Lyonesse - 3 - Madouc (14 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 3 - Madouc
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La sonrisa de Desdea pareció congelarse en su rostro.

—Como desees, aunque el comentario es muy pertinente y los planes te atañen de manera directa e indirecta.

Madouc echó a andar.

—Un momento —la detuvo Desdea—. Sólo diré esto: el rey y la reina celebrarán el cumpleaños del príncipe Cassander con una imponente fiesta. Muchas personas importantes asistirán. Habrá una recepción formal, a la cual asistirás con el resto de la familia real.

—Bien, supongo que no tiene gran importancia —dijo Madouc, y de nuevo echó a andar.

La grave voz de la dama Desdea la detuvo nuevamente.

—Mientras tanto debes aprender las gracias sociales de costumbre, para que presentes tu mejor apariencia.

Madouc habló por encima del hombro.

—Tengo poco que aprender, pues todo lo que debo hacer es callar y asentir de vez en cuando.

—Hay mucho más que eso —dijo Desdea—. Mañana sabrás los detalles.

Madouc fingió no oírla y se encaminó hacia sus aposentos. Llegó hasta la cama y miró debajo de la almohada. ¿Qué hallaría allí? Despacio, con el temor de no encontrar nada, alzó la almohada y vio un pequeño peine de plata. Madouc chilló de alegría. Twisk no era una madre ideal, pero al menos estaba viva, y no muerta como la princesa Suldrun; y ella no estaba sola en el mundo, después de todo.

En la pared de la cómoda había un espejo de vidrio bizantino, que la reina Sollace había rechazado por hallarle defectos y distorsiones, pero que se había considerado adecuado para Madouc, quien en todo caso rara vez usaba espejo.

Madouc se plantó delante del espejo. Miró su reflejo y vio unos ojos azules bajo una desaliñada melena de rulos cobrizos.

—Mi pelo no es tan espantoso como dicen —dijo Madouc—. Quizá no esté dispuesto en forma pareja, pero no me agradaría de ese modo. Veamos qué ocurre.

Madouc se pasó el peine. Era un placer usarlo: se deslizaba entre los mechones sin tironear ni trabarse. Madouc estudió su reflejo. El cambio, sin ser drástico, era manifiesto. Los rulos eran ahora bucles suaves y se le acomodaban alrededor de la cara.

—Sin duda es una mejora —se dijo Madouc—. Especialmente si me ayuda a escapar del ridículo y las críticas. ¡Hoy ha sido un día lleno de novedades!

Por la mañana Madouc desayunó gachas y tocino hervido en un soleado cuartito contiguo a la cocina, sabiendo que allí no encontraría a Devonet ni a Chlodys.

Madouc decidió comer un melocotón y luego cogió un racimo de uvas. No se sorprendió cuando Desdea asomó por la puerta.

—Así que aquí es donde te ocultas.

—No me oculto —dijo fríamente Madouc—. Estoy desayunando.

—Ya veo. ¿Has terminado?

—No del todo. Todavía estoy comiendo uvas.

—Cuando hayas concluido, por favor ven a la sala matinal. Te aguardaré allí.

Madouc se levantó con resignación.

—Iré ahora.

En la sala matinal, Desdea señaló una silla.

—Puedes sentarte.

Madouc, recelosa del tono de Desdea, le dirigió una mirada huraña y se desplomó en la silla, estirando las piernas y dejando caer la barbilla sobre el pecho.

Desdea le echó una mirada reprobatoria.

—La reina —dijo— entiende que tu conducta es insatisfactoria. Estoy de acuerdo con ella.

Madouc torció la boca pero no dijo nada.

—La situación no es menor ni trivial —continuó Desdea—. De todos tus accesorios y pertenencias, lo más preciado es tu reputación. ¡Ah! —Desdea irguió la cara—. Hinchas los carrillos. Tienes dudas. ¡Sin embargo, estoy en lo cierto!

—Sí, Desdea.

—Como princesa de Lyonesse, eres una persona de importancia. Tu renombre, para bien o para mal, llega lejos y deprisa, como en alas de un pájaro. Por esa razón, siempre debes ser gentil, grácil y amable. Debes cultivar tu reputación como si fuera un bello jardín de fragantes flores.

—Tú puedes ayudar presentando buenos informes sobre mí.

—Primero debes cambiar tus costumbres, pues no tengo ganas de hacer el ridículo.

—En ese caso, sería mejor que te callaras.

Desdea dio dos pasos en una dirección, luego dos pasos en la otra. Deteniéndose, se encaró con Madouc una vez más.

—¿Deseas ser conocida como una joven y adorable princesa, célebre por su decoro, o como una picara sin principios, de cara sucia y rodillas nudosas?

Madouc reflexionó.

—¿No hay otras opciones?

—Estas bastarán por el momento.

Madouc lanzó un profundo suspiro.

—No me importa que me consideren una joven y adorable princesa mientras no deba actuar como tal.

Desdea sonrió sombríamente.

—Lamentablemente, eso es imposible. Nunca se te considerará algo que no eres. Como es esencial que durante la fiesta te presentes como una princesa grácil y virtuosa, debes actuar como tal. Como pareces ignorar esa habilidad, debes aprenderla. Según los deseos de la reina, no podrás montar a caballo, ni vagabundear por la campiña, ni nadar en el río, hasta después de la fiesta.

Madouc la miró con consternación.

—¿Qué haré de mi vida?

—Aprenderás las convenciones de la corte y el buen comportamiento, y tus lecciones comienzan a partir de ahora. Abandona esa postura desmañada y yérguete en la silla, con las manos entrelazadas sobre el regazo.

2

El príncipe Cassander cumplía dieciocho años, y la ocasión se celebraría con un festival con el que el rey Casmir se proponía superar todo lo que anteriormente hubiera alegrado el palacio de verano de Sarris.

Durante días llegaron carromatos de todas las procedencias, cargados con sacos, tiestos y cajas, bacías de pescado en salmuera; bastidores con salchichas, jamones y tocino; barriles de aceite, vino, sidra y cerveza; canastos cargados de cebollas, nabos, repollos, puerros; también paquetes de plantas, perejil, hierbas dulces y berro. Las cocinas trabajaban día y noche, y las estufas jamás se enfriaban. En el patio de servicio, cuatro hornos construidos para la ocasión cocían crujientes hogazas, panecillos de azafrán, tartas de fruta, así como pasteles mechados de pasas, anís, miel y nueces, e incluso canela, nuez moscada y clavo de olor. Uno de los hornos sólo preparaba pasteles y tortas, rellenas de carne y puerros, o liebre condimentada y bañada en vino, o puerco con cebollas, o lucio con hinojo, o carpa en una salsa de eneldo, mantequilla y setas, u oveja con cebada y tomillo.

La noche anterior al cumpleaños de Cassander pusieron un par de bueyes a asar al fuego sobre dos gruesos espetones de hierro, junto con dos jabalíes y cuatro ovejas. Por la mañana añadirían doscientas aves, las cuales se sumarían al banquete que comenzaría al mediodía y continuaría hasta que el hambre de los presentes se hubiera saciado por completo.

Dos días antes de la celebración comenzaron a llegar notables a Sarris desde todos los puntos cardinales de Lyonesse: desde Blaloc, Pomperol y Dahaut, desde zonas tan lejanas como Aquitania, Armórica, Irlanda y Gales. Los señores y damas de mayor alcurnia se alojaban tanto en el ala este como en la oeste de Sarris; los que llegaban después o las gentes de menor jerarquía usaban agradables pabellones en el parque que daba al río. Varios dignatarios —barones, caballeros, mariscales, junto con sus esposas— tuvieron que contentarse con jergones y divanes en algunas salas y galerías de la finca. La mayoría de los notables partirían un día después del banquete, si bien algunos se quedarían para conferenciar con el rey Casmir sobre asuntos de estado. Poco antes del banquete, la familia real planeaba celebrar una recepción para saludar formalmente a sus huéspedes. La recepción comenzaría por la mañana y continuaría hasta el mediodía. Madouc había recibido aviso de que se requeriría su presencia, y había sido advertida de que sólo una conducta de lo más recatada resultaría adecuada para la ocasión.

Al atardecer del día anterior al evento, Desdea se presentó en la alcoba de Madouc, donde la instruyó sobre la conducta que se esperaba de ella. Al notar la indiferencia de Madouc, decidió sondearla.

—¡En esta ocasión no descuidaremos los pequeños detalles! Cada uno de ellos es importante. Si te dignas recordar a Euchdes, recordarás que la totalidad es la suma de las partes.

—Lo que digas. Ahora estoy cansada y me acostaré.

—¡Aún no! Es necesario que entiendas las razones de nuestra preocupación. Se han propagado rumores acerca de tu conducta revoltosa. Cada huésped te observará con mórbida fascinación, esperando alguna ocurrencia peculiar e incluso extravagante.

—Bah —masculló Madouc—. Pueden mirar cuanto quieran. Me da lo mismo. ¿Has terminado?

—¡Aún no! —exclamó Desdea—. Tu actitud dista de tranquilizarme. Además, habrá varios príncipes jóvenes entre los huéspedes. Muchos estarán ansiosos por concertar bodas convenientes.

Madouc bostezó.

—Me importa un rábano. Sus intrigas no me conciernen.

—Será mejor que te conciernan, y de veras. A cualquiera de esos príncipes le encantaría relacionarse con la casa real de Lyonesse. Te estudiarán con agudo interés, analizando tus posibilidades.

—Qué conducta tan vulgar —dijo Madouc.

—En absoluto. Es natural y correcta. ¡Desean hallar un buen partido! Por el momento eres demasiado joven para pensar en el matrimonio, pero los años vuelan y cuando llegue el momento de discutir tu compromiso, queremos que los príncipes te recuerden con aprobación. Eso permitirá al rey Casmir buscar el arreglo más conveniente.

—¡Por doquier tonterías y ridiculeces! —rezongó Madouc—. Si al rey Casmir le place tanto concertar matrimonios, que case a Devonet y Chlodys, o al príncipe Cassander, o a ti, llegado el caso. Pero no debe esperar que yo participe en las ceremonias.

—¡Tus réplicas son escandalosas! —exclamó Desdea con alarma. Trató de hallar las palabras—: No hablaré más. Ahora puedes acostarte. Sólo espero que seas más razonable por la mañana.

Madouc no se dignó responder y marchó en silencio a la cama.

Por la mañana llegó todo un contingente de criadas. Vertieron agua tibia en una gran tina de madera; fregaron a Madouc con jabón egipcio blanco, la enjuagaron con agua perfumada con bálsamo del antiguo Tingis, y le cepillaron el cabello hasta hacerlo brillar. Después ella se lo peinó con su propio peine, de modo que los rizos cobrizos se acomodaron del mejor modo. Le pusieron un vestido de linón azul con pliegues en el hombro y las mangas y listones blancos en la falda.

A su lado, Desdea la observaba con aire crítico. La vida en Sarns, pensaba, parecía sentarle bien a Madouc; a veces la mocosa se veía casi bonita, aunque la silueta y las largas piernas eran deplorablemente varoniles.

Madouc no estaba contenta con el vestido.

—Tiene demasiados pliegues y adornos.

—¡Tonterías! —dijo Desdea—. Realza tu pobre silueta. Deberías estar agradecida. Te sienta muy bien.

Madouc ignoró las observaciones. Mostró mal talante mientras le cepillaban el pelo de nuevo —«para asegurar una labor bien hecha», como puntualizó Desdea— y lo ceñían con una banda adornada con cabujones de lapislázuli.

Desdea impartió las últimas instrucciones.

—¡Encontrarás a muchos notables! Recuerda que debes conquistarlos con tu encanto, y ganarte una buena opinión, para que esos pérfidos y sigilosos rumores queden desmentidos de una vez por todas.

—No puedo lograr lo imposible —gruñó Madouc—. Si la gente desea pensar mal de mí, pensará mal aunque yo me arroje a sus pies e implore respeto y admiración.

—No será necesaria una conducta tan extrema —replicó Desdea—. Bastará con amabilidad y cortesía.

—¡Eso es como ponerle herraduras a una vaca! Siendo yo la princesa ellos deben suplicar mi buena opinión, no a la inversa. Eso es simple y razonable.

Desdea se negó a continuar con el tema.

—¡No importa! Pon atención cuando te presenten a los notables y salúdalos amablemente, por título y por nombre. Entonces te considerarán grácil y afable, y de inmediato dudarán de los rumores.

Madouc no respondió, y Desdea continuó con sus instrucciones:

—Siéntate bien; no te muevas ni te rasques, no tiembles ni te contorsiones. Mantén las rodillas unidas; no estires ni abras las piernas, no aflojes los músculos. Aprieta los codos contra el cuerpo, y no adoptes la posición de una gaviota planeando en el viento. Si ves a una persona conocida a lo lejos, no lances un grito estridente; eso no es adecuado. No te enjugues la nariz con el dorso de la mano. No hagas muecas ni infles los carrillos; no rías entre dientes, con o sin razón. ¿Recordarás todo esto?

Desdea aguardó una respuesta, pero Madouc sólo miraba el vacío. Desdea soltó una exclamación:

—¿Y bien, princesa Madouc? ¿Me das una respuesta?

—¡Desde luego! ¡Lo que quieras! ¡Di lo que tengas que decir!

—Ya he hablado bastante.

—Evidentemente, estaba pensando en otra cosa, y no te oí.

Desdea tintó y dijo con voz metálica:

—Ven. La recepción comenzará pronto. Por una vez en la vida, debes comportarte como se espera que lo haga una princesa real, para crear una buena impresión.

—No me entusiasma la idea de causar una buena impresión —replicó Madouc—. Alguien podría querer casarse conmigo.

Desdea resopló con sarcasmo. .

—Ven, nos esperan.

Desdea precedió la marcha por el pasillo hasta la galería principal y el gran salón. Madouc la seguía con un andar desmañado que la dama atribuyó a mera perversidad y decidió ignorar.

Los visitantes ya se habían reunido en el gran salón, donde aguardaban en grupos, saludando a conocidos, analizando a los recién llegados, inclinándose rígidamente ante los adversarios, ignorando a los enemigos. Cada cual vestía sus ropajes más espléndidos, con la esperanza de despertar respeto, admiración o envidia. Sedas y satenes giraban recibiendo el resplandor de la luz; la estancia se encontraba inundada de vivos colores, tan ricos que cada tonalidad irradiaba una vitalidad propia: lavanda, púrpura, negro; amarillo intenso y ocre; bermellón, escarlata, el rojo carmesí de la granada; toda clase de azules: celeste, esmalte, azul marino, el negro azulado del ala del escarabajo; todas las gamas del verde.

Inclinándose, asintiendo y sonriendo, Desdea condujo a Madouc hasta la tarima real, donde la esperaba un bonito trono de madera dorada y marfil, con un cojín de felpa roja en el asiento y el respaldo.

—Para tu información —le susurró Desdea—, el príncipe Bittern de Pomperol se presentará hoy
[9]
, al igual que el príncipe Chalmes de Montferrone, el príncipe Garcelin de Aquitania y otros de alta cuna.

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