Madouc la miró con indiferencia.
—Como sabes, esas personas no me interesan.
Desdea sonrió hoscamente.
—Pero ellos te estudiarán, para medir tus encantos y averiguar tus dones. Observarán si tienes marcas de viruela o eres bizca, si eres hosca o rebelde, si tienes ampollas, orejas altas o frente baja, o si adoleces de deficiencia mental. Mantén la compostura y siéntate sin moverte.
Madouc frunció el ceño.
—No hay nadie en las cercanías. ¿Por qué debo sentarme aquí, como un pájaro en un poste? Es ridículo. Ese asiento parece incómodo. ¿Por qué no me dieron un buen cojín? El rey Casmir y la reina Sollace se sientan en mullidos almohadones. En mi asiento sólo hay un poco de paño rojo.
—No importa. Allí pondrás las asentaderas, no los ojos. ¡Siéntate!
—¡Es el trono más incómodo del mundo!
—Quizá. Aun así, no te retuerzas como si ya desearas ir al excusado.
—De hecho, eso deseo.
—¿Por qué no lo pensaste antes? No hay tiempo ahora. ¡El rey y la reina están entrando en la cámara!
—Puedes estar segura de que ellos sí se han descargado a gusto. Quiero hacer lo mismo. ¿No es mi privilegio como princesa?
—Supongo que sí. Apresúrate, pues.
Madouc se marchó sin prisa. Entretanto el rey y la reina recorrían el salón con lentitud, deteniéndose para cruzar algunas palabras con personajes merecedores de especial favor.
Madouc regresó al fin. Con una mirada de rencor hacia Desdea, ocupó el trono de madera y marfil donde se acomodó tras echar una mirada de resignación al cielo raso.
El rey y la reina ocuparon sus sitios; el príncipe Cassander apareció desde un flanco, luciendo una bonita chaqueta marrón, pantalones de sarga negra bordados con hebras de oro, una camisa de linón blanco. Atravesó el salón respondiendo a los saludos de amigos y conocidos con gestos elegantes y ocupó su lugar a la izquierda del rey Casmir.
Mungo de Hatch, el senescal, se adelantó. Un par de heraldos tocaron una breve fanfarria, el Apparens Rex, con los clarines, y se hizo el silencio.
Mungo se dirigió a los presentes con voz estentórea:
—¡Hablo en nombre de la familia real! ¡Os damos la bienvenida a Sarris! Nos alegra que podáis compartir con nosotros esta ocasión de regocijo. ¡Nuestro amado príncipe Cassander cumple hoy dieciocho años!
Madouc frunció el ceño y apoyó la barbilla en la clavícula. De repente miró a un lado y se topó con la mirada viperina de Desdea. Madouc suspiró y se encogió de hombros. Demostrando gran esfuerzo, se enderezó en la silla y se irguió.
Mungo concluyó el discurso, los heraldos tocaron otra breve fanfarria y se inició la recepción. A medida que avanzaban los huéspedes, Mungo anunciaba los nombres y los títulos; las personas así identificadas presentaban sus respetos al príncipe Cassander, al rey Casmir, a la reina Sollace y luego, con menor reverencia, a la princesa Madouc, la cual respondía con opaca indiferencia, de una manera apenas aceptable para la reina Sollace y la dama Desdea.
Para Madouc la recepción duró una eternidad. La voz de Mungo se transformó en un bordoneo; los caballeros y damas que desfilaban ante ella empezaban a parecer todos iguales. Por último, para divertirse, Madouc se dedicó a comparar a cada recién llegado con una bestia o pájaro, de modo que tal caballero era el senescal Buey y tal otro el señor Comadreja, mientras allá estaba la dama Avefría y la dama Herrerillo. De pronto Madouc miró a la derecha y se topó con la mirada penetrante de la dama Cuervo, y a la izquierda vio sentada a la reina Vaca.
El juego perdió interés. A Madouc empezaban a dolerle las caderas; se movió hacia un costado, luego hacia el otro, luego se hundió en las profundidades del trono. Entrevio la mirada vigilante de Desdea, y por un instante observó sus furiosas indicaciones con tranquilo asombro. Por último, con un lánguido suspiro, Madouc se irguió de nuevo.
Sin nada mejor que hacer, Madouc escudriñó el salón, preguntándose cuál de aquellos caballeros sería el príncipe Bittern de Pomperol, cuya buena opinión Desdea consideraba tan necesaria. Tal vez ya se había presentado sin que ella lo notara. Era posible. En tal caso, no había logrado seducir al príncipe Bittern ni granjearse su admiración.
Junto a la pared había tres jóvenes, todos evidentemente de alta alcurnia, que conversaban con un caballero de aspecto llamativo aunque, a juzgar por ciertos indicios, de poco rango. Era alto y enjuto, con unos rizos cortos de un tono polvoriento enmarcando una cara larga y extraña. Los ojos grises y brillantes revelaban vitalidad; la boca ancha parecía reprimir una mueca de íntima diversión. La vestimenta parecía deslucida para la ocasión y, a pesar de su aparente falta de rango, no mostraba la menor deferencia por la noble compañía en que se encontraba. Madouc lo miró con aprobación. Parecía que él y los tres jóvenes acababan de llegar, y aún llevaban los ropajes con los que habían viajado. Por la edad, podían ser los príncipes que había mencionado Desdea. Uno era flaco y desmañado, con pelo amarillo y desgreñado, larga y pálida barbilla, y una nariz melancólica y curva. ¿El príncipe Bittern? En aquel momento el joven se volvió para echar una mirada furtiva a Madouc, quien frunció el ceño, molesta de que la sorprendieran mirando en esa dirección.
El flujo de la multitud que desfilaba iba disminuyendo; los tres jóvenes se adelantaron para que los presentaran. Mungo anunció al primero de los tres y el pesimismo de Madouc quedó justificado. Con sonoro acento, Mungo declaró:
—¡Nos honra la presencia del gallardo príncipe Bittern de Pomperol!
El príncipe Bittern, en un intento de camaradería juvenil, saludó al príncipe Cassander con una débil sonrisa y una seña jocosa. El príncipe Cassander enarcó las cejas, y tras una cortés inclinación de cabeza preguntó cómo había sido el viaje desde Pomperol.
—¡Muy agradable! —declaró el príncipe Bittern—. ¡Muy agradable! Chalmes y yo tuvimos compañeros imprevistos durante el trayecto. ¡Ambos excelentes!
—Ya me di cuenta de que habías venido acompañado.
—¡En efecto! ¡Lo pasamos muy bien!
—Confío en que continúes divirtiéndote.
—¡Ya lo creo! ¡La hospitalidad de tu casa es famosa!
—Es agradable oírlo.
Bittern se acercó al rey Casmir, mientras Cassander acogía al príncipe Chalmes de Montferrone.
El rey Casmir y la reina Sollace saludaron grácilmente al príncipe Bittern, quien luego se aproximó a Madouc con mal disimulada curiosidad. Por un instante se quedó tieso, sin saber en qué tono hablarle.
Madouc lo miró inexpresivamente. Al fin el príncipe hizo una reverencia, combinando una desganada galantería con una airosa condescendencia. Como Madouc tenía la mitad de su edad y apenas entraba en la adolescencia, cierta arrogancia burlona parecía apropiada.
Madouc no quedó complacida ni impresionada por las maneras del príncipe Bittern, y no respondió a sus vagas humoradas. Él saludó una vez más y se alejó deprisa.
Lo siguió el príncipe Chalmes de Montferrone, un joven fornido y bajo, con pelo tosco, lacio y negro como el hollín, y una tez surcada de pozos y lunares. El príncipe Chalmes no era mucho más atractivo que el príncipe Bittern.
Madouc miró al tercero del grupo, que ahora presentaba sus respetos a la reina Sollace. Absorta en Bittern y Chalmes, Madouc no había prestado atención al anuncio de Mungo; creía reconocer a ese joven; estaba segura de haberlo visto antes en alguna parte. Era de estatura mayor que la regular, parecía ágil y aplomado, membrudo más que musculoso, con hombros cuadrados y flancos angostos. El pelo castaño dorado y corto le caía sobre la frente y las orejas, y los ojos eran de color gris azulado; no sólo era apuesto sino agradable. A Madouc le gustó de inmediato. Si éste hubiera sido el príncipe Bittern, la perspectiva del matrimonio no habría parecido tan trágica. No agradable, desde luego, pero al menos concebible.
—¿No me recuerdas? —preguntó el joven, con un tono de reproche.
—Sí —dijo Madouc—. Pero no me acuerdo de cuándo o dónde. Dime.
—Nos conocimos en Domreis. Yo soy Dhrun.
La tranquilidad había llegado a las Islas Elder. De este a oeste, de norte a sur, en las numerosas islas —al cabo de turbulentos siglos de invasiones, incursiones, sitios, traiciones, rencillas, rapiñas, incendios y asesinatos— las ciudades, las costas y la campiña gozaban de la paz.
Dos zonas aisladas constituían casos especiales. La primera era Wysrod, donde las ineptas tropas del rey Audry recorrían húmedos valles y patrullaban pedregosos eriales en sus esfuerzos para derrotar a los toscos e insolentes celtas, quienes se burlaban desde las alturas y se desplazaban como espectros entre las brumas invernales. El segundo de estos lugares eran las tierras altas de Ulflandia del Norte y del Sur, donde el renegado ska Torqual y su banda de facinerosos cometían atroces crímenes cuando les venía en gana.
Por lo demás, los ocho reinos disfrutaban al menos de una amistad aparente. Sin embargo, pocas personas consideraban que esa paz fuera firme y duradera. El pesimismo general se basaba en el conocido propósito del rey Casmir de devolver al trono Evandig y a la Mesa Redonda, Cairbra an Meadhan —también llamada la Tabla de los Notables— su legítimo emplazamiento en el Viejo Salón de Haidion. Las ambiciones del rey Casmir llegaban más lejos: se proponía gobernar todas las Islas Elder.
Los planes de Casmir eran claros y casi explícitos. Se internaría en Dahaut con la esperanza de obtener una victoria rápida, fácil y decisiva sobre las debilitadas fuerzas del rey Audry. Luego uniría los recursos de Dahaut a los propios y se encargaría del rey Aillas.
Pero Casmir encontró un obstáculo en la política del rey Aillas, cuya competencia el rey lionesio había llegado a respetar. Aillas sabía que la seguridad de su propio reino —que ahora comprendía Troicinet, la isla de Scola, Dascinet, Ulflandia del Norte y del Sur— dependía de la existencia separada de Dahaut y Lyonesse. Además, había insinuado que en caso de guerra respaldaría de inmediato a la víctima del ataque, de manera que el agresor fuera inexorablemente derrotado y su reino destruido.
Casmir, adoptando una actitud de plácida indiferencia, seguía aumentando sus preparativos: reforzaba sus ejércitos, apuntalaba sus fortalezas y establecía puestos de avituallamiento en puntos estratégicos. Peor aún, gradualmente comenzó a concentrar su poder en las provincias del nordeste de Lyonesse, aunque el proceso era tan manifiesto que no se podía considerar una provocación.
Aillas seguía estas maniobras con malos presentimientos. No se hacía ilusiones en cuanto al rey Casmir y sus objetivos: primero, buscaría la lealtad de Pomperol y Blaloc mediante una alianza, facilitada por un matrimonio real o quizá por la mera intimidación. Mediante un proceso similar había absorbido el viejo reino de Caduz, ahora una provincia de Lyonesse.
Aillas decidió contrarrestar la temible presión de Casmir. Con tal finalidad, envió al príncipe Dhrun, con una escolta adecuada, a Falu Ffail, en Avallon; posteriormente, a conferenciar con el beodo rey Milo en Twissamy de Blaloc, y por último a la corte del rey Kestrel en Gargano de Pomperol. Dhrun llevaba siempre el mismo mensaje, confirmando que el rey Aillas deseaba la continuación de la paz y prometiendo plena asistencia en caso de ataque externo. Para que la declaración no pareciera provocativa, Dhrun tenía instrucciones de hacer el mismo ofrecimiento al rey Casmir de Lyonesse.
Dhrun había recibido la invitación al cumpleaños del príncipe Cassander y había enviado una aceptación condicional. Como su misión concluyó con prontitud, Dhrun se encontró con tiempo sobrado para viajar a Sarris.
El viaje lo llevó por el camino de Icnield hasta la ciudad de Tatwillow, en la Calle Vieja; allí se despidió de su escolta, que continuaría hasta Slute Skeme y zarparía hacia Dorareis atravesando el Lir. Acompañado por su escudero Amery, Dhrun cabalgó hacia el oeste hasta llegar a Tawn Twillet. Dejando a Amery en la posada, cabalgó en dirección norte por el camino de Twamble, internándose en el Bosque de Tantrevalles. Poco después llegó al prado de Lally, donde Trilda, la morada del mago Shimrod, se levantaba en medio de un florido jardín.
Dhrun desmontó ante el portón que daba al jardín. Reinaba el silencio en Trilda; sin embargo, el humo de la chimenea indicaba que Shimrod estaba en casa. Dhrun tiró de una cadena, provocando un campanilleo que resonó en las profundidades de la residencia.
Pasó un minuto. Mientras esperaba, Dhrun admiró el jardín, sabiendo que un par de duendes lo cuidaban durante la noche.
Se abrió la puerta y apareció Shimrod. Recibió a Dhrun con afecto y lo condujo al interior. Shimrod se disponía a marcharse de Trilda, y convino en acompañar a Dhrun hasta Sarris y luego seguir viaje a la ciudad de Lyonesse. A partir de allí cada cual seguiría su camino: Dhrun cruzaría el Lir para ir a Dorareis, Shimrod iría a Swer Smod, el castillo de Murgen, sobre la pedregosa ladera del Teach tac Teach.
Pasaron tres días, y llegó el momento de marcharse de Trilda. Shimrod apostó criaturas guardianas para que protegieran su residencia de los merodeadores, y luego él y Dhrun se alejaron por el bosque.
En Tawn Twillet se cruzaron con otro grupo que se dirigía a Sarris, integrado por el príncipe Bittern de Pomperol y el príncipe Chalmes de Montferrone, con sus respectivas escoltas. Dhrun, su escudero Amery y Shimrod se unieron a ellos y todos continuaron el viaje juntos.
Poco después de su llegada a Sarris, fueron conducidos al gran salón para la recepción. Se apostaron en un costado, aguardando una oportunidad de acercarse al trono. Dhrun tuvo ocasión de estudiar a la familia real, pues hacía años que no la veía.
El rey Casmir había cambiado poco; era tal como Dhrun lo recordaba: corpulento, enérgico, con unos ojos azules y redondos tan glaciales y esquivos como si fueran de vidrio. La reina Sollace parecía una estatua opulenta, un poco más robusta de lo que Dhrun la recordaba. La tez aún era blanca como mantequilla; el pelo, recogido sobre la coronilla, era un pliegue de oro pálido. El príncipe Cassander se había convertido en un joven impetuoso: vanidoso, pagado de sí mismo, tal vez un poco arrogante. Había cambiado poco; los rizos eran broncíneos como siempre; los ojos eran redondos como los de Casmir, un poco juntos y algo despectivos.
En el extremo de la tarima estaba sentada la princesa Madouc, aburrida, distante y hosca, con evidentes ansias de estar en otra parte. Dhrun la estudió un instante, preguntándose cuánto sabría acerca de su nacimiento. Tal vez nada. ¿Quién podía informarle? No Casmir, por cierto. Allí estaba Madouc, pues, ignorando que por sus venas circulaba sangre de hadas, diferenciándola claramente del resto de la familia real. Era una criaturilla fascinante, y bastante agraciada.