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Authors: Eduardo Mendicutti

Mae West y yo (26 page)

BOOK: Mae West y yo
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-Ya lo sé. Ya me lo has dicho.

Temí que Carmeli se echase a llorar.

-No te preocupes, estoy bien.

-Prométeme que me llamarás para contármelo todo -le temblaba la voz, la abracé por los hombros.

-Prometido.

-Qué bien nos llevábamos, y qué bien lo pasábamos, cuando os quedabais todo el verano en la casa grande, con la señorita María y la señorita Enriqueta, y con Juanele, y hasta con la tata Mercedes, ¿verdad?

-Verdad.

-Ya no queda nadie.

-Nadie. Bueno, quedamos nosotros.

-Anda, deja que te dé un beso.

Me dio en la mejilla un beso rápido, como avergonzado, y se puso a arreglar de nuevo los cojines del sofá, con unos ímpetus dignos de Bomberos sin Fronteras, como si un huracán hubiese pasado por el salón y lo hubiera dejado todo patas arriba.

Me fui al dormitorio a empezar a hacer las maletas. Mientras desayunaba, había leído un nuevo artículo de Paco Luna sobre el caso Meneses. Los demás periódicos no volvían a mencionarlo, pero nuestro eximio reportero se proponía, según él, seguir arrojando luz sobre un caso que, en su opinión, tiene más recovecos de lo que parece. En realidad, no añadía nada nuevo a su barroco y exaltado reportaje de ayer. En cuanto me concediera un descanso con el equipaje, llamaría para despedirme de Marita, y de Leoncio Portero, el coleccionista de foulards, y de André Forrestier, el chico que en el café Les Deux Magots no había tenido fuego, ni hora,
mais oui.

La casa de Los Zagalejos está vacía. Marelisa dejó apagado el farol del porche y durante la noche no ha entrado ni salido nadie. Investigaciones Hernando no ha vuelto a aparecer.

-Qué poco tiempo -me dijo Marita, cuando la llamé—. ¿De veras no puedes quedarte por lo menos hasta final de mes? Ahora llega una época muy divertida, Villa Horacia se pone estupenda. Espero que no se nos muera nadie más, por Dios.

-Jerónimo necesita libre la casa estos últimos días para pintar y todo eso. Me tendrás informado de todo, ¿verdad? ¿Leíste por fin el artículo de ayer de Paco Luna? ¿Y el de hoy?

-¿Qué artículo? Uy, por Dios, se me pasó por completo. Ayer tuve un día espantoso. Ahora mismo lo busco, creo que todavía tengo el periódico por aquí, ¿hoy trae algo nuevo?

-Ya me dirás. Salgo en el tren de las cuatro y pico de la tarde, pero tienes mi número de móvil.

Había reservado el billete por teléfono y sólo tenía que recogerlo en la ventanilla de la estación de Jerez. Carmeli me había dicho que su hermano Diego podía llevarme, pero conseguí que se olvidara de ese plan que a mí se me antojaba catastrófico y encargué un taxi para las tres y cuarto. Leoncio y André estuvieron muy cariñosos y divertidos cuando les llamé, me prometieron que me avisarán cuando vayan a Madrid, de museos o a la ópera, o nada más que de
shopping,
querido. Carmeli y yo almorzaríamos temprano, y ella se llevaría todo lo que quedase en la nevera y en la alacena de la cocina, casi toda la compra que había encargado al supermercado del centro comercial Los Pinares el miércoles de la semana anterior. Al panadero le avisé de que me iba, y que ya le llamaría Jerónimo cuando llegase. Por supuesto, también yo le he pagado a Carmeli el mes completo, como Pilar a Marelisa. Igual que a Marcos los periódicos de ayer y de hoy, y la voluntad hasta finales de mes. Marcos me aseguró que no sabía nada de Borja.

Era ridículo lo que Investigaciones Hernando me había insinuado. Cierto que fuera quien fuese quien había vivido aquellos días en El Samaritano, ese chalé con un nombre tan inquietante, parecía haberse marchado al mismo tiempo que Borja, pero ¿podía de verdad recurrir alguien, a estas alturas, a un método tan primitivo para mantener contactos secretos y delicados? Algo así sólo podría ocurrírsele a alguien como yo. «Lo hacía Audrey Hepburn en
Desayuno con diamantes,
cuando iba a la cárcel a llevarle recaditos al gánster», me recordó Mae West. A Audrey se le perdona todo, cariño, le dije, hasta que se ponga unas medias y las medias desaparezcan en el plano siguiente. Cabía pensar que aquel sistema tan rudimentario, precisamente por serlo, escaparía a la vigilancia de todos los interesados en encontrar a Meneses. Cuando le mencioné que me había fijado en la excepción que hacía en el reparto de los periódicos, Borja me había dicho: «No seas mamón». De ser cierto lo que insinuaba el tipo que se parecía a Russell Crowe, ¿eran mensajes, o instrucciones, que sólo recibía Borja?, ¿le transmitía algo, o todo, el chico a Pilar?, ¿quién ponía los mensajes dentro de los periódicos enrollados, un amigo de Meneses, alguien contratado por él, por el banco que había exigido y logrado máxima discreción en las investigaciones, máxima atención a las filtraciones, máximo control de la información que se hiciera llegar a la prensa? ¿O tal vez Investigaciones Hernando? ¿Qué le habían pedido, exigido a Borja para que él dijese: «Menudo marrón, joder»?

Ya con todo el equipaje en orden, sólo a la espera de meter en la bolsa de mano los utensilios de aseo, el
roll-on
hidraenergético antiojeras, el fluido tensor instantáneo, el
stick
hidratante, me senté en la butaca del cuarto de estar chico, tal vez por última vez, y le guiñé un ojo, como las vicetiples de las revistas de Celia Gámez, a la cámara de seguridad del chalé contiguo a Los Zagalejos, que seguía enfocando la fachada del chalé de Jerónimo. Quizás lo cambiasen de orientación cuando yo me fuese.

Desde la cocina llegó la voz de Carmeli, avisándome de que estaba a punto de servir la comida en la mesa de la cocina. En mi móvil sonó la señal de que acababa de entrar un mensaje. Se me encasquilló, como dice Carmeli, la respiración. Era un mensaje de Borja. Decía: «Estoy bien. Perdona no haberme despedido de ti. Te prometo explicártelo todo en cuanto pueda. Besos. Pilar».

Pilar mandaba aquel mensaje desde el teléfono de Borja, el teléfono que el chico utilizaba para sus citas remuneradas, el teléfono que Borja había encargado a Marcos que le comprase con la tarjeta de prepago a su nombre, para que no estuviera intervenido, el que me había dado a mí.

Pulsé enseguida «llamar». El teléfono estaba desconectado o fuera de cobertura.

-Si no vienes ya, se enfriará la comida, y las papas con chocos frías no valen un pimiento -me dijo Carmeli, desde la puerta de la habitación.

Las papas con chocos estaban buenísimas, le había pedido que me las hiciera porque hacía un millón de años que no las probaba. En las cocinas de Villa Horacia Village & Resort quizás ya no se hacen guisos así.

-No entiendo nada, Carmeli. Nada de lo que ha pasado en el chalé de enfrente.

Ella se encogió de hombros. Me miraba comer, y parecía ahora enfadada por que yo siguiera dándole vueltas a aquello, en lugar de concentrarme en disfrutar de su guiso.

-Pues está clarísimo -dijo-. Un lío de dinero y una gachí que sabe lo que le conviene. Pero es que los ricos sois retorcidos hasta para pasarlo mal.

Me reí.

-No me hagas caso, Carmeli. A lo mejor yo también debería cambiar de médico, éstas también deben de ser cosas del psicólogo. Cuentos como los de Sherezade que yo me cuento para no morir.

-¿Cuentos de quién?

-Uf, déjalo. Esto está riquísimo.

-Trae el plato, te sirvo más.

-No, Carmeli, no te ofendas, están buenísimas, pero me esperan casi cuatro horas de viaje.

-¿Sólo cuatro horas? Y aunque fueran quince. Cuando tengas ganas de papas con alcauciles, de cazón con tomate, de ropavieja, de pestiños, en Navidad, que me salen para chuparse los dedos, mejores que los de las monjas de Madre de Dios, no tienes más que llamarme y yo me voy deseguida a Madrid. Ni me lo pienso.

No me permitió ayudarle a fregar la vajilla, la cacerola, los cubiertos a mano, no íbamos a dejarle a Jerónimo el friegaplatos lleno. Mientras ella terminaba la limpieza de la cocina, puse el equipaje junto a la puerta y volví a sentarme en la butaca del cuarto de estar chico. Faltaba casi media hora para que llegase el taxi. Los estores de la casa de Los Zagalejos estaban levantados. Me pareció que había alguien en el salón. No podía ser. Echaría de menos a Pilar, como de repente he echado de menos a Pirko Nieminen: todo lo que intentamos, todo lo que pensaba que nunca volvería a sentir, todo aquel tiempo en que el mundo entero y la verdadera vida me parecían aún sin estrenar, todos estos días llenos de recuerdos, de curiosidad, de rarezas, de descubrimientos...

Sonó el móvil. Llamada sin número. Se cortó.

Busqué el teléfono de Borja y marqué. El teléfono seguía desconectado y fuera de cobertura.

Volvió a sonar el móvil. Llamada sin número. Pero esta vez no se cortó. Contesté.

-Oie, llama al gimnasio -dijeron, y se cortó.

Era Thiago.

Hacía días que no intentaba hablar con Thiago. Ahora llamaba él. Allí estaba de nuevo, después de casi cuatro meses, aquella voz bien timbrada, un poco perezosa, sexy. Localicé en el móvil el teléfono de su gimnasio.

-Oie -dijo él.

-Vaya -estaba nervioso, no me atrevía a reprocharle nada-, por fin.

-Lo siento. Yo no he tenido la culpa, era esa chica que me volvía loco, me ha hecho perder amistades. Te he echado mucho de menos, de verdad.

Hablaba como si, en efecto, él no tuviera la culpa de nada.

-Rodrigo me dijo que tú le habías dicho que dejara de llamarte -dije.

-Pero no has dejado de llamarme -noté que sonreía, sabía ya perfectamente que aquel largo desplante no iba a tenérselo en cuenta.

-Qué cara más dura tienes.

-Yo también te he llamado muchas veces, mi amor.

-Me encanta oírte decir mi amor, suena tan falso...

Todo volvía a ser como antes.

-De verdad, mi amor,
gatinho,
gacela -todo como antes, todas aquellas bromas amorosas-, te he llamado un montón de veces, sólo un
ring,
para que tú llamaras después, y nunca llamabas.

No me lo podía creer.

-¿Eras tú?

-Pues claro que era yo, ¿quién iba a ser? -se calló un momento-. Bueno, podría ser otro.

No había sido Borja. El chico nunca había llamado.

-No hay otro, Thiago.

-La semana que viene es mi cumpleaños -dijo, y se echó a reír.

Le dije que estaba en Sanlúcar, que cogía el tren dentro de media hora para volver a Madrid, que tenía que cerrar la casa, que tardaría al menos veinte minutos para llegar a la estación, que desde allí le llamaría de nuevo, o desde el tren, si había cobertura, o en cuanto llegase a Madrid, le pregunté si estaba bien, si su familia estaba bien, si el gimnasio iba bien, todo muy bien, me dijo, mucho trabajo, no es que me quede mucho dinero limpio, no puedo ahorrar todavía, pero está bien, tengo ganas de pasar una semana de vacaciones contigo, en tu casa, ¿no?, claro que sí, en mi casa, a ver si ahorro un poco y tú me ayudas, conocía mi problema de salud pero no me preguntó cómo estaba, no importaba, no iba a ponerme a agonizar en aquel momento para que se compadeciese de mí, me alegra mucho oírte, Thiago, yo también me alegro mucho de oírte, mi amor, ha llegado una tía buenísima y tengo que darle una clase, dice que te manda un beso,
oie,
hasta luego, no dejes de llamar.

Sonreí a gusto. Estaba contento. Qué subidón, como dicen ahora los chicos. «Nunca vi a nadie tan feliz desde que el mamarracho traidor de Eddie Fisher consiguió casarse con Elizabeth Taylor», me dijo Mae West, «pero no te pienses que yo voy a quedarme como la pobre Debbie Reynolds, destrozada.»

El taxi llegó puntual y el taxista y Carmeli metieron el equipaje en el maletero. Habíamos cerrado bien la casa y la cancela, no era probable que volviese alguna vez. Me pareció entrever que alguien estaba mirando tras los cristales del ventanal apaisado de la modernísima casa de Los Zagalejos. El aire de Villa Horacia olía a adelfas recalentadas por el sol, como entonces. Le ofrecí a Carmeli acercarla a su casa, de camino, tenía tiempo de sobra, pero ella dijo que prefería irse tranquilamente en el autobús.

-¿Me das un beso?

-No -dijo, numerera-, soy una mujer casada.

El taxista se rió y entró en el coche.

-Te llamaré.

-Más te vale.

Estaba bien volver a casa. Agosto no es un mal mes para quedarse en Madrid, la ciudad está tranquila, y desde el día 15 refresca, sobre todo de noche. Este año quizás no tanto, está haciendo un verano de mucho calor. Alvaro todavía no habrá vuelto, le llamaré de todos modos, dentro de un par de días. Quedaremos a cenar. No creo que me pregunte, no creo que se acuerde de nada, él hablará y hablará y hablará. Estábamos saliendo de la urbanización. Por allí, por aquella carretera ahora irreconocible, bajábamos en el coche de caballos de tía Enriqueta Hidalgo, y Juanele me dejaba sentarme junto a él en el pescante, y yo le rozaba la pierna con mi rodilla y él no la apartaba, y a veces nos llevaba al cine, a la sesión de tarde, a ver películas del Oeste, con tía María Bonasera, y con Carmeli y Diego, y él siempre se quedaba fuera, esperándonos, esperándome.

En cuanto llegue a la estación, llamo otra vez a Thiago, decidí. Es tranquilizador que haya sentado cabeza y esté en Brasil. Tengo que ir a verle. Tengo manos, tengo boca, tengo lengua, tengo de todo, aunque falle un poco lo fundamental. El almirante Horatio Nelson venció a franceses y españoles en la batalla de Trafalgar, pero la victoria le costó la vida, alcanzado por un disparo en el pecho en la cubierta de uno de sus barcos, el
Victory
precisamente, por fin han acabado conmigo, le dijo Nelson a Hardy, el capitán del
Victory,
y luego, ya moribundo, le ordenó ¡bésame, Hardy! Yo también quiero besos en esta Trafalgar. Como dice uno de mis médicos, este partido hay que jugarlo, y vamos a jugarlo, lo voy a jugar, esta corrida hay que torearla, la voy a torear, durante los años que sean, y bien, porque como dicen, hasta el rabo todo es toro.

O como me ha dicho Mae West: «Encanto, hasta que te mueres, todo es vida».

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