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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (46 page)

BOOK: Malditos
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—Así es —dijo con voz distante.

Lucas contemplada el rostro durmiente de Helena con una sonrisa de plena satisfacción.

—¿Por qué nos empeñamos en alejarnos el uno del otro? —se preguntó Helena en voz alta; le costaba mantener los ojos abiertos—. Juntos, somos perfectos.

—Lo somos —musitó. De repente, a Lucas le sobrevino un escalofrío—. Cada vez hace más frío, como si la temperatura descendiera en picado.

—Aquí dentro siempre hace tanto frío… —protestó haciendo pucheros mientras apartaba los cristales de hielo que se habían formado sobre la manta—. ¿Por qué no te metes debajo del cubrecama y me das un poco de calor?

—De acuerdo —aceptó Lucas.

El joven frunció el ceño, como si una vocecita le dijera que meterse en la cama con Helena no era buena idea. Pero decidió desoír esa voz interior y se deslizó junto a Helena, arrimándola contra su pecho. Ella trató de darse la vuelta y besarle, pero se lo impidió.

—Estás cansada. Duérmete, Helena —ordenó castañeteando los dientes.

Se sentía más que cansada, agotada. De hecho, estaba medio dormida. Por mucho que ansiara disfrutar de la compañía de Lucas, los ojos se le cerraban solos. El mundo empezó a difuminarse ante ella y, al cabo una décima de segundo, apareció en el Submundo.

«¿No tenía que reunirme con alguien? —pensó—. ¡Ah, sí! Orión…»

Capítulo 15

Automedonte se arrastraba por el fondo del océano como una araña, tratando de avanzar lo más rápido posible para seguirle el ritmo al tercer heredero. Bajo el agua era rápido, de hecho el más veloz que jamás había visto, y seguir su camino era lo único que podía hacer para no perderle de vista. Tenía su esencia, de modo que podría rastrearlo hasta los confines de la Tierra, pero bajo la superficie marina su olor se desvanecía en un instante. No podía permitirse el lujo de que Orión huyera.

Debía encontrar el portal que el vástago usaba para llevar a cabo la misión que le había encomendado su amo y señor, por muy caprichoso que le pareciera al esbirro. Su maestro parecía tener debilidad por situaciones que, a su parecer, eran «poéticas». A juzgar por lo que había escuchado en la cafetería, mientras los herederos prometían con valentía cumplir con su misión o morir (eso era cuestión de tiempo, en opinión de Automedonte), el joven príncipe estaba de camino.

Eran tan jóvenes, tan confiados e inocentes que ni se molestaron en mantener en secreto la conversación sobre su encuentro con las furias. Ni tan siquiera comprobaron si había alguien escuchando a hurtadillas. El Rostro mostró un carácter sincero e ingenuo, nada que ver con la astucia de su madre. Esa era capaz de cambiar su aspecto, alterar su esencia y trastornar la realidad ante el primer signo de peligro. Era imposible seguir el rastro a Dafne, y mucho menos ahora que había adoptado a Héctor como aprendiz. Por lo visto, tenerlo a su lado agudizaba sus sentidos, como una tigresa con sus cachorros.

El nuevo Héctor era formidable y, por primera vez en trescientos cincuenta años, Automedonte no se burló al conocer al vástago que llevaba el nombre del gran guerrero. Era el único que merecía ese nombre aunque todavía le quedaba mucho que aprender.

El príncipe tampoco era un vástago al que no tener en cuenta. Y el amante.

En fin. Al igual que el señor de los muertos, gozaba de los encantos de la diosa Nix y, precisamente por eso, blandía una magia más ancestral que los dioses, más antigua que los titanes. Ese era un ser peligroso. Cuanto más pensaba en esa cosecha de héroes, más se convencía de que su maestro terna razón. Tenían que fulminar a toda esa generación antes de que alcanzara su potencial máximo. Ninguno de sus antecesores se parecía a ellos, ni siquiera el Rostro.

Ella era, con diferencia, la más poderosa de todos. Esa nueva Helena había utilizado una ínfima parte de todo su potencial sobre él hacía cuestión de segundos, y le había parecido una maravilla de agonía, un verdadero renacer para el esbirro. Tenía la esperanza de volver a experimentar esa sensación muy pronto.

Corrió con todas sus fuerzas hacia la playa de arena de Massachussetts, ya en tierra firme, o, mejor dicho, el lugar donde los europeos construyeron su asentamiento para iniciar su invasión. Justo allí distinguió la esencia de Orión y, casi de forma simultánea, la perdió de nuevo. La estela del vástago no continuaba. Automedonte trató de mantener la calma, pero sin dejar de husmear.

Ese no podía volar, ¿verdad? Pegó un buen salto y, tras unos momentos de desconcierto, al fin logró percibir huellas del joven príncipe en la brisa marina. Trató de alargar el salto el máximo tiempo posible y, de pronto, el esbirro descubrió que el rastro de Orión esbozaba un amplio arco que, al final, conducía de nuevo al suelo del planeta.

Orión había brincado hacia lo más alto en cuanto rozó la arena de la playa.

La única razón que podía impulsarle a hacerlo era que alguien le estuviera pisando los talones. «Muy listo —pensó Automedonte, impresionado—. Es obvio que le han perseguido en otras ocasiones. Pero jamás yo.»

De nuevo sobre tierra firme, a Automedonte le costó una barbaridad mantener el ritmo de Orión, pero al menos el rastro de su aroma era más fácil de seguir que debajo del agua. El joven príncipe intentó varias veces volver sobre sus pasos para confundir a quien fuera que quisiera darle caza. Sin duda, los esbirros eran mucho mejores rastreadores que cualquier perro.

El joven príncipe guio a Automedonte hasta el interior de una cueva oscura. El esbirro no tuvo más remedio que quedarse rezagado para evitar que Orión oyera sus pasos entre los pasadizos. La penumbra no le preocupaba en absoluto, tan solo tenía que encargarse de seguir el rastro químico que el príncipe dejaba en el suelo.

De repente sucedió algo muy extraño: la temperatura empezó a bajar en picado, lo que indicaba que había un portal cerca de allí. Automedonte se acercó a Orión y se mantuvo quieto como una estatua, llamando en silencio a su maestro con una oración ancestral. De inmediato, empezó a oír una bandada de buitres dentro de su cabeza; su maestro había escuchado su plegaria.

El heredero abrió el portal y se sumergió en el mundo de los muertos. En la fracción de segundo en que la grieta permaneció abierta, Automedonte se arrojó hacia el portal y empujó también a su maestro hacia la zona neutral.

Helena aterrizó junto a Orión con un ruido sordo. Ambos deambularon por una playa que parecía infinita, pues no lograban avistar el mar ni la tierra en ninguna dirección. Helena miró a su alrededor con la esperanza de hallar alguna pista que la orientara, que le indicara qué hacer después.

Cada dos por tres pensaba en un río. Estaba un poco desconcertada porque no tenía ni idea de qué hacía allí, paseando por una playa desierta junto a un desconocido y, aparentemente, sin nadie más a un kilómetro a la redonda. Lucas era el único que merodeaba por playas desiertas con ella. Era su «lugar secreto».

¿Estaba engañando a Lucas con otro?

¡Imposible! Ni siquiera un tipo tan atractivo como el que la acompañaba (su nombre había desaparecido misteriosamente de su memoria, aunque creía conocerle) podía despertarle los mismos sentimientos que Lucas.

Aunque, a decir verdad, en aquel preciso instante tampoco lograba recordar muy bien qué sentimientos despertaba Lucas en ella, porque, de hecho, apenas conseguía recrear su rostro en la cabeza.

¿Y dónde diablos estaba el sol, o la luna, o las estrellas? ¿No se suponía que algo debía brillar en el cielo?

—Creo que alguien me ha seguido, pero mucho me temo que no ha logrado cruzar el portal —informó su hermoso acompañante—. No pude verle muy bien, pero, sea quien sea ese tipo, da bastante miedo.

«Estoy en el Submundo —recordó Helena justo antes de perder el control— . Y estoy aquí porque tengo algo muy importante que hacer.»

—Hola —saludó un tanto insegura.

—Hola —respondió Tío Bueno con inquietud—. ¿Helena? ¿Qué ocurre?

—No sé qué hago aquí contigo —dijo con toda sinceridad y más aliviada porque al menos la había reconocido y la había llamado por su nombre—. Pero tú sí lo sabes, ¿verdad?

—Sí, claro —dijo Tío Bueno, un poco ofendido—. Estamos aquí para…

—¡No lo digas! —interrumpió Helena tapándole la boca con la mano, para impedirle que dijera una palabra más—. Tenemos que separar las emociones, o algo así. Creo que ya sé dónde vamos, pero tú tienes que acordarte de lo que debemos hacer una vez que lleguemos allí o, de lo contrario, jamás conseguiré lo que se supone que debo conseguir. Creo que eso fue lo que dijo Lucas.

—De acuerdo, puedo hacerlo. Pero ¿por qué te comportas de esa forma tan rara? ¿Te ha pasado algo malo? Por favor, cuéntamelo… —rogó Tío Bueno—. ¿Estás herida?

—¡No consigo acordarme! —respondió Helena con una sonrisa.

Su risa dejaba entrever imprudencia a la par que profunda preocupación.

Aquel joven se mostraba muy atento con ella, y a Helena le pareció muy dulce por su parte.

—Todo va a salir bien. Tú ocúpate de recordar tu parte, pero no me digas de qué se trata, y yo ya me encargaré de lo otro. Ya sabes, de esa cosa que se supone que debo hacer porque este es mi pequeño cometido en la vida.

—¿Porque eres la Descendiente? —adivinó.

—¡Eso es! —exclamó Helena con el entusiasmo de un niño pequeño—. Pero ¿qué es exactamente eso que solo yo soy capaz de hacer?

—Puedes hacernos aparecer como por arte de magia a orillas del río que necesitamos tan solo diciendo el nombre en voz alta —explicó con cautela.

—¡Muy bien!

Siguiendo su instinto, Helena abrazó a Tío Bueno por el cuello, pero luego no supo qué hacer. Apartó la mirada de los carnosos y atractivos labios del joven para no distraerse y, de repente, vio delante de sus propios ojos las palabras «Leteo» y «furias» escritas sobre el antebrazo. Se le antojó seguir adelante. Pensó, qué diablos, que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de que eso saliera bien.

—Quiero que aparezcamos mágicamente a orillas del río… ¿Leteo?

En un abrir y cerrar de ojos, se encontró junto a las aguas de un río que fluía por un páramo baldío e inhóspito. Ante ella, un tipo asombrosamente guapo. Tenía los brazos alrededor de su fornido cuello y posaba las manos sobre sus caderas. Sin embargo, no lograba acordarse de cómo habían llegado hasta allí.

—Eres tan hermoso —dijo. No encontraba motivos para no decírselo.

—Tú también —contestó él algo sorprendido—. Por alguna razón, presiento que te conozco, pero no consigo acordarme de dónde nos conocimos.

¿Alguna vez has estado en Suecia?

—¡No lo sé! —gritó Helena desternillándose de la risa—. Puede que sí.

—No, no es de eso —dijo frunciendo el ceño—. Tenemos que hacer algo. ¡El agua! —exclamó soltando a la chica para quitarse la mochila de los hombros.

Helena sabía que había visto ese gesto antes, pero, por mucho que intentaba hacer memoria, no le venía a la cabeza el nombre de aquel chico.

—Me da la sensación de que estoy sufriendo el caso más extraño de
déjà vu
de la historia —comentó Helena, ansiosa—. Es como si te conociera de antes.

—Me conoces. Simplemente no puedes acordarte, porque de eso se trata.

De olvidar —dijo con voz preocupada y áspera mientras sacaba las tres cantimploras de la mochila—. Mira, Helena, si esta idea tuya no fuera tan aterradora, te puedo asegurar que estaría felicitándote y asegurando que es la más brillante que jamás he oído. Soy Orión, y tú eres Helena, y estamos aquí para recoger un poco de esta agua tan especial para llevársela a las tres hermanas, que están muy sedientas.

—No sé por qué, pero creo que tienes toda la razón. Espera —dijo. Alargó el brazo y mantuvo extendida la mano hasta que Orión cedió a darle las cantimploras—. Me da la impresión de que debo hacerlo yo.

—Es verdad, esta tarea te pertenece. Ahora viene mi parte —anunció apretando la mandíbula, concentrado—. Solo tengo que recordar cuál es.

Helena contempló las aguas turbias del río con recelo. Unos pececillos pálidos nadaban bajo la superficie chocando los unos con los otros, como fantasmas patosos. No parecían lo bastante listos como para tenerle miedo. Helena estaba convencida de que podía sumergir la mano en el río y pescar cualquiera de ellos en un santiamén, pero aborrecía la idea de tocar aquel agua.

Sabía que tenía que llenar las cantimploras, pero no podía imaginarse que alguien estuviera dispuesto a beber de esa agua, por mucha sed que tuviera. Sujetando las cantimploras por las asas, Helena las hundió en las aguas del río. Tío Bueno extendió una mano para coger una de las cantimploras y ayudarla a enroscar los tapones, pero Helena se negó en rotundo y las apartó de su alcance.

—¡No la toques! ¡No toques el agua! —chilló cuando una gota estuvo a punto de rozarle la mano. Al ver la cara de asombro de su compañero no pudo evitar sentirse un poco estúpida por el arrebato que acababa de tener—. Perdón. Es que no me parece muy higiénico —añadió con un tono más reservado.

—Tenemos que viajar, Helena —trató de razonar—. Es mejor que cerremos bien las cantimploras.

—Yo me encargo.

Enroscó los tapones de cada cantimplora y después las guardó en la mochila que el muchacho mantenía abierta. Helena se secó una gota de agua que había quedado entre los dedos con la manga mientras el joven cerraba con cremallera la mochila y se la ponía sobre los hombros. Acto seguido, como si fuera algo de lo más normal. Tío Bueno colocó sus manos sobre las caderas de Helena, que se ruborizó.

Era increíblemente guapo y atractivo, pero, aun así, ¿no debería al menos presentarse primero?

—Lo siento, pero ¿quién eres? —preguntó con desconfianza.

—Orión —respondió, como si no le sorprendiera que tuviera que presentarse y, justo entonces, su mirada so tomó triste e intensa—. Una pregunta rápida: ¿sabes quién eres?

La chica se quedó callada, asustada.

—Qué raro —dijo—. Creo que he olvidado mi nombre.

—Claire, ayuda a Kate —ordenó Matt cambiando de postura a Jerry para cargar con más peso—. Tiene problemas.

La chica obedeció sin rechistar y cogió una de las piernas de Jerry para equilibrar más el peso. El coche de Claire estaba más lejos de lo que Matt recordaba. Con un poco de suerte, seguiría aparcado en el mismo lugar donde lo habían dejado. Confiaba en que nadie lo hubiera incendiado y en que no hubieran rajado los neumáticos. Si, por alguna desgracia, no podían utilizarlo, Matt tendría que cargar con Jerry hasta la cafetería él solito. Kate y Claire estaban al borde de desfallecer y los mellizos estaban tan agotados que apenas podían mantenerse en pie.

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