Mamá se quiere morir y no hay manera (3 page)

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Authors: Alfonso Ussía

Tags: #Humor

BOOK: Mamá se quiere morir y no hay manera
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Preciosa Reñones Lemos

Lugar de nacimiento:
Algeciras.

Fecha:
19 de mayo de 1975.

Nueva doncella y ponebaños de la marquesa viuda, que decide llamarla María por considerar indecente que su hijo la llame «Preciosa».

UNO

Hoy cumplen los niños tres años. La legión de enfermeras y cuidadoras a su cargo —pero sobre todo, al mío, porque me salen por un ojo de la cara—, les ha preparado una fiesta a lo grande. Menos el mayor, Ildefonso, que será un día el IX marqués de Sotoancho, los otros cuatro tienen ya su título en toda regla. Francisco, al que llamamos
Quico,
es el marqués de la Dehesa,
Juan
,
Jhonny
, el marqués de Tubilla del Agua; Ricardo,
Dicky,
conde de Valmedrano, y Tomás,
Tommy,
conde de Buganda de Don Fadrique. Al mayor, Ildefonso, le voy a transmitir hasta mi muerte el condado de San Toppolino, un título de San Marino que he comprado para que el niño no tenga complejo de inferioridad respecto a sus hermanos, y en el peor de los casos, no desee fervientemente mi muerte a cambio de ser marqués. Lo malo es que ser conocido como Ilde San Toppolino es para desanimar a cualquiera.

Marsa, mi segunda mujer, los quiere más que yo. Los Sotoancho no hemos sido jamás niñeros. Mi padre era cariñoso y seco en el trato, y me apena no haberlo conocido más y mejor, pero parco y distante. Y Mamá pasó de mimarme hasta que cumplí los cincuenta y dos años a sentir por mí un odio y un resentimiento asquerosos. La verdadera madre para mis hijos es Elena, íntima amiga de Marisol (Q.S.G.H.), y querindonga de mi tío Juan José, que enloqueció con ella y le dejó más de quinientos millones de las fenecidas pesetas. Las invirtió bien, siguió viviendo en casa, y su fortuna se ha doblado con eso de la Bolsa. Seis millones de euros tiene la tía, y en verdad que se los merece.

Mi fortuna no tiene límites. En el banco han tenido que comprar un nuevo ordenador para que puedan salir mis números negros. Me encanta ser rico. Da seguridad, ofrece aplomo y garantiza la culminación de los caprichos. Tanto dinero es consecuencia de lo ahorrativos y tacaños que fueron mis antepasados por ambas ramas, y mucho se lo agradezco. Yo, en cambio, vivo como un pacha y gasto lo que se me antoja, pero por más que despilfarre, haga obras de caridad y derroche el dinero a manos llenas, mi cuenta corriente aumenta. Y no me disgusto por ello, sino todo lo contrario. Algo tendré que dejar a estos cinco niños que hoy cumplen tres años. Para colmo, y terminar de pelar la pava, Marsa tiene casi el mismo dinero que yo, invertido en Estados Unidos y Colombia. Una bicoca de mujer.

Mamá le tiene gato a los niños. No los soporta. Me acusa de romper la tradición.

Los Sotoancho han sido, desde que Carlos III nos concediera el marquesado, padres de un solo hijo. Y siempre hemos nacido varones. De ahí que se mantenga unido el título con el apellido. El primer marqués de Sotoancho se llamaba Ramón Jiménez y Andrada, y el Rey le hizo marqués por algún motivo que ignoramos completamente, gracias a Dios. Con el título, unió sus apellidos y cambió la «J» de Jiménez por la «X»

de Ximénez, que queda más elegante, y pasó a apellidarse Ximénez de Andrada, como el menda. De su vida —mejor, de su muerte—, sólo sabemos que falleció

ahogado cuando cruzaba a nado el Guadalquivir huyendo de un teniente, a cuya mujer se tiraba mi antepasado con excesiva frecuencia. O murió ahogado, o de la paliza que le endilgó el teniente con anterioridad a su inmersión en el agua del gran río, o el chapuzón tuvo lugar cuando ya era un fiambre, o qué sé yo. Saberse al dedillo la biografía de los antepasados no origina otra cosa que disgustos.

Es cierto que he roto la tradición, pero por culpa de Mamá. Me tuvo a palo seco hasta la cincuentena, y descubrí a la mujer a la edad en la que otros huyen de ella. Me rebosaban las cántaras y fecundé a cinco larvas. Apenas habían cumplido un año cuando Marisol, su madre, se mató en un accidente de carretera en la autopista de Sevilla. De no haber sido por Marsa, a la que recuperé, y por Elena, que cuidó de mis hijos y les dio todo lo que lleva dentro, no habría sobrevivido. Porque mi madre no es un ejemplo de dedicación y cariño hacia los demás.

Siempre que celebramos algo de los niños, se me enrosca en el alma la melancolía.

Me acuerdo de Marisol, de su coraje, de su belleza, de su pasión. Era la hija del guarda mayor, y mi madre se opuso tajantemente a nuestra boda. Gracias a su intransigencia, me escapé a Portugal y allí conocí a Marsa, que me hizo hombre. De vuelta, vencí a mi madre y me casé con Marisol, con la que fui feliz y me dejó cinco hijos. A Mamá le vino muy bien la humillación de pasar a ser la marquesa Dos en beneficio de la marquesa Uno, que era hija de un empleado de Casa. Todavía no me lo ha perdonado. Y por mí, que siga empeñada en su rencor.

Estoy seguro de que la orgasmia que dio vida a mis hijos fue la que protagonizamos en una playa caribeña. Terminaba de salvar mi pellejo del ataque de un tiburón, y entre los nervios, la existencia asegurada, la desnudez de Marisol y mi facilidad para izar el bálano, aquello resultó glorioso. Cómo se oirían nuestros alaridos que una tortuga que alcanzó la orilla de la playa dio la media vuelta y se introdujo de nuevo en la mar, asustada por la algarabía. A punto estuvieron de expulsarnos del hotel, por aquello del escándalo, pero una buena propina mitigó los resquemores del director, que después de aceptarla, nos rogó más prudencia en la culminación de los menesteres, y que éstos, a ser posible, los lleváramos a cabo en nuestro lujoso habitáculo, y no en la playa, al alcance de la mirada del resto de los huéspedes, menores incluidos.

Nada me aburre más que una fiesta de cumpleaños. El «cumple», le dicen ahora.

Las abomino desde que tuve que soportar las mías. Venían a casa decenas de niños que no conocía, me daban un regalo y después me pegaban, me insultaban y se reían de mi aspecto. Y es que Mamá me vestía de tirolés, con sombrero y todo, y mis muslos de garza hacían el ridículo. Hasta los dieciocho años me vistió Mamá de tirolés en los cumpleaños, cuando los invitados acudían con traje, camisa y corbata. Y me llamaba, como hace ahora cuando no andamos a la greña, «Susú». «Susú» para arriba, «Susú» para abajo, y lo que es peor, «Susú» vestido de tirolés. En mi decimoctavo cumpleaños tuvo lugar la primera pelea seria. Jugábamos al fútbol en la pradera de los guardeses, y yo no había tocado un balón en mi vida. Mis supuestos amigos, descamisados y ardientes, lo hacían muy bien y con mucha fuerza. El balón llegó hasta mí, e intenté patearlo, pero antes de que lo hiciera, me encontré en el aire.

Rafaelito Camposalvos me dio una patada criminal, y cuando aterricé en la hierba, el dolor era insoportable. Salió Mamá en mi defensa, y afeó a Rafaelito su comportamiento. Fue cuando el forajido dijo lo que tanto me dolió, mucho más que la patada:

—Tía Cristina, tu hijo es un poco marica. Y no se juega al fútbol vestido de tirolés.

Se acabó la fiesta. No se abrió la piñata con las «chuches» ni tuvo lugar la merienda. Mamá echó de casa a Rafaelito, y los padres de éste rompieron relaciones con los míos. La ventaja de aquel nefasto día fue sólo una. Jamás volví a vestirme —hasta muchos años más tarde—, de tirolés. Pero el odio por los cumpleaños me acompañó de por vida, y lo de hoy me agobia.

Así que les he dado a los niños sus regalos, me han llenado de babas con sus besos, le he encargado a Elena que se ocupe de todo, y me he encerrado en mi despacho con la tristeza anclada en mi alma. Tristeza que se ha disuelto como Nescafé en la leche, cuando en el segundo cajón de la izquierda de la mesa, el cajón de los objetos olvidados o inútiles, me he encontrado con un viejo yoyó que hizo mis delicias veinte años atrás. Y ni corto ni perezoso, a pesar de la falta de entrenamiento, he procedido a jugar con él, al principio moderando los movimientos y ya lanzado, haciendo toda suerte de zalemas y cabriolas con su cuerpecillo rodante. Feliz me hallaba a punto de hacer «el perrito», cuando Tomás ha invadido mi intimidad.

—Señor marqués, lo hace usted muy bien.

—Tomás, el yoyó y yo estamos hechos el uno para el otro.

—Me sorprende su habilidad.

—Y a mí me sorprende que te sorprenda. Son muchos los años juntos, Tomás.

—Pero lo del yoyó lo tenía escondido, señor marqués.

—Lo acabo de encontrar. Es un yoyó de museo, de los años cincuenta.

—¿Lo puedo probar?

—Puedes, pero no vas a conseguir nada. El yoyó no es deporte de menestrales. En tiempos de Luis XVI y María Antonieta, los criados tenían prohibido jugar al yoyó.

—Pero los tiempos han cambiado, señor marqués. Déjeme, a ver si lo domino.

Con recelo, le he permitido a Tomás intentarlo. Y como esperaba y me temía, con resultados catastróficos. El juego de muñeca en la mayordomía no está entrenado para dominar ese movimiento muelle que permite al yoyó ascender y descender con deliciosa cadencia al mando del experto. Hubo un caso terrible. Mi prima Carlota Valeria del Guadalén, hija de un primo de Papá, le prestó su yoyó a su querida ama de cría, que era de Oyarzun. Carlotita tenía siete años el día de la tragedia. Su ama, incapaz de imprimir el movimiento muelle, intentó hacerlo por la fuerza. La cuerda se separó del artilugio rodante y salió despedido por el aire, con tan mala fortuna que impactó de lleno en la cabeza de la niña, la cual falleció en el acto. A consecuencia de aquello, Papá me escondió el yoyó, y me había olvidado de su existencia hasta hoy.

Tomás insiste.

—Sólo una vez más, señor marqués.

—La última. Y con suavidad. Que no pase lo mismo que con mi prima.

Pero es imposible. No se relaja. Está tenso, y un buen yoyó sólo responde al mando en condiciones de serenidad. Se le lía la cuerdecilla y el yoyó da vueltas sobre su propio eje, impidiendo su pausado ascenso hasta tocar la yema del dedo corazón, que es el más sensible de cada mano. Cuando Tomás se ha apercibido, por fin, de la incompatibilidad que existe entre el yoyó y su condición de asalariado en concepto de servicio doméstico, ha reconocido su rendición.

—Me rindo, señor.

Inmediatamente, lo he tomado yo, y pocos segundos después el yoyó subía y bajaba con una alegría contagiosa, que ha humillado definitivamente a mi leal mayordomo. No obstante, Tomás no es de los que pierden y se callan. Aprovechando el momento de su salida del despacho, ha hecho un comentario poco agradable:

—Es un juego de niñas, señor marqués.

Y me ha desconcertado.

No es un juego de niñas. Me resisto a admitirlo. Es cierto que las niñas son más habilidosas que los niños con el yoyó. También con la comba, pero los boxeadores se entrenan saltando a la comba. El yoyó no tiene sexo. Y dejar en el aire que se trata de un ejercicio femenino, de un arte de mujeres, se me antoja intolerable. Tenía previsto aumentarle el sueldo a Tomás a partir del próximo mes, pero su comentario va a conseguir que su nómina permanezca inalterada.

Marsa, de golpe, ingresa en el despacho.

—¿Qué haces, mi amor?

—Jugar al yoyó.

—Es de niñas.

—Y de niños.

—En Colombia, era exclusivamente de niñas. Si alguien veía a un niño con un yoyó le decían «culo guayaba». No me gustaría que la gente te viera hacer esas cosas tan ridículas.

—¿Consideras ridículo hacer «el perrito»?

—Lo más.

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