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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (48 page)

BOOK: Malditos
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—¿Dignos de qué? —murmuró Helena a Orión, pero él encogió los hombros con aire distraído, pues tenía toda su atención puesta en la puerta oscura que conducía al palacio.

Una figura envuelta en una capa se asomó por la puerta, en la cima de las escaleras. Aunque le habían prohibido la entrada a palacio, Orión empezó a subir los peldaños, como si aquella aparición le atrajera como un imán.

—¡Orión, no! —le reprendió Helena cogiéndole del brazo para impedirle que diera un paso más—. Es Hades. Ni te atrevas a acercarte más a él.

Prefirió no soltarle, pues sabía de buena tinta que, si el dios y el joven se enfrentaban cara a cara, algo terrible sucedería. Al percibir la desesperación en los gritos de Helena, Orión transigió y volvió a reunirse con ella a los pies de la escalera.

—Descendiente —dijo Hades con voz amable y serena como si el comportamiento agresivo de Orión no le hubiera afectado en absoluto. Habló en voz baja, pero, aun así, el sonido retumbó en el espacio. Todos percibieron un ápice de reproche en su tono de voz—. Veo que no has seguido mis sugerencias.

—Le pido disculpas, señor —murmuró Helena estrujándose el cerebro para recordar exactamente qué le había sugerido el dios.

De repente, una serie de imágenes confusas y borrosas inundaron su cerebro. La imagen de un trayecto en el transbordador que unía la isla de Nantucket hasta tierra firme se mezclaba con la de una cubierta de madera de un gigantesco barco de guerra cuyos remos se rompían uno detrás de otro. Un paseo a lo largo de una playa de arena blanca y aguas cristalinas se transformaba en una pesadilla y la arena estaba manchada de sangre. Parpadeó para deshacerse de aquellas fotografías mentales tan espeluznantes. Sabía que había visto con sus propios ojos todas y cada una de aquellas imágenes, pero no sabía cómo ni dónde.

—Asegúrate de remediarlo, sobrina. A los vástagos se les termina el tiempo —advirtió Hades con tono triste. Y entonces su reina y él desaparecieron entre las sombras de su palacio.

—¿Qué significa eso? —preguntó Orión con cierta urgencia—. ¿A qué viene eso de que a los vástagos se les termina el tiempo?

—¡Yo…, yo no lo sé! —balbuceó.

—A ver, ¿qué te sugirió Hades?

Orión trataba de mantener la calma, pero era más que evidente que estaba algo decepcionado.

—Helena, ¡piensa!

—¡Se suponía que tenía que preguntarle algo al oráculo! —espetó con voz aguda—. Algo sobre el cometido.

—¿El qué?

—Tenía que averiguar la opinión de Casandra respecto a la liberación de las furias. Esperaba que le preguntara si lo consideraba una buena idea o no, lo cual es bastante absurdo, pues ha estado ayudándome con esto desde el principio, ¡así que por supuesto que cree que es lo correcto!

Orión frunció el ceño y ese gesto bastó para que Helena se diera cuenta de que lo había estropeado todo. Ahora que lo estaba pensando mejor, haber ignorado el consejo de un dios le parecía de lo más estúpido.

—Lo siento —farfulló, sintiéndose como una imbécil.

—Bueno, de todas formas ya es demasiado tarde. Además, no tengo tanta fe en los oráculos. No te preocupes —dijo con aire desdeñoso.

Seguía sin mirarla a la cara, así que Helena decidió pedirle disculpas una vez más y le prometió que se lo preguntaría a Casandra en cuanto pudiera, pero Orión siguió mirando con la frente arrugada el suelo, sumido en sus pensamientos. Alargó la mano para rozarle el brazo y así captar su atención.

Pero antes de que llegara a tocarle, notó cómo una monstruosa mano la cogía del suelo. Helena se tambaleó hacia Orión y trató de aferrarse a él.

Matt levantó a la mujer que yacía inconsciente sobre la calle, abrió la puerta de un coche abandonado y la dejó con sumo cuidado en el asiento.

Con un poco de suerte, allí estaría a salvo. Muchísimos ciudadanos habían recobrado el buen juicio, después de ser pisoteados por estampidas de personas enloquecidas. Y todos le pedían ayuda. Él hizo todo lo que pudo, pero en cuanto se ocupó de los más vulnerables, se fue corriendo con la sensación de estar traicionando a todo aquel que dejaba atrás.

Deseaba ayudarlos a todos, pero sabía que antes debía encontrar a Zach. Y no podía malgastar sus fuerzas con otros quehaceres. Le dolía cada músculo del pecho y los brazos; incluso notaba repentinos calambres, como si se hubieran puesto de acuerdo para hacerle saber lo poco satisfechos que estaban con su nueva afición de cargar con personas inconscientes de aquí para allá.

Matt se masajeó la espalda dolorida y dibujó un círculo en el suelo. No tenía la menor idea de qué camino tomar. Recordó que Helena había asegurado haber visto a Zach dirigirse hacia Surfside, quizás hacia el instituto de Nantucket. Decidió jugársela a una única carta y arrancó a correr en esa dirección, impulsado por una corazonada.

Había alguien en el campo de fútbol americano; lanzaba con acierto hacia la portería. Matt atravesó el campo de hierba helada y rígida justo a tiempo para ver cómo Zach enterraba la pelota en el fondo de la red.

—¿Lo has visto? —preguntó Zach sin molestarse en mirar a Matt—. Ha sido bonito.

—Sí sin duda. Aunque siempre has tenido un gran brazo. Podrías lanzar esos pases si practicaras más —respondió Matt. Se había acercado bastante y la luz de la luna iluminaba la figura de Zach. Tenía un aspecto horrible: pálido, sudoroso, obsesionado. Si Matt no lo conociese mejor, habría creído que estaba tomando algún tipo de droga—. ¿Todo es por el deporte? ¿Por el fútbol?

—¿Cómo lo haces? —preguntó Zach con expresión de desprecio—. ¿Cómo has conseguido hacerte amigo suyo? ¿Cómo puedes ver lo que son capaces de hacer y no odiarlos por eso?

—A veces es muy duro —reconoció Matt—. Maldita sea, me encantaría poder volar.

—¿Verdad? —dijo Zach tras soltar una carcajada. Sin embargo, por el tono de voz, Matt intuyó que en cualquier momento rompería a llorar—. Te levantas un día por la mañana y esta panda de invasores te arrebatan todas tus oportunidades. ¿No son de Nantucket y además tenemos que agachar la cabeza y competir contra ellos? No es justo.

Había un tono nada halagüeño en la voz de Zach. Parecía calmado, pero Matt sabía que esa serenidad no era más que fachada. Solo por si Zach decidía hacer algo estúpido, Matt mantuvo la distancia.

—Conozco a un puñado de vástagos que piensan lo mismo que tú —dijo Matt al fin—. Entiendo cómo te sientes, Zach, de veras. En muchas ocasiones he sentido envidia, incluso resentimiento. Pero entonces me acuerdo de que no escogen ser vástagos y, si quieres que te sea sincero, no he conocido a ninguno que no haya sufrido por ello. No puedo culparlos por haber nacido así, especialmente cuando todos han perdido muchas cosas por ser lo que son.

—Bueno, tú siempre has sido mejor persona, ¿no? —se burló Zach antes de darse media vuelta para marcharse.

—Ven conmigo. Acompáñame a casa de los Delos. Allí ya se nos ocurrirá algo —invitó Matt cogiendo a Zach del brazo para obligarlo a mirarle a los ojos.

—¿Estás loco? ¡Mírame, tío! —exclamó mientras se soltaba de Matt con violencia. Acto seguido, se levantó la camiseta para que Matt pudiera ver los gigantescos moratones que le cubrían las costillas—. Así es como me trata cuando soy leal.

—Ellos te protegerán. Todos lo haremos —juró Matt, horrorizado por los malos tratos que había recibido su amigo, pero esforzándose por mantener la voz tranquila.

Zach entrecerró los ojos, mirándole desafiante, y se bajó la camiseta.

—Oh, así que ahora te sientes mal. Ahora quieres echarme una mano.

Déjame adivinar, quieres algo a cambio.

—¡Lo único que quiero es que sigas con vida!

Matt se sintió tan insultado y ofendido por el comentario que hubiera pateado a Zach, pero al fin se decantó por desahogarse gritándole.

—¡Me equivoqué! Debería haberte prestado atención la primera vez que acudiste a mí. Ahora lo entiendo, y me arrepiento muchísimo de mi actitud. Pero aunque nunca me perdones y te pases cincuenta años reprochándomelo, ¡no quiero que te mueras, tonto del culo! ¿De verdad necesito otra razón para querer ayudarte?

—No —musitó Zach tras la lección de humildad—. Eres la única persona del mundo que está dispuesta a ayudarme. Pero es inútil. Tarde o temprano me matará —sentenció. Y entonces se dio media vuelta y empezó a caminar por el césped del campo.

—Entonces tendremos que adelantarnos y matarle a él primero —gritó Matt para que Zach le oyera.

—No tienes ni idea de cómo hacerlo —disparó Zach con sorna.

—¿Por qué? ¿Acaso es hermano de sangre de algún dios?

Zach estiró la espalda y aminoró el paso.

—¿Cuál de todos ellos? —insistió Matt acercándose varios pasos a su viejo amigo—. ¡Dime qué dios y quizá podamos encontrar el modo de hacerle frente!

El muchacho se dio media vuelta, pero alzó las manos para avisar a Matt de que no le siguiera. Su mirada dejaba entrever pesimismo y pena. Al hablar, no se detuvo y siguió caminando hacia atrás.

—Vete a casa, tío. ¡Y deja de ayudar a los vástagos! Los disturbios de esta noche no son nada comparado con lo que nos espera, y no quiero que te pase nada malo. Los dioses tienen reservado un lugar especial en el Infierno para todos los mortales que deciden luchar en su contra, ¿de acuerdo?

—¿Cómo puedes conocer los planes de los dioses? —gritó Matt—. ¿Automedonte ya no trabaja bajo las órdenes de Tántalo? Zach, ¡respóndeme! ¿Qué dios está hermanado con Automedonte?

Pero Zach ya había desaparecido en la oscuridad de la noche.

Capítulo 16

—¿Helena? —farfulló Orión desde una distancia muy muy lejana.

—Dios, cuánto pesas —gruñó Lucas.

La chica no podía entender por qué estaban armando tal jaleo mientras ella intentaba dormir. Qué poca delicadeza.

—Lo siento, pero no esperaba que hubiera tanta gente aquí —replicó Orión algo molesto.

Helena trató de adivinar a qué lugar se refería con ese «aquí».

—No es lo que piensas. Vine para vigilarla mientras descendía —protestó Lucas—. ¿Sabes qué? Si Helena no se despierta, destápala.

—¿Por qué estáis haciendo tanto ruido? —masculló Helena con malos modales después de abrir por fin los ojos.

En ese instante se percató de que estaba tumbada boca abajo encima de Orión y que este, a su vez, tenía a Lucas casi ahogado debajo. Los tres estaban apilados sobre su pequeña cama, enredados entre las sábanas y las mantas. Toda la habitación estaba cubierta por una fina capa de hielo, como el glaseado de un pastel. Después de todo lo acontecido en el Submundo, Helena había olvidado por completo que había descendido abrigada entre los brazos de Lucas. Y, aunque habían sucedido un montón de cosas en el universo del Infierno, intuía que tan solo habían pasado milisegundos antes de reaparecer en su cama abrazada a Orión.

Contempló la escena y procuró no sonrojarse. De hecho, no había ninguna razón para avergonzarse de eso, ¿no?

—¿Por qué pesáis tanto? —preguntó Lucas, jadeando, sin una pizca de aire en los pulmones—. He levantado autobuses escolares con menos esfuerzo.

—No lo sé —murmuró Helena, que enseguida intentó abandonar su estado gravitacional. Pero el intento fue en vano—. ¿Qué demonios está ocurriendo?

—¿Qué pasa? —preguntó Orión.

—¡No puedo flotar! —exclamó.

En cuanto se deshizo el hielo que se había asentado sobre su cabello, unas gotas de agua helada le recorrieron el cuello y la joven empezó a temblar.

—Relájate e inténtalo de nuevo —dijo Lucas con tono comprensivo.

Lo hizo y, tras unos segundos, funcionó. Planeó encima de Orión para deshacer el lío de sábanas y mantas que mantenía unidos a los dos vástagos.

—Eso es increíble.

Orión estaba fascinado con la habilidad de Helena. La observó asombrado, sin apartar la mirada de ella, y se bajó de la cama. Por fin Lucas pudo volver a respirar.

—¿Nunca la habías visto volar? —preguntó Lucas, que adivinó la respuesta antes de que Orión pudiera contestarle—. No tenéis vuestros poderes en el Submundo. Claro —farfulló.

El joven observaba meditabundo cómo los copos de hielo se fundían sobre Helena.

—Lucas, lo hemos conseguido —anunció Helena.

Aquellas palabras lo sacaron de su profundo ensimismamiento.

—Somos libres. Todos. Los vástagos, las furias. Todos nosotros.

—¿Estás segura? —preguntó, sin atreverse todavía a sonreír de alegría.

—Solo hay un modo de averiguarlo —comentó Orión. Sacó su teléfono móvil, marcó un número y esperó hasta que alguien, al otro lado de la línea, contestó su llamada—. Héctor, creemos que esto ya ha acabado. Ven a casa de Helena lo más rápido que puedas —dijo.

Después colgó el teléfono y miró a Helena y a Lucas, impertérrito. La mirada de este, en cambio, dejaba entrever preocupación e inquietud.

—¿Estás seguro de que ha sido una buena idea? —preguntó ella, insegura.

—No, tiene razón —intercedió Lucas, que parecía ansioso por reunirse con su primo—. Es mejor que lo descubramos si estamos los cuatro presentes.

Es más seguro.

—De acuerdo. Pero ¿podemos hacerlo en el jardín? —rogó Helena con cierta timidez—. A mi padre le encanta esta casa.

En cuanto soltó su súplica, la preocupación por su padre la abrumó.

Había preferido mantener el estado de salud de Jerry en un segundo plano para poder concentrarse en lo que tenía que hacer pero ahora que al fin había dejado de correr como una loca de un lado para otro para solucionar todos los problemas, se moría por saber qué le había pasado a su padre.

Sin duda, estaba siendo el día más largo de su vida.

Guio a Lucas y Orión hasta el jardín y sacó el teléfono para llamar a su mejor amiga.

—¿Cómo está mi padre? —cuestionó Helena en cuanto Claire descolgó la llamada.

—Emm… Vivo —respondió con indecisión—. Mira, Lennie, no voy a mentirte. Las cosas no pintan muy bien. Ahora estamos de vuelta en casa de los Delos. Jasón y Ari van a hacer todo lo que esté en sus manos para ayudarle. Aparte de eso, no puedo decirte nada más. Estoy conduciendo, así que tengo que dejarte. Te llamo luego si tengo más noticias, ¿vale?

—Vale —susurró Helena. Pulsó el botón de finalizar llamada y se secó las lágrimas con la manga antes de levantar la mirada.

Orión y Lucas la contemplaban.

—¿Jerry está…? —empezó Orión.

—No está bien —finalizó Helena.

Empezó a dar vueltas por el jardín, sin saber qué hacer con las manos ni los pies. Hurgó en los bolsillos vacíos, se peinó el cabello con los dedos y se estiró la ropa. Estaba inquieta y tenía la impresión de que había perdido toda la fuerza en sus extremidades.

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