Read Mañana en tierra de tinieblas Online
Authors: John Marsden
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
—Póntelo —dije finalmente, señalando con la cabeza el puño que llevaba cerrado.
Él abrió un condón. Se apartó de mí, con la mirada gacha, para poder ver lo que estaba haciendo. Observé, curiosa.
—No mires —dijo sonrojado, intentando taparme la vista con el antebrazo.
—¡Qué tierno estás cuando te pones tímido! —dije.
Cuando estuvo listo, lo abracé y lo atraje hacia mí. Le mordisquee la oreja un minuto antes de rodearlo con mis piernas. Lo que vino después estuvo bien; no genial, pero sí bien. Lee estuvo un poco torpe, supongo que por los nervios. Aquello me puso nerviosa a mí también, lo cual no ayudó mucho. Yo, que quería ser una gran amante, la pareja perfecta, no lo estaba siendo. Y cuando estuvo completamente dentro de mí, no pudo aguantar más tiempo. Después no se mostró tan apasionado; solo quiso tenderse y tenerme en sus brazos.
Lo ayudé a ser algo más creativo, hasta que yo también tuve suficiente. No supe muy bien lo que sentí entonces. Una mezcla de cosas: estaba contenta por haberlo hecho por fin y que no hubiese sido un desastre, lamentaba que no hubiese sido mejor y me preguntaba si a partir de ese momento me notaría a mí misma cambiada. Pero disfruté de la sensación de estar en sus brazos. Durante aproximadamente media hora nos quedamos tumbados, con los ojos cerrados, acariciándonos lentamente los brazos y la espalda, vagando dentro y fuera de los confines del sueño.
Nos interrumpió un suave golpe en la puerta y el susurro de Homer:
—Ellie, te toca el turno de vigilancia.
—De acuerdo —contesté—. En seguida voy.
Me concedí unos minutos antes de apartarme con cuidado del cuerpo de Lee. Me tapé envolviéndome en una manta, con la idea de bajar y coger ropa seca de mi mochila antes de empezar mi turno. Pero al llegar a la puerta del cuarto, reparé en algo. Homer había tocado a la puerta antes de hablarme desde el pasillo. Nunca antes había hecho algo semejante. Más bien solía irrumpir en la habitación y zarandearme hasta que me despertaba. Nos conocíamos desde hacía tanto que no andábamos con demasiados miramientos. Me volví hacia Lee, que yacía en la cama.
—Lee —dije—. ¿Por qué ha llamado Homer a la puerta?
—¿Qué? —contestó, medio dormido.
—¿Por qué ha llamado Homer a la puerta? ¿Por qué no ha entrado a lo bruto como hace siempre?
De repente, estaba despierto del todo. Me lanzó una mirada cargada de culpabilidad.
—Eres un cabrón —dije fríamente.
—No podía encontrar los condones —repuso—. No tuve otra elección.
Abrí la puerta con violencia y salí como una exhalación, arruinando un poco el efecto al pisar la manta y tropezar. Estaba hecha una furia. No quería que Homer supiera lo que habíamos hecho. Si él se enteraba, todos los demás lo sabrían muy pronto. Claro que, mirándolo por el lado positivo, estuve bien despierta durante el turno de vigilancia gracias a la indiscreción de Lee. Pasé el rato teniendo conversaciones imaginarias con él, diciéndole cuatro verdades. Es lo bueno que tiene el enfado.
Al final, acabé perdonando a Lee. Me hacía una idea de cómo había podido suceder, de por qué había tenido que contárselo a Homer, aunque habría preferido que no lo hubiera hecho. Sin embargo, disfruté bastante al ver que se preocupaba, que se sentía avergonzado y culpable. Merecía sufrir un poquito, aunque fuera por un rato.
Pese a todo, me sentía muy bien. Me dolía un poco el cuerpo cuando hacía un mal movimiento, pero estaba muy bien. Pasé el día observándome a mí misma, preguntándome si había cambiado, si era otra persona. Pero no parecía haber ocurrido nada del otro mundo. Por un lado me sentía aliviada, pero, por otro, me apenaba el hecho de que no volvería ser virgen nunca. Una vez dado ese paso, ya no hay vuelta atrás.
Un efecto inesperado fue que durante todo el día me sentí muy viva. Resultaba extraño y agradable a la vez. Sospechaba que era una reacción natural a toda la muerte y destrucción que nos había rodeado durante tanto tiempo. Ahora, en cambio, acababa de hacer algo positivo y no destructivo. Algo surgido del amor. Algo que suponía un cambio significativo respecto a nuestro día a día. Sé que los bebés son una lata y que, en una escala de dolor que va del uno al diez, dar a luz debe de alcanzar el once; aun así, se me pasó por la mente la pequeña fantasía de tener un hijo, un día lejano, dentro de cincuenta años más o menos.
En definitiva, tenía la sensación de que dependía de gente como nosotros que la vida siguiera su curso.
No obstante, pronto habría de llegar el momento en que me vería obligada a hacer algo destructivo y despiadado.
Esa noche, Fi y yo nos encontrábamos merodeando por las calles de Wirrawee. Íbamos camino de casa de Fi; ella quería verla, coger unas cuantas cosas y reconfortarse (¿o torturarse?) recorriendo sus habitaciones desiertas. Los padres de Fi, abogados de profesión, tenían mucho dinero. Vivían en la zona más selecta de Wirrawee, en una mansión antigua en una calle llena de mansiones antiguas que se alzaban en lo alto de una colina. No teníamos prisa por llegar. Por lo visto, nos apetecía correr riesgos. Queríamos tomar el aire, pese a que era demasiado temprano para salir a la calle. Otra vez había estado lloviendo todo el día, y el asfalto relucía bajo tanto charco. Pero ya había dejado de llover para cuando salimos de la casa de la profesora de música. Las nubes estaban bajas, por lo que las temperaturas no eran frías. Atravesamos sigilosamente unas cuantas manzanas, pasando de un jardín a otro para no permanecer demasiado tiempo en las aceras. Al llegar a Jubilee Park, nos metimos en el quiosco de música para charlar mientras contemplábamos el césped sin cortar y los parterres invadidos por las malas hierbas. Lo primero que quedó claro fue que Fi estaba al tanto de lo que había pasado entre Lee y yo.
—¿Cómo te has enterado? —pregunté.
—Me lo contó Homer.
—¡Lo sabía! Me mosqueé un montón con Lee por habérselo dicho. Por cierto, yo pensaba que Homer y tú no hablabais de cosas íntimas últimamente.
—Hum, bueno, no es lo mismo que antes. Pero seguimos llevándonos bien. No creo que las relaciones a largo plazo sean lo suyo.
—Tengo la sensación de que él y yo no hablamos desde hace una eternidad. La mayoría de mis charlas las tengo contigo y con Lee.
—Pues debió de ser una charla muy interesante la que tuviste con Lee esta mañana.
—¡Déjalo ya! Ha pasado y punto, ¿vale? No me metas tanta caña.
—Pues da la impresión de que Lee sí que te metió caña.
—¡Pero bueno!
—¿Qué tal fue?
—Bueno, no estuvo mal. Hubo momentos fantásticos. El tema en sí, ya sabes, estuvo un poco regular. Será mejor la próxima vez.
—O sea, que habrá una próxima vez.
—¡Yo qué sé! Bueno, claro que sí, a la larga habrá una próxima vez. Pero tampoco estoy diciendo que vayamos a hacerlo cada noche.
—¿Te dolió?
—Un poco. Pero no es un dolor insoportable.
—Pues a mí me parece demasiado engorroso —dijo Fi, para quien la vida siempre debería ser como en las revistas—. ¿Sangraste mucho?
—¡Qué va! No es que se sufra precisamente. Me dolió un poco al principio, y estaba nerviosa. Pero después hubo momentos muy agradables. Aunque Lee no aguantó mucho tiempo. De todos modos, sigo pensando que los chicos disfrutan más, al menos la primera vez.
—¿Tan segura estás de que fue su primera vez?
—¡Claro! No derrochaba experiencia que digamos.
—¿La tiene…? —A Fi le costó mucho contener las risitas mientras seguíamos con la conversación, entre susurros, sumidas en una oscuridad húmeda y silenciosa—. ¿Cómo… de grande?
—¡Sabía que preguntarías eso! No se la medí, ¿sabes?
—Sí, pero…
—La tiene suficientemente grande, créeme. No sé cuál es la medida, pero estará por encima.
Entonces, las dos soltamos una risita.
Sobre las diez, subimos con sigilo la colina en dirección a Turner Street. No nos dimos cuenta de cómo había cambiado el panorama hasta que doblamos la última esquina.
Habría una decena de casas, todas ellas con luz. Había hasta cuatro farolas encendidas. Dos casas tenían encendidas las luces de todas las habitaciones. En las demás, solo había luz en una o dos ventanas. Fi se quedó inmóvil, emitiendo pequeños gemidos, como un cachorro herido. No me lo podía creer. Fue como entrar en un decorado de Disneyland o pasear entre las barracas de la feria. Una especie de parque de atracciones, vamos. La única pega para nosotras era que aquello no era ningún parque de atracciones. Era peligroso. Tiré de Fi hacia atrás y nos pusimos a cubierto detrás de un árbol.
—¿Qué piensas? —le pregunté.
Ella, con los ojos empapados en lágrimas y negando con la cabeza, sollozó: —Los odio. ¿Qué hacen aquí? ¿Por qué no pueden simplemente regresar al sitio de donde vinieron?
Observamos durante cerca de una hora. De vez en cuando, un soldado salía de una casa y entraba en otra. A punto estuvimos de acercarnos para poder ver mejor, pero en cuanto nos disponíamos a salir, oímos un vehículo que subía la colina. Volvimos a agachamos detrás del árbol. Un imponente Jaguar, de un modelo reciente, pasó a velocidad moderada frente a nosotras y se adentró en Turner Street. Gracias a las luces del coche me percaté de algo: inadvertidos, unos centinelas montaban guardia frente a un par de casas. Menos mal que no llegamos a acercamos allí. El Jaguar se detuvo frente a la casa de los vecinos de Fi, una construcción blanca de madera, bien iluminada y con dos plantas rematadas por un alto hastial. Al pararse el vehículo, un centinela acudió al trote desde los matorrales, abrió una de las puertas traseras y saludó al hombre uniformado que salió de él. Pese a que el individuo iba ataviado con la misma ropa caqui que los demás, la gorra de plato que llevaba puesta lo distinguía de los otros militares. Un oficial. Ya empezábamos a hacernos una idea del uso que se les estaba dando a las casas de la zona. La habían convertido en la suite ejecutiva de Wirrawee. En eso nada había cambiado: la Colina Pija seguía siendo la Colina Pija.
Nos replegamos a la casa de la profesora de música para informar a los demás. Sin embargo, Homer estaba durmiendo y, para mi secreto alivio, Lee también. Y nosotras estábamos tan hechas polvo que decidimos no despertar a los chicos. Robyn estaba levantada porque le tocaba turno de vigilancia, así que hablamos con ella durante unos minutos antes de acostarnos. Dormí con Fi, lo que me ahorró tener que tomar cualquier decisión difícil en cuanto a mi vida sentimental. No fue hasta las nueve de la mañana siguiente cuando todos nos reunimos para hablar de lo que Fi y yo habíamos visto en Turner Street.
Nos sentamos frente a un ventanal, desde donde podríamos vigilar la calle, y nos pusimos a hablar. Fue una buena conversación, una de las mejores que habíamos tenido como equipo en mucho tiempo. Yo estaba tendida con la cabeza en el regazo de Lee, y en esa misma postura repetí a los dos chicos lo que habíamos contado a Robyn la víspera. En cuanto Fi hubo aportado su grano de arena, Robyn tomó la palabra.
—Anoche, dejé mi puesto de vigilancia durante unos minutos — explicó—. Tuve que dar un paseo para no quedarme dormida. Bajé hasta el parque que hay al final de la calle y regresé. Es curioso, allí hay una cosa frente a la que habré pasado mil veces y en la que nunca antes había reparado. Pero anoche sí que me fijé en ella.
Hubo un momento de silencio.
—Venga —dijo Homer al fin—. Me rindo. ¿Era animal, vegetal o mineral?
Robyn hizo una mueca.
—Se trata del monumento a los soldados caídos —repuso ella.
—Ah, eso —asintió Homer.
—Sí —dijo Fi—. Yo sabía que estaba ahí. Nos hicieron depositar una corona a los pies de la estela cuando íbamos a sexto.
—Pero ¿llegaste a fijarte en ella? —preguntó Robyn—. Quiero decir, ¿detenidamente?
—En realidad no.
—Yo tampoco. Hasta anoche. Es triste. Figuran muchos nombres, y los que murieron tienen además asteriscos. Ahí hay resumidas cuatro guerras. Y solo para este diminuto distrito, perdieron la vida unos cuarenta hombres. Abajo del todo aparece una frase, sacada de un poema o de no sé dónde. Dice…
Robyn echó un vistazo a su muñeca y descifró, con algo de dificultad, los diminutos caracteres que había apuntado ahí:
—«La guerra es nuestro azote; mas nos ha hecho sabios. Luchar por nuestra libertad nos hace libres».
—¿A qué se refieren con eso de «azote»? —quiso saber Homer.
—Es cuando ocurre algo malo, ¿no? —me preguntó Fi—. Algo muy, pero que muy malo.
—Hum, a Atila, rey de los hunos, lo llamaban el «azote de Dios» —dije, evocando un vago recuerdo de una clase de historia de séptimo curso.
—A ver, repítelo otra vez, Robyn —pidió Lee. Y eso hizo ella.
—No sé si nos habrá hecho sabios —apuntó Lee—. Pero tampoco estoy seguro de que nos haya hecho libres.
—Quizá sí —rebatí yo mientras procuraba desgranar la idea—. Somos muy distintos a como éramos unos meses atrás.
—¿En qué sentido? —preguntó Lee.
—Fíjate en Homer. En el instituto era Atila, el rey de los burros. En fin, Homer, tú mismo debes reconocer que eras un caso perdido. Te pasabas los días enteros sin hacer nada, con la camisa por fuera de los pantalones y haciendo comentarios graciosos. Y cuando todo esto empezó, cambiaste. En cierta medida, te has convertido en toda una estrella, ¿sabes? Todas las buenas ideas se te han ocurrido a ti, y nos animaste a hacer cosas que no habríamos hecho con nadie más. Puede que estés menos fino desde la emboscada al convoy, pero no seré yo quien te lo eche en cara. Lo que sucedió allí fue horroroso.
—Me equivoqué con aquellas armas —reconoció él—. No habría debido llevármelas sin que vosotros estuvierais al tanto. La cagué.
Homer se puso bastante colorado, y desvió la mirada hacia algún punto por encima de nuestras cabezas. Era tan raro oírle decir que había cometido un error, que me mordí la lengua y le ahorré la burla que estaba a punto de hacer. En realidad, no se había equivocado del todo con aquel asunto de las armas. Me convenció cuando discutimos sobre el tema en el Infierno. Pero una vez más, me demostraba lo sabio que se estaba volviendo. Le guiñé un ojo; mi mano buscó la suya y la apretó con fuerza. En ese instante, estaba tocando a los dos chicos que más quería en el mundo, y me di cuenta de la suerte que tenía.
—Y luego está Lee —proseguí—. Antes parecías muy encerrado en tu mundo. El violín, el instituto, el restaurante y poco más. Y bueno, sigues siendo un tío muy complicado, pero eres mucho más extravertido. Y eres muy fuerte y resuelto.