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Authors: Eduardo Mendicutti

Mae West y yo (13 page)

BOOK: Mae West y yo
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Esto parece
Hace un millón de años,
pero sin Raquel Welch, dije yo en cuanto vi el panorama: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis señoras cortadas todas por el patrón de Gloria Swanson talludita y metida en alta comedia, que siempre se le dio fatal a la pobre, a ella que no la sacaran del drama pérfido, pero estas seis debían de haberse hecho un estanislavski pasado por Lucille Ball, un estanislavski
made in Copacabana,
como los estudios de arte dramático de Marilyn en
Eva al desnudo,
o sea, un estanislavski falso a más no poder, así estaban las seis de desorbitadas. Nos hemos puesto de acuerdo, que conste, soy Rocío Marelli, dijo una, y besó a Felipe sin la menor tensión sexual no resuelta, no pienses que vamos con estas fachas por la vida, pero es lo que pide la ocasión, ¿no?, este chándal, estas zapatillas, esta gorra, esta bufanda, y esta pulsera para contrastar, todo muy Central Park a las cuatro de la tarde. La pulsera, desde luego, era como para quitarle la bizquera a Hedy Lamarr, porque Hedy era bizca, se ponga el mundo como se ponga, no hay más que verla en
Éxtasis.
En eso también se habían puesto de acuerdo las seis, en realidad las ocho, en llevar un joyón insultante si se tiene en cuenta la pobreza que hay en África y en el Bronx, sin ir más lejos, y digo las ocho porque Gertrude Stein y Alice B. Toklas, como los llamo yo y ya los llama también Felipe, no se habían quedado atrás en lo de lucir alhajón tremebundo para ponerle una guinda de lujo cegador al
casual sport.
Leoncio -o sea, Gertrude- llevaba un pijama azul nublado de satén, un modo muy suyo de entender «atuendo deportivo», bufanda ratonera al cuello, y en el anular de la mano izquierda un sello de oro macizo, del tamaño de una polvera, con león rampante en brillantes y una pequeña pero superintensa esmeralda donde se supone que tendría el ojo. André -o sea, Alice-, un poco más masculina, había elegido un prehistórico uniforme de jinete, o de amazona, que le quedaba como un guante, hay que reconocerlo, pero la bufanda con los colores de la bandera de España se la había atado a la cintura, para poder lucir en todo su esplendor una gargantilla de oro blanco y topacios que, según explicó, había comprado como inversión y para airearla sólo entre íntimos y en ocasiones muy especiales. Y qué ocasión más especial que ésta, dijo Gertrude, y abrió con gran estrépito la primera botella de Moët & Chandon, mientras André ofrecía una bandeja con canapés, exquisitos buñuelos rellenos de queso, comprados por supuesto en el
delicatessen
de la casa grande. Entonces caí en la cuenta de que André, en renegrido, es cabezón y paticorto como Betty Grable, porque Betty era delgada, sí, que nunca he entendido muy bien el mérito y el encanto que tiene eso, pero también cabezona y paticorta, se ponga la Paramount como se ponga.

Pobre Carmeli, pensé yo, no dejé de acordarme de ella durante todo lo que duró el himno de España, porque ella era incapaz de ahorrarse el himno, es superior a mis fuerzas, dice, es como cuando me avisan de que si bebo una copita de manzanilla, por mucho que me guste, sólo una copita, me va a dar dolor de cabeza, y yo me tomo la copita, y me entran unas migrañas de señoritinga estreñida que no las puedo aguantar, pero más vale que te duelan cosas, dice ella, que llevar una vida llena de privaciones. Y a ella el himno no es que le guste ni le disguste, es que no lo puede remediar, como si llevara en la sangre un imán y el himno fuera metálico, dice, el himno tira de ella y no puede salir corriendo, aunque lo intente, que de verdad que lo intenta, pero las piernas le dicen nanay y el estómago se le pone como una chimenea. Muerta me quedé, por cierto, cuando una de las seis forofas convidadas por Gertrude Stein y Alice B. Toklas, nada más empezar el himno de España, se puso en pie y se colocó la mano derecha sobre la teta izquierda, completamente a la americana, y escuchó el himno entero rígida como Cyd Charisse, bajo la lluvia o a palo seco, que hay que ver lo tiesa que era bailando esa criatura, se ponga la Metro como se ponga. Alta sí, y atlética también, y con ritmo, claro, y con escuela de baile clásico, de acuerdo, pero más tiesa que la perdición de los hombres en cuanto me escuchaban decirles que a cuántos grados fahrenheit les hervía a ellos el saxofón.

Pobre Carmeli, le dije a Felipe cuando el himno terminó. Y él lo repitió en voz alta, y luego tuvo que explicar quién era Carmeli y el ardor tan tremendo que le entraba en el estómago cada vez que escuchaba el himno nacional. Será comunista, dijo Cyd Charisse, que en realidad se llamaba Mila, Mila Lamarca, que si ella hubiera sabido, dijo, que el combinado nacional, una expresión que le encanta, porque suena a cóctel, pero si ella hubiera sabido que nuestros chicos iban a jugar la final con el segundo equipamiento, de azul marino, y no de rojo, porque a ella lo único que le disgusta de nuestra selección es que le digan La Roja, pues si ella lo hubiera sabido con tiempo habría buscado debajo de las piedras y se habría puesto esa camiseta de la selección, y es que hoy a La Roja no habría que llamarla La Roja, hoy habría que llamarla, según ella, la División Azul. Según Cyd Charisse, Sanlúcar era antes un nido de comunistas, y los comunistas ganaban siempre las elecciones, pero gracias a Dios que eso ha cambiado, no mucho, porque ahora las ganan los socialistas, que no sabe ella lo que es peor, aunque de vez en cuando hasta las ganan los del PP, pregúntale a esa asistenta tuya a quién vota, le dijo a Felipe, seguro que sigue votando a Carrillo y a los que fusilaron a Muñoz Seca, que era de El Puerto de Santa María, en Paracuellos. Se lo tienes que preguntar, le dije, pero luego no vayas por ahí chivándote como Robert Taylor o Ronald Reagan o Elia Kazan, a ver si al final voy a tener que ponerme yo, a mi edad, en plan Schindler y su famosa lista, para salvar a todos los comunistas sanluqueños que pueda.

Unos energúmenos, eso empezó enseguida a decir Gertrude Stein que eran los holandeses. Y lo decía sofocadísima, intensa como Susan Hayward en
Quiero vivir,
por dios Leoncio tranquilízate que puede darte un coma hepático, dijo Alice B. Toklas, y es que el hígado ha sido fundamental en su vida, le cuchicheó Alice a Felipe, y Gertrude le riñó, ay, André deja ahora esas confidencias, más champán, eso es lo que necesitamos, más Moët & Chandon, porque los holandeses eran unos brutos pero menos buenos de lo que decían y eso había que celebrarlo, y Marita Castells, que llevaba una sudadera de su hijo Marcos, la que se ponía el muchacho por la mañana para repartir la prensa, y unos pantalones anchos de lino blanco, porque vengo de yudoca, había dicho, de yudoca con zapatos de tacón, qué monada, pespunteó Mila Lamarca, y es que Marita Castells, digo, se levantó para pasar otra bandeja de canapés, canastillas con salmorejo, están buenísimas pero hay que comerlas antes de que el salmorejo reblandezca la masa, y Gertrude Stein le reconvino cariñosamente, querida, te tengo dicho que no te pongas pantalones con zapatos de tacón,
ça fait putain.
Marita también llevaba un brazalete antiguo de oro y rubíes digno, ya puestas a hablar de putas, de la mismísima Dama de las Camelias, antes de que Marguerite Gautier adelgazara, eso sí.

Unos brutos los holandeses, y no había manera de meterles un gol. Acabarán mandando al hospital a Piqué, dijo Felipe, ese chico acumula descalabros en este Mundial, qué morbo, qué sexy, dije yo, contra los paraguayos casi se queda sin dientes, sangrando por los labios era como Marlon Brando después de la paliza que le daban en
La jauría humana.
Una jauría, los holandeses. Llegamos a los penaltis, seguro que llegamos a los penaltis, salmodiaba Gertrude Stein cada cinco minutos, y si llegamos a los penaltis yo tengo antes que emborracharme con Moët & Chandon porque no sé si voy a poder soportarlo. Si llegamos a los penaltis, cariño, le dijo Alice B. Toklas, a ti te da un coma hepático. Y dale con el coma hepático, le dije yo a Felipe por lo bajito, ¿qué será eso? Oye, André, le susurró Felipe a Alice B. Toklas, ¿de veras tiene Leoncio problemas de hígado?, porque entonces no creo que le siente bien tanto champán, aunque sea Moët & Chandon. El hígado ha sido clave en su vida, en nuestra vida, le contó Alice a mi hombre. Pues aunque lleguemos a los penaltis, para eso tenemos a San Iker, el mejor cancerbero del mundo, especialista además en detener penas máximas, dijo, muy enterada, una copia de Constance Bennett vestida
pour le sport,
que hay que reconocer el estilazo que tenía aquella muchacha, más incluso que su hermana Joan, aunque Joan Bennett fuera más resultona como actriz, tampoco nada del otro mundo, pero a estilo no le ganaba a Constance, ni hablar del peluquín, que es una cosa que dice mucho Carmeli y a mí me hace muchísima gracia, ya dice Felipe que voy a terminar hablando como ella, como Carmeli, algo digno de oírse, Mae West hablando como una gaditana de pura cepa. Es que Leoncio, de una familia conocidísima y relacionadísima con lo mejor de lo mejor de la España de entonces, empezó a estudiar medicina en Valladolid, bueno, se fue matriculando en medicina un curso detrás de otro, siempre en el mismo curso, porque en realidad se pasaba las mañanas durmiendo y tomando el vermut y, las tardes, jugando al bridge con señoras bien vallisoletanas, que le adoraban, en los salones del Gran Hotel Conde Ansúrez, eso contó André. Un holandés desatado que, según Constance Bennett se llama Robben y es buenísimo, se plantó solo delante del cancerbero español y todas las forofas convidadas por Gertrude Stein pegamos al unísono un grito de horror, pero San Iker sacó su taumaturgia a relucir, como dijo después Constance Bennett, estiró milagrosamente la pierna derecha y frustró el gol que, según Constance, ya estaba cantado. Todas, incluidas Gertrude Stein y Alice B. Toklas, se pusieron como chicas Playboy a tirarle besos a Iker Casillas, y también a su novia, una reportera discutidísima pero a las que todas, menos Rocío Marelli, encontraban guapísima. Rocío Marelli a la novia reportera de Casillas la encontraba, cómo diría yo, decía ella, demasiado indígena, guapa, sí, y con tipazo, sí, y con ojos preciosos, sí, pero esa boca, esos labios, como demasiado nativos, ¿no? Los estudios de Leoncio se acabaron cuando el eminente catedrático de medicina que le daba clases llevó a sus alumnos de prácticas a un hospital, eligió a un enfermo, les explicó a los chicos que el hombre tenía un problema hepático, se fijó en Leoncio, le preguntó qué diría él sobre el estado del paciente, Leoncio le dijo que lo encontraba un poco amarillo pero que no tenía mala pinta, y el catedrático le exigió, haga algo, Portero, haga algo, auscúltelo, pálpele el hígado, y Leoncio le dijo sí, doctor, ¿cuál de los dos, el derecho o el izquierdo? En el momento en el que a Felipe le daba la risa, todas las demás dábamos otro grito de horror, una canallada, eso es de juzgado de guardia, dijo Marita Castells, una patada brutal que un holandés le dio en todo el pecho a un español, como para dejarlo tísico de por vida, dijo Marita, con lo mono y lo buen centrocampista que es Xabi Alonso, dijo Constance Bennett, informadísima todo el tiempo, y los locutores estaban también escandalizadísimos e indignadísimos. Leoncio dejó la carrera, claro, y el bridge en el Gran Hotel Conde Ansúrez y, para desolación de un montón de señoras bien de Valladolid, se fue a París y, puesto que su padre decidió no gastarse en él ni una peseta más, se colocó como mozo de comedor del agregado militar de la Gran Bretaña, que se lo llevaba a todas partes, también de vacaciones, porque Leoncio hacía un papel fantástico, sólo que, cuando venían de vacaciones a España, a San Sebastián, o a la Costa Brava, o a donde fuera, toda la buena sociedad le daba abrazos tremendos delante del agregado militar, desde Martín Artajo, que era entonces ministro de Exteriores, hasta Martínez-Bordiú, que era el yerno de Franco, y en la embajada de la Gran Bretaña en París, lo mismo, todos los españoles de postín que visitaban la cancillería británica abrazaban como locos y le preguntaban por su familia al mozo de comedor, con todo lujo de conocimientos, y el agregado militar acabó diciéndole a Leoncio que lo sentía muchísimo, pero que aquello no podía ser, que tenía que despedirle, con gran dolor de su corazón; Leoncio se quedó en la calle, sin un franco, robando foulards sin parar en Galeries Lafayette, eso sí, hasta que en Les Deux Magots se puso a mirarme con mucho descaro, dijo Alice B. Toklas, yo me acerqué y él me dijo
pas d'heure, pas de feu, mais oui.
Y hasta hoy.

Constance Bennett se llama en realidad Lola Algorri y es viuda de una especie de rey de las conservas de sardinas que la dejó forrada, pero hay que decir que esa ordinariez conyugal, todavía rentable como una buena pechera en Hollywood, no se le nota nada. Llevaba un mono rosa gritón y lleno de cremalleras y bolsillos y, como contraste, un collarazo de tres vueltas de perlas antiguas, con pendientes a juego, que ya los hubiera querido Janet Gaynor cuando le dieron el primer Oscar, que hay que ver lo ñoñita que iba la pobre en la cena de gala. Te sienta como a una quinceañera, el mono, digo, el collar te sienta como a Sisí Emperatriz, le dijo la que iba vestida de recogepelotas, según su propia definición, una señora menudita y dramática a lo Helen Hayes y que estuvo sufriendo horrores todo el partido porque el gol de los leones de La Roja, como decía cada dos por tres, para desesperación de Cyd Charisse, no llegaba. Vamos, Puyol, decía ella también todo el tiempo, el que tiene que venir desde atrás como un jabato es Puyol, como contra los alemanes, un gol de furia española es lo que necesitamos, y Constance Bennett le elogió entusiasmada su sabiduría balompédica, Adela, hija, qué puesta estás, y Adela Ruano, madre de ocho hijos, todos varones, y abuela de quince nietos surtidos, casada con un constructor que se había salvado por los pelos de la catástrofe, según le murmuró Marita Castells al oído a Felipe, explicó resignadamente que a ella los hijos que le quedaban en casa la tenían al tanto de todo lo de la selección española, y que para una vez que podía lucir sus saberes no iba a quedarse muda como Jane Güiman, con jota, así lo dijo, o sea, Jane Wyman, en
Belinda.

Hija, ese Puyol no es un galán precisamente, incordió Rocío Marelli, y Helen Hayes puso las cosas en su sitio: no será un Tony Curtis en sus buenos tiempos, pero está que cruje, dijo, su Majestad la Reina tiene muchas tablas y mucho caché, porque a mí me pasa lo que le pasó a ella, cuando bajó al vestuario a felicitar a nuestros chicos después del partido contra Alemania, que su Majestad quería saludar a Puyol y salió Puyol sin más vestimenta que una toalla blanca amarrada a la cintura y marcando un poderío de sus partes que daba vértigo, a mí me pasa eso, repito, y no sé si hubiera podido controlarme. Esta Helen Hayes no ha tenido ocho hijos por distraída, le dije a Felipe, y al tal Puyol a lo mejor le pasa lo que a Joe DiMaggio, un héroe del béisbol, pero no un galán. Joe DiMaggio era feote, pero prometía, sólo había que verle aquella nariz, aunque puede que no fuera para tanto, ahora que lo pienso, si hubiera sido para tanto yo creo que la pobre Marilyn no habría tenido que cantarle
Happy birthday to you, mister President
a
dicky
Kennedy. Un romántico, seguro que Puyol es un romántico, estos brutotes tienen después un corazón de lo más tierno, acordaos de Joe DiMaggio, dijo Constance Bennett, como si me leyera el pensamiento, lo dijo transida, el tipo era un cañón en el estadio pero nunca pudo olvidar a Marilyn, le estuvo mandando una rosa roja a su nicho en el cementerio de Westwood, cada día del aniversario de su muerte por sobredosis de barbitúricos, de la muerte de Marilyn, digo, porque Joe DiMaggio falleció de muerte natural no hace mucho, es una historia tan bonita que me la sé con todo lujo de detalles, nombre del cementerio incluido.

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