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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Mañana en tierra de tinieblas (22 page)

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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Recordaba que Chris me había enseñado este último poema durante la primera semana que estuvo con nosotros y que me gustó mucho. Él escribía a menudo sobre caballos. Supongo que porque sus padres tenían bastantes en su propiedad.

Yeguas y potros

avanzan a trompicones

bajo la bruma matutina.

Huyen de la oscuridad

para librarse de sus sombras.

Vivo en la luz,

mas llevo conmigo la oscuridad.

Suponía que la siguiente composición era la más reciente de todas. Nunca antes la había visto.

Me llevarán al campo.

Atravesaré remolinos de neblina

con el rocío empapándome la cara.

Y el cordero se detendrá

a lanzar una mirada pensativa.

Vendrán los soldados.

Sobre el frío y oscuro suelo me tumbarán

y con tierra mi rostro cubrirán.

Cuanto más acusada es la sensibilidad, más dura es la vida. No podía pensar en otra cosa al dejar los cuadernos en su sitio. Sentimientos, ¿quién los necesita? A veces, como ocurre con el amor o la felicidad, son una verdadera bendición; otras veces, una maldición.

Y, por lo visto, para Chris entraban más bien en esta segunda categoría.

Volví a preguntarme cómo les iría a Corrie y a Kevin. Pobre Kevin. Podía imaginarlo sentado en el recinto ferial, mirando a través de la alambrada, pensando en nosotros, aún libres en el Infierno. Probablemente nos envidiara y deseara estar con nosotros. Pero tampoco éramos tan afortunados. Siempre había oído decir que la liberad lo era todo, y no era así. Mejor llevar grilletes y estar junto a tus seres queridos, que ser libre y sentirse solo.

Se me ocurrió que deberíamos tener un cuadro de honor, una lista en la que figurasen los nombres de todos aquellos a los que habíamos perdido: Corrie, Kevin y, ahora, quizá también Chris. Tal vez no tardaría en ampliarse la lista. Supongo que pensar en aquello fue lo que hizo que me enfadara tanto al ver que Homer estaba elaborando una lista bien distinta. Estaba junto a un viejo y enorme eucalipto, tallando meticulosamente unas marcas verticales.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté.

—Actualizar el marcador —contestó.

—¿El marcador de qué?

—De todos los que hemos quitado de en medio.

No podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Te refieres a las personas que hemos matado?

—Sí —reconoció, aunque la rabia que se desprendía de mi voz lo puso en alerta y me lanzó una mirada nerviosa al decirlo.

—¿Te estás riendo de mí o qué? Te estás riendo de mí, ¿verdad? ¿Cómo se puede ser tan gilipollas? ¿Acaso crees que esto es una especie de juego, una competición?

—Cálmate, Ellie, no es para tanto.

—Homer, ni siquiera te gusta el deporte. No te ha gustado nunca, ¡y ahora te dedicas a transformar nuestra experiencia más amarga en un puñetero juego!

—Vale, vale, tranquila. Si te pone tan histérica no lo haré.

Se lo veía arrepentido, como si empezara a tomar conciencia de que no había sido tan buena idea. Yo estaba tan cabreada que procuré mantener la boca cerrada. De modo que, con mi maltrecha rodilla, me fui echando humo en dirección al camino. Francamente, Homer podía actuar con mucha inteligencia, como un gran líder, pero también era capaz de salirte con una de sus estupideces. Esa era la historia de su vida, y aunque se había portado fenomenal desde la invasión, acababa de demostrar que todavía se le podía ir la cabeza. Yo estaba tan trastornada por toda la muerte y destrucción que habíamos presenciado y causado, que no podía concebir que alguien reaccionase de otro modo.

No sé qué más decir.

Cuando alguien me paró al comienzo del camino, estaba demasiado enfurecida como para darme cuenta de quién era. Me cogió por el brazo y me dijo:

—Eh, Ellie, tranquila, tranquila. —Era Lee—. ¿Qué pasa? —preguntó.

—El imbécil de Homer, eso pasa. Está más imbécil e inmaduro de lo normal.

No me había soltado aún el brazo, de modo que cuando me volví un poco más hacia él, me quedé pegada a su pecho. Ahí ahogué un lloriqueo e hice la pregunta que Fi me había planteado antes:

—¿Qué va a ser de nosotros, Lee?

—No lo sé.

—No digas eso. Es lo que dicen todos. Quiero que seas diferente a los demás.

—Lo soy. Soy un asesino.

Cuando pronunció aquellas palabras, pude sentir que un escalofrío le recorría el cuerpo.

—No, Lee. No lo eres.

—Ojalá pudiese creerte. Pero las palabras no cambian nada.

—¿Crees que lo que hiciste estuvo mal?

La respuesta tardó tanto en llegar que pensé que no me había oído, que su pecho había amortiguado el sonido de mi voz. En cuanto empecé a repetir la pregunta, me interrumpió.

—No. Pero me asusta lo que hay dentro de mí, lo que me hizo actuar así.

—Esa noche ocurrieron demasiadas cosas. Tal vez no vuelva a suceder algo así. Cualquiera que hubiese visto lo que tú viste habría perdido un poco los estribos.

—Pero puede que haberlo hecho una vez me empuje a hacerlo de nuevo.

—Yo también lo he hecho.

—Sí. Pero no sé por qué, tengo la sensación de que lo tuyo fue diferente. Chris me contó que el soldado estaba hecho pedazos. Y, de algún modo, no es lo mismo rematar a alguien con un cuchillo que con un arma de fuego. —Yo me quedé callada, y él prosiguió al cabo de un rato—: ¿Piensas mucho en ello?

Entonces, me eché a llorar a lágrima viva; de tanto sollozar tuve la impresión de que iba a echar los pulmones por la boca. No pude parar hasta pasado un buen rato. Lo increíble fue que Lee no dejó de abrazarme, como si estuviese dispuesto a consolarme por toda la eternidad. Al final, desembuché lo de la pesadilla que me acechaba estando despierta.

—Tenía la impresión de que una gigantesca sombra planeaba en el cielo, amenazante, sobre mí. Lo oscurecía todo a mí alrededor y me seguía a todas partes.

Cuando logré templar los nervios, emprendimos el descenso. Yo me sujetaba con fuerza a Lee, pese a que así era más difícil avanzar por el estrecho camino. Nos sentamos a descansar un momento sobre una roca. Una diminuta araña se posó en mi brazo y, tras localizar el fino hilo por el que había llegado hasta mí, pude dejarla en el suelo.

—Vaya, una araña haciendo puenting —dijo Lee, que observaba la escena. Yo sonreí—. ¿Crees que lo que hice estuvo mal? —preguntó, sin apartar la vista de la araña.

—No lo sé. Pregúntale a Robyn. Pregúntale a Homer. Pregúntale a cualquiera, menos a mí.

—Pero tú siempre pareces saber discernir lo que está bien de lo que está mal —apuntó.

—¿Qué? ¿Cómo? —Me aparté un metro de él y lo miré boquiabierta—. ¿Pero qué dices?

—¿Acaso no es cierto?

—Lee, sé discernir lo que está bien de lo que está mal tanto como lo sabría hacer esa araña.

—¿Tú crees? Siempre se te ve muy segura de ti misma.

—Dios mío, ¿hablas en serio? Fi me dijo hace un rato que parece que no me da miedo nada. Venga ya, pensaba que me conocíais mejor. A ver si vamos a tener que empezar desde cero. Lo único de lo que estoy segura es de que no estoy segura de nada. Le doy mil vueltas a cualquier decisión que tomamos. ¿Recuerdas aquella vez que dormí contigo sin que te enterases?

Él estalló en carcajadas. Una noche regresé tarde al campamento y no había nadie allí excepto nosotros dos. Lee estaba dormido y yo me arrastré al interior de su tienda y me acosté a su lado.

—Bueno, pues esa noche, en el camino de vuelta al Infierno, me detuve un momento en la Costura del Sastre y me quedé allí sentada mirando el cielo e intentando encontrar alguna que otra respuesta.

—Sí, me acuerdo. Algo me contaste.

—Pues hallé una sola, nada más, aunque era bastante importante para mí. Me di cuenta de que lo único que me salva es la falta de confianza en mí misma. Que es una especie de don.

—¿De qué estás hablando?

—Quiero decir que cuanto más convencida estás de tus creencias, más riesgos corres de equivocarte. A mí me da miedo la gente que es demasiado segura de sí misma, que lo ve todo blanco o todo negro, que nunca llega a plantearse que pueda estar equivocada o que los demás puedan estar en lo cierto. Si eres una persona insegura, al menos no dejas de poner en tela de juicio tus acciones ni de preguntarte si vas por el buen camino. En resumidas cuentas, me acabas de insultar de mala manera.

Él se echó a reír.

—Lo siento. Ahora bien, en el campamento, estabas muy segura de que lo que hacía Homer no estaba bien.

—Ya, claro. Bueno, es que no estaba bien. De verdad, a veces desearía que todo en la vida fuese blanco o negro.

—Pues entonces habría más racismo.

—Muy gracioso.

—Y a todo esto, ¿qué estaba haciendo Homer exactamente?

—Nada de lo que debas preocuparte. Digamos que ha vuelto a la infancia durante unos cuantos minutos, eso es todo.

—Oye, bajemos a las rocas llanas.

Las rocas llanas quedaban situadas en un punto donde el arroyo emergía de la vegetación, en su primer contacto con el aire libre desde el manantial donde nacía, allá arriba, cerca de la Costura del Sastre. Para llegar hasta allí había que dejar atrás el camino a la altura del primero de los Escalones de Satán y abrirse paso entre la vegetación hasta alcanzar un pequeño claro escondido entre los matorrales. Allí, el arroyo se ensanchaba y discurría por una serie de rocas lisas y alargadas, donde se estaba muy a gusto, ya que se calentaban al absorber los rayos del sol. No era fácil llegar hasta allí, pero merecía la pena. Tuve que cojear sobre mi dolorida pierna hasta que encontramos una buena roca donde poder estirarnos el uno junto al otro, escuchar el suave borboteo del agua y el gorjeo de una urraca. Parecía que ambos sonidos se hacían eco mutuamente.

—¿Cómo tienes las manos? —preguntó Lee, cogiéndome la muñeca.

—Bien. Ya no me duelen tanto. Pero es muy molesto llevar las vendas.

Lee se acercó un poco más a mí y descansó su cabeza junto a la mía, por lo que quedamos mejilla contra mejilla. Su piel se me antojó tan cálida y cómoda como la roca en la que estábamos tumbados. Noté que se ponía romántico; yo no estaba muy segura de si estaba con ese ánimo, pero me dejé llevar, como el arroyo. Así que, cuando me besó, le devolví el beso, hasta que sus firmes labios y su lengua empezaron a provocarme un agradable hormigueo. Quise traerlo más cerca de mí, pero mis dedos vendados me lo impedían. Era una escena algo ridícula, y sonreí al imaginar qué impresión se llevaría cualquiera que nos viera en ese momento. Aunque disimulé esa sonrisa: no quería incomodar a Lee.

Entonces, me di cuenta de que empezaba a levantarme la camiseta, y me estremecí al sentir su mano paseándose por mi vientre. Aquellos dedos estaban hechos para tocar el violín, no para atacar ni asesinar a nadie. Sus caricias resultaban muy leves, aunque sus dedos eran firmes, ni suaves ni débiles. Por suerte —o experiencia tal vez—, había encontrado uno de mis puntos más sensibles y delicados; me encanta que me acaricien la barriga. Yo tenía la camiseta hasta el sujetador, lo que no me preocupaba en absoluto, aunque sí me pregunté qué tendría él en mente y hasta dónde pretendía llegar. Agachó la cabeza y me hizo una pedorreta por encima del ombligo, antes de trazar pequeños círculos con la punta de la lengua. Yo no estaba excitada en absoluto; él, por el contrario, sí que lo estaba, y se estaba esforzando mucho por hacerme entrar en calor. No tardó en conseguirlo. Empecé a sentirme mejor y, al poco rato, más que mejor. Bajo mi piel se prolongaban pequeñas oleadas de sensaciones agradables que llegaban hasta muy dentro y se encontraban con otras oleadas que surgían desde zonas más bajas del vientre. Todo se tornó cálido, agradable, relajado y pausado, estando allí tumbada sobre las rocas calientes, con Lee no menos calientes junto a mí.

Él estaba de lado, apoyado sobre el codo derecho, acariciándome con la mano que le quedaba libre. Con el dorso de la mano empezó a dibujar nuevos círculos sobre mi vientre, más lentos, grandes y amplios.

—Qué agradable —dije, cerrando los ojos.

La única sensación que me pesaba era que necesitaba ir a hacer pis. No obstante, no me apetecía nada levantarme, así que supuse que podía posponerlo un poco. Lee utilizó las yemas de los dedos antes de dar la vuelta a la mano y valerse de los nudillos. Me sentía tan cansada y relajada que deseé que no parase nunca. Y aunque sabía que era algo egoísta por mi parte, esperé también no tener que hacer nada a cambio. Y cuando me desabrochó el primer botón de los vaqueros pensé que más me valía no quedarme en aquella postura demasiado tiempo. Me di la vuelta sobre la piedra y rodeé a Lee con los antebrazos, subiéndole torpemente la camiseta por detrás y manteniéndolo tan cerca de mí como podía. Él tenía la rodilla entre mis piernas, y yo lo besé con fuerza. Pensaba que, manteniéndolo así abrazado, lograría que no fuese más allá con mis botones. Pero coló sus cálidas manos dentro de la cinturilla —por la parte de atrás— y me acarició lentamente la piel.

—Mmm —solté un largo y lento suspiro, cual abeja bajo el efecto de un tranquilizante.

Lee no decía nada. Pero cuanta más presión ejercía sobre la zona lumbar, más ganas me entraban de ir al baño. Al final, empecé a apartarlo.

—No —dijo—. No pares.

—Tengo que hacerlo.

Seguí besándolo unos cuantos minutos más antes de separarme. Estaba de rodillas junto a él, aún con mis torpes dedos vendados apuntando al aire. Me incliné y le di una ráfaga de besos en los labios. Pero él apartó la cabeza y preguntó, con un tono bastante tajante:

—¿Adónde vas?

Yo me eché a reír.

—A hacer pis, si tanto te interesa.

—¿Y piensas volver?

—No sé si puedo fiarme de ti. Ni tampoco si puedo fiarme de mí misma.

Él forzó una sonrisa. Yo me puse en pie y me detuve un momento para mirarlo fijamente.

—Me gustas mucho —dije—. Pero tengo mis dudas… Aquí, en el Infierno, las cosas pueden salirse de madre. Yo misma, sin ir más lejos.

No estaba segura de si él había entendido lo que quería decir. Pero tendría que conformarse con aquello, de momento. Desaparecí cojeando entre los matorrales buscando un lugar en el que poder plantarme. Para cuando hubiera conseguido tener los vaqueros desabrochados y bajados, sin nadie que me ayudase, él habría tenido tiempo de sobra para enfriarse.

Capítulo 13

El zumbido de las interferencias sofocaba casi por completo las voces que emergían de nuestra radio. El ruido encontró un eco en la lluvia que aporreaba el tejado sin dar tregua, que se filtraba por el hierro galvanizado en algunas partes y calaba las paredes en otras. El diluvio incesante se colaba por la chimenea y salpicaba el suelo de madera.

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