior esposa tenía buen gusto a la hora de decorar, imposible negarlo. Por otro lado, era él quien pagaba la fiesta, de modo que podía decirse que aquella era su obra, algo que le encantaba dejar claro siempre que tenía ocasión.
Con el primer plato acabaron enseguida, y a Mellberg se le iluminó la cara al ver que lo siguiente era una buena ración de lasaña. Vivianne no empezó a enseñar la mano izquierda hasta los postres, después de que Erling le diera varios puntapiés por debajo de la mesa.
—¡Anda! ¿Es eso lo que yo creo? —exclamó Rita.
Mellberg entornó los ojos tratando de distinguir lo que había provocado su entusiasmo, y detectó el anillo que brillaba en el dedo de Vivianne.
—¿No me digas que os habéis prometido? —Mellberg examinó minuciosamente la joya que Vivianne llevaba en la mano. Erling, menudo granuja, tienes que haber abierto bien la cartera, ¿eh?
—Lo bueno sale caro. Pero ella lo vale.
—Es precioso —dijo Rita sinceramente con una sonrisa—. Enhorabuena, de verdad.
—Pues sí, esto hay que celebrarlo. ¿No tienes nada fuerte con lo que brindar? —Mellberg miraba con desprecio la botella de Baileys que Erling había servido con el postre.
—Bueeeno, seguro que puedo encontrar algo de whisky. — Erling se levantó y abrió un gran mueble bar. Puso en la mesa dos botellas y fue a buscar cuatro vasos, que colocó al lado.
—Esto es una verdadera joya. —Erling señaló una de las botellas—. Un Macallan de veinticinco años. Que vale sus buenos billetes, no te creas.
Sirvió la bebida en dos vasos y colocó uno en el lugar donde él estaba sentado y el otro delante de Vivianne. Luego, tapó la botella y devolvió su preciado contenido al mueble bar, donde la puso a buen recaudo.
Mellberg lo seguía extrañado con la mirada.
—Pero ¿y nosotros? —No pudo por menos de preguntar; y Rita estaba pensando lo mismo, aunque no lo dijo en voz alta.
Erling se dirigió de nuevo a la mesa y abrió impasible la otra botella. Un Johnnie Walker Red Label, que Mellberg sabía que costaba doscientas cuarenta y nueve coronas en el Systembolaget.
—Sería un despilfarro malgastar en vosotros ese whisky tan caro. No creo que pudierais apreciarlo de verdad.
Con una sonrisa espléndida, sirvió el otro whisky y le dio los vasos a Mellberg y a Rita. Los dos se quedaron sin habla mirando el contenido de sus vasos de Johnnie Walker, y luego el de los vasos de Vivianne y Erling, que presentaba un color muy diferente. Vivianne tenía cara de querer que se la tragara la tierra.
—Bueno, pues, ¡salud! ¡Y salud por nosotros dos, querida! —Erling alzó el vaso y Mellberg y Rita lo imitaron, aún mudos de asombro.
Al cabo de un rato, se disculparon y se fueron a casa. Qué tío más tacaño, pensó Mellberg mientras iban en el taxi. Aquel había sido un duro golpe a tan prometedora amistad.
E
l andén estaba desierto cuando bajaron del tren. Nadie sabía que llegaban. A su madre le daría un ataque cuando aparecieran, pero no podía avisarle. Ya sería bastante peligroso para ella que los dejara dormir allí. En realidad, habría preferido no involucrar a sus padres, pero no tenían adónde ir. Llegado el momento, tendría que hablar con ciertas personas y explicarles la situación, y Madeleine se prometió que le pagaría los billetes a Mette. Odiaba la sensación de deber dinero, pero no tenía otra forma de volver a casa. Todo lo demás tendría que esperar.