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Authors: Eduardo Mendicutti

Mae West y yo

BOOK: Mae West y yo
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A Felipe Bonasera, diplomático y ventrílocuo amateur, le diagnostican una preocupante enfermedad, por lo que decide ir a descansar unos días a una lujosa urbanización junto al mar. Deja en Madrid las muñecas parlantes de Mae West, Marilyn Monroe y Marlene Dietrich, pero la voz de Mae West no le abandona; Felipe bautiza entonces la hasta ahora bulliciosa parte de su cuerpo que ha enfermado con el nombre de la deslenguada actriz, y con ella, para vencer el desánimo, mantendrá sin cesar diálogos hilarantes. Pronto, Felipe siente indiscreta curiosidad por Pilar Meneses –una vecina cuyo rico marido ha desaparecido– y por su guapo hijo, con los que vivirá una historia digna del cine de los mejores años de Hollywood. Y mientras La Roja cosecha victorias en el Mundial de Sudáfrica, Felipe se las verá con inolvidables personajes como la salerosa Carmeli, Leoncio y André, o el reportero Paco Luna, que en sus floridos artículos va informando del misterioso «caso Meneses».

Eduardo Mendicutti

Mae West y yo

ePUB v1.0

Polifemo7
07.07.11

1.
a
edición: abril de 2011

© Eduardo Mendicutti, 2011

Diseño de la colección: Guillemot-Navares

Reservados todos los derechos de esta edición para

Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantil, 8 - 08023 Barcelona

www.tusquetseditores.com

ISBN: 978-84-8383-318-6

Depósito legal: B. 9.843-2011

Fotocomposición: Pacmer, S.A. - Alcolea 106-108, 1." - 08014 Barcelona Impresión: Limpergraf, S.L. - Mogoda, 29-31 - 08210 Barbera del Valles Encuademación: Reinbook Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación total o parcial de esta obra sin el permiso escrito de los titulares de los derechos de explotación.

Eduardo Mendicutti nació en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) en 1948. En 1972 se trasladó a Madrid, donde vive desde entonces. Sus obras, publicadas con gran éxito de crítica y público, y merecedoras de premios como el Café Gijón y el Sésamo, han sido traducidas a numerosos idiomas. A las tituladas
Siete contra Georgia, Una mala noche la tiene cualquiera, Tiempos mejores
y
Última conversación
les siguieron
El palomo cojo
y
Los novios búlgaros
, que inspiraron sendas películas homónimas dirigidas por Jaime de Armiñán y Eloy de la Iglesia. Asimismo, ha publicado el libro de relatos
Fuego de marzo
y las novelas
Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy, El beso del cosaco, El ángel descuidado
(Premio Andalucía de la Crítica 2002),
California
y
Ganas de hablar.
Divertida y entrañable como
El palomo cojo,
emocionante como
California,
y a la vez un homenaje al cine clásico de Hollywood, la novela
Mae West y yo
derrocha tanta vitalidad como la verdadera Mae West y demuestra, entre burlas y veras, que el humor es el mejor antídoto contra la adversidad.

A mis amigas, a mis amigos

Cuando soy buena, soy muy buena. Pero cuando soy mala, soy mucho mejor.

Mae West

La dama de salón parisiense Julie de Lespinasse (1776) representaba el centro, tanto en hermosura como en ingenio, de las veladas en casa de Madame du Deffand, de la que era dama de compañía. Por celos de la atracción ejercida por Julie, la relación entre las dos mujeres acabó en ruptura, pero la expulsada Julie abrió enseguida ella misma su propio salón, visitado por todos los hombres famosos de la ciudad. Esta mujer, que había sido tan amada, murió soltera y preguntándose: «¿Estoy aún viva?».

Werner Fuld,
Diccionario de últimas palabras

Tuve que reírme. Yo siempre termino por reír.

Guillermo Cabrera Infante,
Cuerpos divinos

La única pregunta que importa acerca de un libro es a qué profundidad en el alma de quien escribe se ha originado.

James Joyce

Ella: «Adoro el rubio platino»

3 de julio, sábado

Cuando estoy buena, soy muy buena. Pero cuando estoy mala, soy mucho mejor.

Estoy pachucha, sí, ¿y qué? Soy Mae West, la gran mujer que mi hombre tiene delante. Vale, he engordado, me he puesto como un higo chumbo, ¿y?, ¿pasa algo?, seguiré siendo Mae West hasta la muerte. Porque morirnos, nos moriremos todos. Es verdad que me pasa lo que me pasa y que mi pequeño gran hombre, con esa carita de pena que me pone cada dos por tres desde que le dieron la mala noticia, me ha dicho que ahora no tendré más remedio que portarme bien, que vigile los ojos, que vigile la lengua, que vigile el escote, que Dios me lo premiará con un buen novio. Y yo le he dicho:

-Cariño, entre un buen novio y un buen escote, prefiero el escote. Te permite probar muchos novios hasta dar con el bueno.

Entonces él me ha dicho que no vaya tan sobrada, que para darme cuenta de lo poquita cosa que soy no tengo más que bajarme de los tacones y poner los pies en el suelo. Y dale, qué cansinos se ponen todos con los tamaños.

Yo le he dicho:

-Encanto, ya sé que no soy Jane Russell, mis boys siempre me sacan un pie y siete pulgadas. Pero no te hablo de lo que me meten.

Entonces él se ha puesto como marquesa en ayunas. Que qué ordinaria, que ya se nota que no soy más que una suplantadora, que, en todo caso, debería haberme llamado Joan Fontaine, por la lengua tan sucia que tuvo siempre aquella chica de ensueño que parecía tan fina, y por las peloteras a cara de perro que se traía siempre con su hermanita, la muy pánfila, en apariencia, Olivia de Havilland. Que una grosería como la que yo acababa de decir no era digna del ingenio desvergonzado, pero nunca basto, de una auténtica Mae West. Así que le he dicho:

-Amor, a veces, para seguir a flote, perder un poco de dignidad es más útil que perder un poco de peso.

Porque, a fin de cuentas, de eso se trata. De seguir a flote. Con garbo, por descontado. Con todo el garbo picarón que me permitan -que es mucho- mis centímetros extras de envergadura y mis gramitos de sobrepeso. Incluso en un sitio como éste. Porque hay que ver a qué sitio tan estirado me ha traído este hombre. Se llama Villa Horaria Village & Resort, no digo más. Pero él me ha pedido que sea buena chica y me ha prometido que aquí lo pasaremos bien. Y yo le he dicho:

-Mi amor, las buenas chicas lo pasan bien en sitios como éste. Las malas, sólo en los sitios que merecen la pena.

Él me ha dicho que plagio a la Mae West verdadera. Con variantes, pero que la plagio. Que un poco más de originalidad, por favor. Y que, en un sitio como éste, más me vale controlar un poco mi natural tendencia al coqueteo, al contoneo y a la sobredecoración personal. Que, desde luego, debería rebajar un poco el color de mi pelo, que ya no tengo edad para el estrepitoso rubio platino, aunque tampoco es que él pretenda que me deje mis elegantes canas naturales, pero que estaría estupenda con un tono rubio ceniza. Y yo le he dicho:

-A-do-ro el rubio platino. Y o-dio el rubio ceniza. Me hace parecer decente e intelectual.

Entonces él me ha dicho que lo que faltaba, que también plagio a no sé qué personaje de don Oscar Wilde, sólo que el personaje de
mister
Wilde se refería a las perlas, y luego ha sacado su genética plebeya y me ha espetado, en un tono de antigua funcionaria de prisiones, que esto es lo que hay. Que su primo Jerónimo Hidalgo le ha prestado este chalé tan vistoso y confortable hasta finales de julio y que no encuentra ninguna razón para marcharse antes. Yo, claro, no iba a dejar que se me escapase la oportunidad de mortificarle un poco, cosa que a veces les viene bien a los hombres cuando están pachuchos y decaídos; pachucho, qué palabra, parece el nombre de un perrillo de la pobre Marilyn. Mi hombre, es cierto, está pachucho, y yo tengo la culpa, qué se le va a hacer, es lo que tiene ser una mujer fatal, pero un poco más de mortificación puede al menos enrabietarlo. Así que dije:

-Siempre es igual: los tipos que menos prisa tienen por marcharse son los que más prisa se dan por venirse.

Él no se enrabietó. Al contrario. Puso cara de santa Virtudes a punto de ser devorada por las fieras y, con esa resignación escurrida y dolorosa que ahora saca a pasear tanto y que a mí me pone a tocar a rebato, me dijo: -Esa banderilla negra no procede. Entonces la que me enrabieté fui yo. -Con un espíritu tan mustio -le dije- sí que no vamos a ir a ninguna parte. Después no te quejes si, al menor descuido que tengas, te tiño de rubio platino hasta los pelos del consistorio, a ver si eso te anima un poco.

Sonrió. Algo es algo. Empezó a guardar sus cosas en el ropero de la alcoba principal. La verdad es que hay mucho que hacer en todas estas habitaciones. No digo que el chalé, de estilo cortijo con empaque, no sea vistoso a pesar de los desconchones de las paredes del porche, pero eso de que es confortable lo pongo en cuarentena. O consigo que mañana mismo empiece este hombre a darle un poco de buen aire y de comodidad a esta casa, o dejo de llamarme Mae West.

En realidad, sólo soy Mae West, oficialmente, desde que a mi hombre, esta misma tarde, le dio por ahí. Te llamarás Mae West, me dijo el pobre. Yo, encantada. Me va muchísimo.

Yo: «Aquí jugaron días felices»

3 de julio, sábado

Sigues asustado. Me lo dije en voz alta, mirándome en el espejo, antes de deshacer las maletas. Gracias a las persianas entornadas del gran ventanal que da al porche trasero, en la alcoba había una penumbra acogedora, a pesar de que el chalé lleva meses cerrado y sin ventilar. Nada más entrar fui a mirarme en el espejo de la cómoda como si necesitara reconocerme, comprobar que no había envejecido de golpe, que no había adelgazado de manera alarmante en las últimas horas, que las tetas no me habían crecido desconsideradamente durante el viaje, que no tenía en el rostro, ni en la calva, ni en las manos señales repentinas de la enfermedad. Respiré hondo. Intentando imitar la solemnidad guasona que a veces utilizábamos entre nosotros, los veteranos en «la carrera», sobre todo cuando llegaban al gabinete jóvenes diplomáticos con la oposición recién ganada y nombres corrientes, me dije: Felipe Jesús Guillermo Bonasera y Calderón Hidalgo Ríos Núñez de Arboleya, de momento todo está controlado, pero sigues muerto de miedo. Ahora, por culpa de aquel hermoso muchacho que se bajaba de la bicicleta y empujaba la verja del chalé de enfrente, mientras yo pagaba al taxista.

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