Mañana en tierra de tinieblas (20 page)

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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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—¿Adónde fuiste?

—Me arrastré por el suelo hasta ponerme a cubierto.

—¿Cómo? ¿Dónde?

—Tras unos cadáveres.

—¿Tras unos cadáveres?

—Había cuatro personas sentadas en la zona del comedor. Cuando les dispararon, cayeron en fila, cada uno apoyado en el de al lado. Me escondí detrás de ellos.

—Dios mío.

—Me quedé allí hasta que los soldados empezaron a aparecer por el campamento. Habían hecho prisioneros a unos cuantos; todos los demás estaban muertos. Vi lo que hacían con los cadáveres y también lo que hacían con los prisioneros. De modo que corrí.

—¿Te vieron?

Robyn había regresado, y aunque había llegado el momento de escalar, Lee nos tenía demasiado absortos con su historia.

—Sí, pero no pudieron abrir fuego, porque habrían herido a los de su propio bando. No estaban muy organizados que digamos. En cuanto salí del recinto del campamento, acribillaron la maleza a balazos. Yo ya me lo esperaba y me escabullí, pegado al suelo, resguardándome detrás de los árboles. Finalmente, vi que estaban prendiendo fuego a las tiendas. No me siguieron.

—Pues a mí, sí —dijo Fi en un hilo de voz.

—Ya, pero tú eres una chica —contestó Lee con tono agrio—. Ya he visto lo que hacen con las mujeres que capturan.

Homer empezó a trepar por el árbol.

—¿Y qué pasó luego? —pregunté en tono acuciante.

—Eché a correr y no me detuve. Para cuando logré calmarme un poco, no tenía ni idea de donde me encontraba. Al final supuse que si habíais sobrevivido, acudiríais aquí, pero todavía tenía que pensar en el modo de llegar.

Robyn empezó a trepar detrás de Homer por el árbol. Fi se colocó en posición para hacer lo propio.

—¿Qué pasó contigo cuando estábamos en el cortafuegos? —pregunté.

—Bueno, cuando empezaron a dispararnos, eché a correr como loco. Y al darme cuenta de que os había perdido de vista, se me ocurrió que lo mejor sería regresar al campamento.

—Gracias por el osito —dije. Me quedé mirando el precipicio durante un momento, pensando en todo tipo de cosas. Me pregunté cuánto tiempo debía de llevar allí aquella pared rocosa y de que otros acontecimientos habría sido testigo. Deseé poder escribir su historia, crear algo imperecedero, algo bueno. Me volví hacia Fi—. Vamos, Fi de Wirrawee. Sube como un koala. Como
Alvin
.

Me colgué del hombro el fusil del soldado muerto y observé a los tres. Homer ya había llegado arriba, que en realidad era la sólida parte baja del viejo tronco blanco porque, como era lógico, se había desplomado desde arriba, Robyn lo seguía de cerca. Fi empezaba a subir despacito hacia ellos.

—¡Os dije que teníamos que haber cogido cuerda! —gritó Homer.

—¿Recuerdas lo que te enseñaron en el campamento de Outward Bound? —preguntó Robyn—. Tienes que clavar la punta de los pies y ayudarte con las yemas.

Y a aquello se reducían todos nuestros conocimientos en materia de escalada en roca.

Homer dejó atrás la seguridad que ofrecía el tronco y trepó por el último trecho del precipicio. Incluso desde abajo pude distinguir cómo se le tensaban los músculos de los brazos y las piernas mientras buscaba puntos de apoyo. Tenía la cabeza a un lado y parecía un insecto gigante reptando por la pared rocosa. Observábamos nerviosos, conscientes de que pronto nos tocaría seguirlo. Solo lo separaban de la cima unos escasos metros, pero fallar en aquel momento podía costarle muy caro. Entonces, echó un brazo por encima del borde del precipicio y, con un último y tremendo esfuerzo, se aupó. Salió de nuestro campo visual durante un momento antes de reaparecer, de pie en la cima, mirando hacia abajo, sonriente.

—Pan comido —dijo.

Después le tocó a Robyn, que se movía muy rápido. Subió de un tirón, en un esfuerzo continuo, hasta rodar también sobre la cima. Para entonces, Fi ya había llegado a lo alto del tronco. Miraba hacia arriba, visiblemente inquieta.

—Vamos, Fi —grité desde abajo.

Lee emprendió el ascenso mientras Fi tanteaba con el brazo en busca de un punto de apoyo. Las voces de Homer y Robyn, como altavoces estereofónicos, la animaban a subir. Ella avanzaba muy despacio, utilizando el interior de los pies en lugar de las puntas. De repente, se quedó paralizada. Pude ver cómo le temblaban las piernas.

—Vamos, Fi —vociferábamos todos.

—No puedo —gimoteaba ella.

—Vamos, Fi —la apremió Robyn—. Los soldados se acercan.

No era cierto, pero funcionó. En un movimiento algo precipitado, Fi consiguió ganar un metro más, tendió el brazo y logró agarrar la mano de Robyn. Menos mal que ella la atrapó al vuelo. No quiero ni pensar en lo que habría sucedido si no lo hubiese hecho. Aun así, Robyn tuvo que tirar y seguir tirando de Fi, que colgaba como un peso muerto, y arrastrarla hasta la cima.

Fi había demostrado fuerza y valor en más de una ocasión pero, por lo visto, las doce últimas horas se lo habían arrebatado todo.

Lee alcanzó la cima sin problema alguno. Definitivamente, ser alto ayudaba mucho. Para cuando lo consiguió, yo lo miraba desde la última rama. Calculé mi ruta: pasaría algo más a la derecha de Lee. Y, tragando saliva de puro miedo, abandoné la seguridad del árbol e inicié el ascenso. Lo más importante era no dejarme llevar por el pánico. Cada vez que me invadía la horrible sensación de que podía caer, de que caería sin remedio, me instaba a mí misma a pensar con valentía, a retomar el control de mi mente, a ser fuerte. Pero el cansancio físico estaba haciendo mella en mí. Estaba hambrienta, me dolía la rodilla, y estaba tardando demasiado en subir, agotando mi energía. Aceleré un poco, miré hacia arriba y vi la mano de Homer tendida hacia mí, a mi alcance.

—No necesito ayuda —le espeté.

Y en ese preciso instante, caí. Sucedió muy rápido, sin que apenas me diese cuenta. Me fallaron los dedos, todos a la vez, y perdí el agarre. Estaba demasiado lejos del árbol como para alcanzarlo, y era consciente de que tenía dos opciones: o utilizar las manos para frenarme y destrozármelas en el intento, u optar por la caída libre y partirme las piernas. Usé las manos. Estaba tan pegada a la pared rocosa que no dudé en adherirme a su superficie y agarrar, arañar, utilizar cualquier punto de contacto posible, rodillas, dedos de los pies, el pecho de vez en cuando y, las manos, durante todo el descenso. Aterricé sin haber alcanzado en ningún momento una velocidad descontrolada. Aun así el impacto fue brutal. Volví a golpearme la rodilla. Rodé por el suelo hasta acabar mi carrera contra una roca. Me quede allí hecha polvo, maldiciendo el mundo entero. No me atreví a mirarme los dedos. Me levanté y me sacudí el polvo de la ropa antes de regresar junto al árbol. Enfadada, emprendí de nuevo el ascenso, ignorando el escozor de las manos, la punzada de la rodilla, el dolor de la espalda. Desde lo alto me llegaban gritos de desesperación: los cuatro asomaban la cabeza y graznaban como cacatúas solitarias.

—Estoy bien —mascullé, consciente de que no podían oírme.

Alcancé el extremo del tronco muerto y blanquecino y me quede allí un minuto, abrazada a él, temblando un poco.

—Tíranos el fusil —gritó Homer.

Reparé entonces en que todavía llevaba colgada el arma automática. De ahí el dolor de la espalda. Tuve suerte de que no se hubiese disparado. Me la quité con torpeza y la sujeté en las manos durante un momento antes de lanzarla con fuerza hacia la cresta. Apenas llegó hasta ahí, pero Robyn la agarró por la culata cuando estaba a punto de caer otra vez y se la llevó. Un minuto más tarde, reapareció a mi izquierda.

—Por aquí, Ellie —gritó.

Había una suave cornisa por ese lado, pero como no conducía a ningún sitio, nadie la había utilizado. Ahora comprendía lo que pretendían: habían formado una cadena humana. Lee sujetaba a Robyn, que colgaba al borde del precipicio y tendía el fusil hacia mí. No podía ver quién tenía cogido a Lee. Me desplacé hasta allí y estiré el brazo. Solo pude alcanzar el cañón del arma.

—¡Ellie, cómo tienes las manos! —exclamó Robyn.

—Espero que hayáis descargado esta cosa —dije.

—Ya está hecho. ¿Puedes sujetarme?

—Sí, adelante.

—Tú hazlo.

Empezó a retroceder, arrastrando los pies. Las dos sujetábamos firmemente el arma. Durante un momento, Robyn cargó con todo mi peso, pero pronto pude apoyarme en el pie para ayudarla y escalar el último tramo de pared. Acto seguido, Homer y Fi me agarraron de las axilas y me arrastraron hasta la cumbre. Aterricé sobre Robyn y me aparté gateando antes de desplomarme en el suelo, hecha pedazos.

Fi tomó mi mano derecha y se quedó horrorizada. Levanté la cabeza y miré con curiosidad: tenía la piel levantada y cubierta de sangre, las yemas de los dedos en carne viva. Solo se salvaba el pulgar. La mano izquierda presentaba prácticamente el mismo aspecto. Cuando más las miraba, más me escocían.

No podíamos hacer otra cosa que llorar, y eso hicimos. «No hay nada como una buena llorera para desahogarse», decía mi abuela. Teníamos frío, estábamos muertos de hambre, y todos con dolores, moretones y arañazos. Y, lo peor de todo, estábamos conmocionados y profundamente tristes. No serían más de las siete y media de la mañana, y el sol aún no pegaba con suficiente fuerza como para caldear y alumbrar las terribles tinieblas que se habían adueñado de nosotros durante la noche. De modo que nos quedamos allí sentados, bajo los árboles —la precaución seguía siendo una prioridad para nosotros—, berreando como críos. Me goteaban los ojos y la nariz, y cuando pretendí enjugarlos, las manos me dolían tanto que me eran inservibles. Fi yacía con su cabeza en mi regazo y lloró hasta empaparme los pantalones.

En cuanto me quedé sin lágrimas, alcé la cabeza y eché un vistazo a mi alrededor. Dábamos pena. Robyn tenía toda la cara cubierta de sangre seca; Lee lucía un ojo morado que empezaba a adoptar un tono negruzco. Olíamos como si no nos hubiésemos lavado en meses. Habíamos perdido peso desde la invasión, por lo que además de raída y sucia, la ropa nos quedaba holgada. Miré a Lee. Estaba allí de pie, con el monte a sus espaldas, devolviéndome la mirada con semblante tranquilo. Como a menudo pasaba con las personas de estatura alta, solía tener la cabeza algo gacha y se le veía la curva formada por la nuca. Llevaba una camiseta gris atravesada por un rayo y con las palabras «Born to Rule Tour» estampadas. Sabía que en el dorso estaba el nombre de su grupo favorito, Impunity. Sus vaqueros estaban desgarrados en la rodilla, y de una de las botas asomaban un cordón que se había roto y anudado tantas veces que era imposible destituir dónde estaba el lazo. Como de costumbre, llevaba la camiseta por fuera de los pantalones. Tenía el hombro derecho raído, un desgarrón a la altura del corazón y una quemadura había dejado un agujero bajo la palabra «Rule». La parte de abajo estaba hecha jirones.

Y, sin embargo, se lo veía tan grácil, tan digno, que me enamoré perdidamente de él en aquel preciso instante, como nunca antes me había enamorado. Le lancé una débil sonrisa y levanté a Fi de mi regazo.

—Vamos, chicos —dije—. Larguémonos de aquí.

—¿Sabías que esa es la frase más recurrente en las películas? —apuntó Lee, mirándome con la cabeza hacia un lado. Yo tuve la extraña sensación de que me estaba leyendo la mente.

Pero todo lo que pude confesar fue un:

—¿Qué?

Se encogió de hombros.

—Digo que es la frase más recurrente en el cine. Sale en un setenta por ciento de las películas, o algo así.

Se acercó a mí y me ayudó a levantarme mientras los otros se ponían en marcha. Cruzamos despacio el arroyo para emprender el viaje que tanto temía: una interminable y ardua lucha remontando, encorvados, el curso del río, y avanzando a contra corriente por un agua fría. La única parte buena —y mala al mismo tiempo— era que ya no cargábamos con el peso de las mochilas. Pasé gran parte del tiempo que duró la caminata haciendo inventario de las cosas que había perdido. Fue deprimente. Ya nos habían arrebatado muchísimo, y me parecía injusto que no dejásemos de perder más y más cosas. Puede que con el tiempo acabásemos perdiendo todo: la felicidad, el futuro, la vida. Y quizá ya hubiésemos perdido dos de esas tres cosas. Se me escapó alguna que otra lágrima más mientras bregábamos por remontar el arroyo hasta el Infierno.

Lo más gracioso de todo aquello fue que, cuando por fin llegamos al campamento, no era más que media mañana. Como mínimo, me pareció la hora de comer. Antes de la invasión, nuestras jornadas rara vez empezaban antes de las nueve de la mañana: la hora de sentarse en clase, despeinados, frotándonos los ojos y bostezando. Y ahora, antes del desayuno, habíamos vivido, habíamos sufrido más de lo que razonablemente cabe esperar de toda una vida.

Otra lección que debía aprender: las expectativas ya no significaban nada. No teníamos derecho a albergarlas. Y eso incluía todo aquello que dábamos por sentado: al fin y al cabo, dar algo por sentado implica tener expectativas. Para empezar, di por sentadísimo que Chris estaría allí. En ningún momento me había planteado lo contrario. Pero el caso es que no estaba.

Al principio, no nos inquietamos demasiado. Lo llamamos a gritos mientras devorábamos la comida a manos llenas. Bueno, al menos, eso es lo que hicieron los demás; a mí me dolían demasiado las manos y estaba mareada. Había pensado que tenía hambre, pero de repente era incapaz de comer. Me senté sobre un tronco y observé a Robyn engullendo alubias de bote y queso; a Lee abalanzándose sobre las galletas y la mermelada; a Fi comiendo una manzana y frutos secos; y a Homer dándose un atracón de muesli. Aún con la boca llena, Robyn fue a por el maletín de primeros auxilios y lo dejó junto a mí.

—¿Cómo tienes las manos? —preguntó.

—Bien. Creo que la rodilla me duele más.

En el camino de vuelta, mientras nos arrastrábamos río arriba, había sumergido varias veces las manos en el agua para limpiarlas de gravilla y tierra. Ahora, la piel de los dedos se veía tierna y blanda. Sin embargo, las yemas en sí eran como fresas oscurecidas por la sangre de las que colgaban pequeños jirones de piel. Básicamente, las puntas de los dedos habían quedado lijadas. La gravilla me había desgarrado ambas palmas, que también me escocían pero no pintaban tan mal como las yemas. Robyn me untó pomada en todas las zonas ensangrentadas y, acto seguido, me cubrió cuidadosamente cada yema con gasa y vendas. Al mismo tiempo, me dio de comer, como un pájaro hace con su polluelo. Imagino que debía de tener una pinta ridícula con mis ocho dedos apuntando al cielo, todos ellos bien envueltos en su capucha blanca. Pero lo cierto era que me sentía mucho mejor, sobre todo con unos cuantos dátiles y galletas en el estómago.

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