—No hay zulo. Su lugar de cumplimiento del castigo es su habitación.
—Proceda a acompañarnos hasta ella.
* * *
Marsa, por fin. Una copa más y me sorprende a gatas. Viene rutilante.
—Te noto algo chispón, mi amor.
—Me he tomado un par de whiskitos.
—Ya serán tres... o cuatro. ¡Qué horror de cuadro!
—Como todos los de Moby. Y lo malo es que éste, no hay manera de encajarlo.
—Te habrá costado una barbaridad.
—Muchísimo. ¿Y tus compras?
—No he podido comprar nada. Y espero que lo que voy a contarte no lo tomes a mal ni sospeches que estaba preparado. Karmel es testigo de ello.
—¿Qué ha pasado?
* * *
La marquesa viuda recibió con gran alegría a la Guardia Civil.
—Ustedes son lo único decente que queda en España.
Asunto peliagudo. Para los guardias civiles, aquello podía ser considerado como una retención ilegal, un secuestro. Tomás defendía el carácter doméstico de la sanción.
—Señores agentes. Lo mismo que se castiga a los niños, se puede sancionar a los mayores.
Como comprobarán, la señora marquesa viuda goza de todas las comodidades.
—Pero hay una señorita en la puerta, con uniforme marrón, que me impide abandonar mis habitaciones y coarta mi libertad en mi propia casa.
—Señora marquesa viuda. Si usted se atreve a denunciar a su hijo, el señor marqués, éste, con todo el derecho del mundo, puede acudir al Juzgado de Guardia y acusarla de malos tratos a menores.
—Una bofetada a un nieto no es un delito.
En esas, intervino el sargento.
—Señora, ¿por qué pegó a su nieto?
—Porque es feísimo.
—Sí, es feo pegar a un nieto.
—No me ha entendido bien, señor agente. Le di la bofetada porque es muy feo, y a mí la fealdad me saca de quicio.
—Pues su acción es merecedora de sanción, señora. Comprendo que su hijo haya reaccionado así. El único inconveniente que encuentro es la presencia de vigilantes profesionales armados. Pero, a primera vista, esto no tiene nada que ver con un secuestro. No obstante, un número y yo mismo esperaremos aquí la llegada de su hijo para calibrar la importancia de tan extraña situación. Ustedes dos —se dirigió al cabo y al cuarto guardia—, pueden marcharse al cuartelillo, que hay cosas más importantes que hacer.
La decepción de la marquesa se reflejaba en su maligno rostro. En ese momento ingresó María con la cena de la secuestrada. La llevaba en una bandeja de plata capaz de deslomar a cualquiera.
—Su cena, señora marquesa viuda.
—Efectivamente, esto no es un secuestro —sentenció el sargento mientras se acomodaba en el sofá grande.
* * *
—Espero con impaciencia tus explicaciones, Marsa.
—Es tarde. Si quieres, en el coche.
—No quiero testigos. Aquí, y con otra copita.
—Vas a llegar a casa a cuatro patas, mi amor.
—Como los toros.
Estoy mosqueado. No soplan buenos vientos por mi intuición. Marsa, que también se ha pedido un elixir, comienza la narración con excesivo nerviosismo.
—Oye bien, mi amor. Pero con sosiego y equilibrio. Sin aspavientos, que te conozco.
Eso, cruza las piernas. Así, muy bien. Pues no sé cómo empezar. Ah, sí. Pensé que antes de ir a El Corte Inglés podría pasar por La Flor de Toranzo, lo de Trifón, para comprarte esas latas de atún que te encantan. Y pasé. Y entré, y pedí las latas, que están en el coche. Y cuando me marchaba, ¿a que no te figuras quién estaba ahí, tomándose una copita?
—Me lo figuro perfectamente. El Farolitos.
—Exacto.
—Y has tardado tanto porque te has tomado unas cuantas copitas con el Farolitos.
—Sólo un par de Coca-sin azúcar.
—Y de algo hablaríais.
—De la temporada que se avecina y su novillada en la Feria.
—Y del brindis.
—Sí, es muy gracioso. Insiste en brindarme su primer novillo.
—Graciosísimo.
—No te puedes poner celoso, mi amor. Es un niño. Y tú siempre has sido muy liberal.
—Soy liberal hasta que siento que mi frente se abre por dos puntos y principian a emerger un par de pitones.
—¡Cómo puedes pensar que yo soy capaz de...!
—Lo soy.
—Me enfado, mi amor.
—Me da igual. Otra copita.
—Te estás pasando.
—Quiero saber si hay algo entre tú y ese Farolitos, que ojalá le rompa un novillo la femoral.
—Bebe lo que quieras. No pienso discutir más. Mañana estarás mejor. Te espero en el coche.
He pedido otro whisky. Y me lo he bebido con parsimonia. Con la ayuda de Pepe, uno de los camareros, he logrado llegar hasta el coche.
Marsa callada. Karmel, ha contribuido en la operación de acomodarme. A dormir hasta casa. Me duele la frente.
* * *
Saliendo de Sevilla, he sentido una gran alegría. Me he dejado olvidado el cuadro de Moby en el bar del Alfonso XIII. Con un irónico rasgo de humor he llamado al querido Hotel y se lo he dicho a la telefonista.
—Soy el marqués de Sotoancho. Me he dejado en el bar un cuadro precioso. Me lo empaquetan, por favor, y se lo mandan al Farolitos, el novillero.
—Desconocemos las señas del Farolitos, señor marqués.
Soy incisivo como un torno de dentista antiguo.
—Marsa, ¿sabes dónde vive el Farolitos?
—Me figuro que en su casa.
—¿Señas?
—Ni idea.
Ha intervenido Karmel.
—Si no me equivoco, en la plaza de la Contratación, 4.
—Gracias Karmel.
Marsa volada.
—Señorita. Plaza de la Contratación, 4. Se lo envía de mi parte.
—Lo que usted ordene, señor marqués.
Marsa meditabunda. Yo, sobrevolándola. La ironía. Me duele la frente una barbaridad.
* * *
El sargento se impacientaba.
—Señora, ¿su hijo viene o no viene?
—Mi hijo, o mi secuestrador, está a punto de llegar. Los delincuentes no abandonan la vigilancia de sus víctimas.
—Con su permiso, señora. Usted no me parece una víctima.
Ha terciado Tomás:
—Señor sargento. Sucede que el señor marqués ha prohibido que beba. La señora marquesa viuda es alcohólica.
—Tomás, está usted despedido.
—Tururú.
* * *
Al fin, en Casa. Marsa, ni una palabra desde que Karmel, inocentemente, la dejara en evidencia. Sorpresa por el coche de la Guardia Civil. Apresuradamente he ascendido hasta las habitaciones de Mamá. Ahí está. Lo malo es que también está la Guardia Civil. Pero no he experimentado agobio con su presencia.
—Señor. Hemos acudido hasta aquí por una denuncia de secuestro.
—Mantengo la denuncia.
—Pero su mayordomo nos indica que su madre, en lugar de padecer un secuestro, ha sido castigada.
Bien por Tomás.
—En efecto. Ha pegado a uno de mis hijos, de cortísima edad. Y sólo porque el pobre niño ha roto en feo.
El sargento, conciliador:
—Nunca me he visto en situación tan anómala. Pero si bien comprendo y aplaudo el castigo, no puedo tolerar la presencia de una vigilante armada en la puerta de esta habitación. Ahí se ha pasado cuatro pueblos, señor marqués.
—No lo he hecho para que no se escape, señor sargento. Mi intención ha sido impedir que beba. Mi madre bebe una barbaridad. De no hacerlo, no pegaría a sus nietos.
El sargento, amabilísimo.
—Si usted me promete que prescinde de vigilancias armadas y coactivas, nosotros nos largamos y allá ustedes.
—Pero no se ha cumplido el castigo, señor sargento.
—Adopten las medidas que crean oportunas, pero sin armas.
Mamá, alucinada.
—Oiga, retiro lo de la Guardia Civil. Es usted un cómplice de mi hijo.
—Señora, no me caliente, que me la llevo detenida al cuartelillo en concepto de maltratadora de menores.
Mamá, marchita como azalea en junio.
—Le faltan por cumplir dos días, señor sargento. Le juro por mi honor, que será atendida en lo que demande, exceptuando la botella de ginebra.
—No hay más que hablar. Nos vamos. Pero mucho cuidado con ella, señor marqués. Es una mujer peligrosa.
Pero Mamá es como un muro.
—Sargento, usted es como Zapatero. Desprecia a las víctimas y pacta con los verdugos.
El sargento, hay que reconocerlo, se ha sentido tocado por la malvada observación de Mamá.
—Perdón, señora, pero yo...
—Ni yo, ni perdón señora, ni vainas, ni zarandajas. Usted ha negociado con mi hijo. Tengo noventa y una barbaridad de años, y soy libre. Usted, señor sargento, es un cabrón con pintas, como los que negocian con los terroristas.
—Señora, la puedo detener por insulto y desacato.
—Pues deténgame, y lléveme ante el juez, y enciérreme en una prisión de nonagenarios.
La cuestión, bastante complicada. El sargento, un tanto atemorizado.
—Me olvido de sus palabras, señora. Pero hay que encontrar una solución razonable a este quebrantamiento del equilibrio social.
—Retiro mis palabras si usted encuentra esa solución, mi sargento.
Con lo de «mi sargento», Mamá ha acariciado las fibras sentimentales del digno suboficial.
—Mi propuesta es la siguiente, señora. Usted ha pegado a su nieto porque es muy feo. Supere esa animosidad hacia la fealdad. Que le traigan al nieto agredido, y usted le da un beso y le pide perdón. Cumplido el supuesto, usted, señor marqués, perdona a su madre y le levanta el castigo. ¿De acuerdo?
Mamá, como un somormujo.
—Por mi parte no hay inconveniente. Pero le doy un beso. Lo de pedirle perdón, va contra mis principios. Una abuela no va por la vida pidiendo perdón a un nieto que es más feo que Puertollano desde el AVE.
Yo, que reacciono.
—Puede ser que haya salido a ti.
Mamá, segura de sí misma.
—No me tires de la lengua, Susú.
El sargento, imperativo.
—Que traigan al niño, aunque esté dormido.
—Y a mí, una ginebra —ha aprovechado Mamá.
El sargento, vencido:
—Y a esta señora, una ginebra.
Mi autoridad, puesta en trance de duda.
—No, señor sargento. Sólo cuando haya pedido perdón a mi hijo.
El sargento, en su sitio.
—Correcto. Que traigan al sujeto agredido.
A todas estas, Marsa desaparecida. Se ha marchado al sobre, sin decir nada de nada. Tragedia a la vista. O pierdo mi felicidad o me convierto en cabestro. Mi actual opción es la segunda.
Dicky recién despertado. Llora. Al ver a mamá ha berreado con horror. El sargento y el otro agente vigilan el protocolo de la amnistía. Mamá, haciéndose la coja, como siempre que pretende inspirar lástima, se ha incorporado y dirigido hacia el niño, que solloza aterrorizado en brazos de Elena, que mira a Mamá con asco. Como yo, pero con más asco.
Mi madre se ha llegado hasta el niño y le ha dado un beso en la frente con el mismo amor que un cocodrilo se come a la cría de un hipopótamo. Cumplido el beso, se ha limpiado los labios y le ha dicho a Dicky, con voz casi imperceptible:
—Perdona, monito.
Elena ha saltado:
—De monito, nada. Se llama Dicky.
Mamá, obediente:
—Perdona a tu abuelita que tanto te quiere, Dicky.
El sargento, emocionado por la escena.
Pelillos a la mar. Me he ablandado y concedido la amnistía a Mamá.