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Authors: Fernando Fedriani

Tags: #Romántico

Magia para torpes (12 page)

BOOK: Magia para torpes
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Es nuestro deber, óiganme bien, regalarles un poco de magia. Es nuestro deber. La comunicación que se genera, cuando verdaderamente compartes momentos especiales, no se pierde. La nieve caerá, si la buscan, en el momento exacto de la frase. Si la buscan, la encuentran. Si confían, sucede. Llueve cuando tiene que llover y las llaves caen del cielo. Compruébenlo. No lo calculen todo, liberen su instinto. La suerte sonríe a las personas que se arriesgan a ganar.

Alguien, hace años, me preguntó por qué le llamo a mi curso "Magia para Torpes". Pero no supe qué responderle. Yo, que tengo tantas respuestas... La magia es la clave para entender todo lo demás... y ustedes son torpes. Sí. No comprenden nada. Son como bebés; bebés que poco saben de la vida. Sin embargo, los bebés crecen y aprenden. Y ustedes también podrán hacerlo, si afrontan sus verdaderos retos, sus verdaderos sueños, los objetivos que suponen su caudal de verdad.

Enciendan una vela. Mediten. Pierdan la mirada en el horizonte desde un lugar que quede alto. Fuera queda el frío, con la oscura noche. Todo está en común unión con todo. No existe nada en este jodido planeta que no esté pendiente de ustedes. La magia es armonía y desorden. Hablen sin entender lo que dicen, como puede que esté haciendo yo ahora, cuando muestro las verdades absolutas. Cuando sean capaces de mirar más allá del horizonte, la última pieza del puzle tocará, por fin, el fondo de la mesa, el lugar que le corresponde.

Me complace decirles que todo está escrito. En otro sentido. Todo lo que son y han de ser, les espera. Sus caminos, si son coherentes, los conocen. Saben lo que han de hacer para nacer, y también hacia dónde avanzar. Lo saben por muy torpes que sean. Saben quién ha de acompañarles y quién no. La cuestión es si tienen el valor necesario, de una vez por todas, para luchar por todo aquello en lo que creen.

Mi mayor deseo en la vida es morir con los zapatos desgastados. ¿Y el de ustedes?

Voy a proseguir la clase, por supuesto. Toca encender la luz. No me lo reprochen. Sé que la magia es adictiva. Echarán de menos estos minutos. Actúen en consonancia.

VEINTE

En las horas previas a la finalización de 2009 hice un pequeño sondeo entre mis familiares y amigos. Ellos, sin excepción casi, convenían en que había sido un año bastante nefasto. La crisis económica seguía con nosotros y de los brotes verdes poco se sabía. El paro apretaba. Las hipotecas de muchos, puede que más aún. Y entre tanto, Silvia me había dejado convirtiéndome en un despojo andante. Para la mitad bética de Sevilla no había sido un buen año tampoco, pues el otro equipo de la ciudad se había ido al pozo de la segunda. Sevilla estrenó metro, algo es algo, aunque el tranvía descarriló en su primer viaje. No había sido un buen año para demasiada gente, reitero: hacía bien en entrar en fase terminal.

Por ello y por otros motivos, claro, nos reunimos unos quince en casa de mis padres con la remozada esperanza de engullir las uvas y de cambiar de vida, como cada año. Año nuevo, vida nueva, dicen. Si bien 2010 no parecía la solución a todos los problemas, el anuncio de Coca—Cola preconizaba un cambio de actitud. Belén Esteban daría las campanadas y se decía que Televisión Española perdería el liderato en tamaño evento, por vez primera en la historia. No fue así, que conste. Siguió ganando Televisión Española, aunque perdió, o más bien se perdió, la tradición de presenciar en familia el primer anuncio del año.

Ya no habrá más anuncios en Televisión Española, de hecho. Eso afirman. Yo, que soy publicista, lo veo como un pequeño gran exterminio. Supongo que un biólogo sentirá lo mismo al ver morir un ecosistema. Los primeros anuncios de mi vida los disfruté en la televisión de todos.

Abracé a mi hermana, de la que por cierto no he contado nada en toda la novela, y su novio trató de mojarme con su cava. Es muy simpático él y se cree Fernando Alonso. Tengo una tía solterona, solterona como yo, que solo se pone la dentadura en Nochebuena y en nochevieja. Ella también me abrazó y me dijo que este sería un buen año para mí.

Desde el piso se contemplaban decenas de fuegos artificiales. De un tiempo a esta parte, toda la ciudad se llena de fuegos artificiales, justo tras las doce campanadas. En ese mismo instante, las líneas de teléfono se colapsan. Todo el mundo se esfuerza por mandar el primer mensaje corto del año, como si el año no fuera lo suficientemente largo como para decir cualquier mentira corta, sin tanta prisa. Esta vez no competí. Nadie me motivaba tanta urgencia.

Yo di catorce o quince abrazos, uno por cabeza o por tronco, a todos los presentes. El novio de mi hermana, cuando le llegó su turno, intentó hacer otra broma a mi costa. Llevaba unos calzoncillos rojos puestos por encima del pantalón para hacer la gracia. Es hortera el muchacho, qué le vamos a hacer. Y se cree Fernando Alonso. No tiene demasiado sentido del ridículo tampoco, tal vez por eso sale con mi hermana. Es de familia: tenemos mala pata a la hora de escoger pareja.

Había comenzado un nuevo año. Yo llevaba encima dos cervezas y un benjamín de cava. Suficiente munición para mear un buen rato, suficiente engorro para tener dificultades para hacerme el nudo de la corbata. Intenté un doble Windsor que amenazaba con venirse abajo, como el edificio de Madrid que se llamaba igual. El novio de mi hermana se metió con él, con mi nudo, y yo pensé, y lo digo seriamente, en arrancarle de cuajo su pajarita, y sus opciones de paternidad, de una buena patada. Este chulito se cree Fernando Alonso.

Me hace gracia cómo todo, en las primeras horas del año, se precipita. Todo el mundo tiene planes y aunque la familia sea tan importante, y todas esas cosas, nos damos prisa por dejarla a un lado, huyendo atrozmente. Yo también había quedado, que conste, para ir a la fiesta de Nicolás. Me miré en el espejo del ascensor y me vi horrendo. Llevaba una corbata rosa, esa a la que no fui capaz de hacerle un nudo correcto, y una camisa gris. Pantalón y chaqueta, no traje. Dejé la cartera en casa, pues nochevieja se presta al hurto, y guardé un billete de veinte entre el calcetín y el zapato del pie derecho, y otro en el bolsillo de detrás del pantalón.

Supuestamente iba a gastos pagados, pues me había invitado el organizador del evento. Solo sabía, por aquel entonces, que habíamos quedado en un garaje del barrio de Los Remedios, el de la casa de los padres de Nicolás, en una calle con nombre de Virgen, lo cual no es decir demasiado por aquella zona. No cogí el coche, sino un taxi. Tardó en llegar, pues Taxi Giralda hace su agosto en Navidad. De camino llamé a Nicolás para pedirle más datos, que transmití rigurosamente al taxista. Llegamos, con eso basta. No fui de los primeros, tampoco de los últimos. Me sorprendió que hubiera tanta gente. La familia de mi viejo amigo tenía un chalé bastante notorio. Llegaríamos a ser, con el transcurrir de la noche, unos cincuenta.

No lo vi. O lo vi, más bien, pero no lo saludé. Todo el mundo trataba de darle conversación y él se sentía orgulloso de ser el alma de su fiesta. Yo, honestamente, con cada minuto que pasaba, me iba sintiendo más ridículo. Aunque teníamos amigos comunes del colegio, ninguno de ellos parecía estar presente. Y yo, cómo no, que nunca fui un buen bailarín, me conformaba con ir acumulando alcohol en la sangre. Traté de darle conversación a una rubia que me dijo que trabajaba en una agencia de seguros. Le dije que nunca me habían intentado vender un seguro, y me sentí algo sucio al descubrir que verdaderamente terminó por intentarlo conmigo. Venderme el seguro, digo. Estaba casada y tenía dos niñas.

Sonó la canción esa de Carlos Baute y de Marta Sánchez... y me impresionó. Si una canción es "del verano", ¿por qué llega viva hasta el invierno? Hay plagas a las que el frío mata. Hay epidemias que no resisten el calor. ¿Por qué las canciones del verano perviven a ambos extremos? ¡No es justo! Y de hecho, ¿por qué las llaman "del verano" si su estela mancha el año completo? Serían, en todo caso, canciones del año. Desafortunadamente, eso no suena bien, supongo que es porque parece muy aburrido estar un año completo con las mismas músicas. . . aunque, en realidad y a la postre, suceda eso.

Los perdono, al Carlos Baute y a la Marta Sánchez, pues durante su interpretación enlatada se abrió la puerta del garaje y apareció Noemí Broch en persona. Ya sabéis, me refiero a la dependienta de la FNAC, a la mujer morena, de mirada penetrante, cuya presencia me había llevado a estar allí. (Si me hicisteis caso, tenéis una página del libro doblada en su honor, justo el momento de su descripción; volved atrás).

—¿Me permites que te invite a una copa? —le dije, sabedor de que teníamos barra libre y de que no me costaría nada.

—No.

Miré a Noemí y traté de sonreírle. Ella se zafó con cara de "acabo de llegar y ya tengo a un pesado pegado a mi culo". Saludó a un par de personas y se quitó el abrigo. Habían habilitado algo semejante a un guardarropa en una salita aneja. Te daban una pulserita, y todo, con un número. Me pareció muy profesional dicho sistema para lo cutre que era la fiesta.

—¿Tu nombre es Noemí? Me alegro de coincidir contigo en un lugar tan particular como este.

Admitámoslo, mi comienzo no era muy esperanzador.

—Sí... es particular.

Ella me hizo una ecografía. No sé qué vio, aunque noté a la perfección cómo me diseccionó como se disecciona a una rana en los institutos de Brooklyn. Y ella era al mismo tiempo el bisturí y la observadora. Sentí su escáner sobre mis mejillas, cuando me dio los dos besos reglamentarios. Sonrió como quien se siente portadora de un presagio. Nunca me confesó qué era lo que había pensado en ese instante.

—Tú eres dependienta de la FNAC, ¿verdad? Tenemos un amigo en común... que todavía no nos ha presentado.

—Hoy en día, ¿quiénes no tienen un amigo en común?

Lo cierto es que sonreía. ¿O me sonreía? Se la veía simpática. Pero caso, lo que se dice caso, no me hizo demasiado. Le pregunté qué había estudiado, por sus propósitos de año nuevo... ¡estaba lanzado! Básicamente, por el alcohol. ¡Niños, el alcohol no es bueno! Sin embargo, a los que somos más bien cortados, algunas veces, no nos queda más remedio que beber para acercarnos a una chica bonita.

—Oye, ¿te importa si me voy a hablar con mis amigas? Ha sido un placer coincidir contigo.

Lo que más me dolió no fue que me diera calabazas, sino que realmente no fue a hablar con ninguna amiga. Se quedó en una de las esquinas de la cochera, con un cubata en la mano, bailando como si nadie la mirara. ¿Qué se cree? ¡Era imposible no mirarla! Estaba muy maquillada, como disfrazada de guerra, con los ojos resaltados en azul. Tenía un vestido de fiesta verde, el pelo recogido y el flequillo sobre la frente.

—Me has dicho que ibas a hablar con tus amigas... y no has ido a hablar con nadie. Visto así, podría parecer que no quieres charlar conmigo.

—Eres muy hábil. ¡Veo que captas las sutilezas al vuelo!

Me sentí tan estúpido, tan pisoteado en mi ego, como si hubieran hecho un "zapateao" sobre mí, y opté por retirarme a un lado y darme a la bebida. Aún más. Cayeron dos o tres cubatas después, no lo recuerdo con exactitud. Para entonces no sabía tampoco ni cuántos llevaba. El local daba mil vueltas a mi alrededor y yo trataba de conversar con alguien, aunque nadie me aguantaba demasiado rato. "¿Te he hablado alguna vez de Silvia? ¡Es una maltratadora! ¿Te he hablado de ella?", le dije a un total desconocido.

Sonó de fondo una canción de Mónica Naranjo y yo traté de bailarla con tanta pasión y con tan poco arte, que terminé por tirarle encima un cubata a una chica pelirroja que llevaba un vestido muy pequeño, pero que paradójicamente sí tenía un escote enorme.

—¡He hecho canasta!

Y lo siguiente que recuerdo, en realidad, fue un empujón. Un empujón fortísimo del novio de la chica pelirroja.

Serían las cuatro de la mañana cuando me acordé de Silvia, aunque tal vez no fuera la primera vez, y pensé que ella estaría acompañada. Seguramente Silvia sí llevara un vestido recatado. Recordé lo poco que le gustaba el frío y que siempre me pedía que la abrazara cuando la temperatura bajaba. Y yo salí de allí, caminando torcido, a punto de perder un zapato, el que llevaba un billete dentro, sin despedirme de nadie. Esa fue mi celebración de fin de año. ¡No tengo nada más que contar!. Es tan patético que hasta tuvo cierta gracia.

Bueno, sí. He mentido. Sí me despedí, por desgracia. Me acerqué a Noemí antes de irme: "Que tengas un buen año, ¡me alegro de que seamos amigos!". Ella me dio un golpe de aprobación en la espalda y me dijo algo que nunca podré olvidar.

De pronto, me vi dando tumbos por la ciudad y abrazando las farolas. Lamentablemente, me vino encima un chute de melancolía honda. La euforia, todo lo que antes me había hecho reír de forma descontrolada, se había apagado. Recordé a Silvia, y lo solo que me sentía. No tengo un buen trabajo. No me sentía especial. Y como la mayoría de la gente que se siente perdida, yo tampoco era capaz de mejorar mi vida sin ayuda. En palabras técnicas: estaba jodido.

VEINTIUNO

Con la conmoción de la noche, incapaz de encontrar un taxi, desorientado y confuso, me dispuse a andar. Cuando cruzaba el Puente de Los Remedios, me detuve en seco. Amanecía el día primero de 2010. Las calles estaban pringosas, como mis recuerdos. Y yo me esforzaba por nadar en línea recta. Porque llovía. Había mezclado ron y vodka. E iban siendo cada vez más difíciles de olvidar los ecos de la peor Nochevieja de mi vida. Me paré en seco, reitero, aunque eso sea una contradición si tenemos en cuenta que estaba lloviendo a botijos, que debería ser la versión andaluza de "llover a cántaros". Sevilla se veía preciosa con su iluminación navideña, que a mí me parecía ingrata y cruel.

Me sentía igual de mal que en el autobús, días antes, escuchando la canción de El Barrio... aunque esta vez sin amigos cerca. Llevaba encima una pena honda que no me la hubiera podido sacar de encima ni con un tratamiento completo de Flores de Bach. Con la mirada ida, a cuenta de la borrachera, me apoyé en la baranda del Puente y me visualicé tirándome desde arriba. Me planteé si eso supondría mi muerte o no. Nadar sé. No demasiado bien, pero sé. Sin embargo, quise creer que un golpe contra alguno de los objetos que hay en el fondo del Guadalquivir podría dejarme tieso.

Nunca he sido una persona depresiva ni solitaria, os lo juro. En ese momento, comprendí de golpe lo duro que es serlo. "¿Para qué vivir?", me dije. ¿A quién mierda le importaba que yo estuviera allí, en mitad de la noche, a punto de lanzarme desde lo alto del Puente de Los Remedios, solo y mojado? Silvia estaría ya con otro. ¡Y ni siquiera tenía derecho a sentirme molesto por eso! Mi vida se desmoronaba y yo requería de alguien que me tomara de la mano y que me dijera que todo iba a salir bien, aunque fuera mentira.

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