Mal de altura (19 page)

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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

BOOK: Mal de altura
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«Volverse estando tan cerca de la cima… —comentó Hall el 6 de mayo, meneando la cabeza, cuando Kropp pasó por el campamento II—. Eso demuestra lo sensato que es Göran. Estoy impresionado. De hecho, lo estoy más que si hubiera seguido adelante y coronado la cima». Rob nos había estado aleccionando acerca de la importancia de fijar una hora de regreso cuando intentáramos conquistar la cumbre —para nosotros, sería alrededor de la una de la tarde o, a más tardar, las dos—, y de atenerse a ella por más cerca que estuviéramos de hacer cima. «Con un poco de ganas, cualquier idiota puede subir esta montañita —decía Hall—. La gracia está en volver con vida».

Esa fachada de Hall escondía un intenso deseo de éxito, que él definía en términos muy simples como conseguir llevar hasta la cima al máximo número de clientes. Para asegurarse la victoria, Hall prestaba una gran atención a los detalles: la salud de los sherpas, la eficacia del sistema eléctrico por energía solar, el buen estado de los crampones de todo el equipo. Hall adoraba ser guía, y le dolía mucho que algunos escaladores famosos —incluido sir Edmund Hillary, pero no sólo él— no apreciaran las dificultades de este oficio ni lo valoraran como se merecía.

Rob decretó que el martes 7 de mayo sería día de descanso, de modo que nos levantamos tarde y pasarnos el tiempo sentados en el campamento, pensando con nerviosismo en el inminente ataque a la cima. Yo me entretuve con los crampones y luego intenté leer una novela de Carl Hiaasen, pero estaba tan obsesionado con la escalada que leía varias veces la misma frase sin conseguir que mi cerebro registrara las palabras.

Finalmente dejé el libro, saqué unas fotos de Doug posando con una bandera que los colegiales de Kent le habían pedido que subiera hasta el pico, y le sonsaqué para que me detallara las dificultades del último tramo, que él recordaba bien de su última ascensión. «Cuando llegues arriba —dijo, frunciendo el entrecejo—, te garantizo que te va a doler todo». Doug estaba entusiasmado con la idea de unirse a la ascensión, pese a que seguía teniendo molestias en la garganta y sus fuerzas parecían estar en huelga. Como él mismo dijo: «He invertido demasiado de mí mismo en esta montaña para abandonar ahora, sin dar todo lo que tengo».

Aquella tarde, Fischer pasó por nuestro campamento con los dientes apretados y caminando hacia sus tiendas a un paso insólitamente lento para él. Por lo general su actitud era tremendamente optimista; una de sus frases favoritas era: «Si te quedas sin fuelle, no vas a llegar a la cima, así que mientras estemos aquí lo mejor es que nos esforcemos en estar de buen rollo». Sin embargo, Scott no parecía estar «de buen rollo» en absoluto, sino nervioso y muy cansado.

Como había animado a sus clientes a subir y bajar de la montaña cada cual por su cuenta durante el período de aclimatación, Fischer acabó teniendo que hacer un buen número de excursiones imprevistas entre el campamento base y los campos de altura cada vez que algún cliente tenía problemas y necesitaba ayuda para descender. Ya había hecho viajes extra para asistir a Tim Madsen, Pete Schoening y Dale Kruse. Ahora, en vez de un día y medio de imprescindible descanso, Fischer había tenido que ir y volver apresuradamente del campo II al base para ayudar a su buen amigo Kruse, que por lo visto había recaído de su edema cerebral.

Fischer había llegado al campamento el día anterior a eso del mediodía, después de salir del base muy por delante de sus clientes. Había dado instrucciones a Anatoli Boukreev para que cerrase la marcha, no se alejara del grupo y vigilara un poco a todo el mundo, pero Boukreev hizo caso omiso: en vez de subir con el resto del equipo, se había levantado tarde, se había ducharlo y se había puesto en camino casi cinco horas después de que lo hiciera el último cliente. Así, cuando Kruse se vino abajo con una cefalea espantosa, Boukreev no estaba allí para ayudarlo, lo cual obligó a Fischer y Beidleman a bajar corriendo desde el campamento II para atender la urgencia tan pronto tuvieron noticia de ella por los escaladores que subían del Cwm Occidental.

Poco después de que Fischer alcanzara a Kruse e iniciara el complicado descenso hasta el campamento base, encontraron a Boukreev en lo alto de la Cascada de Hielo, ascendiendo en solitario, y el primero le reprendió por eludir sus responsabilidades de guía. «Ni te imaginas el rapapolvo que Scott le soltó a Toli —recuerda Kruse—. Quiso saber por qué iba tan rezagado, por qué no estaba escalando con el resto del equipo».

Según Kruse y otros clientes de su expedición, la tensión entre Fischer y Boukreev había ido en aumento a lo largo de las semanas. Fischer pagaba a Boukreev 25.000 dólares, una cantidad más que generosa para un guía en el Everest. La mayoría cobraba entre 10.000 y 15.000 dólares; los mejores sherpas sólo percibían de 1.400 a 2.500 dólares), y Boukreev no había estado a la altura de su sueldo. «Toli era un escalador muy fuerte y técnicamente muy bueno —explica Kruse—, pero poco sociable. Nunca pensaba en los demás. Sencillamente no sabía trabajar en equipo. Yo le había dicho a Scott que no quería subir los últimos tramos con Toli, porque dudaba de poder contar con él si la cosa se torcía».

El problema era que Boukreev tenía una idea de sus responsabilidades que difería sustancialmente de la de Fischer. Como ruso que era, Boukreev venía de una orgullosa y tenaz cultura montañera que no creía en eso de mimar a los más débiles. En la Europa del Este los guías estaban más adiestrados para actuar como sherpas —acarrear pesos, fijar cuerdas, establecer rutas— que como celadores. Alto, rubio y de bellas facciones eslavas, Boukreev era uno de los más dotados escaladores del mundo, con veinte años de experiencia en el Himalaya y dos ascensiones al Everest sin oxígeno adicional. En el curso de tan distinguida carrera había formulado unas cuantas opiniones, poco ortodoxas pero recalcitrantes, acerca de cómo había que escalar. Afirmaba sin contemplaciones que era un error que los guías protegieran a sus clientes en exceso. «Si el cliente no puede escalar el Everest sin la ayuda del guía en todo momento —me dijo Boukreev—, es que no debería estar en la montaña. Luego vienen los problemas en el último tramo».

Pero la negativa o la incapacidad de Boukreev para desempeñar el papel de un guía según la tradición occidental exasperaba a Fischer. Eso obligó a él y a Beidleman a asumir una parte desproporcionada del trabajo de vigilancia, y a primeros de mayo semejante esfuerzo extra había infligido un daño irreparable a la salud de Fischer.

La tarde del 6 de mayo, a su llegada al campamento base con Kruse enfermo, Fischer hizo dos llamadas vía satélite a Seattle para quejarse de la intransigencia de Boukreev a su socia, Karen Dickinson, y a su publicista, Jane Bromet
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. Ninguna de las dos imaginaba que aquéllas serían las últimas conversaciones que mantendrían con Scott.

El 8 de mayo los equipos de Hall y Fischer partieron del campamento II e iniciaron la dura ascensión por las cuerdas fijas de la cara del Lhotse. Seiscientos metros más arriba del valle, a punto de llegar al campo III, un canto rodado del tamaño de un televisor portátil rodó y dio de lleno en el pecho de Andy Harris.

El golpe le hizo perder el equilibrio, le cortó la respiración y lo dejó colgando de la cuerda, en estado de shock, durante unos minutos. Si no hubiera estado sujeto al jumar, habría caído sin remisión.

Al llegar a las tiendas,
Andy
aseguró que no estaba herido. «Puede que por la mañana vaya un poquito envarado —insistía—, pero me parece que ese pedrusco no me ha hecho más que unos cardenales». Justo antes del golpe estaba inclinado hacia delante, con la cabeza gacha; justo antes del golpe había mirado casualmente hacia arriba, así que la piedra le rozó apenas la barbilla y luego le dio en el pecho, pero por muy poco no le había aplastado el cráneo. «Si esa piedra me llega a caer en la cabeza…» especulaba Andy con una mueca mientras se descolgaba la mochila.

Como el campamento III era el único en toda la montaña que no compartíamos con los sherpas (el saliente era demasiado pequeño para dar cabida a tiendas para todos), teníamos que ocuparnos de cocinar, lo que consistía básicamente en derretir prodigiosas cantidades de hielo para obtener agua potable. Debido a la fuerte deshidratación, inevitable efecto secundario de respirar mal en un aire tan enrarecido, cada uno de nosotros consumía más de cuatro litros diarios. Necesitábamos, por consiguiente, producir unos cincuenta litros de agua para satisfacer las necesidades de ocho clientes y tres guías.

Como el 8 de mayo fui el primero en llegar a las tiendas, me tocó cortar el hielo. Durante tres horas, mientras mis compañeros iban llegando y se acomodaban en sus sacos de dormir, yo me quedé fuera picando hielo con mi pala y mi piolet, llenando bolsa tras bolsa de basura y distribuyendo los trozos de hielo para que los fundieran en las tiendas. A 7.300 metros de altitud, es un trabajo agotador. Cada vez que un compañero me gritaba: «¡Eh, Jon!, ¿sigues ahí fuera?; nos vendría bien un poco más de hielo!» me hacía cargo de lo que debía de ser para los sherpas trabajar para nosotros y de lo poco que apreciábamos su colaboración.

A media tarde, cuando el sol fue colándose tras el ondulado horizonte y la temperatura empezó a caer en picado, todos estábamos en el campamento, salvo Lou Kasischke, Frank Fischbeck y Rob, que se había ofrecido a hacer de coche escoba y subía en último lugar. A eso de las 16:30 el guía Mike Groom recibió una llamada de Rob por el walkie-talkie: Lou y Frank estaban sesenta metros por debajo de las tiendas y moviéndose muy despacio; le pedía a Mike que bajara a ayudar. Groom se puso de inmediato los crampones y desapareció por la cuerda fija sin chistar.

Tardó casi una hora en reaparecer, a la cabeza de los otros. Lou, tan cansado que había dejado que Rob le llevara la mochila, llegó al campamento tambaleante, pálido y muy turbado, murmurando: «Estoy acabado. Ya no tengo gas». Frank apareció minutos después con peor aspecto todavía que Lou, aunque no quiso darle su mochila a Mike. Fue un duro golpe verlos así —ambos habían escalado bien últimamente—. El aparente deterioro de Frank me impresionó de manera especial: yo había supuesto desde un principio que Frank —que ya había visitado tres veces la montaña y parecía fuerte y experto— era uno de los primeros candidatos de nuestra expedición a conquistar la cima.

Al caer la noche sobre el campamento, los guías nos pasaron botellas de oxígeno, reguladores y mascarillas: durante el resto de la ascensión respiraríamos aire comprimido.

Depender del oxígeno embotellado para realizar la ascensión es una práctica que ha levantado la más acalorada polémica desde que en 1921 los británicos llevaron aparatos experimentales de oxígeno al Everest. (Los escépticos sherpas bautizaron rápidamente aquellas bombonas pesadísimas con el nombre de
aire inglés
.) El primer y más acerado crítico de las botellas de oxígeno fue George Leigh Mallory, quien decía que su uso era «antideportivo y, por tanto, antibritánico». Pero pronto quedó claro que por encima de los 7.600 metros, en la llamada Zona de la Muerte, sin oxígeno adicional el cuerpo es muchísimo más vulnerable a los edemas pulmonar y cerebral, la hipotermia, las congelaciones y toda una serie de peligros mortales. En 1924, a su regreso de la tercera expedición al Everest, Mallory ya se había convencido de que nadie podría alcanzar la cima sin oxígeno adicional, y se resignó a utilizarlo él también.

Experimentos realizados en cámaras de descompresión habían demostrado que un ser humano sacado bruscamente del nivel del mar y puesto en la cima del Everest, donde el aire sólo contiene un tercio del oxígeno, perdería el conocimiento en cuestión de minutos y moriría poco después. Pero algunos alpinistas idealistas continuaban insistiendo en que un atleta fuera de serie y con especiales atributos fisiológicos podría, tras un extenso período de aclimatación, escalar el pico sin recurrir a la botella de oxígeno. Llevando este razonamiento a sus últimas consecuencias, los puristas aducían que utilizar mascarilla era una estafa.

En los años setenta, el prestigioso alpinista tirolés Reinhold Messner se erigió en principal defensor de la escalada sin oxígeno, declarando que o subía el Everest «sin trucos» o no subía. Poco después él y su compañero de muchos años, el austríaco Peter Habeler, asombraron al alpinismo mundial haciendo buena su bravata: a la una de la tarde del 8 de mayo de 1978, ascendieron por la ruta del collado Sur y la arista Suroeste sin emplear oxígeno adicional. En muchos círculos de escaladores se consideró ésta la primera ascensión real al Everest.

La proeza de Messner y Habeler no fue, sin embargo, recibida con elogios en todas partes, especialmente entre los sherpas. La mayoría de ellos se negaba a creer que unos occidentales fueran capaces de lograr algo que ni siquiera los sherpas más fuertes habían conseguido. Se especulaba con que Messner y Habeler habrían inhalado oxígeno de unas pequeñas bombonas escondidas entre la ropa. Tenzing Norgay y otros sherpas eminentes firmaron una instancia exigiendo que el gobierno de Nepal pusiera en marcha una investigación sobre la presunta ascensión.

Pero las pruebas que confirmaban aquella escalada fueron irrefutables. Es más, dos años después Messner silenció a todos los incrédulos viajando a la cara tibetana del Everest y realizando otra ascensión sin oxígeno, esta vez en solitario y sin ayuda de sherpas ni de nadie. Cuando llegó a la cima a las 15:00 del 20 de agosto de 1980, en medio de espesas nubes y una intensa nevada, Messner dice que «tenía dolores horribles que no me dejaban en paz; en mi vida había estado tan cansado». En
Everest, en solitario
, su libro sobre esta ascensión, describe cómo luchó para subir los metros finales hasta la cumbre:

Cuando descanso me siento totalmente exánime, salvo que la garganta me arde cuando respiro. […] Casi no puedo continuar. No hay desesperación ni alegría ni ansiedad. No es que haya perdido el dominio de mis sensaciones, es que ya no son tales. Cuento únicamente con la fuerza de voluntad. Cada pocos metros también ésta se desinfla en el cansancio infinito. Luego ya no pienso. Me dejo caer, permanezco tumbado. Durante no sé cuánto tiempo mi indecisión es extrema. Después avanzo unos pasos más.

A su regreso a la civilización, Messner fue saludado como el más grande alpinista de todos los tiempos.

Visto que la ascensión al Everest era posible sin oxígeno adicional, un elenco de escaladores ambiciosos convino en que por fuerza había que hacerlo así. De allí que si uno aspiraba a entrar en la élite del Himalaya estuviese obligado a prescindir de las botellas de oxigeno. En 1996 habían ascendido sin oxígeno una sesentena de alpinistas —hombres y mujeres—, de los cuales cinco no vivieron para contarlo.

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