Lyonesse - 3 - Madouc (19 page)

Read Lyonesse - 3 - Madouc Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 3 - Madouc
6.5Mb size Format: txt, pdf, ePub

Shimrod empujó el portón de hierro y entró en el patio. Los grifos miraron furiosos por encima de los hombros dentados. Cada uno ordenó al otro que se levantara para matar a Shimrod. Ambos vacilaron.

—¿Me tomas por tonto? —preguntó Vuwas—. En mi ausencia, harías tres movimientos ilícitos y sin duda insultarías a mis piezas. Tú debes cumplir con tu deber, y al instante.

—¡Yo no! —exclamó el verde Vus—. Tus comentarios sólo delatan lo que tú mismo tienes en mente. Mientras yo matara a ese idiota de cara ovina, tú empujarías a mi damisela al limbo y arrinconarías a mi cerbero.

Vuwas se dirigió a Shimrod por encima del hombro.

—Lárgate. Es más simple para todos. Nosotros nos evitamos la molestia de matarte, y tú no tendrás que preocuparte de dejar tus asuntos en orden.

—Imposible —dijo Shimrod—. Me trae una cuestión importante. ¿No me reconocéis? Soy Shimrod, el vástago de Murgen.

—No recordamos nada —gruñó Vuwas—. Todos los mortales se parecen.

Vus señaló el suelo.

—¡Quédate donde estás hasta que terminemos la partida! ¡Éste es un momento crítico!

Shimrod se acercó para inspeccionar el tablero. Los grifos no le prestaron atención.

—¡Ridículo! —observó Shimrod al cabo de un instante.

—¡Chitón! —gruñó Vuwas, el grifo rojizo—. ¡No toleraremos interferencias!

Vus se volvió con aire desafiante:

—¿Has querido insultarnos? ¡En tal caso, te descuartizaremos parte por parte!

—¿Una vaca se sentiría insultada ante la palabra «bovino»? ¿Un pájaro se sentiría insultado por la palabra «alígero»? ¿Un par de bobos jactanciosos se sentiría insultado por la palabra «ridículo»?

—Tus insinuaciones no son claras —rezongó Vuwas—. ¿Qué tratas de decirnos?

—Simplemente que cualquiera de vosotros podría ganar la partida con un solo movimiento.

Los grifos examinaron el tablero de mal talante.

—¿Cómo? —preguntó Vus.

—En tu caso, sólo necesitas conquistar este bizantín con tu cautivo, mover la archisacerdotisa hacia la serpiente, y la partida es tuya.

—¡Eso no importa! —exclamó Vuwas—. ¿De qué manera podría ganar yo?

—¿No es obvio? Estos mordientes te cierran el paso. Apártalos con tu fantasma, así, con lo cual tus cautivos tienen libertad en el tablero.

—Ingenioso —dijo Vus, el grifo de manchas verdes—. Sin embargo, esas maniobras se consideran impropias en el mundo Pharsad. Además, has nombrado erróneamente las piezas, y desordenaste el tablero.

—No importa —dijo Shimrod—. Reiniciad el juego. Yo debo seguir mi camino.

—¡No tan pronto! —exclamó Vuwas—. ¡Todavía debemos cumplir una pequeña tarea!

—No nacimos ayer —declaró Vus—. Prepárate para morir.

Shimrod puso los cestos de juncos sobre la mesa. Vuwas el grifo rojizo preguntó con suspicacia:

—¿Qué hay en los cestos?

—Contienen tortas de miel —dijo Shimrod—. Una de las tortas es más grande y sabrosa que la otra.

—¡Aja! —dijo Vus—. ¿Cuál es cuál?

—Debéis abrir los cestos —dijo Shimrod—. La más grande es para aquel de vosotros que más la merezca.

—¡Vaya!

Shimrod atravesó el patio. Por un instante hubo silencio a sus espaldas, luego un murmullo, una réplica incisiva, una respuesta hiriente y una repentina explosión de gruñidos, bramidos, golpes y desgarrones.

Atravesando el patio, Shimrod subió tres escalones y llegó a un porche de piedra. Columnas del mismo material enmarcaban un nicho y una pesada puerta de hierro negro, dos veces más alta que él y de una anchura que sus brazos no abarcaban; negros ojos de hierro observaban a Shimrod con sardónica curiosidad. Shimrod tocó un remache y la puerta se abrió chirriando. Shimrod entró en una sala de techo alto. A izquierda y derecha unos pedestales sostenían un par de estatuas de piedra, exageradamente etéreas, con túnica y capucha, de modo que las caras enjutas quedaban en sombras. No apareció ningún criado. Shimrod no esperaba ninguno. Los criados de Murgen solían ser invisibles.

Shimrod conocía el camino. Atravesó el vestíbulo y entró en una larga galería. Altos portales se abrían a cámaras que cumplían diversas funciones. No se veía a nadie ni se oía ningún ruido; un silencio casi antinatural impregnaba a Swer Smod.

Shimrod recorrió la larga galería sin prisa, mirando las estancias a ambos costados para descubrir qué cambios se habían producido desde su última visita. Muchas se hallaban oscuras y desiertas. Algunas cumplían propósitos convencionales; otras estaban dedicadas a usos menos comunes. En una de las cámaras Shimrod descubrió a una mujer alta, de pie ante un caballete, de espaldas a la puerta. Llevaba un vestido largo de lino gris azulado; el pelo, blanco como una nube, estaba sujeto sobre la nuca con una cinta, y luego se derramaba sobre la espalda. El caballete sostenía un panel; usando pinceles y pigmentos, la mujer creaba una imagen en la superficie del lienzo.

Shimrod observó un instante, pero no pudo discernir la naturaleza de la imagen. Entró en la cámara para observar de cerca y comprender mejor, pero no tuvo éxito. Todos los pigmentos eran de un color negro espeso que daban poco margen de contraste, o así le pareció a Shimrod. Avanzó un paso, luego otro. Al fin percibió que cada pigmento, anómalo y extraño para sus ojos, temblaba con un brillo sutil y singular. Estudió el panel: las formas perfiladas por las viscosidades negras nadaban ante sus ojos; ni la definición ni el dibujo resultaban obvios.

La mujer volvió la cabeza; con ojos blancos e inexpresivos miró a Shimrod. La expresión era tan vaga que Shimrod no estaba seguro de que ella lo viera. ¡Pero era una contradicción que fuera ciega!

Shimrod sonrió cortésmente.

—Una obra interesante —dijo—. Sin embargo, no entiendo bien la composición.

La mujer no respondió, y Shimrod se preguntó si también era sorda. Con ánimo sombrío abandonó la habitación y continuó hacía el gran salón. Ningún lacayo ni otro sirviente se presentó para anunciarlo; Shimrod cruzó el portal y entró en una sala tan alta que el techo se perdía entre las sombras. Una hilera de angostas ventanas dejaba entrar una luz pálida del norte; las llamas del hogar brindaban una iluminación más alegre. Las paredes, con paneles de roble, no presentaban ningún adorno. Una pesada mesa ocupaba el centro de la habitación. En la pared opuesta, dentro de unas vitrinas se exhibían libros, curiosidades y rarezas varias; al lado de la repisa del hogar, una esfera de vidrio, rellena de un plasma verde y refulgente, colgaba de un alambre de plata; dentro se acurrucaba el esqueleto de una comadreja, asomando el cráneo entre las ancas alzadas.

Murgen estaba junto a la mesa, contemplando el fuego: un hombre maduro, bien proporcionado pero sin rasgos destacables. Así era su semblanza común, con la que se sentía más cómodo. Saludó a Shimrod con una mirada de soslayo y un ademán.

—Siéntate —dijo Murgen—. Me alegra que estés aquí. Iba a llamarte para que te encargaras de una polilla.

Shimrod se sentó junto al fuego. Miró en torno.

—Estoy aquí, pero no veo ninguna polilla.

—Ha desaparecido. ¿Cómo fue tu viaje?

—Bien. Vine por el castillo de Sarris y la ciudad de Lyonesse, en compañía del príncipe Dhrun.

Murgen se sentó en una silla al lado de Shimrod.

—¿Comes o bebes?

—Una copa de vino me calmará los nervios. Tus demonios son más siniestros que nunca. Debes aplacar su truculencia.

Murgen gesticuló con indiferencia.

—Cumplen su función.

—Demasiado bien, a mi juicio —dijo Shimrod—. Si uno de tus honorables huéspedes tarda en llegar, no te ofendas. Es probable que esos demonios lo hayan hecho trizas.

—Rara vez recibo a gente —dijo Murgen—. Aun así, ya que eres tan categórico, sugeriré a Vus y Vuwas que moderen su vigilancia.

Una sílfide de pelo plateado, con las piernas desnudas, entró en la habitación. Traía en una bandeja una jarra de vidrio azul y un par de copas sinuosas de extraña forma. Dejó la bandeja en la mesa, miró a Shimrod de soslayo y sirvió dos copas de oscuro vino tinto. Ofreció una a Shimrod y la otra a Murgen, y luego desapareció tan silenciosamente como había llegado.

Ambos bebieron vino en silencio. Shimrod estudió la esfera verde y reluciente. Un par de brillantes abalorios negros chispeaban en la pequeña calavera, dando la impresión de devolverle la mirada.

—¿Todavía vive? —preguntó Shimrod.

Murgen miró por encima del hombro, y los abalorios parecieron girar para escrutarlo.

—La hez de Tamurello tal vez exista todavía: su tintura, por así decirlo. O quizá la energía del gas verde sea responsable.

—¿Por qué no destruyes la esfera, con gas y todo, y terminas con ello?

Murgen pareció divertido.

—Si supiera todo lo que hay que saber, lo haría. O quizá no. En consecuencia, espero. Soy renuente a turbar esa aparente éxtasis.

—Pero ¿no es de veras una éxtasis?

—Nunca hay éxtasis.

Shimrod no hizo comentarios.

—Mi instinto me pone sobre aviso —continuó Murgen—. Me indica que hay un movimiento furtivo y lento. Alguien quiere sorprenderme mientras duermo, plácido e hinchado de poder. La posibilidad es real. No puedo mirar a todas partes al mismo tiempo.

—¿Pero quién tiene el deseo de elaborar semejante estrategia? No Tamurello, desde luego.

—Tal vez no Tamurello.

—¿Quién más, entonces?

—Hay una cuestión que me preocupa de un modo insistente. Al menos una vez por día me pregunto dónde está Desmëi.

—Desapareció, después de crear a Carfilhiot y Melancthe. Eso es lo que todos suponen.

Murgen torció la boca en una mueca.

—¿Todo fue tan simple? ¿De veras Desmëi confió su venganza a seres como Carfilhiot y Melancthe? Uno un monstruo, la otra una desdichada soñadora.

—Los motivos de Desmëi siempre fueron un enigma —dijo Shimrod—. Admito que jamás los estudié en profundidad.

Murgen escrutó el fuego.

—De nada surgió demasiado. La malicia de Desmëi fue inflamada por lo que parece un impulso trivial: Tamurello rechazó sus propuestas eróticas. ¿Por qué, pues, tantas elaboraciones? ¿Por qué no se vengó simplemente de Tamurello? ¿Melancthe debía servir como instrumento de venganza? En tal caso, sus planes fracasaron. Carfilhiot ingirió la humareda verde, mientras que Melancthe apenas percibió el aroma.

—Aun así, el recuerdo parece fascinarla —dijo Shimrod.

—Parece un material muy seductor. Tamurello consumió la perla verde; ahora está acurrucado en la esfera, y el gas verde lo envuelve hasta hartarlo. No demuestra alegría.

—Esto mismo podría ser la venganza de Desmëi.

—Parece demasiado limitada. Para Desmëi, Tamurello no era sólo él mismo, sino que representaba toda la especie masculina. No hay medidas para mensurar tal maldad; uno sólo puede captarla y admirarse.

—Y amilanarse.

—Tal vez sea instructivo recordar que Desmëi, al crear a Melancthe y Carfilhiot, usó una magia demoníaca procedente de Xabiste. El gas verde mismo puede ser Desmëi, en una forma impuesta por condición de Xabiste. En tal caso, ella sin duda ansia recobrar una forma más convencional.

—¿Estás sugiriendo que Desmëi y Tamurello están embotellados juntos en la esfera?

—Es sólo una ocurrencia. Entretanto conservo a Joald y aplaco su monstruosa mole, y ahuyento toda turbación que pudiera molestar su largo y húmedo reposo. Cuando el tiempo lo permita, estudiaré al demonio mágico de Xabiste, que es resbaloso y ambiguo. Tales son mis preocupaciones.

—Mencionaste que ibas a llamarme a Swer Smod.

—En efecto. La conducta de una polilla me ha causado preocupación.

—¿Una polilla común?

—Eso parece.

—¿Y estoy aquí para encargarme de esa polilla?

—La polilla es más importante de lo que imaginas. Ayer, antes del atardecer, entré por la puerta y, como de costumbre, me fijé en la esfera. Noté que una polilla, aparentemente atraída por la luz verde, se había posado sobre la superficie. Mientras yo miraba, se arrastró hasta acercase a los ojos de Tamurello. De inmediato llamé al sandestín Rylf, quien me informó que yo no veía una polilla sino a un shybalt de Xabiste.

Shimrod abrió la boca.

—Eso son malas noticias.

Murgen cabeceó.

—Significa que hay una comunicación abierta… entre lo que reside en la esfera y alguien más.

—¿Y entonces?

—Cuando la polilla-shybalt echó a volar, Rylf cobró forma de libélula y la siguió. La polilla cruzó las montañas y sobrevoló el valle del Evander hasta la ciudad de Ys.

—¿Y luego por la playa hasta la villa de Melancthe?

—Asombrosamente no. El shybalt tal vez se percató de que Rylf lo seguía. En Ys voló hacia un farol de la plaza, donde se reunió con mil polillas más que giraban en torno a la llama, para confusión de Rylf. Éste montó guardia, tratando de identificar a la polilla que había perseguido desde Swer Smod. Mientras esperaba, observando el arremolinado enjambre, una de las polillas cayó al suelo y cobró forma humana. Rylf no tenía manera de saber si era la polilla que él había seguido u otro insecto. Por las leyes de probabilidad, según calculó Rylf, la polilla que le interesaba debía de seguir en el enjambre; Rylf, pues, no prestó mucha atención al hombre, aunque pudo brindarme una descripción detallada.

—Eso es ventajoso, sin duda.

—En efecto. Era un hombre común, vestido con ropas comunes, con un sombrero elegante y zapatos corrientes. Rylf notó que se dirigía hacia la mayor de las tabernas cercanas que ostentaba el signo del sol poniente.

—Debe ser la Posada del Sol Poniente, en el puerto.

—Rylf continuó mirando las polillas. Entre ellas, según las probabilidades que él calculaba, debía de estar la que había seguido desde Swer Smod. A medianoche el farol se consumió y las polillas volaron hacia todas partes. Rylf decidió que había hecho todo lo posible y regresó a Swer Smod.

—Vaya —dijo Shimrod—. ¿Y ahora debo probar suerte en la Posada del Sol Poniente?

—Ésa es mi sugerencia.

Shimrod reflexionó.

—No puede ser coincidencia que Melancthe también viva en Ys.

—A ti te toca verificarlo. Hice averiguaciones y supe que se trata del shybalt Zagzig, que no goza de buena reputación ni siquiera en Xabiste.

—¿Y cuándo lo encontraré?

—Tu tarea se vuelve delicada e incluso peligrosa, pues desearíamos interrogarlo con suma precisión. Él ignorará tus órdenes e intentará alguna estratagema; debes colocarle este anillo de suheil en el cuello; de lo contrario te matará con un soplido.

Other books

Spartan Planet by A. Bertram Chandler
For the Roses by Julie Garwood
Jimmy by Robert Whitlow
My Lord Murderer by Elizabeth Mansfield
Cemetery Club by J. G. Faherty
0373659458 (R) by Karen Templeton
Once a Mutt (Trace 5) by Warren Murphy