Mal de altura (18 page)

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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

BOOK: Mal de altura
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Terminada la expedición, Weathers fue entrevistado para el programa de televisión
Turning Point
. En un momento de la entrevista, que no fue incluido en la versión definitiva, el presentador Forrest Sawyer de ABC News le preguntó: «¿Qué le pareció que hubiera por allí un periodista?» Y Beck respondió:

Fue un motivo más de tensión. Me preocupaba la idea de que el tipo pudiera volver a casa y escribir algo que tal vez leerían un par de millones de personas. Quiero decir que ya tiene uno bastante con ir al Everest y hacer el ridículo delante de otros escaladores. Que alguien pueda retratarte en las páginas de una revista como si fueses una especie de bufón o de payaso afecta por fuerza al rendimiento personal, influye en tu propio esfuerzo. Me preocupaba que eso pudiera impulsar a algunos a forzar la máquina. Y los guías tampoco eran inmunes a esa influencia, porque, naturalmente, cuantas más personas consigan llevar a la cima, más se hablará de ellos, de su actuación.

A continuación Sawyer preguntaba: «¿Le pareció que la presencia de un periodista suponía una presión adicional para Rob Hall?» La respuesta de Beck fue:

No hay la menor duda. Él (Rob) se ganaba la vida así, y lo peor que le puede pasar a un guía es que uno de sus clientes tenga un accidente. [ … ] Dos años atrás hizo una temporada magnífica, todos sus clientes conquistaron la cumbre, lo cual es extraordinario, y estoy seguro de que Rob pensaba que nuestro grupo era lo bastante fuerte como para repetir esa gesta. […] 0 sea que sí existe cierta presión: quieres que te dejen bien la próxima vez que salgas en el telediario o en las revistas.

Era casi mediodía cuando llegué al campamento III: un trío de pequeñas tiendas amarillas, plantadas a medio camino de la vertiginosa cara del Lothse y apiñadas en una plataforma que nuestros sherpas habían excavado en el hielo. A mi llegada, Lhapka Chhiri y Arita seguían trabajando duro para instalar una cuarta tienda, así que me descolgué la mochila dispuesto a echarles una mano. Estábamos a 7.300 metros, y no había dado ni diez tajos con el piolet cuando tuve que descansar un minuto entero para recobrar el aliento. Ni que decir tiene que mi aportación fue insignificante, y completar la tarea nos llevó casi una hora.

Nuestro minicampamento, situado una treintena de metros más arriba de los otros grupos, ocupaba una posición espectacularmente desnuda. Habíamos porfiado durante semanas en el terreno acotado de un congosto; ahora, por primera vez desde el comienzo de la expedición, la vista se componía de cielo más que de tierra. Rebaños de algodonosos cúmulos corrían bajo el sol, dando al paisaje una voluble trama de sombra y de luz cegadora. Mientras esperaba la llegada de mis compañeros, me senté con los pies colgando sobre el abismo y contemplé los picos de 6.700 metros que un mes atrás se cernían sobre nosotros. El techo del mundo parecía estar, por fin, realmente cerca.

Aún nos separaba de la cima, envuelta ahora en un nimbo de nubes mecidas por el vendaval, un desnivel de mil quinientos metros. Pero si bien allá arriba los vientos superaban los ciento cincuenta kilómetros por hora, el aire apenas se movía en el campamento III, y a medida que transcurría la tarde empecé a sentirme atontado por la brutal radiación solar (al menos, esperaba que fuese el calor lo que me entortaba, y no un principio de edema cerebral).

El edema cerebral producido por las grandes altitudes es menos común que el edema pulmonar causado por el mismo motivo, pero puede ser aún más letal. El edema cerebral, que puede presentarse sin previo aviso, se produce cuando los vasos sanguíneos del cerebro, faltos de oxígeno, empiezan a rezumar y provocan una grave hinchazón cerebral. A medida que aumenta la presión en el cráneo, la habilidad mental y motriz se deteriora con alarmante rapidez —normalmente en el plazo de unas pocas horas—, y a menudo sin que la víctima note ningún cambio. El siguiente paso es el coma y luego, a menos que el afectado sea evacuado rápidamente a una altitud inferior, la muerte.

Aquella tarde estaba yo obsesionado con la enfermedad porque dos días atrás un cliente de Fischer, Dale Kruse, dentista de Colorado, había sufrido un principio de edema cerebral en el campamento III. Kruse, viejo amigo de Fischer, era un escalador fuerte y experimentado. El 26 de abril había subido del campo II al III, había preparado un poco de té para él y sus compañeros y se había metido en la tienda para dormir un rato. «Me dormí enseguida —recuerda Kruse—, y acabé durmiendo casi 24 horas, hasta las dos de la tarde del día siguiente. Cuando vinieron a despertarme, se percataron de que la cabeza no me funcionaba del todo bien, aunque yo no me daba cuenta de nada. Scott me dijo: “Hemos de bajarte ahora mismo”».

El mero hecho de vestirse se convirtió para Kruse en una peripecia. Se puso el arnés del revés, se lo ensartó por la bragueta del mono integral y ni siquiera se abrochó la hebilla. Fischer y Neal Beidleman advirtieron el desatino antes de que Kruse empezara el descenso. «Si hubiera intentado rapelar en aquellas condiciones —dice Beidleman—, se habría soltado del arnés al instante y habría caído al fondo de la cara del Lhotse».

«Me comportaba como si estuviera muy borracho —recuerda Kruse—. No podía andar sin tambalearme y era incapaz de pensar o articular palabra. Una sensación muy rara. Me venían palabras a la cabeza, pero no se me ocurría cómo articularlas. Scott y Neal tuvieron que vestirme y ponerme bien el arnés, y luego Scott me bajó por la cuerda fija». Una vez en el campo base, dice Kruse, «aún tardé tres o cuatro días en poder ir de mi tienda a la tienda comedor sin tropezar con todo».

La temperatura bajó más de cincuenta grados no bien el sol se hubo posado detrás del Pumori, y el frío me fue despejando las ideas: mi ansiedad respecto al edema cerebral resultaba ser infundada, al menos de momento. A la mañana siguiente, tras una infame noche de insomnio a 7.300 metros de altitud, bajamos al campo II. Un día después, el 1 de mayo, continuamos hasta el campamento base a fin de recuperar fuerzas para el asalto final.

Oficialmente, nuestra aclimatación había terminado y, para mi sorpresa, la estrategia de Hall parecía funcionar: después de tres semanas en la montaña, el aire del campamento base me pareció denso, rico y voluptuosamente saturado de oxígeno en comparación con la atmósfera brutalmente enrarecida de los campamentos II y III.

Sin embargo, no todo eran buenas noticias. Había perdido casi diez kilos de masa muscular, sobre todo en hombros, espalda y piernas, y tras quemar casi toda mi grasa subcutánea, era muchísimo más sensible al frío. Pero el peor problema era el pecho: la tos seca que había pillado en Lobuje se había agravado tanto que, durante un fuerte ataque en el campo III, se me había roto un cartílago intercostal. La tos había continuado como si nada, y cada convulsión era como una patada en las costillas.

Quien más quien menos, casi todos los escaladores estaban tocados; así eran las cosas en el Everest. En el plazo de cinco días los equipos de Hall y de Fischer íbamos a dejar el campamento base. Con la esperanza de atajar mi debilitamiento, decidí descansar al máximo, tragar ibuprofeno y meterme en el cuerpo tantas calorías como me fuera posible.

Desde el principio, Hall tenía pensado que el 10 de mayo sería el día en que intentaríamos conquistar la cima. «De las cuatro veces que he hecho cumbre —explicaba Hall— dos era un 10 de mayo. Como dirían los sherpas, el diez es mi día “propicio”». Pero había una razón más tangible para elegir esa fecha: el flujo y reflujo de los monzones hacía que el tiempo más favorable del año se diera, día más día menos, hacia el 10 de mayo.

Durante todo el mes de abril las corrientes atmosféricas habían estado vapuleando el Everest como una manguera de incendios, azotando su cima con vientos huracanados. Incluso en días de sol y absoluta calma en el campamento base, un inmenso estandarte de nieve ondeaba en la cumbre a merced del viento. Pero se esperaba que a primeros de mayo la aproximación del monzón desde la bahía de Bengala desplazara las corrientes hacia Tíbet. Si ese año era como otros anteriores, entre el cese del viento y la llegada de las lluvias monzónicas dispondríamos de un breve período de buen tiempo y cielo despejado, lo que haría posible atacar la cima.

Por desgracia, la pauta anual del clima no era secreto para nadie, y todas las expediciones tenían la vista puesta en ese breve período favorable. Para evitar un peligroso atasco en el extremo del pico, Hall organizó una conferencia con los jefes de las otras expediciones. Se decidió que Göran Kropp, un joven sueco que había ido en bicicleta desde Estocolmo hasta Nepal, hiciera el primer intento, en solitario, el día 3 de mayo. A continuación saldría un equipo de montenegrinos y el 8 o 9 de mayo le tocaría el turno a la expedición de IMAX.

Se acordó que el equipo de Hall compartiera fecha con el de Fischer: el 10 de mayo. El escalador noruego Petter Neby, tras salvarse de milagro de morir aplastado por una roca en la cara Suroeste, ya no estaba con nosotros: había dejado el campamento una mañana para regresar a Escandinavia. Un grupo guiado por los estadounidenses Todd Burleson y Pete Athans, así como la expedición comercial de Mal Duff y otro equipo comercial británico, prometieron no actuar el 10 de mayo. Los taiwaneses también. Ian Woodall, sin embargo, proclamó que los surafricanos escalarían la cumbre cuando les saliera de las narices, posiblemente el 10 de mayo, y al que no le gustase, que se fuera a hacer puñetas.

De una templanza normalmente a prueba de bomba, Hall montó en cólera cuando supo que Woodall se negaba a cooperar. «No quisiera cruzarme con esos excursionistas cuando estemos allí arriba», dijo, indignado.

CAMPAMENTO BASE
- 6 de mayo de 1996 -
5.400 metros

¿Hasta qué punto el atractivo del alpinismo no radica en su simplificación de las relaciones interpersonales, su reducción de la amistad a una mera interacción (como en la guerra), su sustitución del Otro (la montaña, el desafio) por la relación misma? Tras rara mística de aventura, resistencia, libre vagabundeo —necesarios antídotos contra las comodidades y la calidad de vida de nuestra cultura— puede haber una especie de negativa adolescente a tomarse en serio la vejez, la fragilidad ajena, la responsabilidad interpersonal, la debilidad en general, el lento y nada espectacular paso de la vida misma… Las estrellas del alpinismo […] se pueden emocionar hasta la sensiblería, pero sólo por algún mártir de la profesión que lo merezca. Una cierta frialdad, sorprendentemente similar en el tono, exudan los escritos de Buhl, John Harlin, Bonatti, Bonington y Haston; la frialdad de quien se sabe competente.

Quizá sea este el culmen de la escalada: llegar a un punto donde, en palabras de Haston, «si algo va mal, será una lucha a muerte. Si uno está bien preparado, sobrevive; si no, la naturaleza reclama su prenda».

David Roberts

«Patey Agonistes» Moments of Doubt

Partimos del campamento base el 6 de mayo a las 4:30. La cima del Everest, tres mil metros más arriba, me parecía tan remota que procuré limitar mis pensamientos al campamento II, que era el destino previsto para aquel día. Cuando el sol empezó a encender el glaciar, me encontraba ya a 6.100 metros de altitud, en la boca del Valle Occidental, contento de haber dejado atrás la Cascada de Hielo y de que sólo tuviera que atravesarla una vez más, en el descenso final.

El calor me había afectado mucho cada vez que había cruzado el valle, y en esta ocasión las cosas no fueron distintas. Escalando a la cabeza del grupo junto a Andy Harris, tuve que ponerme nieve constantemente debajo de la gorra y moverme todo lo rápido que me permitieran las piernas y los pulmones, ansioso por alcanzar la sombra de las tiendas antes de que la radiación solar acabara conmigo. A medida que transcurría la mañana y el sol pegaba más fuerte, empezó a dolerme mucho la cabeza. Tenía la lengua tan hinchada que me resultaba difícil respirar por la boca, y advertí que cada vez me costaba más pensar con claridad.

Andy y yo llegamos al campo II a las 10:30. Después de beber dos litros de Gatorade conseguí reanimarme un poco. «Al menos es un consuelo ir hacia la cima, ¿no?», me dijo Andy. Harris había tenido problemas intestinales durante casi toda la expedición y justo ahora empezaba a recuperar las fuerzas. Dotado de una gran paciencia, su misión solía consistir en acompañar a los clientes más lentos en la retaguardia, y le entusiasmaba que aquella mañana Rob hubiera decidido hacerle ir en cabeza. Como guía más joven del equipo, y el único que no había escalado nunca el Everest, Andy estaba ansioso por mostrar su valía al resto de sus avezados colegas. «Yo creo que vamos a vencer a este cabrón», me confió con una gran sonrisa, mirando hacia la cima.

Más tarde, Göran Kropp, el sueco de veintinueve años que escalaba en solitario, pasó por el campamento II camino del base. Parecía absolutamente agotado. El 16 de octubre de 1995, había partido de Estocolmo en una bicicleta hecha a medida y cargado con cien kilos de equipo, con la intención de hacer un viaje de ida y vuelta desde Estocolmo hasta el Everest sin ayuda de sherpas ni oxígeno adicional. Era un proyecto muy ambicioso, pero Kropp poseía la reputación necesaria para salir airoso del lance: había estado en otras seis expediciones al Himalaya y había escalado en solitario el Broad Peak, el Cho Oyu y el K2.

Durante el trayecto de trece mil kilómetros hasta Katmandú, Kropp fue asaltado por unos colegiales rumanos, y en Pakistán fue agredido por una turba. En Irán, un airado motorista le había golpeado en la cabeza con un bate de béisbol (por suerte llevaba el casco puesto). Sin embargo, el sueco había llegado intacto a las estribaciones del Everest a primeros de abril seguido de un equipo de filmación, y de inmediato había iniciado su período de aclimatación. Posteriormente, el miércoles 1 de mayo, había partido del campamento base en dirección a la cima.

La tarde del jueves, Kropp había establecido un campamento en el collado Sur, a 7.930 metros, para reemprender el camino en las primeras horas del día siguiente. En el campamento base todo el mundo estaba atento a sus radios en espera de tener noticias de su ascensión. Helen Wilton colgó un cartel en nuestra tienda comedor que rezaba: «¡Vamos, Göran, ya es tuyo!».

Por primera vez desde hacía meses la cumbre no estaba azotada por el viento, pero la nieve era allí muy espesa y avanzar resultaba lento y agotador. Kropp, sin embargo, fue ganando terreno por la nieve, y a eso de las dos de la tarde ya estaba a 8.750 metros, a un paso de la Antecima. Pero aunque la cumbre quedaba a unos sesenta minutos de camino, Kropp decidió dar marcha atrás, pues pensaba que si seguía subiendo estaría demasiado cansado para hacer un descenso sin problemas.

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