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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (47 page)

BOOK: Malditos
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Ariadna y Jasón habían atendido a Jerry, lo suficiente como para mantenerle estable, pero el panorama no era muy alentador para el padre de Helena. Tenían que trasladarle hasta el recinto de los Delos para que los mellizos pudieran curarle de forma gradual y sin interrupciones, pues resultaba inútil además de agotador.

Ariadna tenía la tez morada, lo cual resultaba bastante espeluznante. Matt deseaba echarle una mano, ayudarla con cualquier cosa, pero no sabía qué necesitaba. Si fuera un vástago, quizá podría ser de más ayuda.

Durante los veinte minutos de camino hasta el coche de Claire, los mellizos no se despegaron ni un segundo, hablando en voz baja, como si estuvieran animándose el uno al otro con frases cortas y privadas que solo ellos eran capaces de comprender. Tardaron una eternidad en subir a todos al coche.

Después, Matt rodeó el vehículo para cerrar la puerta del conductor; donde se hallaba Claire, pues ella se había quedado sin fuerzas y apenas era capaz de levantar los brazos.

—Llámame si necesitas algo —dijo Matt.

—¿De qué diablos estás hablando? —gritó con las manos pegadas al volante—. ¿No piensas volver con nosotros?

—No. Voy a buscar a Zach.

—¿Qué? —protestó Ariadna, con debilidad, desde el asiento trasero—. ¡Matt, Zach es un traidor!

—Un traidor que me tendió una mano, que intentó contarme lo que iba a suceder. En cambio, yo le di la espalda. Zach es mi amigo, Ari —dijo Matt sin alterar la voz—. No puedo permitir que se hunda. Tengo que ayudarle.

—No es culpa tuya. —Ariadna parecía querer empezar a discutir, pero Jason se lo impidió.

—Ahorra fuerzas. Sabes que debemos tener mucho cuidado —susurró. Ariadna le miró a los ojos y, de inmediato, se calmó. Jasón miró a Matt y añadió—: Ve a por tu amigo. Buena suerte, Matt.

Tras dedicarles un pequeño adiós con un suave golpe sobre el capó del coche de Claire, Matt se dio media vuelta y empezó a correr hacia el centro del pueblo. Era su pueblo, se recordó, furioso, no el de los dioses. Y entonces comenzó a buscar a Zach entre la muchedumbre envilecida y enmascarada.

—Rodéame con los brazos —dijo el joven.

—¿Por qué? —preguntó algo nerviosa, reprimiendo una risa floja.

Tío Bueno le sonrió.

—Pon los brazos alrededor de mi cuello y ya está —insistió. Trató de convencerla con una serie de halagos y al final ella cedió—. Ahora, repite conmigo: «Deseo que aparezcamos…, hum». —No finalizó la frase y se mordió el labio, pensativo.

—Deseo que aparezcamos…, hum —repitió ella como un loro para tomarle el pelo.

—No me acuerdo de lo que debía decir —reconoció avergonzado.

—Entonces no debía de ser muy importante, ¿no crees? —dijo de manera lógica—. Además, ¿qué estamos haciendo aquí?

—No me acuerdo. Pero sea cual sea la razón, gracias.

El muchacho retiró las manos de las caderas de Helena y empezó a acariciarle la espalda, acercándose peligrosamente a ella.

—¿Estamos saliendo juntos? —preguntó.

—No sé, eso parece —comentó señalando con la mirada su abrazo—. Comprobémoslo.

Y entonces Orión inclinó la cabeza y la besó.

La joven se derritió. Ese tipo besaba tan bien… El único problema era que no tema ni la más remota idea de quién era. Se apartó y parpadeó varias veces para despejar su visión, como si hubiera algo en todo aquello que no encajara.

—Espera. ¿Te llamas Lucas? —preguntó.

—No. Me llamo… un momento. Esta me la sé. Soy Orión —decidió al fin.

—Seguramente me arrepentiré de esto después, pero mucho me temo que no eres mi novio.

—¿De verdad? —preguntó algo dubitativo—. Porque eso ha estado genial.

—Sí, tienes razón —respondió meditabunda—. ¿Sabes qué? No me perdonaría si estuviera equivocada, así que creo que deberíamos comprobarlo una segunda vez, solo para cercioramos.

Helena le besó, y esta vez se dejó llevar para poder asegurarse. Una vocecita en su cabeza le susurraba una y otra vez: «No es él», pero, para ser sincera, estaba disfrutando del beso con el tal Orión.

El joven la empujó con suma suavidad hacia el suelo, procurando no aplastarla. La ya familiar vocecita empezó a vociferar. Helena trató de ignorar los gritos porque estaba muy pero que muy a gusto. Sin embargo, el bienestar que sentía no impedía que esa maldita voz se callara y, al final, decidió apartarse de él.

—Lo siento, pero creo que esto no está bien —dijo a regañadientes.

No pudo resistirse a la tentación de acariciar los suaves rizos de Orión por última vez. Ese gesto le resultó extrañamente familiar. Cuando levantó la mirada se fijó en la expresión confusa del chico y algo llamó su atención.

Tenía algo atado a la espalda, lo cual sorprendió bastante a Helena, teniendo en cuenta que estaban en plena fase de coqueteo.

—¿Por qué llevas una mochila?

—No lo sé —admitió mientras la palpaba, como si ni siquiera se hubiera dado cuenta de que la llevaba puesta. Entonces, al adivinar los objetos que cargaba en su interior, abrió los ojos de par en par y se quedó casi sin aliento. Al agitar aquella especie de botellas, escuchó el ruido del agua—. ¡El agua! ¡Helena, déjame ver tu brazo! —exigió mientras se inclinaba para leer las palabras.

Al oír el nombre de «Helena», enseguida se acordó de que era el suyo.

—Perdona, he estado a punto de perder el control —reconoció con voz temblorosa mientras salía de encima de ella y la ayudaba a ponerse de pie.

Colocó los brazos de Helena alrededor de su cuello y acto seguido posó sus manos sobre las caderas de ella, como si fuera un ritual somero y mecánico, sin un ápice de seducción.

—Repite conmigo. «Deseo que aparezcamos cerca de las furias.»

Helena visualizó un árbol retorcido y la ladera de una montaña repleta de rocas afiladas y espinos. Algo le decía que ese detalle era fundamental y, por lo tanto, decidió incluirlo.

—Deseo que aparezcamos en la ladera, bajo el árbol de las furias —dijo con perfecta dicción.

El calor era insoportable, pero aquel brillo cegador resultaba, de lejos, mucho peor. Helena se cubrió el rostro con la mano y parpadeó varias veces, tratando de aliviar la sensación asfixiante que la maldita e incluso insultante luz le provocaba en los ojos y las pupilas. El aire era tan árido y seco que se presentía amargo y mordaz, como si quisiera arrebatarle a Helena cualquier gota de humedad.

Se humedeció los labios agrietados y miró a su alrededor. A apenas unos pasos distinguió un árbol tan anciano y mortecino que fácilmente podía confundirse con una soga retorcida. Bajo la sombra de ese árbol se hallaban tres niñas temblorosas.

—Ya os advertimos de que no perdierais más tiempo —dijo la niña del medio—. Somos una causa perdida.

—Tonterías —dijo Orión de buen humor.

Tomó a Helena de la mano y ambos se dirigieron hacia el árbol. Las tres furias dieron un paso hacia atrás, manteniendo la distancia.

—¡No, no lo entendéis! No creo que pueda soportar volver a sentir esa alegría para después perderla —protestó la menor de las tres hermanas, con el mismo hilo de voz que el susurro de las hojas.

—Yo tampoco —añadió la líder con suma tristeza.

—Ni yo —admitió la tercera.

—En mi opinión, no deberíamos beber, hermanas —decidió la pequeña—. Nuestra carga ya es lo bastante pesada.

Las furias comenzaron a recular alejándose poco a poco de Helena y Orión, para esconderse bajo la oscura sombra de su árbol. Helena reparó en que las tres hermanas se distanciaban de algo que podía devolverles la felicidad, aunque fuera una alegría efímera.

En aquella abnegación Helena se vio a sí misma y, de repente, una bombilla se le encendió. ¿De veras lograría algún día olvidar a Lucas por completo? Las compuertas se abrieron de par en par, y todos sus recuerdos inundaron su memoria con imágenes en tres dimensiones.

Vislumbró el faro de Great Point, el lugar donde solía quedar con Lucas a escondidas. También vio otro faro, del tamaño de un rascacielos, y de forma octagonal. Lucas estaba esperándola allí para, más tarde, suplicarle que huyeran juntos. Bajo la sesgada luz de invierno, él brillaba como el sol, ataviado en su armadura. ¿Armadura?

—Os entiendo perfectamente, de veras —murmuró dirigiéndose a la más pequeña de las tres hermanas mientras trataba de borrar la imagen de Lucas deshaciéndose de una suerte de coraza de bronce que nublaba su pensamiento—. Y, por lo que a mí respecta, el debate sobre «mejor haber amado y haber perdido» sigue sobre la mesa. Pero esto es distinto. Esta sensación no os abandonará, como siempre pasa con la dicha. Os hemos traído algo que esperamos dure para siempre.

—¿Qué es? —preguntó la líder tratando de contener una creciente ilusión.

—Felicidad absoluta.

Orión la miró un tanto desconcertada. Ella le contestó asintiendo con la cabeza. Todavía confuso, el chico dio un paso hacia delante y se quitó la mochila. Mientras sacaba las tres cantimploras, las furias escucharon el sonido de un líquido moviéndose en su interior. No podían resistir tal tentación.

—Tengo tanta sed… —lloriqueó la tercera, desesperada y tambaleándose para coger la cantimplora.

Sus dos hermanas enseguida sucumbieron y siguieron su ejemplo. Las tres furias se bebieron el agua.

—¿Realmente lo crees? ¿Que la ignorancia es la felicidad absoluta? —le farfulló Orión a Helena.

Por el modo en que la miraba, intuyó que el chico también había recuperado la memoria.

—¿Para ellas? Sin duda.

—¿Y para ti? —persistió, pero Helena no tenía respuesta a eso. El joven apartó la mirada y se puso tenso antes de añadir—: No quiero olvidar lo que ha pasado esta noche. Ni a ti.

—No me refería a eso —empezó a disculparse tras darse cuenta de que había herido los sentimientos de Orión.

Quería explicarle que no estaba hablando de olvidar su beso, aunque, al volver a recordar; se ruborizó. Pero Orión sacudió la cabeza y señaló a las furias, que ya se habían terminado hasta la última gota del agua de sus cantimploras. Se miraban extrañadas, con timidez, y se reían tontamente, a la espera de que sucediera algo.

—Hola —saludó Helena.

Las furias se miraron de reojo, temerosas.

—No pasa nada —susurró Orión con esa voz capaz de calmar al animal más salvaje—. Somos vuestros amigos.

—Hola, ¿amigos? —farfulló la líder. Y después levantó las palmas de la mano, en un gesto inquisitivo—. Perdonad mi confusión. Pero creo que no sois amigos nuestros; de hecho, no sé ni quiénes somos nosotras.

Las hermanas sonrieron y miraron al suelo, más animadas ahora que habían compartido el motivo de su ansiedad.

—Sois tres hermanas que os adoráis. Se os conoce como las euménides, las bondadosas —explicó Helena recordando lo poco que podía de la
Orestíada
, de Esquilo. Fue el primer texto de la literatura griega que había leído, incluso antes de averiguar que era un vástago. Le parecía que había pasado mucho tiempo desde entonces—. Tenéis un trabajo de vital importando que es…

—Escuchar a personas que han sido acusadas de cometer crímenes terribles; si son inocentes, les ofrecéis protección —finalizó Orión por Helena al ver que esta se atrancaba.

Las tres furias se miraron sin reprimir una sonrisa, pues sabían que el chico estaba diciendo la verdad. Se abrazaron y se saludaron como hermanas, sin acabar de entender qué les había sucedido, lo cual preocupaba a Helena.

—Creo que me salté varias páginas. No sé mucho más acerca de las euménides —admitió Helena en voz baja.

—Yo tampoco —musitó—. ¿Qué vamos a hacer? No podemos abandonarlas así.

—Os presentaré a alguien que quizá pueda explicaros esto mejor —dijo alzando la voz para incluir a las niñas en la conversación—. A ver, cogeos de las manos. Os llevaré hasta la reina.

Las tres niñas se sonrojaron de vergüenza al enterarse de que iban a conocer a una reina en persona, pero obedecieron a Helena sin rechistar.

Todo el grupo entrelazó sus manos formando un círculo. Helena jamás había intentado transportar a tanta gente al mismo tiempo, pero intuía que podría hacerlo.

Por lo visto, Perséfone estaba esperándolos. O quizá solo estaba sentada en su jardín, con la mirada perdida hacia el infinito, quién sabe. Fuese como fuese, ni se inmutó ante la inesperada llegada de Helena, Orión y las renovadas euménides.

Les dio la bienvenida con su típica cortesía. No necesitó que Helena y Orión le facilitaran mucha información sobre lo acontecido y, sin perder un segundo, Perséfone se hizo cargo de las tres hermanas y prometió prepararlas para la nueva vida que les estaba esperando. Helena las imaginaba como las futuras abogadas de la defensa. Lo primero que ofreció a las euménides fue refugio en su palacio y, acto seguido, un buen baño.

Las tres hermanas se morían por deshacerse del polvo del desierto.

Perséfone guio al grupo hasta el borde del jardín, donde había una magnífica escalera que conducía hasta el oscuro palacio de Hades. A los pies de los escalones adamantinos, Perséfone se detuvo y, con unos modales propios de la realeza, informó a Helena y a Orión de que no podían avanzar más. A medio camino, la reina se dio media vuelta para despedirlas con un elegante gesto. Helena supuso que era una especie de ritual, como una bendición, o quizás una maldición.

—A lo largo de los milenios, muchos han descubierto que su destino era tratar de conseguir lo que tú has hecho. Todos fracasaron en sus intentos.

La mayor parte de los descendientes y sus protectores solo ansiaban matar a las furias, o romper el hechizo utilizando trucos de magia, incluso chantajes. Habéis sido los únicos con suficiente humildad para escuchar mis indicaciones y con la valentía necesaria para utilizar la compasión como cura, en vez de la fuerza bruta. Espero que recordéis esta lección en los días venideros.

De repente, alzó el tono de voz, como si quisiera anunciar algo a un público expectante.

—He sido testigo de la encarnación de los dos herederos, y debo decir que han triunfado. Como reina del Submundo, los considero dignos.

Las palabras de Perséfone caían como piedras.

Helena tenía la extraña sensación de que millones de ojos fantasmagóricos los observaban mientras presenciaban ese juramento. Imitando a Orión, cruzó los brazos en forma de equis sobre el pecho y realizó una reverencia a la reina. Una oleada de pensamientos fluyó por el aire como una suave brisa, dejando tras de sí la estela de miedos, dudas y esperanzas de los muertos. Esos recuerdos quedaron suspendidos en el aire como preguntas a medio hacer. El ritual había acabado.

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