Me preocupa saber que se han quedado insatisfechos. Quieren saber más sobre sexo. Buscan que yo les dé una receta mágica, una receta mágica para torpes. Antes de seguir adelante, pregúntense si, en realidad, lo que buscan es conseguir más sexo o entender mejor a sus parejas. Por si acaso, cambio de tema.
Ella no conocía la franquicia o eso me dijo. Y la creo. Han cerrado, por la crisis, el Papasá que había cerca de Diputación. Me encantaba ese bar porque es una empresa sevillana y, sobre todo, porque las cosas simples son las mejores. Siempre. Una patata con cosas dentro, ¡qué grande! Me refiero a la idea, no necesariamente a la patata.
Hasta el nombre del sitio es sencillo y eficaz. En el "Papasá" te ponen patatas asadas. Ni más, ni menos. No te puedes sentir defraudado, porque sabes a lo que vas. Es como ver Scary Movie. Si quieres cine serio, no la veas. O como pasa con este libro. Si quieres una novela sobre sentimientos que no existen, sobre personajes increíbles, que no se los cree ni Matilde Asensi al escribirlos, no te leas un libro que cuenta la vida de un treintañero que echa de menos tomarse un plato que se llama "gran papón". Dar a los demás lo que esperan de ti es la clave de la publicidad. Y de la vida.
—Noemí... quería llevarte a este Papasá, porque es importante para mí. Pero lo han cerrado. Me hacía mucha ilusión; es un sitio mágico.
—La magia no se construye, ni de destruye. Lo que te ha pasado tiene que ver con las energías. Las cosas no ocurren cuando uno las decanta tanto. Por eso está cerrado y no por la crisis. Te has esforzado por generar un momento especial y de eso no va el tema. Si trazas planes continuamente, nada te saldrá bien, porque será correcto o incorrecto, pero no bueno. La vida no es un problema para ser resuelto, sino un misterio para ser vivido.
—Esa frase es muy profunda... Aunque, por una vez, ¡te he pillado! ¡La has sacado del sobre de azúcar que antes cogiste en la cafetería!
Ella se sorprendió. Al fin y al cabo, a veces me fijo en las cosas. Me llamó la atención que cogiera el sobre sin llegar a vertirlo sobre su infusión.
—Yo colecciono sobres de azúcar con frases raras... —me dijo, enseñando la que acaba de citar, y que guardaba en su cartera.
—No sé por qué... no me sorprende. ¡Te pega un montón coleccionar sobres de azúcar! Yo colecciono bufandas de equipos de fútbol. Tengo unas cincuenta. ¿Cuántos sobres de azúcar tienes tú?
—Contando con este, dos. Nunca fui muy buena para las colecciones.
No me reí porque lo peor de todo es que no era un chiste.
—¡Tengo ganas de ir a la playa! No puedo pasar mucho tiempo sin ir. Los que somos de costa, necesitamos tener el mar cerca. Y cuando paso mucho tiempo sin bajar a mi pueblo, me pongo triste. Es una cosa muy rara. ¡No lo entenderías!
Le pregunté de dónde era, pues ese dato nunca me lo había dado. Me pidió que lo acertara. De algún pueblo de Cádiz, seguro. Por el acento, digo. Saber de cuál ya era más difícil.
—¿Chiclana?
—No.
—¿Sanlúcar?
—No.
—¿Conil? ¿Rota?
—No. No.
—¿Tarifa?
—¡Cojones, poco más y te quedas sin pueblos!
—No serás de la capital, ¿verdad? ¿De Cádiz capital? ¿De Puerta de Tierra para adentro?
—No, pero casi...
Y acerté. ¡Menos mal!
—Oye, si te apetece, y ya que te he acertado de dónde eres, y casi a la primera, creo que podemos celebrarlo yendo mañana a la playa. ¿Te viene bien?
—Por mí, sí. Mañana libro en la FNAC. ¿Te apetece ir a Chipiona?
Jamás en toda mi vida me fue tan fácil quedar con una chica para un plan como aquel. La mayoría de las mujeres que conozco te ponen mil trabas antes de decirte que sí a algo. ¿Pensarás que son demasiado fáciles? ¿Estarás planeando llevarlas a la cama? ¿De qué eres o no capaz? Afortunadamente, Noemí no es como el resto de mujeres. Es como más libre, como más espontánea. Y si algo le apetece, lo hace. Sin pensar tanto en que te acaba de conocer. Ella te intuye, sin necesidad de tener todos los datos sobre ti.
Eso sí, me preguntó si yo conduciría y también si me quedaban puntos en el carné del coche. Le dije que sí a todo, como cuando quieres resetear el ordenador y no dejan de abrírsete ventanitas con errores de todos los colores. Me daba miedo que algo se fastidiara y que finalmente el plan se viniera abajo. Estaba dispuesto a resetear mi vida. Quedé en recogerla en la puerta de su casa a la mañana siguiente.
—Dado que el Papasá está cerrado, ¿qué hacemos? ¿Te apetece tomar comida china?
—No. Te voy a mostrar algo que te va a rallar un poco. ¿Estás preparado?
Noemí me miró fijamente. Me comunicó que iba a hacer algo que la inmensa mayoría de los mortales no sabemos hacer. Cerró los ojos muy fuerte y comenzó a andar. Adelante. Con los ojos cerrados. Me pidió que le diera la mano. Y yo lo hice. A lo largo de unos trescientos metros fui de su mano hasta que se detuvo en seco frente a una parada de autobús.
—El próximo es.
Le fui a preguntar algo y me mandó callar. Se detuvo un autobús rojo y amarillo frente a nosotros casi enseguida. La línea cinco. Noemí estaba en trance. Sacó un bonobús del bolso, un bolso negro y pequeñito, y picó por mí, como es tradición que hagan la primera vez todas las mujeres de mi vida.
Serían unas siete u ocho paradas. Pasamos frente al Rectorado y nos adentramos poco a poco en Triana. Llegamos hasta López de Gómara, calle de cuyo apellido nadie pronuncia la tilde, aunque la lleve, y poco después de sobrepasar el IES Bécquer, ella pulsó el botón de "parada solicitada" y nos bajamos.
Los primeros pasos los dio despacio. Le temblaban las piernas. Yo seguía dándole la mano y ella seguía teniendo los ojos cerrados. Anduvimos no más de treinta o de cuarenta metros. En la acera de enfrente, y ante mi sorpresa, había otro Papasá. Y este sí estaba abierto.
—Tú sabías que había un Papasá en Triana y en esta calle, ¿verdad? ¡Esto no ha podido ser casualidad! ¡Sevilla es demasiado grande!
Ella comenzó a reírse de un modo demoníaco. "¡Me sale siempre!", no dejaba de repetir, "a veces me doy miedo". Y yo la miraba como quien contempla a un espíritu travieso. Algo me dijo de las casualidades, de las ánimas, de que siempre que algo se desea con todas las fuerzas, si canalizas bien ese deseo, se abre ante ti un sentido que te permite ver más allá, encontrar lo que buscas, con una precisión aterradora.
—¿Quieres decir que adivinas lo que va a suceder?
—¡No es tan sencillo! Eres un hombre: no puedes comprenderlo.
Quise saber cómo se puede utilizar ese poder y cómo se desarrolla. Me di cuenta de que, en realidad, aquello había sido una lección mucho más auténtica que todos los paripés que mi profesor de magia me enseñaba cada viernes.
—La magia no se propicia, se encuentra. ¡Ya te lo dije antes! Precisamente, ocurren cosas especiales cuando uno se esfuerza por sentirlas, no por organizarlas. Tú has planificado algo y no te ha salido. Yo he cerrado los ojos y han venido a mí todas las respuestas a modo de imágenes. Y, aunque inconexas, he sabido guiarme por ellas.
Comimos despacio. Como sin prisas. Como si a los dos nos gustara, de veras, estar juntos.
—Y entonces, ¿sobre qué va tu tesis doctoral?
Noemí me contó que llevaba cinco años buscando información sobre las canciones que llevan en sus coches las personas que mueren en accidente de tráfico. Dice que casi siempre que hay una colisión, los conductores que la sufren están escuchando la radio o algún CD.
—Es bonito saber qué es lo último que escucharon antes de irse. En muchos casos, dejan sin quererlo un mensaje para sus familiares o parejas. Todo ocurre por algo y no es casual que sea una y no otra la voz que los acompaña en su despedida.
—¡Solo a una dependienta de la FNAC se le ocurriría estudiar las canciones de los muertos! Eres una morbosa de mierda, ¿lo sabías? Por cierto, ¿con qué canción te gustaría morir a ti?
Me contó que, años atrás, había comunicado a los familiares de un joven que este había fallecido escuchando una canción de Revolver llamada "Sara". Al chico no le gustaba ese grupo, se informó. Eso hacía extraño que tuviera un CD dentro de la radio del coche que solo contuviera esa canción. Para sus padres trabajaba una asistenta doméstica colombiana, haciendo labores en la casa. Se llamaba Sara. Jamás le había dicho que la amaba, que pensaba en ella todas las noches, y en todos sus viajes. "Ahora de pronto vuelven a sangrar las cicatrices que me regaló a la hora de partir", decía la canción. Meses después encontraron una carta de amor dentro de un cuaderno de trabajo. Estaba muy arrugada y el papel se veía amarillento, pues había sido escrito mucho tiempo atrás. Había cambiado varias veces de ubicación antes de llegar al cuaderno. Era para Sara. Y lo confirmaba todo.
—Es bonito, ¿verdad? —me dijo, con los ojos vidriosos.
—¿Morir? ¿O la carretera?
—Prométeme que algún día escribirás sobre todo esto. Sobre este momento. ¡Prométemelo! Vamos de camino a Chipiona. No te conozco de nada, pero no me importa: todo es perfecto, porque seguimos el camino que debemos seguir. Y hay comunicación. Vivimos estados de conciencia muy diferentes, aunque ambos son creativos. A veces las cosas, si piensas en ellas demasiado, se agrietan. ¡Con eso me basta! No todo tiene sentido. Me sobra con que estés bien.
Soplaba poniente y comenzaba a entrar en el coche algo de arenilla. Subí el cristal del todo y puse el aire acondicionado. El tiempo estaba cambiando. A mejor.
—¿No crees que el coche te está pidiendo una marcha más? —Me recriminó.
—No, en absoluto. Ya estoy en quinta. El coche me está pidiendo que no corra tanto, en todo caso. Vamos a más de ciento cuarenta.
—¿Todavía te queda algún punto en el carné?
Chipiona es un pueblo de la provincia de Cádiz. Es (re)conocido porque allí nació Rocío Jurado. También residen muchas de las personas que después de su muerte siguen viviendo a costa de ella. Chipiona es productor de flor cortada. Es visitada por sus playas, repletas de turistas mayoritariamente sevillanos, cada verano. Tiene dos institutos y quioscos de chucherías en los que no se venden chucherías de madrugada. Y, sobre todo, es un pueblo bonito, pues aguarda dentro de sí algunas de las puestas de sol más espléndidas del mundo.
Si la fotografía mató a la pintura figurativa y el cine se cargó a la novela realista, a mí internet me ha quitado las pocas ganas que me quedaban de describir los lugares. Antes sí tenía sentido que el narrador explicara, con pelos y señales, cada palmo de la calle. Ya, no. ¡Para eso ya existe Google Street VieW Hoy en día los lectores tienen al lado un portátil, si no están directamente leyendo ya en el portátil, y pueden realizar un recorrido en paralelo al libro, por los lugares de los que se habla. No describo, por tanto, Chipiona. Tarea para casa: busca información sobre ella, tú mismo. ¡No quiero que esto parezca una novela para torpes!
Detuve el coche cerca del faro más alto de España, tercero de Europa y quinto del mundo. La playa de Regla estaba desierta y el horizonte se veía roto por un par de embarcaciones que cruzaban la costa. Los ojos de Noemí estaban a mi lado, cómo no, pero muy lejos, a miles de kilómetros, y se la veía bastante alegre. Le pregunté si le gustaba aquel lugar y me contestó que no. No me dio más explicaciones. De hecho, me dijo que detestaba estar a mi lado. Después me dijo que era ironía, que no le preguntara cosas tan obvias, pues ella no era una chica del montón.
Habida cuenta de mi incapacidad para decir cosas inteligentes, opté por quedarme callado.
—¿No dices nada? —me reprendió para terminar diciéndome—: Parecías más locuaz en el coche.
Apliqué su estrategia, cambié de tema. Le expliqué que había optado por quedarme callado ante mi incapacidad para decir cosas inteligentes. Pero a ella no le valió mi excusa.
—Noemí... ¡Déjame escucharte! Háblame un poco de ti, por favor, de cosas cotidianas. Tú conoces casi todos mis trapos sucios y yo no sé nada de ti, salvo cuatro o cinco detalles tontos.
—¿Nuestra historia? ¡Tú no sabes nada de mí y es mejor así! No sabes por qué estoy aquí contigo, ni de qué va esto. En cualquier caso, ha de quedarte claro que no tenemos ninguna historia juntos, aunque nuestras historias sí vayan en paralelo.
De nuevo se había fugado del tema. Y con cierta saña. Verdaderamente no me enteraba de nada, en eso llevaba razón. Se inició, por derecho, una disputa que no sabría resumir. Ella me habló de mil cosas dispersas, sobre si yo tenía o no expectativas que no confesaba. Me habló de un bar, cerca del Paseo Costa de la Luz, junto al Faro. Decía que se había fijado en él desde el coche y que, por desgracia para mí, teníamos que entrar. Esa es la parte de la conversación que comprendí. Todo lo demás fue un juego de matices, con la puesta de sol de fondo. Todo era un desvarío de alguien que parecía, por momentos, jugar conmigo, sin mí.
—¿Conoces la leyenda del "rayo verde"? Mi abuelo me la contaba todos los veranos —inicié con ello mi última tentativa para parecerle interesante.
Por alguna razón, Noemí siempre sabía todo lo que yo quería contarle. No solo conocía la leyenda, sino que me dio muchos más detalles nuevos. Me explicó que era un fenómeno atmosférico real. Bajo ciertas condiciones, y no es ficción, el último rayo de sol, en la puesta, se ve de color verde. Lo que pasa es que Julio Verne escribió una novela al respecto y eso había divinizado el fenómeno. Ella me dijo que se sentía un poco como Elena Campbell, pues también había tratado de verlo miles de veces, siempre sin suerte.
De pronto sentí una corazonada. Sentí que aquel atardecer sería perfecto, pues concluiría con el avistamiento, por nuestra parte, del anhelado (por los dos) rayo verde. Me dejé el cristalino pegado al horizonte y no funcionó, lo admito. Ella no miró tanto. La corazonada no era cierta, pues los hombres no tenemos intuición. El último rayo fue amarillo o rojo, tal vez naranja. Todo menos verde. Además, tenía los ojos tan fritos, por mirar fijamente al Sol, que no habría sido capaz ni de ver un caballo verde, ni siquiera del tamaño del que utilizó Guido para sacar a Dora de aquella fiesta, en La Vida es Bella.
—¿Crees en la reencarnación?
Y yo le respondí que creía en pocas cosas: en Fernando Alonso, en Lluis Bassat, en el locutor de radio Germán Mora, en el servicio de asistencia técnica de Telefónica... Y en ella.