No se atrevía a pensar en lo que pasaría ahora. Al mismo tiempo, la invadió una tranquilidad inevitable. Le producía una extraña calma saberse atrapada en un rincón, sin posibilidad alguna de ir a ninguna parte. Se había dado por vencida y, en cierto modo, era un descanso. Resultaba agotador huir y luchar, y ya no tenía miedo por sí misma. Solo por los niños dudaba a veces, pero haría cuanto estuviera a su alcance por conseguir que él comprendiera y perdonara. A los niños nunca los había tocado, y ellos saldrían adelante pasara lo que pasara. O al menos, ella tenía que convencerse de que así sería. De lo contrario, se hundiría.
Se subieron al tranvía número tres en la plaza de Drottningtorget. Todo les resultaba familiar. Los niños estaban tan cansados que se les cerraban los ojos; aun así, miraban llenos de curiosidad con la nariz pegada a la ventanilla.
—Ahí está la cárcel. ¿Verdad que eso es la cárcel, mamá? — dijo Kevin.
Ella asintió. Sí, acababan de dejar atrás la cárcel de Härlanda. A partir de ahí, se sabía las paradas de memoria: Solrosgatan, Sanatoriegatan, y se bajarían en Kålltorp. A pesar de todo, estuvieron a punto de saltársela, porque se le había olvidado pulsar el botón. Se acordó en el último segundo, y el tranvía fue frenando y se detuvo para que se bajaran. Aún clareaba la noche estival, pero acababan de encender las farolas de la calle. Las luces brillaban en la mayoría de las ventanas y, al aguzar la vista, comprobó que también en el apartamento de sus padres estaban encendidas. El corazón le latía cada vez más aprisa a medida que se acercaban. Vería otra vez a su madre, y a su padre. Sentir sus abrazos y contemplar su alegría cuando vieran a los nietos. Caminaba cada vez más deprisa, y los niños iban detrás dando trompicones, sin rendirse, ansiosos por encontrarse con los abuelos, a los que tanto llevaban sin ver.
Finalmente llegaron ante la puerta. A Madeleine le temblaba la mano cuando pulsó el timbre.
Fjällbacka, 1871
E
ra un niño tan hermoso, y el parto fue de maravilla. Eso mismo dijo la matrona cuando se lo puso en el pecho envuelto en una sabanita. Una semana después aún seguía vivo el sentimiento de felicidad, y era como si se fortaleciera a cada minuto.
Y Dagmar se sentía tan feliz como ella. En cuanto Emelie necesitaba algo, allí estaba Dagmar, y cambiaba al niño con la misma expresión de veneración que Emelie le veía los domingos en la iglesia. Lo que estaban compartiendo era un milagro.
El bebé dormía en una cesta, junto a la cama de Emelie. Podía pasarse horas sentada mirando cómo dormía jadeando con la manita cerrada pegada a la mejilla. Cuando se le rizaba la boquita, a Emelie le daba por pensar que era una sonrisa, una expresión de alegría por existir.
Ahora resultaban útiles la ropa y las sabanitas a las que tantas horas habían dedicado ella y Dagmar. Tenían que cambiarlas varias veces al día, y el pequeñín estaba siempre limpio y satisfecho. Emelie tenía la sensación de que el niño, ella y Dagmar vivían en un pequeño mundo aparte, sin penas ni preocupaciones. Y ya había pensado en un nombre. Se llamaría Gustav, como su padre. No tenía intención de preguntarle a Karl. Gustav era su hijo, solo suyo.
Karl no la había visitado una sola vez mientras estaba en casa de Dagmar. Pero ella sabía que sin duda había estado en Fjällbacka, que habría ido allí con Julian, como siempre. Aunque era un alivio no tener que verlo, le dolía que no se preocupara por ella. Le dolía no significar para él ni un poco siquiera.
Había intentado hablar con Dagmar de ello, pero como siempre que se trataba de Karl, la buena mujer se cerraba en banda. Volvía a responder entre susurros, que Karl había tenido una vida muy dura y que ella no quería meterse en los asuntos de la familia. Emelie terminó dándose por vencida: jamás comprendería a su marido, y fuera como fuese, tendría que aceptar su suerte. Hasta que la muerte os separe, les había dicho el pastor, y así tendría que ser. Solo que ahora tenía algo más, aparte de los otros, que le habían procurado consuelo en la soledad de su existencia en la isla. Ahora contaba con algo que era de verdad.
Tres semanas después del nacimiento de Gustav, vino Karl a buscarla. Apenas miró a su hijo. Se quedó esperando impaciente en el recibidor y le dijo que hiciera el equipaje, porque en cuanto Julian hubiera terminado de hacer la compra, partirían rumbo a la isla. Y ella y el niño tenían que acompañarlos.
—Tía, ¿ha dicho algo mi padre sobre el niño? Le he escrito, pero no me ha contestado —dijo Karl mirando a Dagmar. Parecía angustiado y, al mismo tiempo, ansioso, como un escolar que quisiera complacer. A Emelie se le ablandó un poco el corazón al ver la inseguridad de Karl, y pensó en lo mucho que le gustaría saber más y poder comprenderlo.
—Sí, recibió tu carta, y está contento y satisfecho. —Dagmar dudó un instante—. Estaba muy preocupado, ¿sabes?
Intercambiaron una mirada que Emelie, que tenía a Gustav en brazos, no pudo interpretar.
—Mi padre no tiene ningún motivo por el que preocuparse —dijo Karl con encono—. Díselo de mi parte.
—Lo haré. Pero tendrás que prometer que tratarás bien a tu familia y te encargarás de ella.
Karl bajó la vista.
—Desde luego que sí —dijo, y se dio media vuelta—. Espero que estés lista para salir dentro de una hora —añadió dirigiéndose a Emelie por encima del hombro.
Ella asintió, pero notó cómo se le hacía un nudo en la garganta. Pronto estaría de vuelta en Gråskär. Abrazó a Gustav y lo apretó fuerte contra el pecho.
-¿L
a ha localizado? —preguntó Gösta, aún medio dormido.
—No me lo ha dicho. Simplemente me ha pedido que nos pasemos por la oficina lo antes posible.
Patrik soltó un taco. Había mucho tráfico y tenía que ir haciendo zigzag por entre las filas. Una vez en Hisingen y ante las oficinas de Fristad, salió del coche y se colocó bien la camisa. Estaba empapado de sudor.
—Adelante —dijo Leila en voz baja cuando los recibió en la puerta—. Nos sentaremos aquí, es más cómodo que mi despacho. He preparado café y unos bocadillos, por si no os ha dado tiempo a desayunar.
Apenas habían podido tomar nada, así que ambos alargaron el brazo agradecidos para alcanzar un bollito, una vez que se hubieron acomodado en la sala de personal.
—Espero que esto no suponga problemas para Marie —comenzó Patrik. Había olvidado comentarlo durante la conversación del día anterior, pero cuando se fue a la cama, tardó un rato en dormirse preocupado por si la pobre muchacha, tan nerviosa como estaba, perdía el trabajo por haberles hablado de Madeleine.
—Desde luego que no. Yo asumo toda la responsabilidad. Yo debería haberos hablado de ella, pero pensaba ante todo en la seguridad de Madeleine.
—Lo comprendo —dijo Patrik. Aún estaba indignado, sí, habían perdido mucho tiempo, pero comprendía su forma de actuar. Y no era rencoroso—. ¿La habéis encontrado? —dijo antes de engullir el último bocado.
Leila tragó saliva.
—Por desgracia, parece que la hemos perdido.
—¿Que la habéis perdido?
—Sí. Nosotros le ayudamos a huir al extranjero. No creo que sea necesario que entre en detalles, pero lo hacemos con las máximas garantías de seguridad. En cualquier caso, instalamos a Madeleine y a los niños en un apartamento. Y ahora…, pues parece que se han ido.
—¿Que se han ido? —repitió Patrik como un eco.
—Sí, el apartamento está vacío, según nos comunica el colaborador que tenemos allí, y la vecina dice que Madeleine y los niños se fueron ayer. No parecían tener planes de volver.
—¿Adónde pueden haber ido?
—Yo sospecho que han vuelto aquí.
—¿Por qué? —dijo Gösta, que alargó el brazo en busca del segundo bocadillo.
—La vecina le prestó dinero para el tren. Y no tiene otro sitio al que ir.
—Pero ¿por qué iba a volver, teniendo en cuenta lo que le espera? —Gösta preguntó con la boca llena y una lluvia de migas le cayó en el pantalón.
—No tengo ni idea. —Leila meneó la cabeza, y Patrik y Gösta vieron la desesperación reflejada en su semblante—. No debemos olvidar que se trata de una psicología extremadamente compleja. Cabe preguntarse por qué las mujeres no abandonan al marido después del primer golpe, pero es mucho más complicado. Suele producirse una relación de dependencia entre el maltratador y la maltratada, y en ocasiones las mujeres no actúan de un modo demasiado racional.
—¿Tú crees que es posible que haya vuelto con su marido? —preguntó Patrik incrédulo.
—No lo sé. Es posible que no soportara más el aislamiento y que echara de menos a su familia. Ni siquiera los que llevamos años trabajando en esto comprendemos siempre cómo piensan. Y las mujeres tienen poder de decidir sobre sus vidas. Son libres y eligen libremente.
—¿Cómo podemos dar con ella? —Patrik se sentía impotente ante tantas puertas como se cerraban delante de sus narices. Tenía que hablar con Madeleine. Ella podía ser la clave de todo.
Leila guardó silencio un instante.
—Yo empezaría por la casa de sus padres —dijo al fin—. Viven en Kålltorp. Es posible que haya ido allí.
—¿Tienes la dirección? —preguntó Gösta.
—Sí, pero… —se detuvo indecisa—. Tened en cuenta que os enfrentáis a personas extremadamente peligrosas, y que podéis poner en peligro no solo la vida de Madeleine y la de sus padres, sino también la vuestra.
Patrik asintió.
—Seremos discretos.
—¿Habéis pensado en hablar con él también? —preguntó Leila.
—Sí, empieza a ser inevitable. Pero antes tendremos que consultar con los colegas de Gotemburgo cuál es el mejor modo de proceder.
—Tened cuidado. —Leila les dio una nota con la dirección.
—Eso haremos —respondió Patrik, aunque no se sentía tan seguro como quería aparentar. Se movían en aguas profundas, y lo único que cabía hacer era nadar como pudieran.
-O
sea, nada de los vuelos, ¿no? —constató Konrad.
—No —dijo Petra—. No han salido del país. Al menos, no con sus nombres.
—Ya, bueno, seguro que tenían acceso a pasaporte falso y nueva identidad y todo eso.
—Sí, y nos llevará un tiempo dar con ellos. Antes tendremos que comprobar todas las vías de escape. Y ya podemos imaginar lo que puede haber ocurrido. —Petra miró a los ojos a Konrad, que ocupaba el escritorio de enfrente. No tenían que explicar a qué se refería, se lo imaginaban perfectamente.
—Sería un poco fuerte que le hubieran quitado la vida a un niño de cinco años —dijo Konrad. Al mismo tiempo, era consciente de que las personas en cuestión se movían en unos círculos en los que la vida humana no tenía la menor importancia. Matar a un niño quizá fuera impensable para algunos de ellos, pero desde luego, no para todos. El dinero y las drogas transformaban en animales a los seres humanos.
—He estado hablando con varias de sus amigas. No tenía muchas, por lo que he podido ver, y ninguna que pudiera llamarse íntima. Pero todas dicen lo mismo. Annie, Fredrik y el niño iban a pasar el verano en la casa de la Toscana. Y ninguna tenía motivos para creer que no hubieran partido. —Petra bebió un trago de la botella de agua que siempre tenía en la mesa.
—¿Ella de dónde es? —dijo Konrad—. ¿Tiene algún familiar en cuya casa haya podido refugiarse? Podría haber ocurrido algo que impidió que ella y el niño se fueran a Italia. Problemas matrimoniales. Incluso pudo dispararle ella misma, ¿no?
—Bueno, algunas de las amigas insinuaron que no se trataba de un matrimonio feliz, pero no creo que debamos entregarnos a ese tipo de especulaciones en esta fase de la investigación. ¿Sabes si han salido ya los casquillos para el laboratorio? —preguntó, y tomó un poco más de agua.
—Sí, con la máxima prioridad. Los colegas de estupefacientes llevan mucho tiempo trabajando con ese tipo y su banda, así que es el primer caso de la lista.
—Bien —dijo Petra, y se levantó—. Pues yo voy a comprobar quiénes son los familiares de Annie, y tú llamas a la Científica e informas en cuanto tengan algo con lo que podamos trabajar.
—Mmm… —dijo Konrad con una sonrisa. Hacía mucho que había asumido que Petra se comportara como si fuera la jefa, pese a que los dos tenían la misma graduación. Dado que no le interesaba el prestigio, la dejaba hacer. Además, sabía que Petra lo tenía en cuenta y respetaba sus criterios y opiniones cuando era necesario, y eso era lo importante. Así que descolgó el auricular para llamar a la Científica.
-¿E
stás seguro de que es la dirección correcta? —preguntó Gösta mirando a Patrik.
—Sí, es aquí. Y he oído ruido dentro.
—Pues entonces debe de estar ahí —susurró Gösta—. De lo contrario, abrirían la puerta, ¿no?
Patrik asintió.
—Pero la cuestión es qué hacemos ahora. Tenemos que conseguir que nos dejen entrar voluntariamente. —Se quedó reflexionando un instante. Luego, sacó el bloc y un bolígrafo. Escribió una nota, arrancó la hoja y se agachó para introducirla por debajo de la puerta, junto con una tarjeta de visita.
—¿Qué has escrito?
—Le he propuesto un lugar en el que podríamos vernos. Espero que acceda —dijo Patrik, y empezó a bajar las escaleras.
—¿Y si se larga? —Gösta iba medio corriendo detrás de él.
—No lo creo. Le decía que se trata de Mats.
—Espero que tengas razón —dijo Gösta, una vez en el coche. ¿Adónde vamos?
—A Delsjön —respondió Patrik, y salió derrapando del aparcamiento.
Dejaron el coche en el aparcamiento y se dirigieron a un área de descanso que había a unos metros, en una zona boscosa. Se dispusieron a esperar. Daba gusto estar al aire libre, para variar, y era un día precioso de principios de verano. No hacía demasiado calor, el sol brillaba en un cielo sin nubes entre los trinos de los pájaros y el rumor de la brisa en los árboles.
Habían transcurrido veinte minutos cuando llegó una mujer menuda que se les acercó. Miró nerviosa a su alrededor y caminaba encogida.
—¿Le ha ocurrido algo a Matte? —Hablaba con una voz clara, como de niña, y las palabras surgían entrecortadas.
—¿Podemos sentarnos? —Patrik señaló el banco que tenían al lado.
—Contadme lo que ha pasado —dijo la mujer, pero luego se sentó. Patrik se acomodó a su lado. Gösta prefirió sentarse algo apartado y dejar que Patrik se encargara.
—Somos de la Policía de Tanumshede —explicó Patrik. Se le encogió el estómago al ver la expresión de la mujer. Se sentía como un idiota por no haber caído en la cuenta de que, en realidad, iba a comunicarle un fallecimiento. Iban a contarle que alguien que, obviamente, había significado mucho para ella, había muerto.