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Authors: Eduardo Mendicutti

Mae West y yo (16 page)

BOOK: Mae West y yo
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A Kyril fue a quien yo llamé, para que me acompañara, cuando tuvieron que hacerme la biopsia. Felipe iba con más nervios que un bistec de tercera, pitracoso de la cabeza a los pies iba el pobre, y nada más verse ingresado y solo, qué penita, en esa cama de ese hospital, con aquel calor, la tensión se le fue por el Himalaya, 20 de máxima tenía cuando le tomó la tensión la enfermera. Menos mal que yo estaba excitada pero glamurosa, perfectamente maquillada para la ocasión, muy ceñida por un vestido de lamé que me quedaba estrecho por culpa de la hipertrofia, pero que resaltaba aún más mis mullidos encantos, y además no me cabía la menor duda de que Kyril acabaría por aparecer, seguramente con un ramo de flores del tamaño del Hollywood Bowl y su certificado de buena conducta expedido por él mismo, pero sin su perro, porque en los hospitales no dejan entrar con perros, él tiene un bulldog que se llama
Vito,
por Vito Corleone, claro, un homenaje a los buenos tiempos, dice, con esa sonrisa a lo Cary Grant en
Sospecha
que gasta el muchacho y que a mí me deja hecha una Joan Fontaine encharcada.

A Alvaro Bartolomé Martínez de Castro y Ruiz de Somavía, con todo lo amigo que es de Felipe, ni pensé en avisarle. Ese sólo piensa en Alvaro Bartolomé Martínez de Castro y Ruiz de Somavía y en la fantasiosa embajada en Kuala Lumpur, sólo de imaginarse que tendría que hacer de samaritana por unas horas, en un hospital de la Seguridad Social, se le saldrían, de golpe, todos los anillos. Paloma y Santos, un joven matrimonio de diplomáticos que le quiere mucho, estaban de vacaciones, y a los amigos de toda la vida, que no tienen nada que ver con la carrera, pero con los que suele comer todos los sábados desde la Marcha Verde contra el moro, por lo menos, bastante tenía cada cual con sus achaques. A sus hermanas Marisol y Verónica, que viven en Sanlúcar y Sevilla, respectivamente, mejor no quemarlas demasiado pronto, tal vez tuvieran que acompañarle después en trances quirúrgicos de más envergadura. Thiago estaba en Brasil, y otros viejos amores que le seguían llamando por teléfono casi todas las semanas andaban siempre ocupadísimos y, por lo general, lejos de Madrid. Así que sólo me tenía a mí, su Mae West, el cuerpo del delito, su gran dama indigna pero animosa y con un piquito de oro. Yo puedo hacer que dejes de sentirte solo, encanto, pero después no me eches la culpa si tu señora te pide el divorcio, le dije, como le decía siempre a algún mocetón coloradote que asistía a mi
show
en compañía de su modosa mujercita. Le había dicho también, el día anterior, que yo me encargaba de llamar a Kyril, que él nunca me fallaría, y Kyril no me falló, bueno, sólo me falló a primera hora, me dijo que sí, que sí, que contara con él, que él me acompañaba, que él se quedaba conmigo todo el tiempo que hiciera falta, que su tienda de antigüedades chinas podía estar cerrada un día, o dos, o tres, sin que pasara nada y que a
Vito
le daba una pastilla y lo dejaba tranquilito en casa, que ni se me ocurriera llamar a otro, que él estaría puntual a los ocho y media de la mañana en la puerta de la casa de Felipe con su mercedes, pero a las ocho y media no apareció, ni a las nueve, y cuando le llamé, ya casi tan nerviosa como mi hombre, me dijo, con voz de ultratumba, que perdón, que le perdonase de corazón, que se había quedado dormido, que se había acostado a las cuatro y no le había funcionado el despertador, que salía enseguida, así que Felipe y yo nos fuimos en taxi al hospital y sólo media hora después de que la enfermera comprobara, sin alterarse lo más mínimo, que Felipe tenía 20 de tensión máxima, se presentó Kyril, compungido, con su sonrisa carygrant, con un ramo de flores del tamaño, efectivamente, del Hollywood Bowl, y con la solemne promesa de quedarse allí, conmigo, hasta que me diesen el alta o hasta que me incinerasen.

No me incineraron, pero me hicieron un daño horroroso. Con una anestesia tan endeble que ni funcionó, me dieron ocho picotazos en forma de círculo para sacarme ocho muestras, y pensé que me desmayaba del dolor, pero sabía que Kyril estaba fuera, vigilante, dando zancadas y mordiéndose las uñas, nerviosísimo, como si fuéramos a tener gemelos por cesárea, y allí me lo encontré, rebosante de afecto y de mimos muy masculinos, cuando me sacaron del quirófano en camilla, después de que el médico le dijera a Felipe que no se descuidara, que le avisarían enseguida de los resultados, que seguramente tendría que empezar a tomar hormonas antes de irse de vacaciones, que ahora las vacaciones no eran lo prioritario. Luego supe que también se lo dijo a Kyril, sin que yo me enterase, a él le dijo más, que lo que había visto era muy preocupante, y a él casi se le atasca el corazón, me confesó mi ex gánster favorito mucho tiempo después, pero lo supo disimular como un machote, como un mafioso fetén, sólo se separó de mi lado para traerme agua y bombones, y me entretuvo, me entretuvo mucho, hasta que me dieron el alta a las cuatro de la tarde.

La verdad es que, mientras Kyril me entretenía, hubo más de un momento en que pensé que, después de darme el alta, me llevarían directamente a un penal, como a la pobre Eleanor Parker en
Sin remisión,
donde una guardiana sádica y con mal disimulados apetitos lésbicos le hacía a la pobre Eleanor la vida imposible, incluso cuando ella encontraba la comprensión y el consuelo de una nueva superintendente de la cárcel, amable y humana y que luchaba por implementar, como se dice ahora, métodos carcelarios más respetuosos con la dignidad de las reclusas, aunque la superintendente, a quien Agnes Moorehead interpretaba de Oscar, y de hecho llegaron a nominarla como
best supporting actress,
tampoco disimulaba demasiado bien sus apetitos lésbicos, dicho sea de paso. Hubo un momento, ya digo, en que pensé que la familia del paciente que ocupaba la otra cama terminaría avisando a la policía, porque Kyril, para entretenerme, no tuvo mejor ocurrencia que contarme, con todo lujo de detalles, el último incidente de película de mafiosos en la que se vio envuelto y que casi le cuesta la vida, porque un día, a media tarde, se bajaba él tan tranquilo de su mercedazos último modelo, delante de su chalé de Puerta de Hierro, cuando le dispararon cinco veces a quemarropa desde un coche que se detuvo un momento a su lado, y una de las balas le cortó la aorta, le entró por el cuello, por debajo de la mandíbula, y le salió por debajo de la otra oreja, y él, aunque cayó al suelo desangrándose como un cochino, tuvo la suficiente sangre fría para taponarse con la mano, apretando fuerte, el caño de sangre, hasta que vino la ambulancia y después, en el hospital, consiguieron sacarle adelante, que ya los cirujanos le dijeron que había salvado la vida de milagro. Yo noté que se había hecho un silencio sepulcral al otro lado de la cortina, donde estaban el paciente que compartía la habitación con Felipe y su familia, una señora muy de su casa y dos hijas modernas, pero muy dispuestas, que a lo mejor se pusieron a agonizar del susto. El paciente yo creo que ni se enteró, porque estaba tan malito como Felipe, y de lo mismo. Yo llegué a notar que me moría, me dijo Kyril, y siempre que me preguntan qué sentí en ese momento siempre digo que felicidad, mucha felicidad, mucha paz. Eso me dijo. Pero no podía quedarme en el hospital mucho tiempo porque podían presentarse allí los georgianos a rematarme, prosiguió, con los familiares del paciente de la cama de al lado ya al borde del coma profundo, cada día que pasaba era una oportunidad que les daban a los georgianos, porque eran georgianos y yo conocía bien sus nombres y sus caretos, una oportunidad, digo, para colarse en mi habitación, burlando a los policías que hacían guardia las veinticuatro horas y, en un suspiro, mandarme definitivamente al otro barrio, metiéndome dos cargadores completos entre pecho y espalda, así que llamé a mis hombres, les ordené que vigilaran las puertas, los ascensores y los pasillos del hospital, que se turnaran de día y de noche hasta que yo tuviera las mínimas fuerzas necesarias para escaparme, porque los médicos no pensaban darme el alta así como así, y, en efecto, al tercer día me escapé, me sacaron casi en volandas mis lugartenientes disfrazados de enfermeros, burlando a los pánfilos de los policías, y escondido estuve, con una fiebre que flipaba y a punto de palmarla por lo menos dos o tres veces, en un piso de máxima seguridad. Así me entretuvo Kyril. Si los familiares del paciente de la cama de al lado no llamaron a la Guardia Civil, yo creo que fue porque les estaban atendiendo de sendos ataques al corazón, o de sendas hemorragias cerebrales.

-A lo mejor el georgiano de en medio fue uno de los que casi mandan a Kyril a criar malvas -le dije, ilusionada, a Felipe, que volvía a releer por tercera vez el faulkneriano reportaje de Paco Luna sobre el hijo secuestrado y torturado del constructor. A Faulkner lo conocí en la Metro, cuando él escribía allí guiones. Parecía un pajarito mojado por un vertido tóxico.

-Siempre te gustó el papel de Susan Sarandon, cuando iba a visitar a la cárcel a Sean Penn, en
Pena de muerte
-me dijo él.

Yo me estremecí -de gusto, lo reconozco- y Felipe empezó a sudar.

-¿Tú crees que Pilar y el chico lo habrán leído? -me preguntó.

-Ella, seguro. Alguna buena amiga, envidiosa de su felicidad por haberse librado con tanto estilo del marido, le habrá dicho que lo lea -y enseguida añadí-: Mira quién está ahí.

En aquel momento, el mequetrefe que completaba sus ingresos semanales repartiendo periódicos en bicicleta, como en las películas, a primera hora de la mañana, llegaba a su casa y se quedaba un momento mirando con mucho descaro al cierro del cuarto de estar de Los Zarzales.

Inquieto, Felipe miró la pantalla de su móvil. No había ninguna llamada perdida.

Yo: «No me gustan las otras»

14 de julio, miércoles

Siempre pensé que algún día la vería entrar por la puerta de Los Zarzales, incluso que la vería entrar así, como lo hizo, vestida como para bajar a Sanlúcar a hacer alguna gestión rápida, sin ninguna pretensión de resultar especialmente atractiva, con un pantalón de color cereza y una camisa beige de cuello Mao y mangas cortas con presillas, sin más adornos que unos pequeños pendientes de oro y quizás coral, con las gafas de sol de Prada colgadas del escote, sin maquillar, con la melena corta brillante, quizás recién lavada y secada al aire, y con un plato con un bizcocho cubierto de film transparente en las manos. Eran las seis y media de la tarde.

-Perdona, a lo mejor soy inoportuna -dijo, y daba la impresión de haber dudado mucho antes de decidirse a cruzar la calle y llamar a la puerta-. No he podido avisarte porque no tengo tu teléfono, y el de Jerónimo no aparece en la guía. En realidad, no aparece ningún teléfono de la urbanización. Querría hablar contigo, pero puedo volver en otro momento.

-Por favor, pasa. No te puedo asegurar que se trate de una sorpresa agradable -bromeé- porque aún no sé de qué quieres hablar conmigo, pero, sea lo que sea, te prometo comportarme como un caballero.

Se rió, y parecía aliviada.

-Ya ves que no vengo acompañada de mis abogados, lo siento -seguía nerviosa, aquella frase tenía algo de incongruente, y los dos nos quedamos, después de cerrar la puerta, inmóviles durante unos segundos en el vestíbulo, como si de pronto ambos fuéramos conscientes de estar sorprendidos de verdad al vernos así, tan cerca el uno del otro, en mi casa.

-Estaremos mejor aquí -dije por fin, y señalé la puerta del cuarto de estar chico-. A estas horas es más agradable.

Nada más entrar en la habitación, dirigió una mirada rápida y superficial a su alrededor, una mirada incluso desinteresada, como si lo reconociera todo, y eligió la butaca enfrentada a la que yo suelo ocupar durante horas. Tal vez también supiera de sobra qué butaca debía respetar. Dejó el bizcocho sobre la mesa camilla.

-Qué cerca se ve mi casa desde aquí -dijo.

-¿Se ve esta casa más lejos desde tu salón?

-Oh, no sé -se ruborizó un poco y entreabrió los labios. Sí llevaba una leve capa de pintura transparente y húmeda-. Soy una cotilla pésima.

-Yo soy un cotilla del montón.

Volvió a ruborizarse. El rostro se le aniñaba notablemente con aquel color rosado en las mejillas y aquella sonrisa de enredadora inexperta.

-Los hago yo -dijo, y señaló el bizcocho-. Qué horror. Ahora me doy cuenta de que, encima, estoy invitándome a merendar.

Resolvimos enseguida el asunto de la merienda. Yo estaba haciendo café cuando ella llegó, y no permití que me ayudase a traerlo todo de la cocina. Le pedí excusas por la torpeza del mozo de comedor, por la vajilla y por el servició de café, no había otra cosa en casa de Jerónimo. Servicio de batalla, dijo ella, lo entiendo. Me había llamado la atención que utilizase el verbo «invitar», y no «convidar», como parece obligado entre la gente bien, no sólo de aquí. Ambos nos servimos un trozo casi testimonial del bizcocho casero, relleno con mermelada de frambuesa. Supongo que ella estaba decidida a controlar el peso, y yo debía vigilar mi leve intolerancia a la glucosa.

-Se ve muy bien tu casa desde aquí, desde luego -dije, y Mae West me alabó el estilazo, «ni David Niven lo habría dicho mejor»-, pero desde hace algún tiempo estoy perdiendo vista, no sé por qué, me preocupa, visitaré al oculista en cuanto vuelva a Madrid. De momento, soy un cotilla algo discapacitado.

-Vi al hombre que te visitó el otro día -dijo ella, sin rodeos.

-¿De verdad me visitó un hombre el otro día? Caramba, debería ser un poco más cuidadoso con mi reputación -ella daba la impresión de tener dificultades para encontrar divertidas aquellas frivolidades de salón, aunque fue capaz de componer una sonrisa que le quedó desconfiada e impaciente-. Ah, ya -añadí enseguida-. La visita de Investigaciones Hernando.

-¿De quién? -pero al instante comprendió la broma y se rió-. Sí, a mí también me ha dado su tarjeta.

-Me dio a entender que trabajaba para ti.

-¿Para mí? Nunca ha querido decirme para quién trabaja.

-A mí tampoco. Confidencialidad profesional, dice. ¿Te ha visitado muchas veces?

-Tres, creo. Sí, tres. Siempre acompañado por otro que no habla.

-Sí, los vi a los dos a poco de llegar, te despedías de ellos en la puerta -puse cara de colegial pillado en falta-. Te prometo que estoy perdiendo vista, pero desde aquí se ve muy bien tu casa, la verdad. Incluso aunque no mire.

Ella no quería seguir el juego. Pensaría, con razón, que no merecía la pena.

-Pretende que le diga todo lo que sé de la desaparición de Javier. Y yo no sé nada, te lo juro.

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