Mamá se quiere morir y no hay manera (4 page)

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Authors: Alfonso Ussía

Tags: #Humor

BOOK: Mamá se quiere morir y no hay manera
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—¿Y «el puente»? Mira como hago «el puente».

—Me espanta ver a mi marido haciendo «el puente» con un yoyó.

—Soy un incomprendido, Marsa.

—Y a este paso, un poquito «culo guayaba».

Hasta aquí podíamos llegar. Mi mujer, mi propia mujer, la compañera de mi vida, la tucana incansable, la jaguara capaz de revolcarse durante toda una noche y despertar al día siguiente sin legañas, me dice a la cara que el yoyó es de mariquitas.

De acuerdo. Le daré gusto, pero a partir de ahora me encerraré conllave en el despacho para jugar sin que nadie me moleste. Hay que ser muy hombre, pero que muy hombre, para hacer «el perrito» como lo hago yo.

No es fácil convencer a la gente de la inconveniencia de los tópicos. Tengo un amigo que hace colección de
matrioshkas,
esas muñecas rusas que se meten una dentro de la otra, y no por ello mi amigo es sospechoso de perder aceite. Me indigna la facilidad que tienen algunos para establecer lo que es de niños y lo que es de niñas.

A Marsa se lo perdono todo, pero en unos días me mantendré distante y frío, y cuando me pida tralla, que ya me la ha pedido, voy a decirle con toda la ironía posible:

—Lo siento, mi amor. No puedo. Soy un «culo guayaba».

Marsa ha encajado el golpe con firmeza. Pero la conozco. Está arrepentida. Sabe que soy capaz de mantener una postura de dignidad durante semanas. En efecto, pocos minutos después de abandonar mi despacho, ha irrumpido de nuevo.

—Esta noche, mi amor, me encantaría comerte.

—Mejor que aproveches la cena. Los «culo guayaba» no estamos maduros en esta época.

—Perdóname. Nunca pretendí ofenderte.

—Lo has hecho, y con profundidad. Tu bisturí ha abierto mi alma y la herida sangra.

—Mi amor, no seas tonto. Pero no te puedo mentir. En Colombia no es habitual que los señores jueguen con un yoyó.

—Me interesan las costumbres de tu país, pero hasta cierto punto. Cuando ese punto roza al yoyó, mi interés se pierde completamente.

—Te lo digo por tu bien, tucán mío. Si quieres jugar con el yoyó hazlo en la intimidad. Pero no ante Tomás. Es capaz de contarlo por el pueblo. Y se van a reír de ti. ¿Me vas a comer esta noche?

—Creo que hay sopa de fideos de primero y merlucita rebozada de segundo.

No me dejo vencer. Ya me puede hacer la danza del vientre sobre la cama que mi frialdad está asegurada. Ha cerrado la puerta del despacho con un golpe furioso, y a los pocos minutos de reencontrarme con la soledad, he procedido a anudar mi dedo corazón en el anillito del cordel. Pumba, para arriba, pumba, para abajo, «puentecillo», míralo, míralo, «perrito», anda que eres travieso, pimpalampín, pimpalampán... Esto es divertidísimo. Tomás de nuevo, interrumpiendo.

—Se lo pasa guay superguay, señor marqués.

—Me lo paso como me da la gana, Tomás. No quiero interrupciones inoportunas.

—Las interrupciones siempre son inoportunas, señor. Ha caído en pleonasmo. Es como decir: «desierto desértico».

—No estoy para clases de lengua.

—Mi interrupción se debe a un hecho que merece su interés y atención, señor marqués.

Un árbol ha violado a una niña, y los padres exigen justicia.

—¿Qué árbol, qué violación, qué niña y qué padres?

—Un fresno, una violación de rama, la hija de Riquelme
el Guarda,
y Riquelme
el Guarda
y su mujer.

—Ponme al corriente de los acontecimientos, Tomás.

—La niña de Riquelme, Merceditas, que va para mujer de bandera, ha estado jugando a Tarzán y Chita en el fresno grande de la Recoleta. En ésas, ha perdido pie, ha resbalado y su inocencia se ha topado con una rama ascendente. Me duele figurarme la escena.

—Y a mí, Tomás. Me produce grima.

—La niña se ha puesto a llorar, y Riquelme y su mujer se la han llevado al dispensario del pueblo. Allí, el doctor, después de examinarla detenidamente, ha dado un diagnóstico que ha enfurecido a Riquelme.

»La niña, al sufrir la penetración de la rama en su conducto vaginal, ha perdido la virginidad.

»Y lo malo, señor marqués, es que la reacción de Riquelme ha sido tan terrible, que ha estado a punto de estrangular al pobre doctor, que no ha tenido culpa de nada. Y están ahí, esperando que usted los reciba.

—¿Quiénes están ahí?

—Riquelme, su mujer y la niña violada.

Desgraciada historia. Unos padres responsables que cuidan y guardan de la pureza de su hija, y ésta, juguetona y malcriada, se sube a un árbol y pierde la virginidad con la rama de un fresno. Comprendo la consternación del pobre Riquelme. Pero no veo lo que pinto yo en este tinglado. Además, que esas cosas ya no importan. Pero hay que recibir a los que solicitan audiencia. He escondido el yoyó, y abierto uno de mis álbumes de sellos. Me ofrecen sosiego los sellos. Álbum correspondiente a las colonias inglesas. Basutoland, Bechuanaland, Bermuda, British Borneo...

—Que pasen.

Riquelme está azorado. Y azarado. Sostiene su sombrero de guarda jurado mientras con los dedos de una mano hace girar su ala. Como siempre lo había visto en el campo y cubierto, me ha sorprendido su alopecia. Es calvo. Y respetuoso. Un tanto brusco.

—Señor marqués. Sé que Tomás le ha contado los pormenores de nuestra desgracia familiar. Y venimos a rogarle, y si no atiende a nuestro ruego, a exigirle, que el fresno que ha violado a mi hija Merceditas sea talado inmediatamente. No se puede trabajar a gusto y con tranquilidad en una propiedad que tiene un árbol violador de menores.

En mi vida oí o recibí petición tan extravagante ni exigencia tan fuera de lugar. Ese fresno es casi bicentenario. Con doscientos años, no hay fresno que se dedique a violar niñas. Es bellísimo, y no puedo consentir que un padre enloquecido por una circunstancia casual le acuse de ser el principal responsable del desfloramiento de su hija, que lo que tendría que hacer es estudiar más y subirse menos a los árboles. He intentado hacérselo ver y comprender, pero el honor de Riquelme exige venganza y no se mueve de sus intenciones. La mujer calla, y Merceditas lloriquea.

Desde la ventana de mi despacho se domina toda la Recoleta de los magnolios.

Ahí, en la esquina de la izquierda, junto al bosque irregular de las lantanas, se alza el fresno delincuente. Un asombro de árbol. No voy a permitir que muera.

—El fresno es inocente, Riquelme.

—Si usted no hace nada, señor marqués, el fresno será ejecutado cualquier noche.

—Y usted irá a la cárcel.

—Pero con mi honor intacto.

—Habla usted como Ricardo Corazón de León.

—Con todo mi respeto, señor marqués, hablo como lo que soy. Un padre deshonrado.

—Vamos, he dicho.

Dicho y hecho, la procesión presidida por mi prestante figura se ha dirigido al lugar de los hechos. Marsa me ha acompañado. Y Tomás, y don Crispín. A medida que nos íbamos topando con otros curiosos, éstos se incorporaban a la expedición.

Más de cincuenta personas hemos rodeado el tronco majestuoso del fresno. Ante mi estupor, no se sabe de dónde, Riquelme ha sacado un hacha. Mi gesto altivo ha detenido su impulso.

—¡El hacha, al suelo!

Riquelme mira al árbol con odio asesino. El árbol le responde con una quietud magnífica. Se adivinan las yemas del renuevo en sus ramas. La masa no opina, pero está expectante. Menos mal que la poca inteligencia que Dios me ha dado surge en los momentos difíciles. Y he propuesto una solución salomónica:

—Este fresno, el árbol en sí, no tiene culpa alguna de lo ocurrido. Lleva en su sitio más de doscientos años. En su sombra se han refrescado decenas de mujeres guapas, y siempre ha mantenido con ellas una relación de escrupuloso respeto. El fresno no ha atrapado a la niña. Si Merceditas no se hubiera subido al árbol, la niña estaría intacta. Pero entiendo vuestro pesar, y acepto que le sea amputada la rama violadora.

Nada más.

El vengativo trío familiar ha hecho corro y cuchicheado durante un buen rato.

Marsa se ha colgado de mi brazo. Cree, la ilusa, que voy a ablandarme. Al fin, Riquelme ha expuesto su decisión:

—De acuerdo, señor marqués. Se mantiene el fresno y se corta la rama delincuente y violadora. Pero quiero ser yo quien la deje caer al suelo.

Riquelme ha trepado y su mujer le ha alcanzado el hacha. Merece resbalar, como su hija, y que otra rama le dé por retambufa. Pedazo de bestia. La niña, con seguridad absoluta, le ha señalado al padre la rama pedófila.

—Esa es, padre.

La rama ha quedado al alcance del hacha. Tres hachazos violentos han sido suficientes. Rabiosos, furibundos. Yace en el suelo la rama violadora, la rama inocente. Indefensa, ha sido pisoteada por la madre y Merceditas. El padre, ya descendido del árbol, ni la ha mirado. Venganza cumplida. La gente contemplaba el miembro amputado como si fuera el cadáver de un peligroso criminal. Marsa ha vuelto a sostenerse en mi brazo.

Para mí, que hasta en el campo el mundo se ha vuelto loco.

DOS

Dios concede fuerzas cuando parece que éstas, irremediablemente, se extinguen.

El problema de la violación de Merceditas, resuelto. El problema del cumpleaños de los niños, también resuelto. Queda en el aire el debate respecto al yoyó. Marsa, la pasada noche, protagonizó el más escandaloso papel de zalamera y engatusadora, pero se topó con un glaciar. Su ligereza al atribuir al yoyó el monopolio femenino me ha causado hondo dolor y duro quebranto.

Me he refugiado en el despacho. Días fríos y cambiantes. He leído que nos amenaza la gripe aviar. Poco puedo hacer ante la naturaleza libre, pero he ordenado sacrificar a todas las gallináceas corraleras de casa. Marsa, de cuando en cuando, abre la puerta del despacho, me mira, hace morritos y se va. El hombre tiene que imponerse en circunstancias confusas. Pero conociendo el valor de las medidas. Mi lejano pariente, el conde de Corcho-Hermoso, se las tuvo tiesas con su mujer por una bobada de éstas. Creo recordar que el motivo fue una cena en la que ella, ante todos los invitados, llamó a su marido «licorcete». Freddy Corcho-Hermoso le cerró a su mujer las puertas de la pasión durante una buena temporada. Superada la condena, la hizo llamar.

—Fuensanta, que no se vuelva a repetir lo de llamarme «licorcete».

—Te lo aseguro, mi vida.

—Creo que te ha sentado bien mi castigo.

—Me ha sentado de perlas, mi vida.

—Yo también te echaba de menos.

—Yo tampoco.

—No te he entendido bien.

—Pues te lo explicaré, mi vida. Durante tu condena de secano, yo me he buscado el regadío. Ahí te quedas, idiota.

Freddy Corcho-Hermoso fue abandonado por su joven y atractiva mujer por ignorar el valor de la medida. No puedo comportarme tan estúpidamente con Marsa.

Esta noche, le concederé la venia para proceder a las cabriolas. Todo, menos que se busque los consuelos por los extrarradios.

Ayer bebí más de la cuenta y lo noto. A partir de determinada edad, el alcohol ingerido en exceso parece que se queda en los músculos. Modesto, el guarda mayor, me trae noticias del exterminio de las gallinas.

—Todas muertas. Y los gallos. Y las ocas. No queda un ave de granja viva en La Jaralera.

—¿Sin oposición?

—Bueno, señor marqués. Pepillo y Flora se han llevado un disgusto tremendo. Ya sabe lo que cuidan a sus gallinas.

—Algún día me lo agradecerán. Gracias, Modesto.

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