—Bueno, pues gracias por la ayuda —dijo, y se levantó.
Ulf le estrechó la mano con una sonrisa.
—De nada. Nos encanta echar una mano, si podemos. Llamadme si queréis saber algo más.
—Seguro que sí —dijo Patrik. Había tantas cosas lógicas en aquella pista… Y, al mismo tiempo, había montones de cosas que no encajaban. Sencillamente, no se aclaraba con aquel caso. No se aclaraba con quién era Mats Sverin en realidad. Y el disparo del día anterior seguía resonándole en la cabeza.
-¿Q
ué hacemos? —Martin asomó la cabeza por la puerta del despacho de Paula.
—No lo sé. —Se sentía tan abatida como Martin.
Los sucesos del día anterior les habían afectado a todos. A Mellberg ni siquiera lo habían visto. Se había encerrado en su despacho, y mejor así. Tal y como se sentían en aquellos momentos, les costaría mucho no mostrarle su desprecio. Por suerte, Paula tampoco lo había visto en casa. Cuando llegó la tarde anterior, él ya estaba en la cama, y cuando se levantó aún seguía durmiendo. Rita había tratado de hablar con ella de lo ocurrido en el desayuno, pero Paula le dejó muy claro que no se encontraba de humor. Y Johanna ni siquiera lo había intentado. Simplemente, se dio media vuelta y le dio la espalda cuando Paula se metió en la cama. El muro que las separaba era cada vez más alto. Paula sentía en la boca una sequedad como de pánico, y se la tragó con un poco de agua del vaso que tenía en el escritorio. No tenía fuerzas para pensar en Johanna en aquellos momentos.
—¿No hay nada que podamos hacer mientras están fuera? — Martin entró y se sentó.
—Bueno, Lennart iba a decirnos algo hoy mismo —le recordó Paula. Había dormido mal y, por mucho que comprendiera la impaciencia de Martin, estaba demasiado cansada para tomar ninguna iniciativa. En aquellos momentos le daba vueltas la cabeza. Pero Martin la miraba con exigencia.
—¿Y si lo llamamos? Quizá haya terminado, ¿no crees? — dijo, y sacó el móvil.
—No, no, ya llamará él cuando esté listo. Estoy segura.
—Vale. —Martin volvió a guardar el móvil en el bolsillo—. Pero entonces, ¿qué hacemos? Patrik no nos dijo nada antes de irse. Y no podemos quedarnos aquí sentados, ¿no?
—No lo sé. —Paula empezaba a irritarse. ¿Por qué tenía que dar ella las órdenes? Tenía prácticamente la misma edad que Martin, y además, él llevaba más años en aquella comisaría, aunque ella tuviera experiencia de haber trabajado en Estocolmo. Respiró hondo. No tenía ningún derecho a pagar la frustración con Martin.
—Pedersen iba a enviar hoy el informe de la autopsia. Podemos empezar con eso, supongo. Puedo llamarlo y preguntarle si ya tiene resultados que nos pueda contar.
—Sí, así tendré con qué seguir trabajando. —Martin parecía un cachorro feliz al que habían dado una palmadita, y Paula no pudo por menos de sonreír. Era imposible enfadarse con él.
—Lo llamo ahora mismo.
Martin la miraba expectante mientras ella marcaba el número. Pedersen debía de estar junto al teléfono, porque respondió al primer tono.
—Hola, soy Paula Morales, de Tanumshede. ¿Lo tienes? ¡Qué bien! —Señaló hacia arriba con el pulgar—. Claro, envíalo por fax, pero ¿no puedes resumirnos algo? —Paula asentía e iba anotando en el bloc que tenía en el escritorio.
Martin estiraba el cuello tratando de leer lo que escribía, pero se rindió al cabo de un instante.
—Mmm…, ajá…, de acuerdo. —Iba escribiendo mientras escuchaba. Muy despacio, colgó el auricular. Martin la miraba fijamente.
—¿Qué ha dicho? ¿Algo que nos sirva?
—Bueno, no exactamente. Me ha confirmado lo que ya sabíamos. —Leyó las notas—. Que a Mats Sverin le dispararon en la nuca con un arma de nueve milímetros. Un disparo. Y que debió de morir en el acto.
—¿Y la hora?
—Buenas noticias. Ha podido establecer que Mats murió en algún momento durante la noche del viernes.
—Estupendo. ¿Y qué más?
—No había rastro de estupefacientes en la sangre.
—¿Nada?
Paula negó con un gesto.
—No, ni siquiera nicotina.
—Bueno, puede que traficara con ella.
—Sí, claro, puede ser, pero la verdad, empiezo a preguntarme… —Miró de nuevo las notas—. Lo más interesante es ver si la bala coincide con alguna de las armas que tenemos en los registros. Si existe algún vínculo con otro delito, sería mucho más sencillo localizar el arma que usaron. Y, seguramente, al asesino.
De repente, Annika apareció en la puerta.
—Han llamado de Salvamento Marítimo. Han encontrado el barco.
Paula y Martin se miraron. No tenían que preguntar a qué barco se refería.
T
enía el equipaje hecho. En el preciso instante en que recibió la postal, supo lo que tenía que hacer. Ya no era posible huir. Era consciente de los peligros que aguardaban, pero tan peligroso sería huir como quedarse. Quizá los niños y ella tendrían más posibilidades si volvían voluntariamente.
Madeleine se sentó en la maleta para poder cerrarla. Una sola maleta, no pudo llevarse más. Y allí dentro llevaba toda una vida. Aun así, iba llena de esperanza cuando subió al tren de Copenhague con los niños y la maleta. Pena y dolor por lo que dejaba, pero felicidad por lo que tendría.
Contempló el estudio. Era viejo, con una sola cama, donde los niños se habían empeñado en dormir, aunque estrechos. Y un colchón en el suelo, donde dormía ella. No era gran cosa, pero por un tiempo fue un paraíso. Era de ellos tres y era su seguridad. Ahora se había convertido en una trampa. No podían quedarse allí. Mette le había prestado dinero para los billetes sin hacer preguntas. Tal vez estuviera comprando su propia muerte, pero ¿acaso tenía elección?
Muy despacio, se levantó, y guardó la postal en el viejo bolso ajado que tenía. Aunque lo que quería era partirla en mil pedazos y tirarla al retrete y verla desaparecer, sabía que tenía que guardarla como recordatorio. Para no arrepentirse.
Los niños estaban en casa de Mette. Se fueron allí cuando llevaban un rato jugando en el jardín, y Madeleine se alegró de disponer de un poco más de tiempo a solas antes de contarles que volvían a su hogar. Para ellos, la palabra hogar no tenía ningún valor positivo. Solo les habían quedado cicatrices, tanto externas como internas, de lo que la gente llama «hogar». Esperaba que comprendieran que ella los quería, que nunca haría nada que pudiera perjudicarlos, pero que no le quedaba otra opción. Si los encontraban mientras estaban huyendo, si los atrapaban en la madriguera, ninguno se salvaría. Eso era lo único que sabía. La única salida de los conejillos era volver con el zorro.
Le dolían las articulaciones y se levantó a duras penas. Tenían que salir pronto, no podía postergar lo inevitable por más tiempo. Los niños lo comprenderían, se dijo. Solo deseaba poder creérselo ella misma.
-Y
a me he enterado de lo de Gunnar —dijo Anna.
Miraba como un pajarillo a Erica, que trató de esbozar una sonrisa.
—No debes pensar en esas cosas ahora. Ya tienes bastante con lo tuyo.
Anna frunció el entrecejo.
—No sé. Por extraño que parezca, a veces encontramos alivio cuando podemos sentir pena de otro, en lugar de sentirla de uno mismo.
—Sí, para Signe debe de ser horrible. Ahora está totalmente sola.
—¿Cómo se lo ha tomado Patrik? —Anna subió las piernas al sofá. Los niños estaban en la escuela y en la guardería, y los gemelos dormían su siesta de media mañana en el cochecito.
—Ayer estaba muy afectado —dijo Erica, y alargó el brazo en busca de un bollo de canela.
Los había hecho Belinda, la hija mayor de Dan. Empezó a aficionarse en la época en que tuvo un novio al que le gustaban las mujeres hacendosas. El novio había pasado a la historia, pero ella seguía haciendo bollos, y había que reconocer que tenía un talento natural para ello.
—Por Dios, están buenísimos —dijo Erica encantada.
—Sí, a Belinda se le da estupendamente la repostería. Dan dice que se ha portado de maravilla con los pequeños.
—Sí, ha estado disponible siempre que ha hecho falta.
Era cierto que Belinda tenía una pinta salvaje, con el pelo teñido de negro, las uñas negras y todo ese maquillaje… Pero cuando Anna se encerró en sí misma, ella acogió a sus hermanos bajo sus alas, incluidos Adrian y Emma.
—Bueno, no fue culpa de Patrik —dijo Anna.
—No, ya lo sé, y eso es lo que yo intentaba decirle. A quien habría que culpar es a Mellberg, pero no sé por qué, Patrik siempre asume la responsabilidad de todo. Él y Gösta estaban en casa de Gunnar cuando se suicidó, y dice que debería haber notado algo.
—Pero ¿cómo iba a notarlo? —dijo Anna—. La gente no avisa de que piensa quitarse la vida. Yo había pensado varias veces… —Se interrumpió y miró a Erica.
—Tú nunca harías algo así, Anna. —Erica se inclinó hacia su hermana y la miró a los ojos—. Has pasado mucho, más que la mayoría, y de haber querido, ya lo habrías hecho. Eso no va contigo.
—¿Y eso cómo se sabe?
—Se sabe porque no has bajado al sótano, no te has puesto una escopeta en la boca y no has disparado.
—No tenemos escopeta —dijo Anna.
—No te hagas la tonta. Ya sabes a qué me refiero. No te has arrojado delante de un coche en marcha, no te has cortado las venas, no te has atiborrado de somníferos o lo que sea. No has hecho nada de eso porque eres más fuerte.
—No sé si es fortaleza —murmuró Anna—. Yo creo que es preciso ser muy valiente para apretar el gatillo.
—En realidad, no. Solo se precisa un instante de valor. Luego se acabó, y los demás, que recojan los restos, si me permites la expresión. Para mí eso no es valor. Es cobardía. Gunnar no pensó en Signe en ese instante. De haberla tenido presente, no lo habría hecho, sino que habría mostrado el valor suficiente para quedarse y ayudarse mutuamente. Cualquier otra salida es propia de un cobarde, y eso no es lo que has elegido tú.
—Según esa de ahí, todo se arregla si empiezas a hacer yoga, dejas de comer carne y respiras hondo cinco minutos al día. —Anna señaló al televisor, donde una entusiasta gurú de la salud explicaba cuál era el único camino de la felicidad y el bienestar.
—¿Cómo puede nadie encontrar la felicidad sin comer carne? —preguntó Erica.
Anna no pudo contener una carcajada.
—Joder, qué payasa eres —dijo, y le dio a Erica un codazo en el costado.
—Mira quién fue a hablar, con la pinta de conejillo de Indias que tienes.
—Eso ha sido un golpe bajo. —Anna le lanzó el cojín con todas sus fuerzas.
—Lo que sea, con tal de hacerte reír —dijo Erica en voz baja.
-B
ueno, era cuestión de tiempo —constató Petra Janssen. Las náuseas subían y bajaban por la garganta, pero dado que era madre de cinco hijos, había desarrollado un alto grado de tolerancia hacia los olores repugnantes.
—Pero no ha sido ninguna sorpresa. —Konrad Spetz, colega de Petra de toda la vida, parecía tener más dificultades a la hora de aguantarse las ganas de vomitar.
—Ya, pero los colegas de narcóticos llegarán en cualquier momento, seguro.
Salieron del dormitorio. El olor los siguió, pero en la planta baja, donde se encontraba la sala de estar, resultaba más fácil respirar. Una mujer de unos cincuenta años lloraba desconsolada en un sillón, mientras que una de las colegas más jóvenes trataba de consolarla.
—¿Lo ha encontrado ella? —preguntó Petra señalando a la mujer.
—Sí, es la asistenta de los Wester. Suele venir a limpiar una vez por semana, pero si se iban de viaje, solo tenía que venir cada dos semanas. Y hoy, cuando llegó, se encontró…, bueno… —Konrad carraspeó.
—¿Y la mujer y el niño, los hemos encontrado? —Petra había sido la última en llegar. En realidad, era su día libre, y estaba en el parque de atracciones de Grönalund cuando la llamaron pidiéndole que se personara.
—No. Al parecer, según la asistenta, pensaban irse a Italia. Y pasarían allí todo el verano.
—Tendremos que comprobar el vuelo. Con un poco de suerte, estará tan tranquila tomando el sol en estos momentos —dijo Petra, pero con una expresión de amargura. Sabía perfectamente quién era la persona que estaba arriba, en la cama. Y sabía de quiénes se rodeaba. Y las posibilidades de que la mujer y el niño estuvieran disfrutando del sol eran mucho menores que las de que estuvieran muertos y enterrados en algún rincón del bosque. O en el fondo de la bahía de Nybroviken.
—Sí, ya hay varios colegas en ello.
Petra asintió satisfecha. Ella y Konrad llevaban más de quince años trabajando juntos y funcionaban mejor que muchos matrimonios, pero vistos desde fuera, constituían una pareja de lo más desigual. Con más de metro ochenta de estatura y un cuerpo exuberante de tantos embarazos, Petra le sacaba la cabeza a Konrad, que no solo era bajito, sino también menudo. Y su aspecto asexual la hacía preguntarse si su compañero sabría siquiera cómo venían los niños al mundo. En todo el tiempo que llevaban juntos, jamás lo oyó hablar de ningún tipo de relación amorosa, ni con hombres ni con mujeres. Tampoco es que ella le hubiese preguntado. Lo que tenían en común era una inteligencia aguda, un carácter seco y una entrega profesional que habían logrado conservar pese a todas las reorganizaciones, los jefes inútiles que designaban los políticos y todas las decisiones policiales absurdas.
—Tendremos que emitir una orden de búsqueda y hablar con los chicos de estupefacientes —añadió Konrad.
—Los chicos y las chicas —lo corrigió Petra.
Konrad exhaló un suspiro.
—Sí, Petra, los chicos
y
las chicas.
Petra tenía cinco hijas, y para ella la igualdad de la mujer era un tema delicado. Sabía que, en realidad, Petra pensaba que las mujeres eran superiores a los hombres, y si él hubiera tenido algo de temerario, le habría preguntado si, en el fondo, eso no era igual de discriminatorio. Pero él era más listo que todo eso y se guardaba sus opiniones.
—Menuda marranada lo de ahí arriba. —Petra meneó la cabeza.
—Parece que efectuaron varios disparos. La cama está llena de agujeros de bala. Y Wester también.
—¿Cómo puede nadie pensar que merece la pena hacer tantos disparos? —Paseó la mirada por la sala de estar, agradable y luminosa, y meneó la cabeza otra vez—. Bueno, esta es la casa más maravillosa que he visto, y seguro que llevaban una vida de lujo en todos los sentidos, pero ellos mismos saben que estas cosas se joden tarde o temprano. Y luego acaba uno en la cama, entre sábanas de seda, y se pudre traspasado como un colador.