Contrariamente a las intenciones de la reina Sollace, el príncipe Bittern escoltaba a la joven duquesa Clavessa Montfoy de Sansiverre, un pequeño reino al norte de Aquitania. La duquesa lucía un deslumbrante vestido escarlata, bordado con pavos reales negros, rojos y verdes, que le sentaba admirablemente. Era una joven alta y vivaz, de exuberante melena negra, flamígeros ojos del mismo color y un porte que despertaba el entusiasmo del príncipe.
La reina Sollace observó con frío desdén. Había planeado que Bittern se sentara con la princesa Madouc, para que la conociera mejor. Evidentemente sus planes no iban a cumplirse, y Sollace dirigió una húmeda mirada de reproche a Desdea, urgiéndola a vigilar con mayor atención el palacio de Sarris. ¿Por qué se demoraba tanto la princesa?
En realidad, Madouc no se había demorado un solo instante. En cuanto Desdea le dio la espalda, se escabulló para ir adonde estaban Dhrun y Shimrod, detrás de unos alejados robles. La llegada de Madouc los tomó por sorpresa.
—Vienes a nosotros sin ceremonias ni anuncios —indicó Dhrun—. Por suerte no estábamos intercambiando secretos.
—Procuré acercarme con sigilo —dijo Madouc—. Al fin estoy libre, hasta que alguien me encuentre —se paró junto al roble—. Ni siquiera ahora estoy a salvo. La dama Desdea puede ver a través de paredes de piedra.
—En ese caso, te presentaré a mi amigo Shimrod —dijo Dhrun—. El también ve a través de paredes de piedra.
Madouc hizo una púdica reverencia, y Shimrod respondió:
—Es un placer conocerte. ¡No me presentan princesas todos los días!
Madouc hizo una mueca.
—Preferiría ser maga y ver a través de las paredes. ¿Es difícil de aprender?
—Bastante, pero mucho depende del discípulo. He tratado de enseñar un par de trucos a Dhrun, pero sin mayor éxito.
—Mi mente no es flexible —dijo Dhrun—. No puedo con tantos pensamientos al mismo tiempo.
—Pues así es la magia, por suerte —dijo Shimrod—. De lo contrario, todos serían magos y el mundo sería un sitio extraordinario.
Madouc reflexionó.
—A veces creo que tengo hasta diecisiete pensamientos al mismo tiempo.
—¡Excelente! —dijo Shimrod—. En ocasiones Murgen llega a pensar trece o catorce, pero después cae presa del sopor.
Madouc lo miró con tristeza.
—Te burlas de mí.
—¡Jamás me atrevería a burlarme de una princesa! ¡Sería una impertinencia!
—A nadie le importaría. Soy princesa sólo porque Casmir montó esta farsa… y sólo para poder casarme con el príncipe Bittern o alguien parecido.
Dhrun echó una ojeada al parque.
—Bittern es inconstante, y no sería buen partido. Ahora dirige su atención hacia otra dama. Por el momento estás a salvo.
—Debo hacerte una advertencia —dijo Shimrod—. Casmir sabe que no eres hija de él, pero ignora el paradero del verdadero hijo de Suldrun. Si tuviera apenas una sospecha, Dhrun correría grave peligro.
Madouc miró hacia el árbol bajo el cual se hallaba el rey Casmir, Ccnac de Knook y Lodweg de Cucaña.
—Mi madre me hizo la misma advertencia. No os preocupéis; el secreto está a salvo.
—¿Cómo te reuniste con tu madre?
—Me interné en el bosque, donde me topé con un wefkin llamado Zocco, quien me enseñó a llamar a mi madre, y eso hice.
—¿Ella acudió?
—Al instante. Al principio no le hizo mucha gracia pero al final decidió enorgullecerse de mí. Es bella, aunque un poco despectiva. Y considero que fue una caprichosa al entregar a una hija encantadora como si fuera una salchicha… especialmente cuando esa encantadora hija era yo. Cuando lo saqué a colación, ella pareció más divertida que arrepentida, y pretextó que yo era propensa a las rabietas, lo cual había hecho el canje aconsejable.
—¿Pero has superado esas rabietas?
—Oh, claro que sí.
Shimrod reflexionó sobre el asunto.
—Es imposible adivinar los pensamientos de un hada. Yo lo intenté y fracasé; es más fácil coger mercurio entre los dedos.
—Los magos deben reunirse a menudo con las hadas —señaló Madouc—, pues ambos son expertos en magia.
Shimrod sacudió la cabeza sonriendo.
—Usamos diferentes magias. Cuando recorrí el mundo por primera vez, esas criaturas eran nuevas para mí. Me agradaban sus travesuras y sus caprichos. Ahora soy un poco más maduro y ya no intento descifrar la lógica de las hadas. Algún día, si lo deseas, te explicaré la diferencia entre la magia de las hadas y la magia de los sandestines. La segunda es la que usan la mayoría de los magos.
—Vaya —dijo Madouc—, pensé que la magia era magia, y que eso era todo.
—Pues no. A veces la magia simple parece difícil y la magia difícil parece simple. Es muy complicado. Por ejemplo, a tus pies veo tres dientes de león. Coge sus bonitos capullos.
Madouc se agachó para recoger los tres capullos amarillos.
—Sostenlos con las manos —dijo Shimrod—. Ahora acércate las manos al rostro y bésate ambos pulgares.
Madouc se llevó las manos al rostro y se besó los pulgares. Al instante los blandos capullos se endurecieron.
—¡Oh! ¡Han cambiado! ¿Puedo mirar?
—Puedes mirar.
Madouc, abriendo las manos, descubrió tres gruesas monedas de oro.
—¡Qué truco tan bueno! ¿Puedo hacerlo yo?
Shimrod meneó la cabeza.
—No por ahora. No es tan sencillo como parece. Pero puedes quedarte con el oro.
—Gracias —dijo Madouc. Inspeccionó las monedas con cierto recelo—. Si yo tratara de gastar las monedas, ¿se transformarían de nuevo en flores?
—Si las hadas hubieran obrado esta magia, quizá sí, quizá no. Por la magia de los sandestines, tus monedas son de oro y seguirán siendo de oro. En realidad, un sandestín probablemente las habría robado de la caja de caudales del rey Casmir, para ahorrarse el esfuerzo.
Madouc sonrió.
—Ansío más que nunca aprender estas habilidades. No tiene sentido pedirle a mi madre, pues no tiene paciencia. Le pregunté por mi padre, pero ella afirmó que no sabía nada, ni siquiera el nombre.
—Tu madre parece un poco arrogante, o tal vez distraída.
Madouc suspiró con tristeza.
—Distraída o algo peor. Y yo sigo sin poder exhibir linaje alguno, ni largo ni corto.
—A menudo las hadas son descuidadas en cuanto a sus conexiones —murmuró Shimrod—. Es una lástima.
—En efecto. Mis doncellas me llaman «bastarda» —dijo Madouc con amargura—. Yo no puedo menos que reírme de su ignorancia, pues se refieren a un padre equivocado.
—Esa conducta es grosera —dijo Shimrod—. Pensé que la reina Sollace la desaprobaría.
Madouc se encogió de hombros.
—En estos casos, administro mi propia justicia. Esta noche, Chlodys y Devonet hallarán sapos y tortugas en sus lechos.
—La pena es justa, y parece persuasiva.
—Tienen mentes débiles —dijo Madouc—. Rehúsan aprender, y mañana oiré de nuevo la misma letanía. En cuanto pueda averiguaré mi linaje, no importa cuál sea.
—¿Dónde lo buscarás? —preguntó Dhrun—. Las pruebas deben de ser escasas o inexistentes.
—No he meditado sobre el asunto —dijo Madouc—. Tal vez recurra de nuevo a mi madre, con la esperanza de estimular su memoria. Si todo lo demás falla… —Madouc calló de golpe—. ¡Chlodys me ha visto! ¡Mirad cómo corre a llevar la noticia!
Dhrun frunció el ceño.
—Tu presente compañía no es necesariamente objeto de escándalo.
—¡No importa! Desean que seduzca al príncipe Bittern, o quizás al príncipe Garcelin, que está allí sentado, royendo una pata de cerdo.
—El remedio es sencillo —dijo Shimrod—. Sentémonos a una mesa y royamos patas de cerdo. Se lo pensarán antes de interrumpir una reunión.
—Vale la pena intentarlo —dijo Madouc—. Pero yo no roeré patas de cerdo. Prefiero faisán asado untado con mantequilla.
—Estoy de acuerdo —dijo Dhrun—. Con puerros y pan.
—Pues bien, comamos —dijo Shimrod.
Los tres se sentaron a una mesa a la sombra del roble, y los camareros trajeron grandes fuentes de plata.
Entretanto Desdea había ido a consultar a la reina Sollace. Las dos celebraron una apresurada conferencia, después de la cual Desdea se encaminó hacia la mesa donde Madouc comía con Dhrun y Shimrod. Se detuvo frente a Madouc y habló con una voz cuidadosamente controlada:
—Alteza, debo informarte que el príncipe Bittern ha suplicado que le hagas el honor de comer en su compañía. La reina desea que accedas a esta petición y de inmediato.
—Debes de estar equivocada —respondió Madouc—. El príncipe Bittern está absolutamente fascinado por esa dama alta de nariz larga.
—Ésa es la distinguida duquesa Clavessa Montfoy. Sin embargo, te aclaro que el príncipe Cassander la ha persuadido para dar una vuelta por el río antes de continuar con el banquete. El príncipe Bittern está solo ahora.
Madouc se volvió para mirar. En efecto, el príncipe Cassander y la duquesa Clavessa caminaban hacia el muelle, donde tres bateas flotaban a la sombra de un sauce llorón. La duquesa Clavessa, aunque sorprendida por la propuesta del príncipe Cassander, continuaba exhibiendo su efervescencia habitual y parloteaba sin cesar. El príncipe Cassander, menos efusivo, se conducía con urbanidad pero sin entusiasmo. En cuanto al príncipe Bittern, seguía con la mirada a la duquesa Clavessa, boquiabierto y apesadumbrado.
—Como ves —dijo Desdea—, el príncipe Bittern aguarda tu presencia con ansiedad.
—¡Te equivocas! Está ansioso por reunirse con Cassander y la duquesa en el río.
Los ojos de Desdea relumbraron.
—¡Debes obedecer a la reina! Ella cree que tu lugar está al lado del príncipe Bittern.
Dhrun habló con voz glacial.
—Pareces insinuar que la princesa se encuentra ahora en compañía impropia o indigna. Si continúas con semejante descortesía, protestaré ante el rey Casmir, y le pediré que dé cuenta de lo que me parece un grosero atentado contra la etiqueta.
Desdea parpadeó y retrocedió. Hizo una rígida reverencia.
—Claro que no me proponía ser descortés. Soy sólo un instrumento de los deseos de la reina.
—La reina, entonces, debe de estar en un error. La princesa no desea privarnos de su compañía, y parece encontrarse a sus anchas. ¿Por qué crear una situación incómoda?
Desdea no pudo continuar. Se marchó con una reverencia.
Madouc la siguió con ojos abatidos.
—Se vengará… me hará bordar y bordar durante horas —Madouc miró pensativa a Shimrod—. ¿Puedes enseñarme a transformar a Desdea en un búho, tan sólo por un par de días?
—Las transformaciones son complicadas —dijo Shimrod—. Cada paso es crítico. Bastaría un error en una sola sílaba para que Desdea se transformara en una arpía o un ogro y pusiera en peligro a toda la campiña. Debes postergar las transformaciones hasta que poseas mayor experiencia.
—Tengo talento para la magia, según dice mi madre. Ella me enseñó el «Cosquilleo-Salto-del-Trasgo», para ahuyentar a bandidos y patanes.
—No conozco ese sortilegio —dijo Shimrod—. Al menos, no por ese nombre.
—Es bastante sencillo —Madouc miró en torno.
Cerca del muelle estaba el príncipe Cassander, ofreciendo un asiento en la batea a la duquesa Clavessa con un comentario galante. Madouc unió el pulgar y el índice, murmuró «¡Fwip!» e irguió la barbilla. El príncipe Cassander gritó alarmado y saltó al río.
—Ése es el método de baja intensidad o baja eficacia —dijo Madouc—. Hay otras dos intensidades más notables. Zocco el wefkin saltó un metro y medio en el aire.
—Buena técnica —dijo Shimrod—. Es limpia, rápida y efectiva. Evidentemente no has usado el «Cosquilleo» contra Desdea.
—No. Parece un poco extremo, y no quiero que salte más de la cuenta.
—Déjame pensar —dijo Shimrod—. Existe un efecto menor conocido como el «Siseo», que también tiene tres gradaciones: el «Subsurrus», el «Común» y el «Colmillo Parlanchín».
—Me gustaría aprenderlo.
—El truco es rotundo pero sutil. Debes susurrar el activador, schkt, y luego señalar con el meñique, de esta manera, y luego sisear suavemente… así.
Madouc se contorsionó, castañeteando los dientes.
—¡Ay! —exclamó.
—Ésa es la primera intensidad —dijo Shimrod—, el «Subsurrus». Como has notado el efecto es fugaz. Para mayor fuerza, se usa el «Común», con un doble susurro: Sss-sss. El tercer nivel es el «Colmillo Parlanchín», donde el activador se usa dos veces.
—¿Y con tres siseos y tres activadores? —preguntó Madouc.
—Nada. El efecto se satura. Di el activador, si deseas, pero no sisees, pues podrías sorprender a alguna persona desprevenida.
—Schkt —dijo Madouc—. ¿Es correcto?
—Andas cerca. Prueba de nuevo, así: Schkt.
—Schkt.
—Exacto, pero ahora debes practicar hasta que se transforme en segunda naturaleza.
—Schkt. Schkt. Schkt.
—¡Muy bien! No sisees por favor.
El príncipe Cassander caminaba con aire abatido hacia Sarns. Entretanto la duquesa Clavessa se había reunido nuevamente con el príncipe Bittern, y habían reanudado la conversación.
—Todo salió bien —dijo Shimrod—. Y he aquí al camarero con una fuente de faisanes asados. Es un magia culinaria con la cual no puedo competir. Camarero, ten la bondad de servirnos a todos, y no escatimes nada.
La celebración había terminado y Sarris estaba nuevamente en paz. En opinión del rey Casmir, el acontecimiento había salido bastante bien. Había agasajado a sus huéspedes con una generosidad que, aunque no alcanzaba la liberal extravagancia del rey Audry, bastaría para disipar su reputación de tacañería.
La jovialidad y la camaradería habían reinado durante la fiesta, salvo por la caída de Cassander en el río. Se habían dicho pocas frases hirientes, y no se habían producido rencillas entre viejos enemigos ni episodios que provocaran nuevos rencores. Entretanto, dada la insistencia de Casmir en la informalidad, las cuestiones de precedencia —que a menudo causaban embarazosas disputas— se habían evitado.
Algunas decepciones empañaban la satisfacción general. La reina Sollace había solicitado que el padre Umphred bendijera el banquete. El rey Casmir, que detestaba al sacerdote, no quiso saber nada y la reina sufrió uno de sus arrebatos de furia. La princesa Madouc no había contribuido a animarla, sino todo lo contrario. Hacía tiempo que planeaba que Madouc se mostrara como una doncella dócil y simpática que inevitablemente se transformaría en una adorable damisela, célebre por su encanto, decoro y afabilidad. Madouc, aunque razonablemente cortés, o en el peor de los casos, indiferente ante los huéspedes más maduros, presentaba otra versión de sí misma ante los jóvenes notables que acudían a estudiar sus atributos, y se mostraba irresponsable, perversa, elusiva, sarcástica, obstinada, arrogante, adusta e hiriente hasta el punto de resultar ofensiva. El ya cuestionable talante de Morleduc no mejoró cuando Madouc le preguntó inocentemente si tenía llagas por todo el cuerpo. Cuando el vanidoso Blaise de Benwick, Armórica
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, se presentó ante Madouc, la miró con frío distanciamiento y comentó: «Debo decir, princesa, que no pareces la brújula díscola que sugiere tu reputación», Madouc respondió con su voz más sedosa: «Me alegra oírlo. Tú tampoco pareces un petimetre perfumado como algunos te describen, pues tu olor no es ciertamente a perfume». Blaise hizo una lacónica reverencia y se marchó. Y así ocurrió con todos los demás, excepto con el príncipe Dhrun, lo cual no agradó al rey Casmir. Una relación así no favorecía sus proyectos, a menos que convenciera a Madouc para que le transmitiera los secretos de estado de Troicinet. El rey Casmir no tomó muy en serio esta idea.