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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (50 page)

BOOK: Malditos
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—¿Qué ocurre? —preguntó Helena.

—Jasón dijo que Jerry se había perdido allí abajo. Aseguró que todo esto tendría que haber acabado incluso antes de entrar en el coche y venir hasta aquí —informó Claire manteniendo la calma.

De repente, Kate se levantó de un brinco, incapaz de contenerse.

—Pero un horrible dios interfirió. Sin duda habrá guiado el espíritu de Jerry en la dirección equivocada mientras nosotros le trasladábamos al coche —farfulló Kate con voz temblorosa—. Y ahora los mellizos no le encuentran.

—Morfeo se reunió con Ariadna en la frontera de su reino para comunicarle que Ares había despistado a tu padre —dijo Claire entre murmullos, buscando a Kate con la mirada para que corroborara su versión.

—Helena, ¿por qué el dios de la guerra está intentando matar a tu padre? —preguntó Kate, que estaba al borde de la histeria.

Era una mujer pragmática, poco acostumbrada a los arrebatos emocionales, y todavía estaba asimilando que todo lo que ella había aprendido como mitos griegos y leyendas eran una realidad. Helena la cogió de la mano y la apretó con fuerza.

—Tendría que habértelo contado —dijo, incapaz de mirarla a los ojos—. Pensé que, si os mantenía apartados de todo esto, os protegería. Creí que mi padre y tú podríais seguir con vuestra vida si no os enterabais de nada.

Sé que ahora, al decirlo en voz alta, suena estúpido, pero de verdad que pensaba que podría funcionar, y lo lamento mucho. Ares está tratando de llegar a mí. No sé por qué lo hace, pero está utilizando a mi padre como cebo.

—De acuerdo —respondió Kate, secándose una lágrima—. ¿Y qué podemos hacer al respecto? ¿Cómo podemos salvar a Jerry?

—No hables en plural —susurró Helena, que en ese instante recordó la advertencia de Morfeo. El dios de los sueños le había confesado que Ares soñaba con hacerle daño—. Habla en singular. Ares me quiere a mí.

—Y estás dispuesta a ir corriendo allí abajo para enfrentarte a él, ¿me equivoco? —preguntó Casandra desde el umbral de la puerta. Helena se volvió un poco sobresaltada y encontró a la pequeña de brazos cruzados, enfadada—. ¿Incluso a sabiendas de que probablemente sea una trampa?

—Sí. Y tengo que ir ahora mismo.

—Lennie, es la decisión más absurda que jamás has tomado —espetó Claire con cara de incredulidad—. Hasta Matt es mucho mejor luchador que tú y ni siquiera es un vástago. ¿Y piensas enfrentarte a Ares sola?

—Sí —respondió Helena, impávida ante la expresión de asombro de todas las demás—. Yo soy la Descendiente. Puedo controlar el Submundo, a diferencia de Ares. No sé lo que dice sobre mí, pero yo tengo poder sobre ese lugar. En el mundo real no tendría ni la más mínima oportunidad de vencerle, sin duda. Pero creo que en el Submundo podré derrotarle, o al menos dejarle lo bastante malherido para traer a mi padre de vuelta. Lo sé, lo presiento.

La chica se dirigió hada la cama de Lucas y deslizó las sábanas.

—Helena. Tu padre no querría que pusieras tu vida en peligro para salvar la suya —murmuró Claire colocando una mano sobre el hombro de su amiga.

No recordaba la última vez que Claire la había llamado por su nombre completo. Las tres estaban decididas a detenerla, lo cual les resultaba muy fácil. A menos que convenciera a Claire, Casandra y Kate, ninguna dejaría que se durmiera.

—Sé que mi padre no querría esto, pero… ¡mala suerte! —soltó al fin la joven, tratando de controlar el tono de voz—. Jerry morirá si no le alejo de la influencia de Ares, y, si los mellizos se quedan mucho más tiempo vagando por esa tierra desierta, también fallecerán. Sabes que tengo razón, Claire. Tú misma lo viviste. Sabes que cada segundo en la frontera de las tierras sombrías dura una eternidad.

Claire bajó la mirada con pesar. Conocía aquella sensación: su mero recuerdo todavía la atemorizaba.

—Por favor, espera a que Orión te acompañe —rogó Casandra antes de cruzar la habitación y subirse a la cama de su hermano mayor.

—No puedo. Orión tarda media hora en llegar al portal, que está en el fondo de una cueva en tierra firme. En el Submundo, el tiempo avanza de otro modo, pero el espíritu de mi padre todavía no merodea por el Infierno.

El tiempo no se ha detenido para él y los mellizos, sino que ha extendido.

Cada segundo que pierdo aquí arriba equivale a días y días allí abajo. Ni Jasón, ni Ari, ni mi padre aguantarán media hora más en ese desierto.

Tengo que irme ahora mismo.

Kate, Claire y Casandra se miraron con aire triste. Las tres sabían que Helena no se equivocaba.

—Ojalá pudiera decirte que todo va a salir bien, pero hace días que no consigo ver tu futuro. Lo siento mucho —se disculpó la pequeña Casandra, que enseguida se inclinó sobre Helena para darle un beso en la mejilla—. Buena suerte, prima —susurró con ternura, agarrada con firmeza al cuello de Helena.

Helena arrastró a Kate y a Claire hacia ese gigantesco abrazo.

—Es mejor que os marchéis y cerréis la puerta —concluyó soltando a las tres—. En cuestión de segundos esto parecerá el Polo Norte.

El oráculo andaba cerca. Y eso suponía un problema. Sus queridas amigas mortales podían perecer, puesto que eso no alteraría el plan de los Doce, pero el oráculo era una pieza tan importante como la misma Helena y, por desgracia, mucho más frágil.

Los verdaderos oráculos, aquellos que eran lo bastante fuertes como para soportar el terrible peso del futuro, eran pocos y muy valiosos. Sin embargo, aunque los dioses dependían de los destinos igual que los humanos, jamás habían tenido un oráculo propio. Obtener uno siempre había sido una de las prioridades más importantes. Y esta Casandra en especial era la favorita de Apolo. Llevaba esperándola milenios.

Al escuchar a hurtadillas la conversación entre la princesa y el oráculo, entendió que Helena había mordido el anzuelo. Por muy peligroso que resultara, seguiría a su padre hasta las tierras sombrías, tal y como su maestro había vaticinado.

Automedonte tenía una pequeña oportunidad. Solo podía actuar después de que Helena creara un portal, pero justo antes de descender. Si no lo hacía entonces, el colgante que la princesa siempre llevaba alrededor del cuello la protegería de cualquier daño. Peor aún, la joven podía desbaratar todo su plan utilizando sus relámpagos y arrojarlo por los aires. Solo era vulnerable durante un segundo. El frío del vacío era la señal, esa fracción de segundo que tenía para actuar.

Dando vueltas por las afueras de la mansión, olisqueó el aire en busca de la esencia de alguno de sus protectores. Por suerte, estaban entretenidos en el centro del pueblo. Automedonte escuchó a la heredera, princesa de la leyenda, despedir a sus siervas con un emotivo abrazo. Percibió como se relajaba para deslizarse hacia un profundo sueño, ese estado mental a partir del cual conjuraba el portal. Por fin había llegado el momento.

Automedonte dio un salto hacia delante y derribó la puerta principal de la casa. Echó a correr por la casa y subió las escaleras como un animal, apoyándose en las cuatro extremidades. La madre mortal alzó la mano para echar la maldición de Hestia sobre él, pero era demasiado lenta.

Brincó por encima del valioso oráculo para no hacerle ningún daño, pero no tuvo la misma delicadeza con las dos preciosas pero inútiles siervas.

Destrozó la puerta del amante en mil astillas, se arrojó sobre la cama y sostuvo la cabeza dormida de la princesa en su mano derecha en el instante anterior a descender, en el instante en el que era más vulnerable.

Ella abrió sus maravillosos ojos color ámbar, sobresaltada. Por debajo de la manga de su brazo izquierdo, Automedonte deslizó una fina aguja que enseguida clavó en la garganta de Helena. A medida que el veneno se extendía por la sangre, la princesa empezó a agitarse. El esbirro oyó gritos procedentes del pasillo y del pie de la escalera, pero el ruido le resultaba intrascendente. Tenía su premio, y no había nadie en aquella casa lo bastante poderoso como para arrebatárselo.

De repente, la princesa se quedó quieta. Automedonte levantó a la chica inconsciente de la cama, cargó su cuerpo paralizado en volandas y se alejó a toda prisa de la isla de Nantucket.

Héctor se esfumó en busca de su padre, como un dibujo animado que deja tras de sí una estela de humo. Orión y Lucas prefirieron quedarse atrás para ayudar a un puñado de personas heridas. Se había creado una especie de hospital de campaña y las personas que vivían en el barrio no dudaban en ofrecer cuanto tenían para ayudar a los demás, como botellas de agua, vendas y todo cuanto contenía su botiquín familiar. Lucas y Orión quisieron acompañar a Héctor en su búsqueda, pero no tuvieron más remedio que quedarse, pues no podían ignorar los gritos de ayuda de todos los afectados.

—Deberíamos echar un vistazo en la siguiente manzana —propuso Orión tras atender a todos los heridos. De inmediato, los dos empezaron a correr a una velocidad humana por el callejón más cercano.

—Un momento —dijo Lucas al notar que le vibraba el teléfono móvil en el bolsillo del pantalón.

Miró la pantalla y descubrió que su madre le estaba llamando. No tardó en contestar; intuía que algo no andaba bien y sintió un retortijón en los intestinos.

—Lucas, se la ha llevado —le informó ella sin alterar la voz pero con urgencia—. Helena estaba a punto de descender para ayudar a su padre y a los mellizos cuando Automedonte echó la puerta abajo, le clavó una aguja y saltó por la ventana con ella entre los brazos.

—¿Cuánto hace de eso? —preguntó él con frialdad.

Orión montó en cólera al captar y entender las emociones caóticas de Lucas.

—Hace unos minutos. Esa criatura golpeó a Claire y a Kate, las dejó inconscientes, pero siguen vivas, respiran —contestó su madre, angustiada—. No consigo comprenderlo, Lucas. ¿Cómo ha podido herir a Helena? El cesto…

—Tengo que irme —espetó antes de colgar el teléfono, no porque estuviera enfadado, sino para poder pensar con más claridad. Tras contarle a Orión lo que había sucedido, se quedó en silencio, meditando.

—¿Deberíamos regresar a tu casa? ¿Intentamos seguirle el rastro desde allí? —sugirió Orión.

—No habrá rastro alguno —respondió Lucas en voz baja, deseando que Orión cerrara el pico para poder concentrarse.

—¿Y entonces qué sugieres? —insistió el otro escudriñando a Lucas.

Al ver que Lucas no respondía a su pregunta, alzó las cejas y continuó.

—Lucas, puedo leer tus sentimientos, ya lo sabes. Dime qué estás pensando para que podamos encontrar una solución juntos.

—¡Estoy intentando explicarme cómo demonios alguien ha sido capaz de capturar a Helena! ¿Alguna vez te has enfrentado a ella? ¡Incluso cuando se contiene es una bestia! —exclamó. Estaba furioso. Ansiaba asestarle un puñetazo a Orión, pero en vez de eso optó por gritarle—. Ni siquiera yo podría vencerla y, en realidad, creo que solo me ha mostrado una minúscula parte de su potencial. ¿Puedes imaginarte cómo reaccionaría si alguien intentara raptarla y retenerla en contra de su voluntad? ¡La mitad del estado de Massachusetts ardería en llamas!

Orión clavó la mirada en el pecho de Lucas, preocupado.

—Estás perdiendo el control. Y ahora mismo tenemos que mantener la calma. Por Helena —murmuró agarrando a Lucas por el hombro.

El chico notó una oleada de calor reconfortante. Su corazón dejó de latir con tanta fuerza y una serie de sensaciones balsámicas le abrumaron.

Sabía que Orión era hijo de Afrodita y por lo tanto, podía manipular emociones, pero Lucas jamás había sentido algo así antes. Era como un cambio físico, como una droga con efecto instantáneo que actuaba sobre su cuerpo y su mente y, por un breve instante, se preguntó hasta qué punto Orión podía influir en él. Sí el muchacho podía hacerle sentir tan bien, le parecía razonable asumir que, del mismo modo, podía hacerle sentir fatal. Lo que aquello implicaba le llenaba de intranquilidad.

—Lo lamento —se disculpó Orión, apartando la mano de Lucas—. No me gusta hacerlo sin pedir antes permiso.

—No, está bien. Lo necesitaba —admitió Lucas con amabilidad.

Era evidente que no se sentía cómodo utilizando su talento, aun cuando podía ser beneficioso. Cuando Lucas volvió a hablar, lo hizo desde la serenidad.

—¿Te fijaste en la fina capa de hielo que cubría la cama de Helena cuando regresasteis del Submundo? ¿En cómo no pudo alzar el vuelo de inmediato? ¿Y en cómo yo no era capaz de levantaros de encima de mí?

¿Esa pérdida de poderes es habitual cuando Helena desciende?

—Es normal en todos los portales que conducen al Submundo. Son zonas muertas. Sin calor, sin organismos vivos que crezcan en las paredes y sin talentos vástagos. Creo que Helena crea un portal temporal cuando desciende. Debe de tardar unos segundos en desaparecer después de que ella lo desmantele —explicó Orión con el ceño fruncido.

—¿Piensas que Automedonte conocería toda esa información sobre los portales?

—No lo dudaría. Ha habido otros descendientes a lo largo de la historia, y ese esbirro es perro viejo. Sin duda, ese monstruo habrá visto de todo —opinó Orión—. Aunque no debe de disponer de mucho tiempo. Recuerda que, después de unos segundos, Helena recuperó su poder y voló.

—Sin duda, no dispone de mucho tiempo. Pero si lo sabía de antemano, le bastará. Lleva vigilándola semanas. Supongo que Automedonte tenía la certeza de que Helena seguiría a su padre hasta el Submundo —adivinó Lucas, que tenía la sensación de que iba por el camino correcto. Aquello formaba parte de un plan muy bien tramado—. Automedonte solo tenía que asegurarse de que Jerry saliera malherido, lo cual es muy sencillo entre disturbios, y entretener a todos los vástagos de la isla con Eris y Terror merodeando por las calles. Entonces…

—No habría ningún vástago que se encargara de protegerla mientras iba a buscar a su padre —finalizó Orión. Al advertir una grieta en su lógica, añadió—: Pero Automedonte podría haber llevado a cabo su plan cualquier día de los últimos meses. Helena descendía cada noche, y nadie la vigilaba.

¿Para qué esperar?

—Bueno —dijo Lucas, que bajó la mirada algo avergonzado—. He estado a su lado casi cada noche, escondido en el tejado. Pero nadie, ni siquiera el esbirro, habría podido notar mi presencia.

—¿Cómo estás tan seguro de eso?

—Soy un maestro de la sombra. Puedo hacerme invisible.

Orión puso los ojos como platos. Para evitar desviarse del tema principal que los ocupaba, Lucas continuó.

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